Za darmo

Dulce y sabrosa

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Capítulo II

En que, para satisfacción del lector, aparece una mujer bonita

Estaba don Juan hacía pocos días de regreso en Madrid, tras una ausencia de dos años y medio, semana más o menos, cuando una tarde, después de almorzar como debe hacerlo quien vive en servicio del amor, no pudo resistir a la tentación de abrir el balcón de su despacho y asomarse a dar, apoyado en la barandilla, las primeras chupadas a un buen veguero. Dos ideas ocupaban su imaginación: la primera mandar que buscasen y avisasen a la célebre Mónica para que estuviese dispuesta a volver a su servicio si la cocinera provisional no cumplía bien su sagrada obligación; y la segunda, no permanecer ocioso en materia de amores, para evitar lo cual, entre cada dos bocanadas de humo, dirigía unas cuantas miradas a la casa de enfrente, donde vivía una viuda de peregrina belleza, pero de tan fresca y reciente viudez, que don Juan no juzgaba cuerdo empezar todavía su conquista. A pesar de ello, miró discretamente varias veces hacia los visillos medio levantados, tras cuya muselina se dibujaba la figura de la viuda, entretenida en hacer labor. Acaso aquellas miradas fuesen estériles, mas también podían dar resultado; porque hay galanterías, homenajes y aun simples demostraciones de agrado, que son como letras de cambio a muchos días vista.

Luego se vistió don Juan con su habitual elegancia, tomó de sobre una mesa el sombrero, los guantes de piel de perro avellanados, con pespuntes rojos, el bastón con puño de plata labrada, y se echó a la calle deseoso de pasear, andando a la ventura y a lo que saliere, porque a la sazón no tenía mujer determinada que le ocupase el ánimo.

Al cabo de media hora llegó a una de aquellas alamedas del Retiro que empiezan junto a la Casa de fieras y terminan en el estanque llamado Baño de la elefanta.

El sol iba cayendo lentamente hacia la parte de Madrid, cuyas torres, puntiagudas y negruzcas, aparecían envueltas en una atmósfera de polvo luminoso, y a lo lejos se oía el rumor confuso de muchos ruidos juntos, que semejaban la turbulenta respiración de la ciudad. La temperatura era grata y el paseo estaba muy lucido, como si aquella tarde se hubiesen citado allí las madrileñas más lindas y elegantes, al contrario de otros días, en que parece que se congregan las cursis y feas para amargarnos la vida, atormentarnos los ojos y hacernos dudar del Todopoderoso.

Don Juan miraba sin descaro, pero con bastante detenimiento a cuantas pasaban cerca de él, y las miraba comenzando por abajo, es decir, procurando verles primero los pies, luego el talle, y últimamente la cabeza. Si aquéllos eran feos o muy grandes, no proseguía el examen; si el cuerpo no era airoso, desviaba la vista: mujer en quien llegase a investigar con la mirada el color del pelo, la forma del cuello o el encaje de la cabeza sobre los hombros, podía mostrarse orgullosa de sus pies y su cintura. Acaso resultara demasiado minucioso y rigorista en estos exámenes; pero él los disculpaba diciendo que si a un caballo de carrera se exigen innumerables cualidades para ser calificado de bello, muchas más deben desearse reunidas en la mujer, que es lo principal de la vida para todo hombre de mediano entendimiento.

En esta ocupación iba gratamente entretenido, cuando acertó a pasar a su lado una señora elegantísima. Comenzó don Juan el examen.

Los pies de la dama eran de forma irreprochable, finos, algo elevados por el tarso, ni tan largos como de bolera, ni tan cortos como de china, y no calzados, afectando descuido, con zapatones a la inglesa, sino con medias de seda roja y zapatos de charol a la francesa, de tacón un poquito alto y sujetos con lazo de cinta negra. (Dicho sea de paso, don Juan maldecía con sagrada indignación de la pérfida Inglaterra que, no contenta con habernos robado a Gibraltar, ha hecho adoptar a nuestras mujeres la aborrecible moda de los zapatos grandes.)

Aquella mujer no llevaba ridícula y dañosamente apretada la cintura; su talle, sin que nada le oprimiera, resultaba en perfecta armonía de líneas con las curvas que hacia arriba dibujaban el pecho y con las que hacia abajo modelaban las caderas. El traje no podía ser más elegante. Componíanlo falda negra y plegada en menudas tablas con primoroso arte, abrigo corto de rico paño gris muy bordado, que se ajustaba perfectamente a su hechicero cuerpo, y gran sombrero, también negro, guarnecido de plumas rizadas, y velo de tul con motas que, fingiendo lunares, sombreaba dulcemente su rostro. Vista de espalda, descubría por bajo del sombrero gran parte del rodete bien prieto, formado por una cabellera rubia oscura, surcada de hebras algo más claras, que, heridas por la luz, parecían de oro. Su andar era pausado y firme; pisaba bien y sus movimientos estaban animados por una gracia encantadora. Don Juan se dio en seguida a pensar en lo bonita que estaría aquella mujer envuelta en una bata lujosa, lánguidamente tumbada en una butaca, o vestida de baile con los brazos desnudos, ceñido el cuerpo en sedas y encajes, o mejor aún, en el momento de lavarse y peinarse, que es el instante más favorable para saber si la belleza femenina está en aquel punto de sazón y frescura que la hace ser la obra maestra de Dios.

Aquella mujer era de las que resisten el más minucioso análisis, de las escogidas entre las hermosas, de las que redimen perversos o pervierten santos, según se les antoja. Luzbel se hubiera hecho humilde por una sonrisa de su boca, y el santo que vivió en el desierto, sin más compañía que un cerdo, hubiera renunciado a su parte de paraíso a la menor indicación que ella le hiciese de cenarse juntos el marrano.

Don Juan la miró primero de refilón, y en conjunto, luego por la espalda, después de perfil, y, pareciéndole guapa, pasó junto a ella para verla mejor. Entonces se quedó parado, cual si le hubiesen detenido poniéndole una mano sobre el hombro, porque creyó conocerla, o, mejor dicho, reconocerla. Su memoria le trajo al pensamiento un nombre en que iban compendiados muchos recuerdos, pero la desconfianza le hizo decirse en seguida: «No, no es ella…, con esa ropa… ¡imposible!». Sin embargo, no se rindió a la duda, y tornó a mirarla. Ella ni aceleró ni acortó el paso; la insistencia casi descarada de don Juan no descompuso su tranquilo caminar de diosa vestida a la moderna; pero a la segunda vez que le sintió pasar a su lado, alzó el manguito en que llevaba metidas las manos, y se oprimió el velillo contra el rostro, como queriendo recatarse, lo cual avivó en el hombre la curiosidad y la sospecha. De pronto, ella, casi gritando, dijo:

– ¡Ten cuidado, monín!

Hasta entonces no había notado don Juan que a pocos pasos delante de la dama marchaba un pequeñuelo, de dos años a lo más, y una muchacha vestida a lo niñera, cuyas ropas mostraban estar sirviendo en casa rica. El niño iba hecho un pimpollo, cubierto todo el vestidito de cintas y encajes, y la criada rodaba, para divertirle, un aro con cascabeles, hacia los cuales él tendía las manecitas. Hubo un momento en que por abalanzarse al juguete vacilaron sus pies, aún no hechos al ingrato contacto de la tierra; estuvo a punto de caer, y entonces la madre (porque debía de ser su madre), repitió sobresaltada:

– ¡Cuidado, monín!

«¡Su voz!», pensó don Juan; mas en seguida, fijándose en el costoso sombrero de la dama (harto sabía él lo que cuesta un sombrero de mujer), añadió mentalmente: «¿Se habrá casado?» y esta suposición le hizo sonreír, como burlándose de alguien. Después se puso serio, diciéndose: «rara es la fruta que llega a los labios de su legítimo poseedor sin que la hayan picoteado los pájaros».

Llevaba andada más de media alameda y aún no había don Juan logrado que la memoria le aclarase las dudas sugeridas por el espectáculo de aquella mujer. Apretó el paso, adelantose casi rozándole la falda, y a los diez o doce metros se volvió y vino hacia ella, resuelto a mirarla como las águilas miran al sol, cara a cara. Cruzáronse entonces las miradas de ambos; ella permaneció impasible, serena, y con voz que denotaba perfecta tranquilidad de ánimo, dijo a la niñera:

– Haga usted seña a Manolo para que arrime.

Entre mirarla y oírla no le quedó duda a don Juan; y fue tal la impresión que le produjo ver confirmada su sospecha, que, parándose involuntariamente, murmuró: «¡Cristeta!»

Tan claro pronunció este nombre, que ella no pudo menos de oírle; pero no se le inmutó el semblante. Avanzó hacia la berlina que venía siguiéndola, esperó a que se detuviese, y sin volver el rostro, abrió la portezuela; en seguida dejó que montase la niñera, después levantó al pequeñín en brazos para que aquélla lo acomodara sobre sí, y, por último, subió ella, descubriendo algo más que el pie, con lo cual don Juan quedó maravillado y suspenso, experimentando una impresión parecida a la que debió de sentir Moisés cuando le enseñaron de lejos la tierra prometida.

En el instante de arrancar el carruaje, la desconocida se alzó el velillo.

Don Juan pudo dudar mientras vio el rostro al través del tul; pero toda perplejidad quedó desvanecida al mirarlo libre de aquel adorno. ¡Qué cara! Los ojos eran azules, oscuros, hermosísimos; la boca un poquito grande, como hecha adrede para que se admirasen bien los dientes; el color trigueño claro; las facciones delicadas; las orejas chicas; la expresión de la fisonomía entre seria y picaresca; en conjunto, un tipo popular realzado por una elegancia y dignidad exquisitas.

Se había perdido ya de vista el coche, y don Juan seguía inmóvil pensando: «Esto es increíble. ¿Estará con alguno? Pero ¿y el niño?». Y volvió a sonreír, porque aquellos grandes ojos de azul sombrío, aquella graciosísima boca y airoso talle los había él contemplado muchas veces de cerca, tan de cerca que se los sabía de memoria, como se saben las cosas aprendidas a gusto. En un principio dudó por ver tales hechizos rodeados de prendas costosas, lazos y perifollos caros. Una voz íntima le había dicho, poco más o menos: «Zapatos, siete duros; abrigo, setenta duros; medias de seda, seis duros; sombrero, veinte duros; manguito de legítima nutria, qué sé yo cuántos duros»… etc., etc., y estas etcéteras ascendían a mucho; por lo cual se decía don Juan: «Sí, ella todo lo vale; cualquiera que tenga buen gusto se gastará en contentarla el oro y el moro; pero ¿y el chiquillo?»

 
* * *

Don Juan volvió a su casa muy pensativo. Por la noche fue al teatro, a una tertulia, al club, y con nada logró distraerse. En los palcos, en los salones, en el cuarto del tresillo, en todas partes creyó tenerla delante de los ojos. Unos momentos le miraba cariñosa, otros le sonreía burlona; de pronto se le borraba de la imaginación y surgía su propia figura, la del mismo don Juan, en actitud de ir a coger amorosamente las manos de Cristeta, que ella retiraba esquiva. A la fingida visión que así gozaban los ojos, sucedía luego la ilusión de voces y palabras confusamente recordadas: promesas, juramentos, ternezas; todo el interminable repertorio de frases deliciosas que el diablo inspira a los que van a pecar, están pecando o acaban de pecar.

Casi de madrugada se acostó con un periódico en la mano, según su costumbre. Leyó y no entendió: letras, líneas, párrafos y columnas bailaban trocando sus puestos y componiendo estupendos disparates. «Ha sido detenido por blasfemo… el santo del día. CULTOS: en las Calatravas… la Traviata» y otras incongruencias por el estilo. De pronto, extendiendo el brazo, mató de un periodicazo la bujía; después su espíritu fluctuó largo rato entre vigilia y soñolencia, y comenzaron a borrársele las ideas, sustituyéndose los antojos de lo soñado a las impresiones de lo real.

E imaginó ver una figura de mujer hermosísima, que surgía de entre un macizo de plantas tropicales, intensamente iluminadas por la batería del gas de un escenario, y envuelta en humo rojizo de bengalas. Estaba medio desnuda y circundada de resplandor vivísimo, destacando las gallardas líneas y el blanco bulto de su cuerpo sobre un amplísimo manto rojo que le pendía de los hombros. Era ninfa de apoteosis zarzuelesca, profanada por el carmín barato, los polvos de arroz y el arrebol; aprisionadas las formas en lascivas mallas; pero en su rostro no se dibujaba la sonrisa forzadamente sensual de la comiquilla aventurera. No estaba provocativa y desapudorada, sino bellísima y muy seria. De pronto comenzó a sonar una música suave y mortecina, a intervalos interrumpida por reminiscencias de giros canallescos. Luego un caballero en quien don Juan se reconocía, salía precipitadamente de un palco proscenio, bajaba una escalera ancha, atravesaba un patio, subía otra escalera muy estrecha, cruzaba un pasillo lleno de mujeres, unas sudorosas, otras tiritando, todas casi desnudas, y sin hacer caso de ellas ni de sus dicharachos y sus risas, se detenía ante una puerta, sobre la cual estaba escrito este letrero:

Señorita Moreruela.

El caballero daba en la puerta unos golpecitos con el puño del bastón; oíase una voz que decía: «Espera…»

Don Juan quedó profundamente dormido.

Capítulo III

Donde el autor dice quién es la mujer bonita

El padre de Cristeta fue covachuelista a la antigua, con poco sueldo, menos consideración, gorrito de pana y mangotes de percalina negra: la madre fue encajera de primorosas manos, que así componía, dejándolo nuevo, un entredós de Malinas, como restauraba un cuello de Alençon. Durante muchos años vivieron amantes y felices con el producto de su trabajo; pero llegó un día en que él quedó cesante, porque fue preciso emplear al sobrino del querido de la querida de un ministro, y a ella le faltó labor porque pasaron de moda los encajes. Entonces comenzaron a sufrir adversidades, escasez, pobreza, y hubieran llegado hasta verse miserables, si la muerte, que esta vez llegó a tiempo, no atajara sus desdichas. Ambos murieron con pocas semanas de diferencia, dejando en el mundo una niña de diez años, fruto de su amor, la cual tuvo por única herencia el despejo y la hermosura de su madre. Recogió a Cristeta una tía, casada, hermana de aquélla, que tenía estanco en uno de los sitios más céntricos de Madrid; y aunque las malas lenguas del barrio dijeron que el amparar a la huérfana fue arbitrar medio de tener persona de confianza que ayudase al despacho, es lo cierto que no sólo no sufrió malos tratos la niña, sino que hasta fue acogida con cariño y enviada a la maestra, donde aprendió a leer, escribir, contar, bordar y coser, pasando luego a encargarse del mostrador, hecha ya una mocita muy mona, y tan lista, que jamás se equivocaba en dar las vueltas, ni recibía moneda falsa, ni trabucaba los sellos de las cartas. Sus tíos no la mataban a trabajar; antes al contrario, le concedían permiso para salir de paseo los domingos con sus amiguitas, y la tenían limpia y decentemente vestida; limpieza y decencia que, según Cristeta fue creciendo, comenzaron a convertirse en extraordinario aseo y primoroso gusto.

Mientras ella despachaba sellos y cigarros, su tía permanecía junto al mostrador, en invierno haciendo calceta con el gato en la falda y puestos los pies en la tarima del brasero; en verano dormitando o abanicándose, y en todo tiempo celosa de que ningún comprador sostuviera conversación larga o palique peligroso con la chica, que ya exigía aquella vigilancia, porque según se iba desarrollando, aumentaba el número de los que la echaban chicoleos y flores, no siempre de aroma muy puro. Así llegó a tener fama de bonita, sin que nadie pudiera jactarse de haber conseguido de ella una mirada cariñosa.

Era lista y comprendía perfectamente, de un lado, que no le convenía incurrir en el desagrado de sus tíos ni desacreditarse a fuerza de coqueteos; y de otro, que no podía encontrar con facilidad, entre los hombres que frecuentaban el estanco, quien honrosamente mejorase su suerte. No le gustaban los jornaleros, y con instinto superior a sus años, adivinaba que los señoritos eran peligrosos.

Como crecida a puerta de calle, sabía mucho más de lo que debe ignorar la pureza; pero esto que, a ser ella tonta, hubiera constituido un escollo, dado su natural despejo se trocaba en ventaja. Las doncellas ricas que despiertan a la vida entre muebles lujosos y en casas suntuosas, conocen las sirtes donde naufraga la virtud por la torpe murmuración de las visitas y el grosero lenguaje de ayas y criadas; pero lo inmoral y pecaminoso llega a su entendimiento desfigurado, incompleto y hasta poetizado con cierto aroma de encanto prohibido que acrecienta el peligro. En cambio, las pobres como Cristeta, desde pequeñas se codean simultáneamente con lo vedado y lo lícito, aprenden a defenderse por sí mismas, se acorazan contra los hombres, y con perfecto conocimiento de causa se esfuerzan en conservar lo que tanto les importa no perder.

Cristeta vendía con amabilidad, sin hablar más de lo necesario; y en cuanto despachaba lo que le pedían, se ponía a leer, apoyada de codos en el mostrador, siendo su lectura favorita la de dramas y comedias.

Apenas se estrenaba en cualquier teatro una obra, ya la tenía entre las manos: y como los ejemplares cuestan dinero y ella no lo gastaba, claro está que alguien se los prestaba.

Sus tíos eran muy cariñosos, pero no podían vigilarla con igual interés que lo hubieran hecho sus padres, así que le dejaban leer cuanto quería; de modo que, a fuerza de devorar escenas de apasionamientos románticos y exageraciones realistas, llegó la chica a saber, teóricamente, mil cosas de amor que fueron aleccionándola en tan peligrosa y dulce enseñanza. Pero ¿quién proveía a Cristeta de dramas y comedias?

En el piso principal de la misma casa del estanco vivía un editor, quien, por ser pequeña su habitación, tenía arrendado en la planta baja un cuarto, convertido en almacén de las obras que administraba. Cristeta escogía cuidadosamente los puros que el editor fumaba, daba a sus dependientes las cajetillas más gruesas, y, a cambio de esta amabilidad, ellos le prestaban cuantos libros pedía. Además, el cuarto – almacén tenía la entrada por un patio, que era de los estanqueros, y éstos cuidaban de que sólo entrasen allí los dependientes del editor, con lo cual él, seguro de robos, pagaba la custodia con billetes de favor para los teatros, a que de ese modo asistía Cristeta gratis y a menudo.

Por último, los dependientes, que frecuentaban el estanco, habían puesto a Cristeta al corriente de quiénes eran los autores de las más de las obras que tenía leídas: así que la chica, merced a lo céntrico del sitio y a la mucha gente que allí entraba, llegó a conocer de vista y por sus nombres a casi todos los actores y poetas dramáticos y cómicos de Madrid.

Entre semejantes lecturas y el roce de tales parroquianos, Cristeta fue cobrando desmesurada afición al teatro. Aquella mujercita sería, hasta parecer esquiva con la generalidad de los compradores, reservaba las sonrisas y el agrado para los escritores y cómicos, a quienes en el fondo de su imaginación no veía según la realidad, sino que pensaba en ellos como en seres superiores, de cuyos cerebros surgían y en cuyos labios tomaban vida todos los lances, intrigas, amores y aventuras que le encantaban el ánimo.

Su fantasía transfiguraba y ennoblecía a los autores de los versos que se sabía de memoria. En vano le decían, por ejemplo, mostrándole un poeta sucio, grosero y malhablado: «Ése es quien ha escrito La vida por el amor». Ella en seguida le confundía con su obra, le limpiaba con la poesía de sus propias frases, acabando por figurárselo y verlo, no tal cual era, sino ennoblecido, pulcro y elegante. Venía al estanco un comicastro, injerto en payaso, rodeado de amigos tabernarios; pedía entre ternos y tacos una cajetilla de las más baratas, pagaba mostrando puercas las manos, sebosa la ropa, y apenas Cristeta le servía y veía marchar, ya no era su figura real la que conservaba en la imaginación, sino la de algún apuesto y enamorado caballero que le vio representar en las tablas.

Pero estas pequeñas emociones nada eran ni valían comparadas con su alegría cuando el editor, por tener propicios a los estanqueros, les enviaba un par de butacas de tifus en las últimas filas de cualquier teatro que andaba mal. Entonces Cristeta se vestía y emperejilaba, cepillaba cuidadosamente a su tío la americana o ayudaba a su tía a ponerse la mantilla, y con el que había de acompañarla partía gozosa, siendo completa su satisfacción la noche que, durante algún entreacto, la saludaba familiarmente cualquier poeta ramplón o se le acercaba un actor, por malo que fuese, a echarle cuatro requiebros.

En medio del contento que Cristeta experimentaba viendo así halagados sus gustos, aún le quedaba una gran curiosidad por satisfacer. Conocía a muchos actores y poetas, músicos y danzantes, pero nunca había hablado con una cómica, dama joven o graciosa, ni siquiera característica, a quienes ella se fingía poco menos que como criaturas extraordinarias, completamente felices, que no tenían tiempo de sufrir ni padecer, perpetuamente ocupadas en ser grandes señoras, reinas y hasta diosas, cuya misión única en el mundo consistía en escuchar frases bonitas y estar preparadas para raptos de esos que, según los casos, terminan en muerte violenta, o boda y perdón de padre bondadoso.

Para Cristeta una actriz era una mujer que nunca deja de tener a sus pies un hombre arrodillado, y en su camarín un mueble lleno de doblas con que pagar albricias por los mensajes de amor. Ignoraba que muchas veces la que en las tablas hace de princesa es en su casa criada de sí misma. Por fin llegó un día en que vio de cerca a una cómica, y no de las que andan de pueblo en pueblo trabajando a partido, sino de las que triunfan en Madrid y pagan a su modista cuentas que importan miles de pesetas.

Había entrado un poeta en el estanco, le vio la comedianta, que en aquel momento pasaba por la calle, y, deseando hacerle algunas preguntas, entró tras él. La conversación que sostuvieron fue larga, y mientras duró pudo Cristeta contemplar a su sabor la elegantísima figura de aquella mujer a quien tantas veces había visto en la escena. Llevaba un primoroso traje negro con lunares blancos, el cuerpo del vestido cortado con tal arte que, sin formar la más leve arruga, dibujaba un busto de hermosas líneas; iba coquetamente calzada y sobre sus guantes grises, muy altos, brillaban tres o cuatro aros de plata y de oro. El sombrero era de ala ancha y estaba guarnecido con una pluma grande y rizada. Sus ademanes eran vivos, se movía mucho y jugueteaba rápidamente con el mango de la sombrilla; su voz, aunque dulce, denotaba carácter hecho a dominar y vencer.

 

Cristeta, mirándola y remirándola, se anegaba en la admiración que sentía: hasta llegó a forjarse la ilusión de ser ella misma la que tenía delante de los ojos, antojándosele ser ella la cómica y ésta la estanquera; y que después, en vez de continuar allí vendiendo sellos y pitillos, podría irse a representar comedias por la noche y observar desde la escena cómo la miraban los hombres y la envidiaban las mujeres… Luego caería a sus pies una lluvia de ramos, y por el pasillo central de las butacas entrarían los acomodadores cargados con canastillas de flores y chucherías de regalo… Durante unos instantes soñó despierta, y hasta el ruido confuso de la cercana calle le pareció rumor de aplausos.

Al marcharse la cómica, el poeta dijo a Cristeta que aquella mujer ganaba una onza de oro diaria; pero la estanquerita no dio señal de envidioso asombro ni de cosa que denotase codicia. No; lo que le parecía realmente envidiable era el constante triunfar, el bien vestir, el hablar y oír cosas bonitas, el vivir, aunque fuese con existencia fingida, en un mundo más poético y extraordinario que el de la realidad.

Cuando Cristeta cumplió los dieciocho años, ya estaban en ella perfectamente desarrolladas la hermosura y la afición al teatro. Respecto a la primera, su belleza era indiscutible; y en cuanto a la segunda, que tanto había de influir en su vida, aquellas lecturas dramáticas y diálogos con poetas y cómicos, tanto ir a ver comedias y admirar a las actrices, concluyeron por entusiasmarla y sorberla el seso en tal grado que, aun sin atreverse todavía a comunicárselo a sus tíos, formó propósito de dedicarse a la escena.

La casualidad o la Providencia, que acaso sean hermanas según la semejanza de sus obras, vino al poco tiempo en ayuda de Cristeta.

Una mañana, mientras se peinaba, comenzó a cantar coplas de cierta zarzuela que a la sazón estaba en moda. Era verano y los balcones de la vecindad que daban al patio aparecían entornados. De repente, sin que ella lo advirtiera, se asomó a uno de ellos el editor, acompañado de otro caballero, y, suspendiendo ambos la conversación, escucharon a Cristeta, que siguió cantando con agradables modulaciones, ajena de toda pretensión vanidosa, como pájaro incapaz de sospechar que nadie se detenga a oírle. Su acento era gracioso y picaresco; su voz escasa, pero argentina, juvenil, y no viciada por los esfuerzos ni la mala enseñanza. No era voz potente ni de gran extensión, pero sí dulcísima, alegre y fresca, como debieron de ser las de aquellas ninfas que en la antigüedad jugueteaban llamando a su compañera Eco, corriendo y ocultándose tras los troncos de los bosques sagrados.

– ¿Oye usted eso? – preguntó al editor su amigo.

– Sí; es la chiquilla de los estanqueros.

– ¿Bonita?

– Un primor.

– ¿Se convence usted – añadió el caballero – de que si uno se propusiera buscarlas, encontraría mujeres para el teatro?

– Hombre, no sea usted niño. Desde que no sé quién encontró un tenor en una herrería, todo el mundo se maravilla de cualquier voz que escucha en cualquier parte. Pero, en fin, si quiere usted hacerle proposiciones… Yo le ayudaré a usted. Me consta que la muchacha tiene la querencia de las tablas; vamos, que se pirra por el teatro.

Poco después Cristeta, que sin saberlo acababa de probarse la voz, calló, concluyendo de peinarse con su acostumbrada gracia; hecho lo cual salió al estanco y comenzó a vender.

Aquella misma noche, casi en el momento de cerrar, entró a comprar cigarros el dependiente mayor de la casa editorial y, trabando conversación con Cristeta, le dijo sin rodeos ni ambages:

– ¡Ni que lo hubiera usted hecho adrede! ¡Vaya una vocecita que ha sacado usted esta mañana mientras se peinaba! En fin… ¿quiere usted salir al teatro?

– ¿Yo? – repuso en el colmo del asombro. – ¡Usted sí que se quiere quedar conmigo!

Estaban solos: el dependiente, que no era viejo ni feo, tenía las manos apoyadas en el mostrador; ella estaba turbada, recelosa, esforzándose por sonreír, y agitada por un presentimiento incomprensible. El sota – editor se había puesto muy serio; a la chica un sudor se le iba y otro se le venía; de pronto, en un momento en que ella alzaba con cierta coquetería una mano para retocarse el peinado, dijo el hombre:

– Vamos a ver: ¿le parece a usted que se han hecho esos dedos para pegar sellos y contar calderilla? Vaya, me ha dicho don Pedro, mi principal, que suba usted mañana con su tío, que tiene que hablar con ustedes.

– ¿Para qué?

– Para saber si quiere usted ser cómica.

– ¡Yo artista! – exclamó Cristeta con indefinible sorpresa.

– La misma que viste y calza. Es usted joven, guapa, tiene talento, voz, afición.

– Lo que es afición sí que tengo.

– Bueno, pues con estudiar un poco… En fin, suban ustedes mañana.

Y se fue.

Cuando Cristeta quedó sola, tuvo que apoyarse en la anaquelería para no caerse. Acostose sin cenar casi, ni hablar con nadie; permaneció largo rato sentada en la cama, tardó mucho en desnudarse, lloró sin saber por qué, se le olvidó rezar y, por fin, al deslizarse entre las sábanas sintiendo las frías caricias del lienzo, tornó a sus pasadas ilusiones, antojándosele que el ruido de los coches que pasaban por la calle era estrepitoso rumor de aplausos y que las voces de los vendedores de periódicos eran bravos frenéticos.