Desde el huerto del Edén hasta la gloria del Cielo

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Creados y Caídos

La Necesidad y El Propósito de los Pactos

He aquí, solamente esto he hallado: que Dios hizo al hombre recto,pero ellos buscaron muchas perversiones. Eclesiastés 7:29

Hay formas de autoengaño que pueden llevarlo a uno a una institución mental. Si usted se cree ser Elvis, Abraham Lincoln, o Zeus el dios griego, padece de una enfermedad que lo hace incapaz de funcionar en el “mundo real.” Lo mismo es verdad si cree que es algo menos que humano, como un perro o un mono. Estas formas absurdas de comportamiento serían casi cómicas si no supiéramos que hay personas cuya salud mental está tan comprometida que realmente llegan a convencerse de su falsa identidad, y comienzan a vivir de acuerdo a ese engaño.

Aunque los dos tipos de falsa identidad que acabamos de considerar afortunadamente son raros en nuestra sociedad, hay muchas más personas viviendo con un problema de identidad de lo que usted podría percatarse a simple vista. Por todas partes a nuestro alrededor la gente está desorientada en su concepto de sí mismas. Por un lado, creen ser esencialmente animales evolucionados sin ninguna conexión con Dios o la eternidad; por el otro lado, se ven como personas esencialmente buenas, casi como dioses que controlan sus vidas y las de otros. Simultáneamente participan del estilo de vida de una bestia impulsiva y del de una reina de belleza vanidosa; son dados a las pasiones carnales, pero luego se ven sí mismas como una “diva.”

La diferencia entre estas personas y las que están en instituciones mentales es asunto de cuán consistentemente viven en su autoengaño. La mayoría de las personas no llevan a su conclusión lógica lo que creen de sí mismas, porque su cosmovisión simplemente no se puede vivir; ellas realmente no pueden vivir como si fuese verdad lo que han llegado a creer sobre la humanidad. Hay demasiadas cosas que no pueden ser explicadas, y se contradicen una con otra, por lo que se contentan solo con tener una manera borrosa e inconsistente de verse a sí mismas y a la realidad. De esa forma, sienten que no deben rendir cuentas a Dios (creyendo que no son responsables ante El), que hay propósito y significado para su existencia, y que son únicos y especiales (creyendo ser su propio “dios” o que “hay un dios dentro de cada uno de nosotros,” etc.).

Sin embargo, solo la cosmovisión cristiana de la naturaleza de la humanidad (como creada por Dios y a la vez caída en Adán) da una respuesta satisfactoria a nuestra verdadera identidad, como criaturas caídas hechas a la imagen de Dios. Es esta doble realidad la única que explica cómo podemos ser brillantes y brutales al mismo tiempo, cómo podemos diseñar edificios y administrar compañías a escala masiva, y aún así estar haciéndole daño a nuestros cuerpos con el alcohol, las drogas, el tabaco y la glotonería; cómo podemos crear tecnología para viajar de un lado del mundo al otro en cuestión de horas, y aún así estar en guerra unos con otros alrededor de toda la tierra.

Estas contradicciones brotan de dos realidades fundamentales que son la Creación y la Caída. Lo que pasó en el Huerto del Edén es crucial para entender los pactos. Es ahí donde vemos lo que originalmente Dios deseaba que el hombre fuese, y por qué el hombre necesita la intervención de Dios como se revela en los pactos para poder ser reconciliado con Él. De hecho, todo lo que se dice y hace en los cinco grandes pactos que vamos a considerar tiene el propósito de restaurar lo que se perdió antes de la Caída, o de llevar a cabo lo que fue prometido en el Huerto después de la Caída.1

En este capítulo, queremos enfocarnos en la creación del hombre, el periodo en que Dios lo probó (“prohibición”), y su fracaso ante la prueba al caer en pecado. Como hemos empezado a ver, hay dos realidades que son profundamente importantes para nuestra existencia: que somos creados a imagen de Dios, y que hemos caído en pecado y muerte. Mientras mejor entendamos estas realidades y sus implicaciones, mejor nos entenderemos a nosotros mismos, a Dios y la naturaleza de nuestra relación con Él.

La Criatura Que Lleva La Imagen

El relato de la Creación en los capítulos uno y dos de Génesis nos informa de varias características de la intención y designio original de Dios para nuestra relación con Él. En esa breve narración, descubrimos que todos los seres humanos son criaturas hechas a la imagen de Dios con cuerpos y almas diseñadas para vivir para siempre.

SOMOS CRIATURAS

La creación de la humanidad es mencionada dos veces en los dos primeros capítulos de la Biblia. Inicialmente es vista dentro del contexto de la creación del universo, donde el hombre es la corona de la obra creativa de Dios:

Entonces dijo Dios: Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza; y señoree en los peces del mar, en las aves de los cielos, en las bestias, en toda la tierra, y en todo animal que se arrastra sobre la tierra. Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó. Y los bendijo Dios, y les dijo: Fructificad y multiplicaos; llenad la tierra, y sojuzgadla, y señoread en los peces del mar, en las aves de los cielos, y en todas las bestias que se mueven sobre la tierra. Y vio Dios todo lo que había hecho, y he aquí que era bueno en gran manera. Y fue la tarde y la mañana el día sexto. (Génesis 1:26-28; 31)

En el siguiente capítulo, la creación del hombre es descrita en más detalle. Ahí, la Escritura dice que “Jehová Dios formó al hombre del polvo de la tierra, y sopló en su nariz aliento de vida, y fue el hombre un ser viviente.” (Génesis 2:7). Estas son palabras un tanto familiares para nosotros, ¡pero qué monumentales son sus implicaciones! Una vista correcta o distorsionada de nuestra creación tiene peso en cada aspecto de nuestra relación con Dios; afecta fuertemente cómo nos vemos a nosotros mismos y cómo vivimos nuestras vidas. El relato de la creación nos demuestra que fuimos hechos cuidadosamente por Dios según Su deseo, y que la existencia del hombre tiene un propósito e intención. También nos demuestra que nuestra creación fue inmediata; no describe un extenso proceso de creación de prueba y error, como en la teoría evolucionista, sino más bien una serie perfecta y completa de eventos creativos. Es más, de la narración aprendemos que la creación era buena, y que la formación de una criatura especial llamada “hombre,” llevó la creación a un lugar en el cual es descrita como “buena en gran manera” (Génesis 1:31).

En otras palabras, ¡desde las páginas iniciales de las Escrituras tenemos la verdad sobre nuestra naturaleza como criaturas, la cual está en conflicto directo con la cosmovisión de la mayoría de las personas con quienes vivimos y trabajamos! Aunque muchos creen en “un Dios,” pocas personas piensan de sí mismas como hechas por Dios en un acto creativo especial. Y son menos las personas que aceptan la implicación de ser criaturas hasta el punto de aceptar responsabilidad ante Dios y de rendirle cuentas.

Romanos 1:18-32 nos enseña que en realidad las personas “saben” que son criaturas hechas por Dios, pero suprimen esa verdad por causa del pecado. El mismo pasaje muestra la degradación moral que ocurre cuando rechazamos la verdad de nuestro origen; también muestra el orgullo y auto-deificación resultante de la creencia de que en algún sentido nos creamos a nosotros mismos.

Sin embargo, como cristianos, debemos ir más allá de meramente denunciar un concepto falso de nuestro origen; debemos vivir a la luz de la enseñanza bíblica de que somos criaturas hechas por Dios. Saber que usted fue creado por Dios le da una conciencia más grande de su dependencia de Él. Este es el caso particularmente cuando recordamos que no somos más que polvo sin el aliento de vida, sustentador de Dios. Mientras uno de los amigos de Job imagina el reverso del acto creativo de Dios, él hace una declaración que nos recuerda nuestra dependencia total y continua del poder sustentador de Dios como nuestro Creador: “Si Él pusiese sobre el hombre su corazón, y recogiese así su espíritu y su aliento, toda carne perecería juntamente, y el hombre volvería al polvo.” (Job 34:14-15). Sin Dios, ¡nos revertiríamos en un montón de tierra!

Nuestro estatus como criaturas nos recuerda la demencia y la necedad del orgullo, y nos pone de vuelta en nuestro lugar apropiado. Vivimos por el principio de que el Creador es el Señor; por lo tanto, Él tiene todo el derecho de mandar lo que ha formado y moldeado con Su poder creador. Cuando surgen preguntas acerca de la justicia de Dios respecto a cómo Él gobierno el mundo, Pablo ultimadamente apela al hecho de que Dios nos creó, y tiene el derecho de hacer con nosotros lo que Él quiera porque somos Sus criaturas. Respondiendo un cuestionario hipotético sobre la justicia de Dios, Pablo dice:

Mas antes, oh hombre, ¿quién eres tú, para que alterques con Dios? ¿Dirá el vaso de barro al que lo formó: ¿Por qué me has hecho así? ¿O no tiene potestad el alfarero sobre el barro, para hacer de la misma masa un vaso para honra y otro para deshonra? (Romanos 9:20-21)

No deberíamos cuestionar el derecho de un escultor de hacer lo que bien le parezca con su barro en su estudio, y solo porque tengamos la capacidad dada por Dios de cuestionar al Escultor Divino no significa que Él tenga menos derecho sobre nosotros, Su barro. En realidad, ¡hay una diferencia mucho más grande entre nosotros y el infinito Dios Creador que la que hay entre un finito escultor humano y su barro! Nosotros fuimos hechos por Él, y Él tiene derecho absoluto sobre nuestras vidas para hacer con nosotros lo que sea Su voluntad (ver Salmo. 100:3).

SOMOS HECHOS A LA IMAGEN DE DIOS

 

Ciertamente somos criaturas, pero somos criaturas hechas a la imagen de Dios (compare Santiago 3:9) ¿Qué significa esto? Significa que como criaturas hemos sido diseñadas por Dios para llevar Su semejanza, lo que implica que en el caso del hombre, Dios estaba pintando un auto-retrato. Él había dotado al cielo de la noche con estrellas, había peinado la tierra seca con grama y árboles, y detalló finamente cada pluma, garra, mechón y piel de toda criatura viviente; todas las obras de arte dicen algo sobre el artista, y todas las cosas que Dios hizo retratan Su carácter hasta algún grado (Salmo 19:1). Pero, cuando Dios creó al hombre, Él estaba uniendo varios de Sus atributos para formar un auto-retrato vívido; la distinción entre el artista y su obra es obvia, y aún así la semejanza es innegable. Por eso, haber sido hechos a la imagen de Dios no nos hace iguales a Dios, ni nos hacen un “mini-Dios”— ¡la diferencia entre Él y nosotros es inmensurable! Aun así, la semejanza con Él en la creación es inconfundible, porque Dios el Creador nos diseñó con ciertas características que corresponden a Su “imagen.” Miremos unos cuantas.

Primero, somos criaturas morales. Fuimos creados en rectitud moral, o justicia moral. Dios es justo en Sí mismo e hizo a la humanidad recta, o positivamente santa (Eclesiastés. 7:29). El hombre no era una entidad neutral, esperando holgadamente si se volvería malo o bueno; él era una criatura positivamente buena que cayó de la bondad y justicia al pecado, la miseria y la muerte. Pero aun después de la caída, todavía somos criaturas morales, y aunque el carácter de santidad y justicia se ha perdido, la responsabilidad de santidad y justicia permanece en nosotros. La imagen de Dios es expresada aun entre los incrédulos, que aunque sean gente pecaminosa se juzgan moralmente unos a otros, mostrando que el sello original de Dios, aunque distorsionado y corrompido, permanece en sus conciencias (Romanos. 2:14-15; comp. Efesios. 4:24).

Además, somos criaturas racionales. Dios es racional en el sentido de que Él piensa, sabe y comprende. El hombre también es racional; el tiene la capacidad para el pensamiento lógico, la evaluación y el lenguaje. Desde los primeros momentos de la creación, Dios le está hablando al hombre; Él interactúa con el hombre como otro ser racional. Esta racionalidad es evidente también por el hecho de haber sido creados con la capacidad de ejercer libremente nuestra voluntad y hacer elecciones morales basadas en la revelación y la razón. Cuando Dios salva personas, Él renueva esa capacidad racional. Él vuelve a colocarla en línea con Su propósito creador original (Colosenses 3:10).

Finalmente, somos criaturas emocionales. Somos hechos a la imagen de Dios en el sentido que podemos y de hecho expresamos, odio, placer, pesar y otras emociones. Algunos escritores han sugerido que las referencias de Dios a Sus emociones simplemente son una forma de acomodarlas a nuestro entendimiento. Es verdad que a veces la Biblia utiliza un lenguaje acomodador y figuras retóricas para describir a Dios (vea el tratamiento de Génesis 6:6 en el capítulo 4), pero la Biblia sobreabunda con un lenguaje que expresa el amor, pena, preocupación, cuidado y simpatía de Dios junto con muchas otras emociones que no son presentadas para acomodarnos, sino para atribuirle a Dios ciertos rasgos de carácter. Por causa del pecado, nosotros expresamos nuestras emociones de forma incorrecta y por cosas incorrectas, y a menudo somos llevados por nuestras pasiones carnales al pecado. Sin embargo, este problema no tiene que ver con nuestro diseño. Las emociones y/o afectos justos son parte de nuestra semejanza con Dios. El problema con las emociones es nuestra distorsión pecaminosa de ellas, al igual que con nuestra creatividad u otros aspectos de nuestra semejanza con Dios ¡Alabado sea Dios pues en el mundo venidero tendremos emociones perfectas que reflejarán con precisión la perfecta capacidad emocional de Dios!

SOMOS SERES CON CUERPO-ALMA

Otra gran característica de nuestra creación es que estamos compuestos de cuerpo y alma. Fíjese cómo Dios formó a Adán del polvo de la tierra, y sopló en su nariz aliento de vida. No fue sino hasta que estos dos eventos sucedieron que el hombre fue llamado un “ser viviente.” La separación de estos dos implica la muerte, y la muerte es una maldición porque arranca dos cosas que originalmente fueron creadas para estar unidas inseparable y eternamente. Mientras estamos en la tierra, el pecado distorsiona el cuerpo así como el alma. Actúa particularmente contra nuestros cuerpos después que nos convertimos, para que “lo bueno que [nosotros] queremos hacer, no lo hagamos…” (Romanos 7:19). Nuestra voluntad, un aspecto de nuestra alma, es cambiada por gracia e inclinada al bien, pero nuestro cuerpo (que incluye las pasiones carnales) lucha contra la voluntad y los deseos de nuestro nuevo hombre interior (Romanos 7:22-23). Los deseos de la carne no solo inclinan nuestro espíritu renovado a pecar, sino que las limitaciones de cansancio y enfermedad nos estorban aun cuando tenemos deseos piadosos (Mateo 26:41).

Sin embargo, ya que sabemos que nuestros cuerpos eran originalmente buenos al momento de la creación, entonces hay esperanza tanto para el cuerpo como el alma. Las cosas materiales, incluyendo nuestros cuerpos, no son malas en sí mismas, pues fueron declaradas “buenas en gran manera” en la creación (Génesis 1:31). La gloria de la resurrección yace en el hecho de que aquellos que conocen al Señor tendrán un cuerpo transformado y un alma sin pecado unidos, trabajando para siempre en armonía para dar gloria a nuestro Dios Creador y Redentor (comp. Romanos 8:23).

LAS BENDICIONES Y RESPONSABILIDADES DE LA HUMANIDAD

Como resultado de nuestro estado original como criaturas hechas a la imagen de Dios con cuerpos y almas, tenemos ciertas bendiciones y responsabilidades. En nuestra relación con Dios, estas dos están estrechamente vinculadas; las cosas que Dios nos manda a hacer (nuestras responsabilidades) son “siempre para nuestro bien”—son de bendición para nosotros (comp. Deut 6:24). Si todo lo que Dios demanda de nosotros es para nuestro bien, entonces nuestro deber corre paralelo con nuestro deleite; nuestras responsabilidades son una causa de regocijo. Esto es demostrado en la introducción al mandato de la creación: “Los bendijo Dios, y les dijo: Fructificad y multiplicaos…” (Génesis 1:28). Es el pecado, y no los mandamientos de Dios, lo que nos ha hecho colocar las bendiciones y las responsabilidades en confrontación una con otra; pero en la redención, Dios restaura el deleite de hacer Su voluntad por el cual Sus leyes y mandamientos se convierten en una bendición para nosotros, como lo eran para Adán y Eva. Tomemos un inventario de las bendiciones y responsabilidades que Dios confirió a la humanidad en la creación.

Primero, el hombre ha de ser la imagen de Dios. Él ha de actuar según fue diseñado cumpliendo la función para la que fue hecho. Esta característica central de la responsabilidad del hombre no es mencionada explícitamente, pero es fuertemente insinuada. La bendición de esta responsabilidad para el hombre no puede ser exagerada. La vida del hombre no puede tener un significado e importancia más grande que el carácter de Dios. No podemos tener más satisfacción y gozo que cuando estamos siendo aquello para lo cual Dios nos hizo—los portadores de Su imagen. Toda búsqueda de excelencia fuera de Dios es un hoyo vacío en el cual son vertidos nuestro tiempo, tesoro y energía. ¿Qué valor real hay en vivir para alcanzar la excelencia en educación, atletismo, o cualquier otro campo profesional? Si esto es todo lo que hay para lograr, entonces la vida es una maldición y no una bendición (Eclesiastés 1:2-4, 14; Mateo 6:25; Santiago 4:13-14). Pero si buscamos ser aquello para lo que Dios nos hizo, y reflejar Su imagen, ¿qué objetivo más grande podríamos imaginar? Ser como Dios en amor, compasión, justicia, virtud, bondad, misericordia, gozo, contentamiento, santidad y pureza— ¡esto es bendición suprema! Otra característica de la responsabilidad de ser a la imagen de Dios es que siendo criaturas morales debemos obedecer la ley de Dios escrita en nuestros corazones. Por ejemplo, Adán no podía haber mentido y haberse salido con la suya al mentir, aun si él no comía del árbol de la ciencia del bien y del mal. Eso distorsionaría y tergiversaría la imagen de Dios porque la prueba que Dios le puso a Adán concerniente al “Árbol de la Ciencia del Bien y del Mal” fue una prueba específica del compromiso general del hombre de obedecer a Dios y de andar en sumisión a Él de tal manera que reflejase Su gloria.

En segundo lugar, el hombre ha de ser fructífero y multiplicarse. Desde el principio, fue la intención de Dios ver una multitud de gente sobre esta tierra. Adán y Eva fueron los primeros en oír el mandamiento de “fructificad y multiplicaos.” El propósito era “llenar” la tierra, lo cual habla de esparcirse a través de toda la tierra numéricamente mientras llevaban consigo el mandato de atenderla, mantenerla, ordenarla y someterla. Adán y Eva habrían de ver los hijos como una bendición. No hay un número mágico de hijos que a uno se le requiera para cumplir con el mandato de la creación, pero hay una disposición requerida, y es que las parejas han de desear y buscar tener hijos (Génesis 8:17, 9:1; Salmo 127:3-5).

Una de las señales de una cultura degradada es la pérdida de un deseo, amor y cuidado piadoso hacia los niños como el que Dios tiene. Esto es evidente por la forma en la que la sociedad ve el aborto o que ve a los niños como una carga limitante a sus actividades egoístas. Ser fructífero y multiplicarse es una responsabilidad dada a toda la humanidad, pero también es una maravillosa expresión de la compasión de Dios hacia nosotros en que cada niño es un regalo del Señor y una verdadera bendición por la cual somos exhortados, mientras llevamos a cabo esta labor que imita a Dios de engendrar y criar hijos.

En tercer lugar, el hombre ha de gobernar y someter la creación de Dios. Esta regla es una expresión de la identidad del hombre como portador de la imagen de Dios, y a la vez es parte de su identidad y su responsabilidad. El gobierno y dominio de Adán comenzó a lograrse por dos eventos en el huerto: Primero, en relación a la vida vegetal de la creación antes de la caída, se le dio un segmento para cultivar. El Señor plantó un huerto especial para el hombre (Génesis 2:8). Imagínelo— ¡un huerto sin yerbas malas o espinas o cardos, una porción especialmente diseñada de una creación perfecta! El hombre fue puesto en ese huerto y le fue dada autoridad sobre él como un gerente para labrarlo y guardarlo (Génesis 2:15). Este estado de perfección en el huerto no hizo que Adán se pusiese a mecer en una hamaca y a beber limonada todo el día, sino que lo animó a trabajar. Había un bueno, significativo y grato trabajo para hacer. Adán habría de labrar y guardar ese maravilloso huerto; el estaba “a cargo” de él. En resumen, el primer hombre fue el primer gerente.

A Adán también le fue dada la tarea de nombrar todos los animales, lo cual nos indica que tuvo que usar la mente que Dios le dio para su labor en el huerto. Esto implica mucho más que llamarle “Felipe” a la cebra o “Manchitas” al Leopardo. Es muy probable que para poder nombrar a los animales hay tenido que separarlos y clasificarlos según su diversidad. Tuvo que estudiarlos y conocerlos suficientemente bien para poder designar cada uno apropiadamente. Principalmente, esta tarea demostró su dominio sobre los animales; el los definió, porque estaba a cargo de ellos.

Dios ha bendecido al hombre con el gobierno de la tierra. Sin embargo, ahora el reto es mucho más difícil. Los “espinos y cardos” de nuestros empleos y del trabajo en general son recordatorios diarios de que somos criaturas pecaminosas que diariamente necesitan la ayuda y la gracia de Dios. A pesar de las dificultades, la actitud del cristiano hacia la tierra debería ser una de mayordomía; debemos ejercer dominio al cuidar, atender y guardar el mundo con el cual Dios nos ha bendecido. Los cristianos bíblicamente informados no ven la creación como algo semejante a nosotros, pero tampoco la vemos como algo que puede ser maltratado y desperdiciado. Podemos y debemos disfrutar libremente de las cosas que Dios ha hecho (Génesis 2:16), pero debemos hacerlo responsablemente, sabiendo que cualquier cosa que tengamos en este mundo la tenemos temporalmente prestada del verdadero Gobernante y Dueño de todas las cosas. En esta responsabilidad/bendición, Dios ha abierto todo en Su creación para nuestra provisión y disfrute como un medio para estimular nuestras mentes y ejercitar nuestros cuerpos. Él ha puesto ante nosotros, literalmente, un mundo de labor fructífera.

 

Finalmente, el hombre ha de relacionarse y fomentar el compañerismo con sus semejantes. La última bendición/responsabilidad que Dios le confirió al hombre en su estado de inocencia fue el compañerismo. Después de darle todas las otras bendiciones, el Señor vio que el hombre todavía estaba incompleto; Él dijo: “no es bueno que el hombre esté solo” (Génesis 2:18). Por lo tanto, Dios hizo una ayuda idónea para que supliera sus necesidades, que le ayudara en la labor que Él le había asignado y que fuera compatible con él. Alguien con quien se pudiera comunicar. Ella era “de su costado,” ni más alta ni más baja que él en gloria esencial como criatura de Dios.

Adán no necesitó tomar un test de personalidad, ni un servicio de citas para poder relacionarse con su compañera. Cuando vio la hermosa creación de Dios, fue inmediatamente evidente que eran pareja: “Esto es ahora hueso de mis huesos y carne de mi carne,” dijo él (Génesis 2:23). Él vio que ella era parte suya, y que correspondería exactamente a sus necesidades. El aislamiento de Adán fue la única cosa antes de la caída declarada como “no buena,” y por esto se nos recuerda que no es natural (podríamos hasta decir que no es humano) que un hombre esté solo y se aísle. Hay una necesidad de pertenecer, cooperar, e interactuar con otros seres humanos; sin embargo, la caída ha empañado la habilidad que el hombre tiene de percibir esa necesidad. El pecado ha distorsionado nuestra relación unos con otros, particularmente las relaciones hombre-mujer. Toda Escritura subsecuente concerniente a nuestra relación unos con otros surge de la relación que Dios estableció en la creación entre Adán y Eva (comp. 1 Corintios 11:3-9; Efesios 5:22-33). Adán también fue ordenado a “aferrarse” a ella—a estar unido y conectado a ella emocional, intelectual y físicamente por medio de una comunicación abierta y transparente. Estas bendiciones de la creación son empañadas por el pecado, pero revividas por la obra salvadora de Dios. Los creyentes tienen el privilegio de compartir estas bendiciones parcialmente por ahora ¡y plenamente cuando regrese nuestro Señor Jesucristo!

La Prueba y La Caída

Las bendiciones que hemos considerado no eran permanentes e irrevocables para Adán. Dios pronunció la prohibición de participar del árbol de la ciencia del bien y del mal, y si este mandamiento no era obedecido, Adán “ciertamente moriría,” y su desobediencia afectaría su posteridad entera (ver Génesis 2:16-17).

EL ESTADO NO PROBADO DE ADÁN

Cuando Dios puso a Adán a prueba a pesar de que ser una criatura hecha del polvo, fue nombrado “hijo de Dios” y disfrutó de una relación de favor y amor de parte de Dios (Lucas 3:38; comp. Génesis 5:1-3). Sin embargo, es claro que él era relativamente incompleto o inmaduro en cuanto a su posición delante del Señor. La existencia de una prueba nos dice que necesitaba ser confirmado o establecido en su estado presente y que no había sido probado y era inmaduro en cuanto a su justicia y su relación con Dios como hijo. El hecho de que se le prohibió comer para que no muriese nos muestra otra cosa sobre el estado tentativo de Adán; aunque era un “ser viviente,” y era sustentado en el huerto por todos los árboles de los que podía comer libremente, no tenía vida inmortal. Así como en su estado no probado era capaz de pecar, también podía morir.

Según los primeros tres capítulos de Génesis al lado del capítulo cinco de Romanos, parece que Adán ciertamente habría sido establecido y asegurado en justicia y vida si hubiese obedecido el mandamiento de Dios en la prohibición. Si hubiese sido exitoso en resistir la tentación, su posición tentativa como un hijo de Dios justo se había vuelto segura y permanente. Por lo tanto, no hemos de pensar que Adán habría tenido que resistir la tentación del fruto perpetuamente hasta que cayese. Tal como Cristo cumplió la obra de redención con “un acto de obediencia,” así Adán, si hubiera rehusado la tentación y obedecido, ciertamente habría obtenido una posición permanente de justicia para sí mismo y su simiente, así como vida eterna (Romanos 5:17-19).

Por lo tanto, el Adán no probado estaba en una encrucijada cuando Satanás le ofreció el fruto aquel día. Él podía ser objeto de la muerte a causa de su pecado, o ser establecido y asegurar su posición ante Dios, alcanzando la vida eterna sin posibilidad de que ésta le fuese revocada más tarde. Esta es la importancia del “árbol de la vida,” el cual, si Adán lo hubiese comido, le hubiese permitido “vivir para siempre” (Génesis 3:22-24; vea también Apocalipsis 2:7, 22:2, 22:14).

LA PRUEBA Y SU NATURALEZA REPRESENTATIVA

La prueba específica de comer del árbol de la ciencia del bien y del mal era perfectamente apta para medir la fe y obediencia de Adán. Ya que él podía comer de cualquier otro árbol, es claro que Adán no necesitaba comer de esta fruta. La prohibición estaba enfocada en probar si Adán estaba dispuesto a creer a la Palabra de Dios y a confiar en lo que Él decía simplemente porque Él lo había dicho. Adán no podía conocer de ninguna manera los efectos de comer del árbol excepto por lo que Dios le había dicho. ¿Le creería a Dios o al enemigo? ¿Qué tan fuerte era su compromiso de obedecer a Dios quién lo había hecho y lo había colocado en este Paraíso?

Fíjese en la compasión de esta prueba. Dios comienza su advertencia haciendo que el huerto entero estuviese disponible para que el hombre comiese de él (Génesis 2:16). Adán no necesitaba comer del fruto del árbol prohibido porque había abundancia de alternativas superiores. No había carencia de placer sensual— él tenía “todo árbol delicioso a la vista, y bueno para comer” (Génesis 2:9). También, Dios le dio a Adán una clara advertencia de que habría serias consecuencias si comía del árbol de la ciencia del bien y del mal.

El estatus de Adán como justo y como hijo de Dios le fue dado gratuitamente, por lo que la prueba no era con el fin de que se ganase su relación con Dios o se volviese justo; el ya era justo y ya había experimentado comunión con Dios (Eclesiastés 7:29; Génesis 3:8). La prueba era con el fin de que el justo Adán obtuviese una posición justa permanente para sí mismo y su posteridad. Él estaba en el Huerto y era agradable a Dios, pero ese estatus era temporal y no permanente, personal y no corporativo. La prueba determinaría si Adán confiaría y obedecería a Dios. Si lo hacía, él, junto con toda su posteridad hubiesen tenido justicia para con Dios. En otras palabras, la negativa de Adán de comer el fruto hubiese asegurado las bendiciones que fueron prometidas implícitamente en el mandamiento de Dios.

Fíjese también en la naturaleza representativa de esta prueba. Cuando Satanás tentó a Adán con el fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal, él estaba en el lugar de todos cuantos quienes vendrían tras él. Si él hubiera rechazado exitosamente la tentación, el estado permanente y la vida eterna que hubiese ganado en ese evento habrían sido transferidas a toda su descendencia para siempre. En ese sentido, el carácter de la fe y obediencia que se esperaban de Adán eran paralelas a las que más adelante se esperarían de Cristo, aunque, por muchas razones, lo que se demandaba de Cristo era inexpresablemente más difícil (Romanos 5:12). Por diseño de Dios, la elección y acciones de Adán en respuesta al mandamiento de Dios serían hechas en representación de toda la humanidad. Por lo tanto, puesto que él actuó a nombre nuestro, sus acciones fueron puestas en nuestra cuenta y su maldición se convirtió en nuestra maldición: