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El enemigo

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No cumplió Tirso sus amenazas, ni se alteró más, por entonces, la tranquilidad de la casa; pero ambos hermanos comprendieron que aquella calma, violentamente obtenida por la energía de uno y la aparente sumisión de otro, no era paz definitiva, sino una tregua pasajera.

XIX

«Querido Pepe: Figúrate lo disgustada que estaré: hace cuatro días que no nos vemos, y rabio por reñir contigo. Tonto, tonto mío, ¿pensabas que no había yo de saber averiguar tus penas para compartirlas? El chico te habrá dicho, seguramente, las preguntas que le hice y cómo me contestó. Estoy persuadida de que todo te lo ha contado. No puedes figurarte la gracia que me hizo su desinterés. ¿Me perdonas que soborne a tus servidores? Yo, en cambio, no te perdonaré tu falta de franqueza. Haz cuenta que estás a mi lado y que te hablo muy seria. ¿No hemos repetido ambos hasta la saciedad que debíamos sernos leales? Pues no merece perdón que por desconocer mi cariño me hayas ocultado las contrariedades que te ocasiona tu hermano. Está bien, don Reservado; quiere decir que no me importa lo que te agrade o enoje. ¿En qué puedes fundar el no haberme dicho que trabajabas en una imprenta desde que te viste obligado a dejar la carrera? Me has dicho algunas veces que tu posición y tu género de vida no te han permitido tratar ni conocer a fondo señoritas de esas a quienes el no tener que pensar en nada serio hace frívolas y vanidosas. ¿En qué consiste, pregunto yo ahora, que no habiendo podido conocerlas me confundes con ellas? Seamos francos: el temor a que me pareciese demasiado humilde tu trabajo, el recelo de que fuese vanidosa, te han hecho callar, y resulta que el vanidoso eres tú. Como nada de lo que yo te diga puede enojarte, me arriesgo a todo: ¿fue vergüenza lo que sentiste al pretender ocultarme que te obligó la necesidad? ¿Sabes cómo se llama eso? Falsa vergüenza, una cosa muy parecida a la soberbia. Sí, Pepe; soy más leal que tú: me tienes ofendida. Dices que me quieres porque soy buena, y has sido capaz de suponer que podía hacerme mal efecto, así, clarito, lo de trabajar en una imprenta. Nunca se te caen de los labios la distancia, la desigualdad, y qué sé yo cuántas tonterías más: sólo te las perdono porque imagino a veces que son pretexto para que esté contigo cariñosa. ¿Ves cómo el cariño todo lo interpreta bien? Basta de esto, porque no quiero parecerte pesada; y conste que me conoce mal quien suponga que el obrar bien pudiera hacerle desmerecer en mi ánimo. Ahora, deja que me goce en llamarte tonto. ¡Buena ocasión perdiste de ponerte romántico! Queda demostrado que el amor propio es en tí más fuerte que el amor verdadero, y que yo, la señorita, como me llamas en esas bromas que, por lo visto, tienen un gran fondo de verdad, soy mucho más sincera y menos vanidosa, y te quiero con toda mi alma y te querré siempre, porque me has engañado con tus zalamerías, haciéndome creer que eres distinto de los demás hombres. Tengo ganas de verte para decirte todo lo que se me viene a la boca. ¡Lo menos pensaste que volvería despreciativamente la cabeza, sin saludarte, si por casualidad te viera salir de la imprenta! No lo digo por esto del saludo; pero no sabes tú de lo que es capaz una mujer cuando sabe querer. ¡Ojalá no fuese rica!

Respecto a lo de tu hermano, nada puedo decirte, porque las cuatro palabras que arranqué a Pateta no bastan para formar idea de tu situación, aunque sé por experiencia que esas gentes demasiado devotas hacen desgraciado a cualquiera. En mi familia está el ejemplo: la Condesa de Astorgüela, que es una parienta nuestra lejana, tiene oratorio en su casa, gasta un dineral en cosas de iglesia y, a sus hermanos, que están casi en la miseria, no quiere darles una peseta. En cambio acaricia la pretensión de que los demás sean rumbosos, y quiere que papá regale o malvenda a unas monjas un terreno que posee fuera de la Puerta de Bilbao. No puedes imaginar las recomendaciones y empeños que andan buscando. ¡Figúrate! ¡A papá con esas! Papá dice que la de Astorgüela es muy mala y que la devoción la hace peor. Yo no me atrevo a tanto, porque alguna religión hay que tener; pero tampoco me gustan las exageraciones. Lo triste sería que tu padre tuviese algún disgusto por culpa de tu hermano.

Adiós, orgulloso mío, no te quejarás de la reprimenda, ni de que escribo poco. Tuya, siempre, siempre,

Paz.»

«Como si lo viera. En cuanto leas lo que te digo, te pones a hacer consideraciones sobre lo raro y lo novelesco de que yo… en mi posición, quiera a un hombre como tú. ¡Hasta que te cure la tontería, no he de parar! ¿No dicen que el amor es ciego? ¿No pude enamorarme de un pillo? Pues me ha dado por quererte a tí, que eres bueno, y asunto concluido.

Ven pronto a verme, porque Papá habla de ir esta semana al distrito, y por no dejarme sola en Madrid, puede que me lleve. Será cosa de pocos días.»

Realizose el viaje que anunciaba Paz, no sin que antes la viese Pepe, disipando en la primera conversación con amantes palabras el débil enojo que en ella produjo su reserva; y luego de partida con don Luis, como se prolongara la excursión bastantes días, cruzaron los novios varias cartas, una de las cuales decía así:

«Adorada Paz:

El cariño que me demuestras es, por la sinceridad que lo avalora, mi única alegría. Fuera de esto, cuanto me rodea y toca es causa de disgusto. ¡Buen nublado se me viene encima! Mi casa comienza a parecer una sucursal del infierno, y voy dudando si vivo en plena realidad o está alguien, por arte de magia, ensayando a costa mía el efecto de alguna de aquellas novelas de hace treinta años, en que un personaje misterioso y fatídico desbarataba la paz de una familia. Mis padres, mi hermana y Tirso (ya me repugna llamarle hermano) parecemos sujetos a influjo extraño a nuestra voluntad. La conducta de Tirso es inconcebible. Su obstinación en reformar la familia es igual a la conformidad que en otro tiempo demostró para estar alejado de nosotros: antes, como sino existiéramos; ahora, todos hemos de ser santos; es decir, todos no, porque conmigo no se atreve.

El resultado es que me da muy malos ratos, y aún los espero peores, pues la cosa ha sido muy de prisa.

Mamá está dominada por Tirso, papá enteramente acoquinado, y su carácter, vencido por la enfermedad y los sufrimientos, va convirtiéndose en una apatía de que sólo a ratos le saca la rabia del dolor. Ya no hay medio de ocultarle que en casa existe una guerra peor que la del Norte. ¡Si papá me dejase, plantaba a Tirso en medio de la calle sin ningún miramiento! No veo otro remedio al mal. Me contengo porque, si lo hiciera, mi madre nos daría la gran desazón: es increíble hasta qué punto parece identificada con él; pero no me cabe en la cabeza la idea de que nos abandonara por seguirle. Supón lo sensible que me será admitir semejante posibilidad. Pues aún hay, sin embargo, otra cosa más triste: el dominio que Tirso ha logrado ejercer sobre ella, no es ascendiente de hijo, sino influjo de cura. En cuanto a Leocadia, parece haberse desarrollado en ella una indiferencia, un egoísmo de que nunca la creí capaz. Ambas se levantan casi al amanecer, van a misa y, aunque no vuelven tarde, como al salir meten ruido y despiertan a papá, resulta que éste, no pudiendo recobrar el sueño, se desespera hasta que vienen a darle el desayuno. Antes, todo cuidado les parecía poco para él: ayer se quejó de que el café, por ser barato, era malo, y mi madre, con una calma espantosa, le respondió que peor estaría el cáliz de la amargura; y no lo dijo con intención dañina, sino porque oye a Tirso majaderías por el estilo. A pesar de comprenderlo así, tuve que mirarla a la cara y empaparme los ojos de que era mi madre, para no soltar una barbaridad. A la hora de comer y antes de la cena dicen las dos sus oraciones, algunas veces hasta con latinajos (¡figúrate lo que entenderán ellas!), y por la tarde, si hay en cualquier iglesia función, ya las tienes con la mantilla puesta. Todavía no se han atrevido a irse las dos dejándole solo; pero la que no sale se queda renegando. En la conducta de mi madre, al menos, se nota cierta sinceridad; pero Leocadia va a la iglesia porque ha hecho el descubrimiento de que ve gente y la ven y se distrae: habla de iglesias cursis y de iglesias elegantes, como si se tratara de teatros, y critica los trajes de las Vírgenes como si fueran amigas suyas.

El doble resultado de todo esto es que la tranquilidad no es ya fruta de mi huerto, y que, además, los viajes a la casa de Dios van dejando la mía sin barrer. El celo mimoso y lleno de pequeños cuidados con que antes se atendía a mi padre, es hoy prisa por acabar pronto de servirle y correr a lo que Tirso recomienda. En fin, temo que, sin provocación ni desafío por mi parte, cuando llegue Tirso a comprender el imperio que tiene en la casa, trate de ponerme en el disparador. Por supuesto, que no adivino lo que se propone. A juzgar por algunas cosejas que compra, debe tener cuartos; pero ni un céntimo gasta para nosotros: sabe que yo llevo el peso de la casa y, sin embargo, parece como que quiere hacerme saltar de ella. Repito que no lo entiendo; pues en cuanto a convertirme, primero me hace rajas. Excuso decirte que lo que él llama conversión es la entrada en el dominio de la imbecilidad: su devoción es de lo más ramplón que puede darse. Lo peor de todo es que mi padre empeora rápidamente. Ahora quiere el médico emplear con él la hidroterapia, lo cual saldrá caro; pero yo he dicho que todo se hará, aunque hayamos de vender hasta las sillas. Tirso dice que esas son novedades de la ciencia, que antes no se conocían tales cosas y que no por ello dejaban de curarse los enfermos. En cambio ha logrado que mamá dé una peseta todos los meses para no sé qué hermandad o cofradía de la Limosna de la Luz, y otra para unas escuelas católicas. El día que abra yo la puerta al cobrador, le echo rodando por la escalera.

 

Adiós, vida mía; no te enfades porque no te repita mil veces que te quiero. En decirte mis disgustos se me ha ido el rato. No tengo tiempo para más; pero ya sabes que te adora tu amantísimo,

Pepe.

¿Tardaréis muchos días en volver? ¿Cómo ha encontrado tu padre el distrito? ¿Esperas que a tu regreso podamos vernos con frecuencia? No quisiera sentar plaza de pegajoso y, sin embargo, deseo que don Luis me necesite para poder verte y hablarte. Escríbeme mucho.»

XX

Don José comenzó a empeorarse, y con sus molestias, que iban diariamente en aumento, arreciaron los gastos.

En un principio determinaron la dolencia la vida sedentaria, la desmedida codicia en el comer y su natural plétora sanguínea: luego vino el dormirse fácilmente en cualquier parte, el echar vientre y digerir a duras penas, acentuándose la repugnancia a todo esfuerzo físico. Con este desorden en el organismo, manifestó cierta volubilidad de carácter, completándose el cuadro del que los médicos dicen estado artrítico, amén de otros síntomas que llaman sucios, hasta que por fin estalló la enfermedad, fijándosele el dolor en un pie, que se le puso hinchado, de color rojo y con las coyunturas muy sensibles. El primer acceso fue violento en extremo: posteriormente, al acostarse, en seguida conciliaba el sueño; pero al poco rato despertábale la rabia del dolor, tardando algunas horas en recobrarlo; repitiéndose estos exacerbamientos hasta que, posesionado el mal de ambos pies, quedó el infeliz postrado y sujeto a pasar los días de la cama a la butaca, y de ésta a aquélla. Al carácter agudo del padecimiento siguió el crónico; los ataques perdieron en intensidad, ganando en duración; tuvo fiebre, y en lo sucesivo raro fue el día que pasó medianamente. Con tal situación, cuando mayores cuidados y atenciones pedía el enfermo, coincidió el enfrascarse doña Manuela en cosas de la iglesia, y ella, antes tan compasiva y solícita, fue, sin darse cuenta, pecando de olvidadiza y negligente, sin mostrar mala voluntad; pero el resultado era el mismo que si la tuviera. A pesar de estar su vista cansada por los años, emprendió la tarea de bordar un paño de altar para regalo a la parroquia, y mientras tenía caladas las antiparras y la aguja en la mano, aunque su esposo la llamara, tardaba en acudir. El darle las medicinas a hora fija quedó supeditado a más santas atenciones, y comenzó a molestarla el escuchar quejidos, por antojársele muestra de poca esperanza y ninguna resignación. Don José se devanaba los sesos, sin lograr explicarse aquella trasformación ni acertar cómo pudo Tirso trocar tan pronto en beata a la que nunca fue devota, siendo lo peor del caso que no le dio la piedad por el amor al prójimo, ni por arreciar en el cuidado de su casa, sino que miraba el hogar y la familia como objetos inferiores. No decía palabra contra las necesidades ordinarias de la vida, ni renegaba de la materia, ni ensalzaba la superioridad de lo ideal sobre lo terreno, mas claramente se veía germinar en ella la semilla dejada caer por Tirso.

Lo más extraño fue que, de exageradamente limpia, se hizo algo desaseada, como si alguien la hubiese convencido de que nadie debe atender primero al lavado del cuerpo que a la pulcritud del alma. Por último, todo gasto le pareció exorbitante y, cuando el médico habló de hidroterapia y en la casa de baños dijeron que llevar a domicilio un aparato necesario costaba un duro por cada viaje, fue de opinión contraria al remedio, tronando por vez primera contra las invenciones de ahora. Delante de Pepe se contenía cuanto le era posible; pero ya toleraba de mala gana cualquier broma que trascendiese a incredulidad; y como el estado de las cosas por aquel tiempo hacía que todas las conversaciones fuesen a caer en la guerra, y hablar de ésta era hablar del clero, doña Manuela oía con disgusto a su hijo y su marido, cuando el primero alardeaba de republicano y el segundo de progresista a la antigua. Bastaron unos cuantos meses, trascurridos desde la llegada de Tirso, para que le repugnase ya escuchar ciertas conversaciones: a veces hasta intentaba oponerse a ellas con tonterías de marca mayor, por hablar de lo que no entendía.

Don José continuaba firme en su afición a leer y comentar las noticias de la guerra, lecturas y comentarios en que acababa siempre maldiciendo contra el absolutismo y la lucha civil; Pepe, después de comer, permanecía un rato acompañándole, y estos eran los mejores momentos que el viejo pasaba, porque casi siempre estaban de acuerdo el padre y el hijo. Don José conservaba el vigoroso arranque del antiguo partido progresista; Pepe, prematuramente escéptico, dado a violencias, como quien siendo joven está ya harto de traiciones, proponía a los males públicos remedios más enérgicos. En cuanto al modo de terminar la guerra civil, estaban conformes: había que concluirla, no por pacto, sino por fuerza de armas. Tirso, si les oía, procuraba contenerse; mas algunas veces le era imposible disimular, y sintiéndose ya fuerte, terciaba en la conversación, mostrando, no simpatía tibia, sino ardor de sectario por la causa del absolutismo.

El año anterior, cuando la guerra franco-prusiana, había comprado Pepe un mapa, barato, en el que seguía con alfileres y banderitas las marchas de ambos ejércitos: don José, por distraerse y llevado de la atención con que consideraba el duelo entre la revolución y el carlismo, repitió el entretenimiento. Mandó a Pepe que colocara en la pared una carta geográfica de toda la parte superior de España y, a cada parte de la Gaceta, a cada nueva de lo que ocurría en los campos de batalla, iba marcando los lugares ganados o perdidos por los soldados del ejército liberal o las huestes del Pretendiente, con lo cual Tirso hallaba justificado motivo para comentar noticias, atenuar triunfos y exagerar derrotas, según quien salía victorioso.

El estado de España era a la sazón desconsolador. El país se había convencido de que, si el carlismo no contaba con elementos para vencer, tenía los bastantes para ensangrentar la mitad del territorio de la patria. En los comienzos de 1873, las partidas alzadas en armas eran pocas; pero aumentaron pronto. La insurrección de Vizcaya no inquietaba; el carlismo aragonés veía fracasar su intento en Santa Cruz de Nogueras, y los castellanos parecían difíciles de arrastrar; mas ya había fatales indicios de que la lucha sería ruda. Un jesuita amenazó con horribles fusilamientos, más tarde realizados; hubo cabecilla que, habiendo licenciado en Pascuas de Navidad sus tropas, las congregó a toda prisa; se armó el Maestrazgo; creció el peligro en Cataluña y llegaron las boinas blancas hasta más acá del Ebro. La frecuencia con que el ejército liberal mudaba generales y los errores del Gobierno central, servían de sarmientos a la hoguera: apenas pasaba día sin que entrara de Francia algún jefe insurrecto; Navarra era un volcán; asaltábanse los trenes de viajeros, y un cura famoso inauguraba la larga serie de sus repugnantes maldades. Madrid, en tanto, servía de asilo a comités o juntas fomentadoras del levantamiento, y la misma libertad, combatida en los campos a balazos, era en la Corte aprovechada impunemente por el bando faccioso. Tirso, como si todo esto le alegrara, comenzó a mostrarse satisfecho sin disimulo y arrogante sin cautela: diríase que en la lucha jugaba algo su interés y que, por extraña aberración, veía más fácil el moralizar a su familia según se iba desquiciando la patria. Por fin, manifestó desembozadamente sus ideas; dijo con franqueza que era carlista y, cuando su padre leía o hacía que le leyesen noticias de la guerra, tomaba parte en los comentarios, oponiendo cálculos a cálculos y versiones a versiones.

Los informes de Pepe procedían generalmente de las imprentas donde se tiraban extraordinarios y hojas volantes de periódicos, que mentían con frecuencia: las nuevas de Tirso tenían origen desconocido; pero, a veces, se anticipaban a las oficiales, eran más exactas o llegaban a confirmarse, acusando todo que el manantial en que las bebía era bueno; con lo cual Pepe fue convenciéndose de que su hermano frecuentaba gentes directamente interesadas en los acontecimientos, y corroborándose en la idea de que el viaje de Tirso fue el desempeño de una misión más o menos importante, pero indudable. Ya estaba explicada su actitud anterior. Los primeros días de su estancia en Madrid temió ser descubierto, y no salió a la calle sino una sola vez y ya de noche; visitole luego un caballero, y desde entonces se mostró más abierto y franco, como si aquellas visitas le quitaran peso de encima; por último, perdió el miedo, y juntamente dio a entender su satisfacción por la marcha de los sucesos y la influencia ejercida en el ánimo de su madre.

Esto último no pudo permanecer oculto a don José; pero respecto a la sospecha de ser Tirso agente subalterno de los carlistas, nada quiso decir Pepe a su padre, convencido del disgusto que había de experimentar. Harto comprendía él que las luchas políticas, por rara excepción, tienen hoy el infame privilegio de enconar las divisiones de familia; mas no se le ocultaba que para el viejo y entusiasta partidario del progresismo, para el admirador de los que pusieron término a la primera guerra civil, sería triste pesadumbre saber que un hijo suyo, hecho clérigo a hurtadillas, era agente y servidor de los facciosos. Don José no lo conjeturaba todavía: su curiosidad estaba despistada por el empeño de saber cuál había sido el objeto del viaje.

– Tirso es carlista – decía hablando con Pepe – ya no lo oculta: pero, ¿a qué diablos habrá venido?

– Se me figura que a pretender: querrá ser canónigo, y como parece vanidoso, no nos dirá nada por si no logra su objeto.

– Lo que más me duele es que está trastornando a tu madre. Esta mañana han ido las dos a confesarse y han vuelto a las diez: total, que me han dado la medicina muy tarde y no puedo comer hasta dentro de hora y media. Y mira, mira, como anda todo.

Pepe miró en torno suyo. Sobre el aparador estaban, aún sucios, los platos que sirvieron para la cena de la víspera; en el centro de la mesa veíase el mantel hecho un rebujo, las migajas sobrantes esparcidas en su derredor, y junto al balcón una canastilla llena de ropa blanca atrasada y sin repasar.

– En cambio – prosiguió el viejo señalando a la pared – llueven estampas.

Tirso había comprado una cromo-litografía de la Virgen de Lourdes con marco de moldura dorada, colocándola encima del retrato de Espartero.

– Esto – dijo Pepe – sería sencillamente ridículo si anduviésemos sobrados de dinero: teniendo tan poco, me parece falta de juicio; pero allá él.

– No, hijo, no; ¡si lo ha pagado tu madre! veintiocho realazos… ¡y luego vociferan que el agua de Vichy es farsa moderna y que la hidroterapia sale cara!