El país del sin sentido

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También durante esa época (Mioceno Medio a Superior), hace unos seis millones de años, se llegó a secar el mar Mediterráneo, siendo este hecho causado por el cierre del estrecho de Gibraltar, en sincronía con el levantamiento de las jóvenes cadenas montañosas de los Pirineos, Alpes, Apeninos y Cárpatos, haciendo que las aguas de escorrentía de la actual Europa vertieran hacia el norte, y no hacia el sur, como hasta ese momento había venido sucediendo. Ahora, algunos fieles seguidores de un famoso exvicepresidente de los Estados Unidos, que también es premio Nobel y, la verdad, yo todavía no me he podido explicar por qué, pensarán que con una buena gestión política todo eso se podría haber evitado, reprimiendo la actitud de las reaccionarias orogenias y amonestando al mar Mediterráneo, por no haber solicitado al hombre licencia para ello. Hace tiempo que a tal gurú del medio ambiente nada se le escucha, y la ignorancia del mundo ecologista por él liderada, que, por cierto, es bastante atrevida, se pregunta insistentemente: ¿por qué será? Y yo me pregunto: ¿no tendrá nada que ver el haber dado por concluida la serie de las muchísimas conferencias sobre cambio climático que el iluminado americano impartió por todo el globo, tras recibir el pago de medio millón de dólares por cada una, y el bolsillo del exvicepresidente ya está lleno?

Fue hace aproximadamente un millón de años cuando el valle de las Yeguas emergió del mar junto al meteorito que, extrañamente, casi afloraba en superficie. Desde entonces hasta la actualidad, el bólido sideral se ha ido cubriendo con diferentes capas de sedimentos detríticos fluviales —arcillas, limos, arenas y gravas—, haciéndolo invisible al ojo humano y, de ese modo, ha tenido callados a los expertos del mundo científico. Incluso a los cotillas iluminados, que eso sí es difícil y complicado.

***

Hace pocos meses —recuerdo que era jueves—, algo raro flotaba en el ambiente de la Taberna de la Albiñoca. La partida de dados, jugada cada tarde en la barra del bar, no estaba discurriendo con la fluidez habitual. El único que no abandonaba su puesto era Manolito el Chispa, y no por nada, sino porque alguno debía ir apuntando las tiradas y ese día le había tocado a él. Tal decisión generaba polémica porque el Chispa, si no había hecho un merecido descanso a mediodía para ir a su casa a comer y dormir una siesta que le hiciera reposar los aguardientes mañaneros, se equivocaba más que un bisojo contando estrellas, con la consiguiente y segura trifulca a la hora de obtener los resultados totales que, al final, dilucidaban quiénes eran los poseedores de las dos puntuaciones más bajas y, por ende, pagadores de la ronda equivalente a cada jugada parcial.

Antiguamente no era así, y todo el mundo permanecía en el interior del local durante las disputadas partidas. Pero desde la aprobación de la ley antitabaco —entonces del gobierno español—, que prohibía fumar dentro de los establecimientos abiertos al público, los jugadores mantenían su colilla encendida en un cenicero en el exterior del bar, lugar al que volvían de manera intermitente, cada vez que terminaban su turno con los dados. Esa circunstancia hacía que el apuntador también asumiera la ingrata labor de ir avisando, siempre a gritos desde el interior del bar, al jugador que esperaba su turno fumando en la calle. Se había intentado cambiar tal rutina, para dotar de una mayor agilidad a las partidas, pero como todos se negaban a dejar de echar humo como una vieja locomotora de carbón, no había más remedio que hacerlo de esa manera. Se intentó poner, como último recurso, siempre de apuntador a Antonio el Ciruelita —el único no fumador—, pero dado que este tenía el conocimiento justo para echar el día, embrollaba las cuentas de tal forma, que el moño de una loca estaba menos liado y más claro que sus emborronadas sumas, y las partidas siempre terminaban como el rosario de la aurora.

A esa hora de la tarde, el tabernero a cargo de la barra era Jaimito el Cometa, hijo de Manolo el Trincón y Felisa la Almadraba, que a la vez que atendía, también jugaba la partida de dados con los clientes y llevaba las cuentas mentalmente de lo consumido por cada jugador, y lo que debían o no debían, en función del resultado final de las tiradas. A pesar del jaleo organizado, jamás se equivocaba y, al final, aunque más de uno intentara confundirlo, todos terminaban dándole la razón. Ya podía salir el Cometa a fumar un cigarrillo liado con tabaco y harina milagrosa para viajar con sus neuronas por el espacio estelar que, al volver, y nadie se explicaba cómo, sabía si un jugador había despistado a conciencia un céntimo que debería haber sido amablemente traspasado a su insaciable faldriquera.

La conversación, totalmente loca y sin sentido —como es en sí mismo este país—, se repite una tarde tras otra sin demasiada variación, y se repetirá siempre mientras estos personajes mantengan sus cerebros en el estado en que la mayoría de ellos lo conservan, pues, en el mejor de los casos, baila dentro de la cocorota de su propietario, exactamente igual que lo hacen las semillas secas en el interior de una maraca caribeña. Para hacernos una idea del jaleo imperante en la citada Taberna de la Albiñoca, la conversación de besugos siguiente —¡ojo!, no es inventada, sino de ayer mismo— puede ser un ejemplo de la refinada tertulia diaria: hablando todos al mismo tiempo, sin faltar a la delicada regla de urbanidad que reconoce que la voz más gritona es la poseedora de la razón. Imaginemos…

—¡Paco el Largo, te he dicho que no pienso avisarte otra vez; o estás aquí cuando te toque el turno de tirar los dados, o te vas a tomar por culo!… ¡Además, ya puede ir anotando otro, porque yo no le apunto más a ningún capullo! ¡Y ahora, el que se va a la calle a echar humo soy yo!… ¡Se acabó! —Manolito el Chispa rompió el bolígrafo utilizando ambas manos y lanzó los trozos al suelo, tras regalar esas bonitas palabras a su amigo del alma, Paco el Largo.

—¡Niño, yo me he tomado seis cervezas y me has cobrado siete! —Pepe Justicia intentó corregir a Jaimito el Cometa.

—¡De eso nada, has tomado ocho: una te la invitó el Mandarino por tu cumpleaños, que no te he cobrado, y otra te la has echado tú solito, que te he visto a través del cristal mientras estaba fuera volando por el espacio exterior! ¿O no te acuerdas? —Jaimito el Cometa no se dejó convencer.

—¡No insistas más, Pepe, no lo sabes ya: es imposible engañar a este aprendiz de tabernero! ¡Se puede equivocar para cobrar de más, pero nunca de menos! —Antoñito el Bicho quiso recordar la evidencia a Pepe Justicia.

—¡Niñato, aquí falta un euro del cambio! —Aurelio el Jaraqueño puso en duda la honestidad de Jaimito el Cometa.

—¡No, está bien —contestó el Cometa—, he puesto tres monedas de euro sobre la barra, pero el Chispa, al romper el bolígrafo y tirarlo todo, ha barrido con el codo y una moneda se ha caído al suelo! ¡Mira debajo de la máquina de tabaco!… ¡Mira, mira bien, que está ahí abajo!

—…¡Tlíncame el calajo! —Marcelo el Trabalenguas, desde el salón interior haciendo una de sus refinadas rimas, afectada del correspondiente frenillo de nacimiento: el Asesino de Erres.

—¡Cuidado con el whisky de José el Feo!… ¡Que va volando detrás de ti, Ciruelita! ¡Ya sabes, como lo tires, el que va a volar teletransportado hasta la ría vas a ser tú; ten cuidado, melón de invierno, si no quieres coger un resfriado! —Paco el Largo advirtió al Ciruelita.

—¡Huyyyyyyyy!… ¡Cómo has crecido, Pepito Justicia; qué estirón has pegado otra vez!… ¡Qué grande estás yaaaaa!… —el Chino Mandarino quiso alegrar el día al casi octogenario Justicia, con una fina ocurrencia, producto de una mente disparatada a causa del exceso de pensamiento.

—¡El coño de tu hermana sí que ha dado un estirón, majareta! —Pepe Justicia, de modo muy cortés, expuso su opinión aclarando, a la vez, la duda derivada de la conversación.

…Y, en fin, en ese distendido, elegante, sobrio y tranquilo ambiente, transcurren las veladas de la Taberna de la Albiñoca: el elitista club social del País del Sin Sentido.

***

Como decíamos, esa tarde, aunque todo parecía desarrollarse dentro de la rutina habitual de los tertulianos, algo extraño flotaba en el ambiente. Hacía más de veinte años, el Chino Mandarino había terminado su primera carrera universitaria, y ahora ya tenía más de treinta —todas las ingenierías, arquitectura y casi todas las de ciencias y de letras, excepto la de medicina, que no la tenía porque se desmayaba cuando veía la sangre—, siendo la de licenciado superior en Ciencias Geológicas la primera obtenida, y, por supuesto, y como siempre ocurría con él, sin manejar textos y sin que nadie le hubiera enseñado un solo concepto al respecto. Tras haber descubierto una tarde, mientras sentado a la orilla de la mar pensaba en el cosmos y a la vez ingería un boniato asado espolvoreado con harina milagrosa, que el planeta Júpiter era 1300 veces mayor que la Tierra, y no cien como decían los libros, y por la manera de mirar que tenían los chocos se podía predecir cuándo se producirían las próximas erupciones solares, llevaba ya tres días soportando las secuelas de su sobrenatural poder, riendo solo y diciendo trocherías a todo el pueblo sin parar —tonterías graciosas y simpáticas, pero sin ningún sentido aparente—. Tras pasar el tercer día, aún no había quedado tranquilo y eso no era normal. Nadie sabía si el efecto de su descubrimiento no había desaparecido del todo, o es que, en su euforia, todavía no había pasado por la casa de Martita la Suave: la única persona capaz de hacerlo regresar al mundo de los vivos y suavizar su carácter, cuando se volvía majareta. Y esa actitud se hacía patente por la cara de tonto con la que el Chino Mandarino salía del domicilio de su amiguita —esto último, claro está, siempre según la versión de Agustín el Puto Cotilla; el lenguaraz que, como el maestro Liendre, de todo sabe y de nada entiende—.

 

Fueron Paco el Largo, Antoñito el Bicho y Manolito el Chispa, los tres primeros en conocer el increíble descubrimiento realizado por el Chino Mandarino, y, según dijo más tarde el Puto Cotilla, Martita la Suave, por la carita de gusto con la que se paseaba últimamente por el pueblo, también debía saberlo ya, y antes que nadie. Una vez terminada la partida de dados de ese jueves por la tarde, y después de que el Chino Mandarino realizara unos inquietantes gestos a los tres personajes para que permanecieran en el bar una vez se hubiesen retirado a sus casas todos los demás, se reunieron los cuatro bajo la copa del gran pino centenario de la plaza que rodeaba a la Taberna de la Albiñoca. Y, para atraer el mayor interés hacia la historia que deseaba transmitir, el Mandarino llamó la atención a Manolito el Chispa, rogándole que dejara de contar en voz alta los tordos que venían a dormir al pino, y a Jaimito el Cometa para que prestase, por favor, la misma atención que prestaba a todo lo que no fuera dinero; es decir, ninguna, instándole, por tanto, a que se diese otra vueltecita por el espacio sideral, sin molestar y con la cabeza envuelta en el humo de uno de sus cigarrillos cósmicos.

La cuestión era la siguiente: en una campaña de sondeos realizada por el Chino Mandarino en el valle de las Yeguas, con intención de probar una sonda con recuperación continua de testigos para su nuevo laboratorio de geotecnia, la práctica totalidad de los registros obtenidos en las pruebas de perforación habían cortado un material idéntico, extremadamente duro y extraño, cuya superficie de corte producía fuertes irisaciones al exponerlo a la luz; de hecho, había perdido un gran número de cabezas perforadoras, de widia y también de diamante, por la increíble resistencia que presentaba el material a ser perforado. Ante la extrañeza de la aparición de un mineral posiblemente desconocido, una tarde, al llegar al laboratorio y después de pasar varios días investigando en el campo, preparó una serie de probetas —láminas delgadas— para su estudio mineralógico y petrográfico, y tras las primeras e inquietantes averiguaciones, utilizó muestras del mismo material sometiéndolas, para asegurarse de que su cabeza no estaba siendo víctima de ningún espejismo, al difractómetro de rayos X y al digestor de absorción atómica. Los resultados de las pruebas, de momento solo conocidos por él, no dejaban lugar a dudas. Agarrados por los dedos del Chino Mandarino, los papeles llenos de números, letras y signos positivos y negativos habían permanecido flotando en el aire de la sala del gélido laboratorio por espacio de horas, con la única compañía del movimiento provocado por la vacilante ansiedad de sus manos trémulas. Al final, tras mucho cavilar, pudo digerir el cocido de parámetros fisicoquímicos, volver a la realidad, incorporarse y pensar en lo que debía hacer, pues —ya no tenía dudas— había descubierto el mayor secreto del planeta; un arcano que llevaba escondido… ¡sesenta y cinco millones de años!

La ley española especifica que todo recurso natural es propiedad del Estado. Cualquier persona puede ser propietario de una tierra, pero solo del suelo y del vuelo admitido; nunca del subsuelo ni de las aguas superficiales y freáticas que discurren por el terreno, pues son consideradas un recurso natural, al igual que los minerales y rocas con potencial interés estratégico. El valle de las Yeguas estaba ubicado dentro de un municipio español, pero solo cuando la Punta de la Umbría, erróneamente, pertenecía a esa nación y no era un país totalmente independiente, como de hecho hoy lo es y lo ha sido siempre, desde que la corona española renunciara a integrarlo dentro de sus fronteras y lo cediera a don Álvaro I el Espabilado.

Hacía solo unos días que el Chino Mandarino había descubierto el yacimiento mineral del meteorito dormido en el valle de las Yeguas, y dos semanas que un viejo pergamino, oculto durante más de doscientos años en el interior de un gran marrajo disecado, había salido de nuevo a la luz, al desprenderse el escualo embalsamado de su anclaje y fracturarse en dos, mostrando el valioso documento que afirmaba, sin duda, que la Punta de la Umbría era un país independiente desde 1758. El sorprendido Juanito el Almeja, único descendiente directo del custodio del escualo, por no tener ni puñetera idea de la utilidad del canuto que tenía entre las manos, entregó el documento a Paco el Largo, a ver si él consideraba mejor leer lo escrito en el papel acartonado, o era mejor usarlo, como Juanito había pensado y ya hecho alguna prueba práctica, como badila para mover el cisco del brasero, dada la excelente calidad que el material parecía tener para tal fin.

Así pues, allí estaban los cuatro personajes debajo del gran pino centenario de la plaza, dudando y pensando cómo debían actuar, tanto con la revelación del descubrimiento del meteorito como con la aparición del pergamino firmado por el rey don Álvaro. De repente, Manolito el Chispa, mirando al cielo, extasiado y con los ojos como platos, se dispuso a hablar, y los otros tres se volvieron poniendo la máxima atención, porque cuando el Chispa hablaba por sí mismo abandonando los vapores del aguardiente, solo podía ser por dos razones diferentes: una, para pedir otro aguardiente; y otra, por haber recibido un mensaje de sus antepasados nipones que, en ocasiones, le ayudaban a aclarar situaciones comprometidas, con consejos aportados desde el oscuro mundo extrasensorial.

—¡Joder, qué barbaridad!… ¡Trescientos setenta y dos, y aún siguen llegando!

Era evidente, Manolito seguía contando tordos sin prestar atención a las explicaciones, causando honda decepción en sus interlocutores, pero, dado su carácter educado y perspicaz, al caer en la cuenta de la metedura de pata, pidió perdón, aduciendo que sus antepasados no estaban ese día para revelaciones transcendentales y, tras la oportuna apreciación, volvió a sellar sus labios: enmudeció. El Mandarino aún estaba bloqueado y solo pensaba en la rareza del meteorito y en alguna que otra trochería producto de su alocada imaginación, y, a la vez que ponía cara de preocupación, también esgrimía una risita nerviosa, acordándose de las estupideces que perseguían a su mente, cuando esta sufría las secuelas de cualquier alucinación; por lo tanto, tampoco se podía contar con él para encontrar al dilema solución. A Paco el Largo le ocurría tres cuartos de lo mismo, pero él solo pensaba en el pergamino y solo veía pergamino, pergamino y solo pergamino; es decir, tampoco se podía contar con él, a pesar de tener un cerebro tan fino.

Fue Antoñito el Bicho quien dio con la solución.

—Hemos de poner todo esto en conocimiento de alguien conocedor de las leyes vigentes, alguien íntegro, de confianza, que no tenga la cabeza como la tenemos aquí todos a causa de la harina milagrosa, porque más que hacer algo útil, nos pasamos el tiempo cogiendo moscas. Lo ha comentado el Puto Cotilla: acaba de llegar a la Punta de la Umbría un nuevo notario que, según dicen, ha obtenido el número uno en las oposiciones a notaría del Estado, y es un verdadero fenómeno. Se hace llamar don Carmelo, don Carmelo Setodo, y ha abierto despacho al lado de la churrería El Sobaco Sudado, donde antes estaba el taller de artesanía de Pedro el Manco… ¿Os parece bien si vamos para allá y le contamos lo ocurrido?

Todos estuvieron de acuerdo y, tras esperar a que Manolito el Chispa fuese a su casa para recoger la catana con la idea de proteger a la comitiva, marcharon hacia la notaría de don Carmelo Setodo, sin importarles que se hubiera hecho de noche. Y si el nuevo notario no estaba en su despacho, mandarían a Manolito a buscarle a casa, armado con la imitación del sable nipón fabricado con madera de palo de escoba, aunque eso sí, con el mango primitivo envainado en su funda original, para obligarle a escuchar, dada la importancia que encerraba el asunto.

El señor Setodo no lo podía creer cuando, flanqueado por el Chispa ataviado de samurái, como si de un emperador nipón se tratara, tuvo en sus manos el documento apergaminado y terminó de leerlo completo… Bueno, casi completo, pues faltaba una esquinita del papel, que Juanito el Almeja había tiznado de negro con el cisco del brasero de su mesa camilla; pero no tenía importancia: no plasmaba letra alguna. No podía estar más claro. La Punta de la Umbría era, a todas luces, un país totalmente independiente y había nacido, no como un principado ni un protectorado cualquiera; era un auténtico reino y, ahora, muerto el rey, según rezaba el legado, pertenecía en herencia a los descendientes legales de las doce familias que, junto con don Álvaro I el Espabilado, habían fundado el nuevo Estado soberano. Con respecto al meteorito hallado en el valle de las Yeguas, el paraje formaba parte del país, no estaba sujeto a las leyes internacionales —ni del Estado español ni de ningún otro Estado ni estamento a nivel mundial— y, por ende, pertenecía en exclusiva a los descendientes de los primitivos moradores de la ahora, al parecer, incipiente y riquísima nación.

Los cuatro portadores del documento, igual que don Carmelo Setodo, quedaron atónitos, pasmados. ¿Cuál debía ser la manera correcta de actuar? ¿Cómo mantener el secreto lejos de los oídos del Puto Cotilla, por lo menos durante tres o cuatro días? ¿Cómo dar a conocer a los representantes de las ocho familias restantes, que aún no sabían nada del asunto, la verdad de lo ocurrido, lo qué estaba pasando? ¿Cómo estructurar un nuevo país surgido de repente, de la nada? ¿Qué debían hacer? Después de concluir, tras cuatro horas de deliberaciones en la notaría, con preguntas inquietantes, el señor notario propuso que fueran avisados los representantes de las otras familias —solo un miembro por cada una—, pues todos los propietarios del nuevo país, los doce, habrían de reunirse al día siguiente a las diez de la mañana para, tras desayunar en El Sobaco Sudado, mantener una reunión en la notaría, que se esperaba fuese larguísima. Por dicha razón, también se encargaría la comida —invitaba don Carmelo— al restaurante El Calamar Viudo, porque dicho establecimiento contaba con una bicicleta para el reparto a domicilio, y así se aseguraba el buen estado de los alimentos, con su temperatura ideal y condiciones nutritivas adecuadas para satisfacer los paladares de los, en un futuro próximo, riquísimos invitados.

Concluida la reunión, pero antes de marchar a sus respectivas casas, decidieron que cada uno se encargaría de avisar a dos representantes de las familias que aún restaban por conocer las buenas nuevas. Así, Antoñito el Bicho iría a avisar a Davilio el Feo y a Iván el Furia, Manolito el Chispa avisaría a Felisa la Almadraba y a Juanito el Almeja, Paco el Largo vería a Pepe Justicia y a Antonio el Ciruelita, y el Chino Mandarino se encargaría de citar a Pepe Rita y a Martita la Suave.

Huelga decir que esa noche los implicados en el asunto no pudieron dormir y la pasaron en vela, dándole vueltas y más vueltas a lo que se les podía venir encima, después de mantener la reunión en el despacho de don Carmelo Setodo. Todas las cabezas, en un general duermevela, giraron en total sincronía alrededor del mismo tema, íntimamente relacionado con un porvenir rodeado de lujo y riquezas; aunque no todas, porque las del Chino Mandarino y Martita la Suave, según afirmaría más tarde la lengua viperina del Puto Cotilla: «Estuvieron ocupadas en otros menesteres; otros asuntos más cariñosos…». —¿Sería cabrón, el Puto Cotilla?—.

***

Don Carmelo Setodo, ilustre notario de la Punta de la Umbría, había preparado el encuentro a conciencia. La gran sala de reuniones de su recién estrenada notaría sería el escenario de la constitución formal como nueva nación del País del Sin Sentido, y los representantes de las doce familias fundadoras se sentarían, cada uno de ellos, delante de una copia reducida, pero compulsada y legalizada por el propio notario, del pergamino original que les confería a todos, por herencia, la propiedad del país. Asimismo, se adjuntaba un breve informe del descubrimiento del meteorito en el valle de las Yeguas, y se explicaba escuetamente lo que el hallazgo podría significar para el desarrollo de la incipiente nación. Don Carmelo volvió a revisar con minuciosidad cada uno de los trece puestos de la mesa —el de la presidencia sería ocupado por él mismo— y tuvo la precaución de dejar delante de los asientos de los cuatro celebrantes que no sabían leer, un tebeo del Guerrero del Antifaz —un cómic juvenil— para que se entretuvieran mientras los demás leían el dossier del meteorito sideral —desde luego, estaba en todo el señor Setodo—.

 

En torno a cuatro kilos de churros de masa, un delicioso bizcocho de almendrucos amargos con tropezones de gambas de la costa y doce tazones de leche de cabra mezclada con dos cucharadas de harina milagrosa —un saquito había traído la Suave escondido en el bolso—, desayunaron los trece personajes en la parte trasera de la famosa churrería El Sobaco Sudado. Mientras los matinales comensales, con claros gestos de aprobación daban buena cuenta de las viandas, el señor notario solo tomó café con churros, porque ni siquiera sabía qué era esa especie de gofio plateado que todos tomaban con tanta ansiedad, casi en secreto, y también, por qué no decirlo, el bizcocho de gambas le daba un poquito de asco. Una vez que Manolito el Chispa, muy dispuesto, encargó a Cecilio el Cojonera —el propietario del restaurante El Calamar Viudo— la comida que sería servida en la notaría para así perder el menor tiempo posible y, de esa manera, no interrumpir la importante reunión que se prolongaría durante todo el día, y posiblemente también durante una buena parte de la noche, todos se encaminaron presto hacia el nuevo despacho de don Carmelo Setodo.

Con los implicados sentados en torno a una gran mesa de madera de raíz de nogal, don Carmelo pasó a exponer los dos temas conocidos, para concluir con un asunto sobre el cual había que tomar una rápida y definitiva decisión. Para empezar, el País del Sin Sentido no tendría ningún sentido sin el yacimiento mineral; era el alma mater. Sin el meteorito, sin ninguna duda, era mejor no hacer público el pergamino y seguir perteneciendo al reino de España, porque el nuevo territorio no tenía recurso alguno, aparte de la pesca y el turismo, para mantenerse por sí mismo. Con la puesta en valor y posterior explotación del yacimiento, si este poseía las dimensiones esperadas y tenía la riqueza con la que parecía contar, la creación de la nación, sin embargo, no solo tenía sentido, sino que podría convertirse en uno de los países más ricos del mundo.

Todos estuvieron de acuerdo con la apreciación de don Carmelo, excepto Juanito el Almeja e Iván el Furia, que seguían enfrascados en las animadas viñetas del Guerrero del Antifaz y se negaron a decantarse hasta terminar el capítulo del monarca argelino, porque se intuía muy interesante. Después de que ese Bey de Argel fuera decapitado por la cimitarra de un esclavo malayo con taparrabos, también ellos se unieron al debate y ambos coincidieron en la forma de pensar con el resto, y, de ese modo, la reunión pudo proseguir con normalidad.

Lo principal era poner en valor el yacimiento mineral del meteorito. Pepe Justicia preguntó al Chino Mandarino si estaba completamente seguro del descubrimiento, o si aún albergaba dudas sobre la cantidad y calidad de los minerales que podían ser susceptibles de aprovechamiento, con el punto de mira puesto en la explotación comercial. El Chino Mandarino contestó que, efectivamente, así lo creía, y no solo por los registros de los sondeos ejecutados, sino porque sus poderes mentales ya casi habían calculado la masa mineral, sus leyes, dimensiones, componentes y, prácticamente, todos los parámetros necesarios para ello. No obstante, se decidió crear un equipo de investigación que evaluara con mayor precisión el yacimiento, dirigido por el Chino Mandarino y su increíble inteligencia sobrenatural. El grupo, además, estaría integrado por otros tres individuos: el tabernero, Mariano el Trincón —aunque no era componente de la mesa, sí indispensable y por eso sería avisado—, que usando su don para el magnetismo, detectaría diferentes tipos de metales escondidos bajo el terreno, para establecer la profundidad y forma exacta del cuerpo mineral; Juanito el Almeja, haciendo uso de su prodigioso olfato, delimitaría la continuidad lateral del yacimiento, por el olor a chamusquina de la masa a explotar; y Pepe Rita, que con todos los datos obtenidos por los demás miembros del equipo, calcularía la cantidad exacta de cada elemento estratégico, el rendimiento económico, los costes de extracción, los gastos metalúrgicos y el beneficio neto, haciendo uso de su increíble poder para jugar con la estadística avanzada y las matemáticas aplicadas. El tiempo para obtener los resultados definitivos fue estimado, como mucho, en… ¡dos días!; un día de trabajo de campo recorriendo a pie el valle de las Yeguas; y el siguiente para una puesta en común, tras una comida campestre a base de berenjenas rellenas de coquinas sin abrir —con concha— aderezadas con harina milagrosa, que les revitalizaría los poderes paranormales. Y tras la sobremesa, irían a informar al resto de propietarios del país al despacho de don Carmelo Setodo, todavía ilustre notario de la localidad de la Punta de la Umbría.

Mientras tanto, y dada la total seguridad del Chino Mandarino de que se encontraban ante el que quizás fuera el más extraordinario yacimiento mineral del mundo, la notaría de don Carmelo se encargaría de enviar, por supuesto a España, pero también al resto de naciones, los correos donde se informaría de la creación de un país totalmente independiente que, a partir de ese mismo momento, perdería la antigua denominación de la Punta de la Umbría, para convertirse en el maravilloso, increíble y, por qué no decirlo, también estrambótico y alocado, País del Sin Sentido.

***

Pasados dos días desde la primera reunión del aún oficioso gobierno, los integrantes de la mesa presidencial se volvieron a reunir para evaluar los resultados obtenidos por el equipo de investigación. En cuanto a forma y dimensiones del meteorito, los resultados fueron los siguientes: el cuerpo central —había otro fragmento de menor dimensión, que daba continuidad al mismo por un fuerte estrechamiento en profundidad— tenía la forma de una alubia oronda, que era justo la silueta del antojo, en tonalidad carmesí, que todos los descendientes directos de los fundadores del país tenían impreso, desde el nacimiento, en la parte inferior de la nalga izquierda. La masa mineral secundaria representaba el contorno exacto mostrado por el tercer molar del maxilar superior derecho de un humano, y se reflejaba fielmente en la pieza dental de todos los descendientes directos, sin excepción, pues, además, estaba compuesta íntegramente de purísimo iridio. Con respecto a dimensiones, tomando la masa mineral como un único cuerpo, y siempre salvando el estrechamiento en profundidad anteriormente mencionado, el meteorito tenía cuatrocientos metros de longitud en la horizontal por casi trescientos en la vertical; y su forma —como sabemos—, era algo alabeada, pero prácticamente esférica.

Con respecto a los componentes metálicos, lo más extraordinario era que estos se presentaban casi en estado nativo, y si bien los constituyentes principales eran el hierro (60 %) y el níquel (35 %), que afloraban de una forma masiva, el iridio, sin embargo, aparecía perfectamente segregado en gruesos filones de más de tres metros de espesor, de una forma parecida a la presentada por los diques de tipo hidrotermal en otros cuerpos minerales de origen terrestre; la disposición de los mismos era prácticamente radiada a partir del centro de la masa hacia su cobertera exterior, alcanzando este raro elemento, el 2 % del contenido total del yacimiento… ¡Una auténtica barbaridad! A su vez, el poder del magnetismo de Mariano el Trincón había detectado los porcentajes de los restantes componentes, dispuestos en capas totalmente diferenciadas y compuestas por otros elementos extrañísimos, pertenecientes al grupo de las tierras raras. Y otra rareza extraterrestre: el olor a metálica chamusquina, detectada por el finísimo olfato de Juanito el Almeja, no dejaba lugar a dudas y aquello le olía a Juanito, a potentes vetas de osmio —el mineral más extraño y denso del planeta, incluso más que el iridio—. La mineralogénesis del asteroide debía haber sido extraordinaria y, posiblemente, fuera debida a la segregación gradual producida por una muy lenta disminución de la temperatura, así como de la presión, a las que debió estar sometido el fluido original.

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