Za darmo

El enemigo

Tekst
0
Recenzje
iOSAndroidWindows Phone
Gdzie wysłać link do aplikacji?
Nie zamykaj tego okna, dopóki nie wprowadzisz kodu na urządzeniu mobilnym
Ponów próbęLink został wysłany

Na prośbę właściciela praw autorskich ta książka nie jest dostępna do pobrania jako plik.

Można ją jednak przeczytać w naszych aplikacjach mobilnych (nawet bez połączenia z internetem) oraz online w witrynie LitRes.

Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

– ¿Qué?

– He hecho un descubrimiento: que tú no me quieres y que yo te quiero mucho más de lo que me figuraba.

– No te entiendo.

– Clarito, hijo; que tu amor – emplearemos esta palabra, para mayor solemnidad, aunque ya sabes que a mí me gusta más decir cariño – pues bien, que tu amor es mucho más tibio que el mío.

– Veamos cómo se demuestra ese grandísimo embuste.

– De un modo muy sencillo. Pase que siempre me estés aburriendo con lo de ser yo rica y tú pobre, por supuesto, que no me ofendo; pase la manía de los celitos, que no tienen sentido común; pase el estarte sin venir tres y cuatro días seguidos, para que te espere con más deseo…

– No: por miedo a que tu padre adivine lo que ocurre.

– Déjame acabar: lo que no pasa, es que tengas disgustos, que estés apesadumbrado y me lo calles. ¿Tan tonta soy, que no sirvo para decirte ni una palabra de consuelo?

– ¿Y qué tiene que ver esta ternura, alma mía, con el descubrimiento?

– Pues no puede estar más a la vista. Que tú, sufriendo y ocultándomelo, revelas una falta grande de confianza, que es falta de cariño; y yo, aquejerándome, como dicen en Andalucía, por tu reserva, demuestro quererte mil veces más.

– Pero, ¿de dónde has sacado tú que tengo disgustos?

– Eso te faltaba, añadir el disimulo a la falta de confianza. ¿No quieres decirme lo que te pasa?

Pepe, que prefería hablar sólo de su amor, o que se había propuesto callar interioridades de su casa, contestó negando, y Paz acabó por decirle:

– Si crees que es mera curiosidad, no despliegues los labios; pero conste: quedo en libertad para averiguarlo.

– Averigua lo que se te antoje, pero quiéreme mucho.

La entrada de don Luis cortó el diálogo. Paz se había propuesto saber a qué atenerse respecto al origen de la tristeza de Pepe, y cuando una mujer enamorada forma resolución semejante, el secreto puede darse por descubierto. La obstinación de Pepe en callar fue inútil: Paz puso tanto empeño en saber los disgustos de su amante, como éste en seguir paso a paso los incomprensibles manejos del cura.

XVII

Cuando Pepe dejaba de ir a ver a Paz, por miedo a infundir sospechas o parecer pegajoso a don Luis, entraba Pateta en funciones de correo: ya sabía ella que cada tercer día de ausencia el chico rondaba al oscurecer los alrededores del hôtel y, espiando momento oportuno, metía el brazo por la verja y dejaba la carta bajo los ladrillos levantados del horno, situado junto al invernadero.

Una tarde en que don Luis tuvo que asistir a un banquete político, Paz, después de verle partir y tras alejar con distintos pretextos a los criados, bajó al jardín entre dos luces y aguardó a Pateta. Al cuarto de hora vio al muchacho que venía aproximándose disimuladamente a la verja, dando puntapiés a un bote de hoja de lata que encontró allí cerca: entonces ella se ocultó tras uno de los pilares de mampostería que había en los ángulos del invernáculo y, cuando el chico se acercó a meter la mano por entre los barrotes de la verja, salió de su escondite, diciendo:

– Oye, Pateta.

– Guárdese Vd. esta carta no la vean.

– No hay nadie.

Pateta, gorra en mano, arrimando el rostro a los hierros, como mono enjaulado, prestó atención.

Lo apartado del sitio y lo desapacible de la tarde, hacían que reinara en torno del hôtel completa soledad. En la atmósfera flotaban los últimos resplandores del sol ya puesto, y la árida campiña aparecía envuelta en una claridad medrosa, mientras al lado opuesto se iba extendiendo una ancha faja oscura, que se dilataba lentamente por el cielo. El traje de Paz formaba una mancha clara cortada por los hierros de la verja: Pateta se comía con los ojos a la señorita, sin adivinar lo que querría decirle.

– Pues a estas horas, estando esto tan solitario – dijo de pronto – ya podía el señor Pepe venir aquí y hablar con usted.

– Cállate y escucha. Con quien quiero hablar ahora, es contigo.

– Mande Vd.

– ¿Eres capaz de hacerme un favor? La verdad, y sin que nadie se entere.

– ¿Ni el señor Pepe?

– Menos que nadie.

El chico la lanzó una mirada que no pudo ser más expresiva. Paz comprendió que quizá hacía mal; pero ya no era posible retroceder.

– Te advierto que se trata de algo que nos interesa mucho a él y a mí.

– No hay más que hablar.

Pero esta sumisión fue acompañada del firme propósito de contárselo todo a Pepe.

– Vamos a ver: ¿Qué le pasa? ¿Qué disgusto es el que tiene? ¿Sabes algo?

– Nada, ni jota.

– Es necesario que lo averigües. Temo que le quiten el destino que tiene en la biblioteca del Senado, y quisiera estar prevenida para parar el golpe. ¿Sabes tú si es esa la razón de que esté hace ya muchos días tan tristón? ¿De veras no puedes decirme nada?

Pateta cayó en la red.

– Yo, de eso del destino, no sé ná: preguntaré. Por lo demás, no sé qué le pué haber pasao. En la imprenta todo anda como siempre… Como no sea por lo del cura…

– ¿Qué dices de imprenta? ¿Qué imprenta es esa?

– ¡Toma! ¿Cuál ha de ser? La nuestra, es decir, la del señor Millán.

– ¿De modo que el señorito trabaja también en la imprenta?

– Como que es el primer corretor y le dan deciocho riales, y eso que no va más que por las noches. ¿No lo sabía Vd.?

Paz, temerosa de que Pateta se escamara, le dijo, mintiendo:

– Sí, hombre, ¿no he de saberlo? Pero creía que se llevaba el trabajo a su casa.

– ¡Quiá, no señora! tié que hacerlo allí.

– Y eso del cura, ¿qué es?

– Su hermano, ¿está Vd.? es cura y ha venío hace cosa de dos meses; y como es cura y muy carca, les está golviendo tarumba, y trae la casa patas arriba; quié que vayan a misa, que recen más que un ciego; en fin, que no le puén aguantar… ni yo tampoco.

– ¿Por qué?

– Hasta conmigo se ha metío el muy lioso. El domingo pasao tuve yo que ir a trabajar medio día, porque había prisas, y luego le yevé al señor Pepe unas pruebas a su casa; y como era domingo, y yo, aunque me esté mal el decirlo, soy corneta del batallón de Voluntarios de la Libertad de mi barrio, fui de uniforme, pá no tener que andar dos veces el camino. El cura estaba en la puerta, quiso que le dejara las pruebas y, como yo no le conocía y tenía orden de ver al mismo señor Pepe, ¿está Vd.? no me dio la gana. Mire Vd., señorita, se puso hecho una fiera, y lo que me dio rabia fue que me se rió del uniforme: me llamó mamarracho, y dijo que me fuera a estudiar la dotrina. Yo, la verdad, como aún no sabía que era hermano del señor Pepe… Vamos, que me despaché a mi gusto: le llamé cucaracha, carca, tóo lo que me se ocurrió.

– ¿Y dices que ese hermano trae revuelta la familia?

– ¡Ya lo creo! Si no fuera por miedo a dar una pesadumbre al señor viejo, ya le había don Pepe plantao en mitá el arroyo. Figúrese Vd., señorita, que una de las cosas que más rabia le han dao al señor Pepe, ha sido que ha hecho reñir… Verá Vd.: la señorita Leocadia se hablaba con el señor Millán, mi amo; vamos, que eran novios, como quien dice, y el cura ha metío zizaña y los ha desapartao. Por supuesto, que no estarían muy encariñaos, porque no hubieran reñido así… tan fácilmente, ¿verdad?

– Pero tu amo y el señorito Pepe no han reñido.

– ¡Quiá! ¿No ve Vd. que los dos están convencíos de que la culpa es del cura? A la madre la tié tonta a fuerza de rezos… ¡Ya sabe el señor Pepe a qué atenerse!

– ¡Sí que son motivos de disgusto!

– Fuera de eso – continuó Pateta – siempre ha estado de buen humor: hasta cuando tuvo que dejar la carrera, que a poco entró en la imprenta… y como si ná: él, en trabajando, ya está contento. No sabe Vd. la vida que yeva: él aquí con su papá de Vd., él en la imprenta, él en el destino que ice Vd. que le quién quitar. Es una fiera pá el trabajo, y cuanto gana, a su casita. No gasta más que en tabaco y algún realejo que me da pá mí.

– Vaya, adiós; vete, no sea que nos vean – añadió Paz, alargándole en la mano una monedita de dos duros.

Pateta, sin desasirse de la verja, repuso sonriendo, y con entonación muy achulada:

– ¡Quiá!

– ¡No seas niño, toma!

– ¡Quiá, no, señorita!; ¡si yo hago lo que hago por el señor Pepe; pero a mí no me da Vd. ni eso, ni tan siquiera un chavo!

Paz seguía con la moneda en la mano, más avergonzada que el chico.

– ¿Me haces un feo?

– Eso no: y pá que vea Vd., deme usted esa rosa que tiene Vd. prendida en el pecho: luego yo se la doy a mi novia: Vd. tendrá muchas así, y de esas no se venden en la calle.

Paz, movida de un sentimiento de mujeril delicadeza, corrió a la estufa, cortó dos magníficas rosas y, dándoselas al chico, además de la que llevaba prendida, le dijo:

– Estas dos, las mayores, para tu novia: esta otra pequeña, la que yo tenía puesta, para Pepe: ¿entiendes? ¿Conque tienes novia?

– Pues, ¿qué cree Vd., señorita, que soy de palo? Entendido: las mayores pá mi chiquiya, y la otra pá el señor Pepe.

– Adiós, y de lo que hemos hablado antes, ni una palabra… chitito.

– Corriente: quede Vd. con Dios, señorita, y gracias.

Ella se entró en el hôtel y él desapareció tras las tapias de unos corralones cercanos.

Paz supo más de lo que esperaba averiguar. El origen de las cavilaciones de Pepe por la conducta de su hermano la disgustó sobremanera; pero lo que hizo en su pensamiento más mella, fue saber que Pepe trabajaba de corrector en la imprenta. El dueño de su albedrío era algo menos que un empleadillo.

Por causa análoga, Leocadia, la muchacha de condición humilde, sin esperanza de fortuna, se mostró esquiva con su novio: Paz, en cambio, sintió entonces hacia su amante una simpatía firme y serena, en que había algo de respeto. A medida que su diferente posición tendía a separarles, más se aferraba ella a su cariño.

 

Un suceso ignoraba Pateta, y también Pepe lo ignoró durante algún tiempo, que contado por aquél a Paz, hubiese podido sumarse al capítulo de culpas hecho contra Tirso: el rompimiento de Leocadia con Millán.

Despreciado por ella, puso él los ojos en otra. Había entre los cajistas de la imprenta uno casado dos años antes con una muchacha llamada Engracia, sastra, muy guapa, modosa, de dulce condición y digna de mejor trato que el que le daba su marido. Era el tal, jugador, holgazán, pendenciero, pero, sobre todo, borracho, y con tan mal vino, que su desdichada compañera podía contar las copas que empinaba por los guantazos y empellones que ella recibía luego. Escatimarla la comida, empeñar las ropas, trampear en la taberna y volver el sábado a casa con el jornal mermado por el vicio, eran sus principales hazañas, amén de mirar a la pobre muchacha con el mayor despego. A Engracia la casó su madrastra, prendera, que, según voz pública en el barrio, tenía gato, con propósito de quitársela de encima, y ella admitió los primeros requiebros del cajista por salir del poder de tan mala pécora. Mientras confió el mozo, y la prendera supo hacerle esperar, en que la boda le proporcionaría cuartos, ocultó sus mañas; pero verificado el matrimonio, libre la madrastra, sujeta Engracia y chasqueado el novio, comenzó éste a dar mala vida a la muchacha. Afortunadamente, sus brutalidades duraron poco. Cierta noche, al cerrar la taberna en que se había emborrachado, el dueño de la tienda le arrojó a torniscones, y él se quedó tumbado en la acera, sin abrigo ni gorra. Cuando llegó a su casa, de madrugada, tosía más que un asmático, y a los quince días murió en el hospital, dejando a Engracia un niño de pocos meses. Sus compañeros, como todos los de tan noble oficio, en que tales casos son raros, tenían formada una a modo de sociedad de socorros para auxiliarse en los trances duros de la vida, y acordaron entregar a la madre viuda una cantidad de dinero. Millán puso algo de su bolsillo y mandó a Engracia recado para que fuese a recoger el total. Poco después, con ánimo de socorrerla indirectamente, y sabiendo cuál había sido de soltera su oficio, la dio alguna ropa que arreglar, y, hoy un viaje de él a su casa, mañana una visita de ella a la imprenta, al cabo de algunas semanas, como esto coincidiese con el acentuado desvío de Leocadia, comenzó a fijarse en Engracia, requebrándola entre rudo y amartelado con una delicadeza a que ella no estaba acostumbrada. La hermosura de la viuda, su desamparo y la juventud de Millán hicieron lo demás. La mujer se manifestó luego cada día más cariñosa, medio agradecida medio amante; él instintivamente apreció sus cuidados, quizá fijándose en el contraste que formaban con la arisca condición de su antigua novia, y sus existencias se unieron, formando el hermoso maridaje de la desgracia y el consuelo bendecido por el amor. Lo que más cautivó el corazón de Engracia, fue la dulzura con que Millán trató a su chico. Acaso el tierno afecto de la madre no fue sino el premio espontáneo de las caricias que el niño recibía.

De todo esto no tuvo Pepe conocimiento hasta mucho tiempo después, y Pateta tampoco lo sabía cuando habló con Paz: de suerte que ésta lo ignoró por completo.

XVIII

Doña Manuela iba entre tanto sometiéndose mansamente a la influencia de Tirso: su carácter débil aceptó la inclinación que éste quiso darle, como hubiera tolerado cualquier otra. Nadie hasta entonces la dijo lo que su pensamiento había de acoger o rechazar, y fue indiferente en religión por serlo los que la rodeaban, que a ser fanáticos en cualquier sentido, fuéralo ella también. Tirso acertó antes que otro a encauzar su docilidad, y la buena mujer no ofreció resistencia, porque no hubo lucha en su espíritu ni asomo de contradicción entre las creencias propias y los consejos que escuchaba: el hijo cura no tuvo que desarraigar otra planta para sembrar en aquella tierra virgen; bastó que dejase caer la semilla: doña Manuela empezó a manifestarse devota con esa religiosidad externa que se ciñe a fórmulas preconcebidas y rezos como estereotipados para que las generaciones los repitan inconscientemente. La extraña poesía de la religión, compuesta de misterios ininteligibles, esperanzas mal definidas y amenazas tremendas, la sedujo con el encanto de lo extraordinario y, rechazando instintivamente las abstracciones, que tampoco Tirso hubiera podido explicarla, acogió de buen grado lo que hiere la imaginación. No entendió nada de la perfección humana en el seno de Dios, ni del vino que engendra vírgenes, ni del divorcio de la carne y el espíritu, ni del himeneo místico del alma y el Señor; pero, en cambio, la epopeya de la Pasión, narrada día por día, detalle por detalle, como vista de cerca, la impresionó mucho. Los suplicios de los primeros mártires, la mansedumbre de las vírgenes, la magia de los milagros, ejercieron en ella influjo análogo al que produce en cabezas infantiles la relación de cuentos maravillosos, y la admiración por todo esto engendrada sirvió para aumentar sus devociones, que cumplía con mayor facilidad según iba descifrando algo de lo que significaban. La misa, que en un principio juzgó ceremonia cansada y larga, fue pronto para ella representación de lo que sufrió el hijo de Dios, que por nuestras culpas se dio, y sigue dándose en cuerpo y sangre como precio de la redención humana; las letanías, antes enojosas, sartas de frases que no entendía, adquirieron carácter de plegarias gratas a sus labios, dulces al oído de aquéllos a quienes iban dirigidas; el rosario, que consideró retahíla de inútiles repeticiones, acabó por parecerle saludo de palabras augustas, recuerdo de las mayores penas y dichas que sufrió la Madre del Salvador del mundo. La interpretación de ciertos simbolismos y la sorpresa de ver explicadas cosas que antes no comprendiera, derramaron en su alma una satisfacción tranquila, un goce exento de egoísmo, pero que llegaba a producirla cierta excitación, haciéndola experimentar aquella complacencia propia de los cerebros débiles que, al descubrir algo nuevo para ellos, piensan haber hallado lo verdaderamente extraordinario. Las vidas de los santos, sus martirios y milagros, que Tirso solía leerla en el Año Cristiano, traducido del P. Croisset, eran para su imaginación como novelas de interés grandísimo, y la relación de aquellos gloriosos dolores y glorificaciones se le antojaban impregnadas de encantadora poesía. Si en la existencia de los que corrieron al martirio había algo ridículo o absurdo, ella no lo notaba, dispuesta y preparada por Tirso a percibir sólo el aroma de las virtudes que aquellas narraciones exhalaban. El beato Bernardo de Corleón, que bebía agua de fregar; Santa Senorina, que imponía silencio a las ranas; Santiago el Menor, que a fuerza de hincarse de rodillas crió en ellas callos como los camellos; San Toribio Mogrobejo, que nadaba entre caimanes como quien se baña con amigos; Santa Catalina de Sena, que una vez pasó desde el principio de Cuaresma a la Ascensión sin más alimento que la comunión; Santa Inés de Montepoliciano, que viendo imágenes de Cristo brincaba en la cuna de alegría; y la beata María Ana de Jesús, que dormía desnuda sobre manojos de zarzas y cambrones, eran figuras que desaparecían ante otras aureoladas de admirable grandeza; vírgenes con los pechos cortados a cercén, doncellas que desafiaban a los pretores romanos, niños cruelmente perseguidos y hombres que, ofreciendo a Dios el espíritu, entregaban la materia al dolor, como amada que se rinde a su amante.

La piedad de doña Manuela fue manifestándose por diversos síntomas. Comenzó a frecuentar asiduamente la iglesia, y se cuidó poco de ocultar a su marido y a su hijo menor la trasformación que en ella se operaba. Una noche, como Pepe llegase a casa más temprano de lo acostumbrado, entró, abriendo cautelosamente con su llave, por no despertar a los que reposaran y, oyendo rumor de voces apagadas, se detuvo a escuchar en el pasillo: halló entornada la puerta del comedor, y miró. Doña Manuela y Leocadia, terminado ya el rosario, estaban haciendo acto de expiación por las culpas propias y ajenas.

Tirso decía las frases expiatorias y ellas contestaban a una.

– Por mis pecados, por los de mis padres, hermanos y amigos; por los del mundo entero, perdón, Señor: – y ellas repetían:

– Perdón, Señor.

– Por las blasfemias, por la profanación de los días santos, perdón, Señor…

– Perdón, Señor.

– Por la desobediencia a la Santa Iglesia, por la violación del ayuno.

– Perdón, Señor.

– Por los crímenes de los esposos, por las negligencias de los padres, por las faltas de los hijos.

– Perdón, Señor.

– Por los atentados contra el Romano Pontífice.

– Perdón, Señor.

– Por las persecuciones levantadas contra los obispos, sacerdotes, religiosos y sagradas vírgenes.

– Perdón, Señor.

– Por los insultos hechos a vuestras imágenes, la profanación de los templos, el escarnio de los Sacramentos y los ultrajes al augusto Tabernáculo.

– Perdón, Señor.

– Por los crímenes de la prensa impía y blasfema, por las horrendas maquinaciones de tenebrosas sectas.

– Perdón, Señor.

– Basta por esta noche – dijo Tirso levantándose. – Mañana, el rosario y paráfrasis de un mandamiento.

– ¿Llevamos cinco, verdad? – preguntó Leocadia.

– Sí: mañana toca el sexto.

Entráronse en seguida ellas, cada cual en su cuarto, y Tirso se quedó leyendo en el breviario. Pepe aguardó a que se recogieran las mujeres y luego volvió al comedor, resuelto a tener una explicación con su hermano.

La lámpara, casi agonizante, parecía negar su luz a aquella escena: Tirso, no esperando tan pronto el ataque, tuvo un instante de flaqueza y, levantándose del asiento, quiso refugiarse en su cuarto: Pepe, extendiendo hacia él la mano, le hizo señal de que esperase. La escasa claridad, reflejándose en los cristales del aparador y de los cuadros, dejaba en sombra los ángulos de la habitación; tras los visillos rojos de la puerta del gabinete dormían los padres y, al fondo del pasillo, estaba el cuarto de Leocadia: en torno de ambos hermanos todo era sombra y silencio. Sobre el hule que cubría la camilla estaba el rosario de Tirso y un librito de lecturas devotas, con las tapas abarquilladas y mugrientas.

– Hablemos bajo – comenzó diciendo Pepe.

Y el diálogo prosiguió en frases mortecinas, cobrando, en cambio, los rostros toda la energía que faltaba a la expresión de las palabras.

Después continuó:

– Al entrar he oído, sin querer, que erais rezando: en eso no me meto, aunque a mamá, sobre todo, más valiera que la dejases acostarse a su hora. Lo que quiero rogarte es que mañana no expliques a Leocadia mandamiento ninguno, y mucho menos el sexto.

– ¿Por qué?

– Porque no.

– Esa no es razón.

– ¿A qué decirte lo que te has de resistir a entender? Sólo te pido que te abstengas de explicar a Leocadia, como vosotros soléis hacerlo, ideas y conceptos de que no se debe hablar a las muchachas.

– Vamos, ya encontraste pretexto para contrarrestar la obra de santa perfección que he emprendido.

– Aquí no hacía falta santidad alguna: ¿qué mayor perfección que la tranquilidad y la paz?

– ¿Luego confiesas?…

– No confieso nada: hago una advertencia. A ciertos actos de devoción, tontos pero inofensivos, no he de oponerme. Ya que me obligas a ello, te lo diré: me parecen simplezas; lo que no me acomoda, es que señales y repitas a la muchacha esa claridad y desnudez con que algunos de vuestros libros abren los ojos a quien los tiene cerrados, ensuciando la inocencia y despertando ideas torpes en quien jamás las tuvo.

– ¡Cuánta ceguedad! A los enseres de la casa cuidadosamente quitáis el polvo cada día: al alma dejáis que críe podre.

– No me vengas con frases de beato melancólico, ni me obligues a burlas, que callo sólo por consideración a tí. Imita mi prudencia y no motives escenas que nos den a todos que sentir.

– ¡No me provoques! ¿Acaso conoces mis propósitos?

– Faltas a la verdad. No te provoco, pero no te perderé de vista. He seguido paso a paso tus manejos, y nada te he dicho; has comenzado a sorber el seso a mamá, y he callado: ahora te declaro francamente que no consentiré que, por adorar a Dios y sus santos, se olvide el cuidado de mi padre, y que no te dejo hacer a Leo esas repugnantes descripciones del vicio que encienden impureza en quien vive libre de ella. Háblala del cielo cuanto quieras; pero no te obstines en preparar su ánimo a combatir pecados que no conoce, porque no es cuerdo aplicar remedio donde no hay enfermedad: y, sobre todo, por lo que más quieras en el mundo, no turbes la paz de la casa; no vayas a hacer aquí, en pequeño, el papel de esos curas extraviados que andan moviendo guerra en el campo.

 

– ¡Lo que hacen es perseguir a los enemigos de la religión!

– Sospechaba que simpatizabas con ellos; pero no me acomoda discutir esto ahora. Haz que mamá y Leo canten letanías, fervorines, gozos, salves, todo el repertorio de la música celestial; que recen hasta repetir maquinalmente lo que les enseñes: sólo te ruego que la devoción no robe amparo ni cariño a mi padre, y que no alecciones a la chica en cosas que ignora.

– ¿No ha de huir el peligro?

– ¿Cómo ha de aprender a evitarlo, si lo presentan a sus ojos con el encanto de lo prohibido por aliciente, con el incentivo de la curiosidad por guía y el aguijón de la edad por cómplice? Desengáñate, Tirso, no es este momento de que intentemos convencernos mutuamente; más no se le debe despertar la malicia a quien, como ella, la tiene adormecida; que sus impulsos no los sofoca luego nadie.

– Combatir contra la carne es virtud.

– Y no tener que combatirla, cosa mejor que la virtud misma.

– ¡Está bien! tendré que ver impasible a tu amigo traerla libros detestables, historias de crímenes y amoríos perniciosos, y yo, su propio hermano, no podré oponerme. Está claro; la libertad para el mal, al bien la mordaza. Al menos eres lógico: aplicas a la casa la misma política que defiendes para el país. Luego os indignaréis de que sacerdotes como yo quieran traer piedad a las familias, y de que hombres como los que luchan lejos de aquí pretendan aniquilar a la revolución, que vomita blasfemias y engendra delitos.

– ¡Traer piedad a las familias! ¿Acaso sabéis lo que es familia? Os basta el amor estéril que profesáis a Dios; preferís el egoísmo de la beatitud a la abnegación del cariño; una hora de meditación os parece cosa más santa que un día de trabajo, y el llanto que arranca un sacudimiento histérico os es más grato que las lágrimas vertidas consolando el dolor ajeno.

– Eres más impío de lo que imaginé.

– Y tú más fanático de lo que yo pensaba. Por ganar almas para el cielo, vas a traer la discordia a casa de tus padres. Antes que hijo, eres cura.

– ¿No hallas nombre más despreciativo?

Las palabras, contenidas por el temor de despertar a los viejos, sonaban como sofocadas, ahogando la prudencia las entonaciones de la ira. Tirso, a pesar de su carácter impetuoso, sabía contenerse mejor; a Pepe le temblaba la voz en la garganta; aquél, tranquilamente sentado ante la mesa, jugaba con las cuentas del rosario; Pepe sentía afluir a los labios todos los temores que abrigaba su alma. La lámpara, a cada instante menos luminosa, iba quedando vencida por las sombras. Sólo se oía hacia la parte del gabinete el quejido metálico de los rodajes del reloj, y un silencio sepulcral reinaba en el espacio a cada interrupción del diálogo. Diríase que los objetos escuchaban.

– Has vivido siempre apartado de nosotros – prosiguió Pepe – y no sabes que el amor que une a los tuyos es más fuerte que el delirio de vuestra fe. La solicitud con que nos atendemos, es mayor que el celo que os inflama. No nos convencerás nunca de que las llagas de Cristo deben dolernos más que las piernas enfermas de mi padre.

– Tu padre morirá, y las sagradas heridas continuarán, por los siglos de los siglos, manando raudales de divina gracia. Y a propósito de padre, yo también quería hablarte de él, porque sé lo que tiene. He conocido un señor que padecía lo mismo: eso es gota.

– Es verdad; pero te advierto que se le está ocultando por no afligirle: le hemos dicho que es un simple reuma.

– Poco será el alivio que halle, si hay alguno posible.

– Mayor razón para que no se le atribule inútilmente. Es tarde: ¿quieres algo?

Vaciló Tirso unos instantes, cual jugador que teme aventurar la partida, y después, mirando a su hermano de frente, le preguntó:

– ¿Crees haber hecho todo lo que debéis a su estado?

– Nada le falta: pagamos un médico acaso superior a nuestros recursos; mamá o Leo van en persona a la botica; no se escatima receta, por cara que cueste; con la mayor puntualidad se le da cuanto ha de tomar… y lo que vale más, respira una atmósfera de ternura y cariño que echarán de menos muchos más afortunados. Ahora tengo esperanzas de poder sacarle a paseo algunas tardes en un simón.

– Es natural; los que sólo creen en las cosas del cuerpo, no acuden a las del alma.

– ¿Por qué lo dices?

– Yo pienso traerle un médico mejor que el vuestro.

– ¿Quién? – preguntó Pepe, sospechando la respuesta.

– El Santo Viático.

– Eso le asustaría mucho y no le aliviaría nada; por consiguiente abstente de ello. Bastaría hablarle de esas cosas para que se muriera de terror.

– Cuando lo crea necesario, haré lo que me dicte mi conciencia.

Acercósele entonces Pepe y, poniéndole duramente la mano sobre el hombro, entrecortadas las palabras por una risa que era toda ira, repuso:

– ¡Líbrete Dios de semejante brutalidad! ¿Lo entiendes? No respondería de mí. Papá sufriría una emoción que acaso le costara la vida… y podría olvidárseme que eres mi hermano.

– Cada cual cumple su deber como lo entiende.

– ¿Sí? Pues date por avisado: al Santo Viático, al granuja que lleva el farolón y a tí… os tiro escaleras abajo.

– ¡Lo veremos!

Pepe, sobreponiéndose a su indignación, procuró hablar con calma y, notando la sangre fría de que Tirso alardeaba, quiso mostrar igual serenidad.

– Temía esta escena, pero no quiero esquivarla… Cuando llegaste a Madrid, y al subir de la estación del ferrocarril entraste en Santa María, permaneciendo allí largo rato, sin la menor prisa de conocer a tus padres, porque conste que no les conocías, adiviné yo cuál sería tu fanatismo; pero no imaginé que sobreviniera esta lucha. Luego, dados tus antecedentes y viéndote vivir oculto en casa como un criminal, tuve sospechas de que habías venido a Madrid para asuntos que no eran tuyos… Recuérdalo: exceptuada la primer salida que hiciste entre dos luces la misma tarde del día en que llegaste, sólo al cabo de muchos días te atreviste a salir a la calle, después de las dos o tres visitas de aquel señor que vino a verte, cuando se conoce que estaba ya cumplida tu misión. Ya ves que te he seguido paso a paso. He notado tu empeño en no hablar con nosotros de ciertas cosas, porque te repugnan nuestras ideas sobre la política, la guerra y los curas trabucaires; y, por último, he aguantado tus mañas para convertir a mamá y lo que intentas para que riñan Millán y Leo… en fin, te conozco a fondo. Tú, en cambio, no sabes de lo que soy capaz.

– ¿De qué?

– Si, lo que no es creíble, papá, espontáneamente, pidiera ciertos auxilios, yo sería el primero en respetar su voluntad. Pero, entiéndelo bien; si traes confesor, viático… vamos, cualquier tontería que pueda asustarle y provocar en su enfermedad una crisis peligrosa, te juro, por mi madre y por el amor de la mujer a quien quiero, que no te trataré como a hermano. De tu conducta depende mi prudencia. ¡Hemos concluido!

– Cada cual cumplirá su obligación.

– ¡Abur! – Y Pepe, andando de puntillas, se metió en su cuarto.

Quedose Tirso un rato solo en el comedor, pensativo e inmóvil: la lámpara, espirante, despidió de pronto dos o tres chispas de la mecha, ya seca; el temblor de la luz hizo que en la pared se agitara convulsamente la sombra del cura, y entonces él, buscando casi a tientas la puerta de su alcoba, encendió una bujía y, tras rezar sus oraciones, se acostó; pero tardó mucho en dormirse. La energía de su hermano le había desconcertado por completo: Pepe era más hombre de lo que él imaginó.

A la mañana siguiente doña Manuela, antes de ir a la compra, según costumbre, fue a dar un beso a Pepe, mientras éste acababa de vestirse para marchar a su trabajo.

– Voy a la compra; adiós, hijo.

– Y a misa, ¿verdad, mamá?

Ella, sonriéndole cariñosamente, se limitó a decir:

– ¿Qué mal hay en ello?

– En eso, nada; pero, oye, mamá. Anoche tuve una agarrada con Tirso: la cosa había de suceder, y llegó. Supongo que te habrá hablado de ciertos proyectos que intenta, relativos a papá: puedes imaginar el efecto que producirían. Contén a mi hermano, imponle cordura, porque estoy dispuesto a todo.