El país del sin sentido

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Dado que la matriarca de la saga era de esa cultura polinesia tan rara, impuso la tradición de educar siempre al primogénito de la familia como a una mujer —daba igual varón o hembra—, para que cuando los padres fuesen mayores, se quedara al cuidado de los mismos hasta que murieran. Como Dionisio el del Voy había tomado toneladas y toneladas de amarguinha a lo largo de su vida, al llegar al nuevo territorio decidió que la alimentación de su familia se basaría solo en la ingesta de alimentos sólidos y dulces, y así su comida diaria, a partir de aquel día, fueron los pestiños de miel, y su postre preferido, las sandías forrajeras; por supuesto, las delicias culinarias siempre espolvoreadas con harina milagrosa.

El principal poder adquirido por esta familia se centraba en un don prodigioso para las matemáticas, fueran del tipo que fuesen, y curiosamente sin ellos saber leer ni escribir. Podían resolver en una fracción de segundo la ecuación más complicada, y antes de que Poincaré se aclarase con su enigmático problema de los tres cuerpos y con alguna que otra reducción de una integral abeliana, ya ellos habían resuelto las incógnitas en un ratito, mientras jugaban al dominó y esperaban a que el abuelo pusiera una ficha para cerrar el juego. Como a todas las familias, también a los del Voy les quedó una secuela importante, pero solo al primogénito, y, como la última generación solamente tuvo un descendiente, por esa causa Pepe Rita ni se ha casado ni ha tenido hijos. El mal estriba en que un día se levanta como hombre y otro lo hace como mujer; un día se levanta calvo, con gafas, con botas de agua y vestido con mono de trabajo, y otro lo hace con una peluca rubia, los ojos pintados de morado y ataviado con una bata de cola; un día ocupa su puesto en el barco de pesca como marinero, y al siguiente hace de folclórica en la Taberna de la Albiñoca… Y ahí radica la razón del extraño nombre por el que atiende este personaje, Pepe Rita, pues unos días lo hace como Pepe, y otros como Rita.

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De los Rociana ya lo dijimos casi todo, al relatar la invención de la harina milagrosa. Solo hay que especificar que hoy quedan dos representantes de esta familia, aunque no son del todo directos, porque sus abuelos habían contraído nupcias con las dos hijas del biznieto del primer patriarca, que no tuvo ningún varón. En ellos, también los polvos plateados, mezclados con unas habas con chocos o con un gazpacho al ajoarriero, han producido una serie de efectos relacionados con la fuerza, pero mientras en el caso de Simón, apodado el Armario, lo hacen con la física, en el del Ciruelita se corresponden con la de tener el conocimiento justito para echar el día; es decir, ninguno, porque como todo en este mundo multiplicado por cero es cero, pues eso, que aunque la harina le incremente mil veces el nulo saber que poseía de nacimiento, el conocimiento del Ciruelita sigue siendo cero: ¡cero patatero!

Simón el Armario es un angelito, muy solicitado últimamente por el gremio de los veterinarios con el único objetivo de dormir de una patada en la testuz a los toros de lidia cuando son bravos y agresivos, y se resisten a ser inmovilizados entre siete u ocho hombres. También es un repartidor de tremendas coces en las espinillas, productoras de tantos daños colaterales, que las víctimas propiciatorias suelen avisarle para que, al salir a la calle, se calce unas botas de seguridad con la puntera de acero, porque de ese modo hace menos daño que si da la patada con el dedo gordo del pie descalzo, que es duro como martillo de cantero. Para hacernos una ligera idea de la potencia y precisión que tiene este pateador, un día Pepe Justicia le hizo burlas sacándole la lengua en los morros y, pobre de él, recibió el impacto de una leve caricia de Simón en la canilla; desde entonces, nunca ha vuelto a recuperar la verticalidad ni la compostura en el andar. Tras pasar varias semanas de convalecencia, cuando el Justicia salió a la calle por primera vez, algunos en el pueblo empezaron a llamarle El Dubitativo Caminante, por su rara habilidad para despistar a las baldosas antes de poner el pie en el suelo. Volviendo al caso del Armario, como secuela importante, Simón no controla la fuerza bruta y lo normal es que rompa aquello que se ponga al alcance de sus manos y, sobre todo, de sus pies. Respecto al Ciruelita, aprovechando sus grandes aptitudes para las bellas artes, es escayolista y, en sus ratos libres, también encala con la brocha gorda, para admiración y deleite de los paisanos.

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Los Furia llegaron al reino procedentes del municipio de Lepe. Hasta hace dos generaciones, siempre trabajaron como marineros en el arte de la pareja y, cuando había mala mar y quedaban en la marisma, se ocupaban en la tradicional recolección de la navaja —un molusco bivalvo de la familia solénidos— y en la difícil captura del cangrejo violinista, llamado barrilete en el País del Sin Sentido. Ese crustáceo es muy apreciado en la zona por la finura de la carne de una de sus pinzas, que crece extraordinariamente más que la otra, y mucho más en este lugar desde que se alimentaron durante un año con la harina milagrosa que Kiki el de los Burros, primer patriarca de la saga, espolvoreó a esportones sobre el fango, con la intención de hacer germinar espárragos trigueros con sabor a cangrejo, que según pensaba él, tras ser cocinados e ingeridos, proporcionaría a los familiares una serie de poderes extrasensoriales que les permitiría hipnotizar a todo bicho viviente de la mar, incluyendo a los gasterópodos bivalvos criados en la orilla de la arteria fluvial.

Los barriletes viven entre dos aguas en cuevas tubulares practicadas en el fango marismeño, y solo salen tímidamente de las oquedades, con la bajamar y cuando el sol empieza a calentar. Una vez que sus cuerpos han adquirido cierta temperatura, empiezan a alejarse de las cuevas y, entonces, es el momento para proceder a su captura, debiendo poseer el mariscador muy buenas piernas. El cangrejo es extraordinariamente rápido y el terreno tan blando, que al pisar sobre el fango el cuerpo se hunde poco a poco, si no se está en continuo movimiento. Es por ello que, para lograr alcanzarlos, se hace necesario correr velozmente antes de que vuelvan a refugiarse en sus cangrejeras, y así poder arrancarles la pinza de mayor tamaño. Una vez seccionada esa boca, tras haber realizado un giro contrario con el cangrejo en una mano y la pinza más desarrollada en la otra, el barrilete se vuelve a soltar y… ¡sorpresa!: la boca le vuelve a crecer, para otra vez, al cabo de dos años, alcanzar la misma dimensión que tenía en la primera ocasión en que le fue amputada (N. del A.).

Esas pinzas, también llamadas Bocas de la Isla, han sido la base de la alimentación de los integrantes del clan de los Furia desde su llegada al País del Sin Sentido, degustándolas todos los días de la semana, excepto los domingos, pues tales días festivos, desde tiempo inmemorial, saborean sus tradicionales lentejas con rábanos y morcilla —por supuesto, aderezadas con harina milagrosa— en una reunión familiar, siempre celebrada en la Taberna de la Albiñoca. Esa alimentación tan peculiar los ha ido dotando de unas extremidades inferiores increíblemente rápidas y con una flexibilidad tal que pueden girar los pies casi una vuelta completa, a la vez que adoptan una difícil posición en cuclillas.

Iván el Furia, actual jefe del clan familiar, va cada mañana a recoger la leche de las cabras que todavía mantienen los molineros-carboneros en el valle de las Yeguas; es el único, porque el resto de los cabezas de familia solo lo hacen dos veces por semana, ya que el paraje queda muy lejos del pueblo para ir a pie. La verdad, a Iván no le cuesta ningún trabajo recorrer los ocho kilómetros que hay entre la ida y la vuelta, y va como un rayo, cambiando continuamente de dirección durante el trayecto de una manera rapidísima e instantánea, dando saltitos como cabra loca, y, antes de que cante un gallo, está de vuelta otra vez en el borde de la ría. Este portento de la velocidad, sin embargo, sufre una pésima secuela desconocida en sus antepasados, y nadie se lo explica, a no ser que pueda ser consecuencia del continuo estreñimiento padecido por sus intestinos, que lo traen a mal traer pues desde el día de su nacimiento, según afirman los vecinos y su mujer, siempre está enfadado. Ya puede levantarse con buen pie, que al mínimo comentario, da igual el tema de conversación tratado, empieza a calentarse poco a poco él solo, hasta que al final se vuelve a su casa resoplando como un búfalo, y echando maldiciones por doquier.

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También eran originarios de Lepe los integrantes de la familia de los Bichos, asimismo marineros curtidos, y mucho más testarudos; tanto, como mulo hambriento con la querencia del pesebre. Los representantes actuales del clan son dos hermanos: Antoñito el Bicho y Marcelo el Trabalenguas. El primero de ellos es marinero de la chirla y echa continuamente a pelear a su inteligencia contra su tozudez, y, aunque hasta el momento ambas son poderosísimas dentro de su mente, todavía ninguna ha vencido claramente el extraño combate y nadie sabe cuál de las dos puede ser más potente; si su inteligencia por abrazar la tozudez, o su tozudez por ignorar la inteligencia. El segundo hermano es albañil aventajado y, antes del gran descubrimiento del meteorito yacente en el valle de las Yeguas, manejaba una grúa en la construcción de un matadero de pollos en un pueblo español, muy cerca de la frontera. Este zoquete con patas tiene la extraña habilidad de explicarse con las frases más liosas, enrevesadas e imposibles de comprender, cuando lo que quiere decir, simplemente, es algo tan difícil como sí o no.

El Bicho es un gran experto en el complicado arte de secar tollos, acariciándolos con las palabras —el tollo es una especie de la familia de los tiburones, parecido a la pintarroja, aunque mucho más fino en su sabor—; y el Trabalenguas es un gran experto en liarse con las palabras, después de hartarse de comer tollos. En fin, que son el ying y el yang, como diría un coreano. Esa especie de escualo seco, guisado con tomate, comino y harina milagrosa, es el plato estrella de la dieta familiar y ha conferido a ambos, poderes y lacras diferentes en cada caso.

 

Antoñito es de una inteligencia muy superior a lo normal, pero como secuela, adquirió la tozudez de un mulo pardo y el no ser capaz de acertar con los gestos, aunque sí con las palabras, una sola dirección; es decir, que si quiere indicar a alguien que vaya hacia el Norte, como marca su gran inteligencia, se lo dirá bien de palabra, pero señalará dicho punto cardinal, como marca su sin igual tozudez, encarándose y señalando con su dedo índice hacia el Sur. Y eso le ocurre siempre, ya pueda utilizar como punto de referencia una coordenada geográfica legalmente establecida, ya lo haga usando como orientación la antigua torre almenara donde vivió don Álvaro I el Espabilado.

Marcelo domina perfectamente todos los giros del lenguaje español y construye frases con una ejecución gramatical sublime, como le marca su gran inteligencia, pero se lía como la pata de un romano, porque se come y alterna las palabras obedeciendo a la velocidad de su lengua, dotada de un frenillo que no es un simple frenillo, sino más bien el frenazo de un avión de carga, que le hace incapaz de pronunciar una sola R, a la que sustituye, según el caso, por una Z, una G o una Ñ, y siempre según a su traviesa sinhueso le venga en gana. Para terminar, como otra secuela, a veces hasta repulsiva pero incontrolable para su mente, Marcelo el Trabalenguas hace rimas constantes y bien construidas gramaticalmente, como bien le marca su gran inteligencia, pero desagradables y obscenas para su interlocutor en muchas ocasiones, como mal le suele marcar su satírica lengua. Por poner un ejemplo, si alguien pronuncia la palabra «trece» en su presencia dentro de la Taberna de la Albiñoca, sin poder hacer nada por evitarlo y aunque él no esté metido en la conversación, en voz alta hace saber a la concurrencia: «¡Cuanto más me la meneo, más me clece!». Y así con todo; con cualquier palabra que rime con algo puerco. Ni que decir tiene, esa mala alteración de su cerebro le ha producido más de un altercado y en dos ocasiones, después de un par de palizas que se ha llevado por tal motivo, ha intentado cortarse la lengua tirando con todas sus fuerzas con las dos manos de los extremos de una fina cuerda de cáñamo, anudada a su traviesa sinhueso.

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La familia de los Feos fue la única que, con anterioridad a 1755, ya vivía dentro de los límites del entonces inexistente País del Sin Sentido. Desde siempre estuvieron allí; en una tierra que besaba la mar aliada con la mansedumbre del clima, donde jamás necesitaron una construcción sólida para resguardarse, y siempre les bastó con tener, únicamente para ellos, un cielo plagado de estrellas como lúcida cubierta de dormitorio. Sin embargo, el tsunami consiguió que los Feos trasladaran la mirada a seis kilómetros al este de su primitivo hogar donde, además del inmenso azul, aparecía una nueva arteria fluvial que, a la vez que nacía, en el mismo entorno moría, recostando su cabeza sobre el mar.

Comenzaron trabajando con una pequeña embarcación de vela latina, que construyeron en la ribera para dedicarla al arte de arrastre, destinada a la captura de pescados azules como el boquerón, la sardina, los bonitos alistados y las melvas y caballas del litoral. Entre el costo para aguantar el primer día, de los tres que permanecían embarcados —después del primero solo comían pescado—, no podía faltar un saquito de harina milagrosa que, espolvoreada sobre el lomo de una dorada o una lubina robadas al océano Atlántico, les concedía una fuerza sobrenatural, logrando que el descanso nunca dejara de descansar durante treinta y seis horas seguidas; las mismas que permanecían respirando un aire sano, mezclado con sal marina.

Nunca se han sabido las razones, pero quizás fuesen la ausencia de descanso y la ingesta desmesurada del polvo de sales irisadas, responsables de que un miembro de cada generación haya sufrido una embolia gaseosa, a una edad no muy avanzada —una paralización de la mitad del cuerpo, como consecuencia de la denominada enfermedad de los buzos—. Es la secuela que sufre José el Feo. Sin embargo, como don sobrenatural ha desarrollado el poder de la telequinesia —la capacidad de mover las cosas a voluntad, solo con la mente—. Amante consumado del whisky escocés, es capaz de teletransportar desde la barra de la Taberna de la Albiñoca hasta el lugar donde esté sentado, un vaso de tubo lleno hasta el borde con el espirituoso licor, sin derramar una sola gota y hacer que el cristal se incline del modo adecuado al llegar a la altura del gaznate, para beberlo sin usar las manos, de un solo trago y en un tiempo récord que suele oscilar entre los nueve y los once segundos. Debido a tal saludable práctica, que ejercita un mínimo de ocho o diez veces al día, el poder se ha ido haciendo cada vez mayor y es capaz de mover, a voluntad metapsíquica, cualquier objeto que no pese más de cien kilos, desde todo lugar dentro del País del Sin Sentido.

El caso de Davilio es diferente, pues el hermano pequeño de José el Feo no come el pescado asado o frito, como el resto de los marineros; suele guisarlo, sobre todo las caballas, con fideos y nubarrones de pan ensopados en vino y harina milagrosa. No se sabe a ciencia cierta, quizás hayan sido los raros guisos, o la mixtura de los nubarrones de pan con la sal marina y los soplos de Eolo, o quizás, la ingesta de la piel de las caballas, las que han afectado las ideas que a veces le atormentaban con los temporales. Pero el hecho es que ha adquirido el extraño don sobrenatural, no solo de predecir el tiempo atmosférico, sino de provocar cambios en el mismo a voluntad, y mover las nubes y el viento, únicamente, con el poder de la mente.

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Pepe Justicia es un tipo especial: siempre ha sido un espíritu burlón. Desde hace años y, posiblemente ya para los restos, anda cojo, a causa de una tremenda patada que el delicado de Simón el Armario le endiñó en la espinilla izquierda con el martillo pilón que tiene como pie, cuando una desafortunada tarde de un febrero loco, el descerebrado descendiente del clan de los Justicia se atrevió a hacerle unas agradables muecas, mirándolo de frente, adoptando una bonita postura consistente en las piernas abiertas levemente flexionadas, el cuerpo hacia adelante, sacando la lengua y, para rematar la faena, simulando con las manos la móvil cornamenta de un alce siberiano. Así, no es de extrañar que, desde ese fatídico día, con Simón el Armario cruce únicamente dos palabras, hola y adiós, y la mayoría de las veces mostrando un gesto facial de asco, acompañado de un grave sonido gutural, y nunca de viva voz, como debería marcar la sana cordialidad entre dos vecinos residentes en la misma calle.

Debido a una alimentación que durante generaciones siempre se basó en los higos secos, las almendras con cáscara y las coquinas sin abrir, por supuesto, todo ello espolvoreado con harina milagrosa, Pepe Justicia solo conserva dos piezas dentales originales: una es la paleta superior izquierda; y la otra, como no podía ser de otra forma, y al igual que la portan todos los descendientes directos de las doce familias ancestrales del país, es el tercer molar superior derecho incólume e íntegramente compuesto de iridio.

Con la tercera generación, después de que el patriarca Felipe Justicia, también llamado El Torbellino Burlón, fundara la dinastía, aparecieron en los cuerpos y las mentes de los descendientes directos una serie de poderes extraordinarios, pero también unas secuelas no demasiado agradables para el resto de la población. Pepe Justicia es el único heredero que ha adoptado todo lo bueno, pero también todo lo malo. Como habilidad sobrehumana, adquirió el raro poder de la hipnosis y es capaz, tan solo con una mirada prolongada durante medio minuto, de anular la voluntad más férrea que se ponga delante de sus oscilantes pupilas, para, de esa forma, transformarla en esclava de sus deseos; pero, eso sí, solo por un espacio temporal que no suele sobrepasar la media hora de duración. Como secuelas, aparte de la cojera, que no tiene nada que ver con la genética y sí con la patada en la canilla endiñada por el mulo pardo de Simón el Armario, le ha quedado la contrariedad de ser incapaz de pronunciar correctamente ninguna palabra que se salga del argot utilizado por los sinsentidenses. Así, como ejemplo y sin salir del mundo de los reptiles, al que a este burlón debería pertenecer cuando hace uso de sus dotes hipnóticas, para él una serpiente constrictora sudamericana es una amaconga, y una boa grande no venenosa no es una pitón, y sí una sirpiente pistón. También ostenta el feo defecto, para mal desaliento y desespero de sus vecinos, de inventar estribillos a conocidas canciones, destrozándolas y cantándolas como un grillo pisado en cualquier lugar, a todas horas, con mucho sentimiento y a gritos, cuando en realidad, sus ideadas estrofas ni riman, ni quieren decir nada de nada, ni hay dios que las entienda, a excepción de su burlón y trastornado cerebro, del cual Pepe Justicia es el único errado traductor y propietario.

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Para terminar con los clanes familiares propietarios del increíble País del Sin Sentido, solamente queda hacer referencia a la no menos increíble familia de los Choqueros. Antonio el Cacharra fue el primer patriarca de la saga que llegó al país procedente de Huelva, y ya era tremendamente fuerte antes de probar la harina milagrosa; y tanto lo era, que fue capaz de arribar al nuevo país cruzando el río Odiel a nado sin quitarse las botas de agua, sosteniendo en una mano una mesa de billar a modo de bandeja, y con una cómoda amarrada a la espalda repleta con sus más preciadas posesiones, entre las que se incluía el yunque de un quintal métrico con el que ganó el campeonato de fabricación de herraduras para los bueyes del convento de los dominicos almizcleros. Su verdadera profesión era maestro redero, un arte que llevaba en las venas, pues le fue inculcado, primero, por su abuelo cuando siendo un niño vivían en la isla de Sicilia y, después, por su padre, una vez trasladados a la gaditana Sanlúcar de Barrameda, donde, por cierto, se aficionó al arte del Zumbido Perpetuo, consistente en soplar manzanilla fina a todas horas, sin parar ni siquiera para comer.

Como pago a cuenta de sus trabajos de fabricación y reparación de las artes de cordel, además de una parte del jornal idéntica a la percibida por los marineros enrolados en los barcos para los que él cosía redes, tenía derecho, una vez por semana, a un buen rancho de la pesca capturada por las embarcaciones. Su especie preferida eran los chocos —o sepias, o jibias—, cocinados después por su señora esposa de todas las maneras imaginables, pero siempre, sin excepción alguna, condimentados con harina milagrosa. De tanto pensar mientras cosían, tanto él como sus descendientes directos, experimentaron un extraordinario desarrollo de las neuronas que, de forma inexplicable, les hacía asimilar El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha en diez minutos y, lo más alucinante, sin haber aprendido a leer. Eran capaces de interpretar a la perfección toda cosa que se les pusiera por delante y de dificilísima comprensión para una persona altamente instruida, y, tras pocos minutos de reflexión, terminaban con una pícara sonrisa de satisfacción, al encontrar la verdadera explicación del fenómeno analizado. Por esa razón, los vecinos recelaban de ellos pensando que habían hecho un pacto con el maligno, a cambio de que Satanás les revelara los secretos más recónditos de la naturaleza; arcanos que, dicho sea de paso, no necesitaban ser esclarecidos por el ángel negro ni por nadie, porque ellos los conocían y dominaban, de idéntica manera que un catedrático de literatura conoce y domina una cartilla iniciática de lectura para infantes aprendices.

A consecuencia de ello, habían alcanzado tal grado de inteligencia, que a veces se pasaban de vueltas con el pensamiento y era cuando, durante varias jornadas seguidas, llegaban a conclusiones estúpidas, tan absurdas, que primero les hacía sonreír, y más tarde reír a carcajadas acordándose de los frutos de su rebosante imaginación. Por eso también, durante esos días, los moradores del país les cambiaban el apodo de los Choqueros por el de los Trochos, justamente por eso, porque solo decían trocherías; todas muy graciosas pero, en definitiva, no dejaban de ser trocherías: frases absurdas y simpáticas, pero sin ningún sentido aparente.

 

El representante actual de la saga familiar de los Choqueros, también llamados los Trochos, es el Chino Mandarino. Es apodado de esa forma por la disposición que adoptaron sus ojos, achinados ya de por vida, cuando un atardecer pensaba en la orilla del mar, abstraído, mirando fijamente al sol en lontananza, en una nueva ley que resolvería fácilmente el intríngulis de la compatibilidad del vuelo común de las gaviotas y pardelas, con un recién estrenado cazabombarderos ruso. En un despiste debido a la abstracción, en lugar de dar un mordisco al bocadillo de chicharrones asido en una mano, sintió la extremada acidez del limón espolvoreado con la harina milagrosa sostenido en su otra mano, cuando su intención había sido arrojarlo al mar como ofrenda al todopoderoso Poseidón, y no introducirlo erróneamente en sus batientes mandíbulas.

El Chino Mandarino se dedica a escribir y al análisis contemplativo de cualquier cosa susceptible de estudio. Tiene dos hijos y está separado legalmente de su mujer, pues un día, hace ahora cinco años de aquello, sin explicación lógica alguna, tras ingerir un kiwi pasado de fecha e inyectado con una salmuera de harina milagrosa, a ella le diera por correr como una loca durante semanas de forma ininterrumpida, dando vueltas al pueblo sin parar, y terminara cogiendo la antigua vereda de carne y desapareciendo como un rayo, echando chispas por la cocorota, para nunca más regresar. Como nadie volvió a verla tras pasar un par de años, el gobierno la dio por desaparecida y sus dos hijos se marcharon a estudiar a Madrid, la capital del vecino país español: el varón, a la Facultad de Ciencias Avanzadas para Sabios Fumados; y la hembra, a la Escuela Superior de Lenguas Perdidas —actualmente, son consideradas las carreras universitarias más complicadas del orbe, únicamente aptas para Mentes Risueñas Iluminadas (MRI), y no debemos olvidar que, como al resto de miembros del clan, nadie les enseñó a leer—.

También ha adoptado el Chino Mandarino, como toda la familia de los octópodos marinos, el inexplicable poder del camuflaje instantáneo a voluntad, y algunas veces, sobre todo durante las noches en las que el Puto Cotilla está alerta, pone en práctica esa rara habilidad para entrar en casa de la mujer que él —aunque ambos mantienen la situación en absoluto secreto— considera su esposa, siendo el único vecino de toda la nación que no sale corriendo cuando está al alcance de sus manos, e incomprensiblemente para los demás, no le tiene miedo. Por tal razón, los paisanos dicen que el Chino Mandarino está liado, y bien liado, con esa hembra impresionante; con la reina del tortazo inesperado y, con toda seguridad, grave; con la guapísima, altísima y simpatiquísima —solo cuando está de buenas—, Martita la Suave.

3.- El meteorito

Cuando al gran asteroide despistado se le ocurrió caer hecho pedazos sobre la superficie terrestre, hace ahora sesenta y cinco millones de años, todavía no habían aparecido en el mundo los seres humanos y, por lo tanto, tampoco los cotillas: los inventores de los supuestos lugares donde cayeron cada uno de los fragmentos siderales. Por esa razón, no hubo más remedio que empezar a buscar sin ton ni son, y suponer, por las marcas dejadas a modo de acné sobre la piel del planeta, dónde podrían esconderse los restos del inquietante intruso. La Tierra siempre se ha cuidado el cutis mucho más que la luna, pues Selene lo tiene hecho un desastre desde que fue forzada a abandonar la placenta atmosférica de su madre, instalarse en solitario y quedarse dando vueltas a su alrededor, como un satélite, a causa del colosal impacto con otro meteorito, este inmenso, gigantesco, mucho mayor que el enigmático asesino de los grandes dinosaurios. A pesar de que los geólogos reconocen no haber encontrado los restos de tales visitantes, los auténticos cotillas, sabedores de nada, desconocedores de todo y convertidores de la verdad en mentiras científicas, aseguran haber localizado los granos fósiles donde estarían enterradas las espinillas cósmicas.

Resultado de las afirmaciones de los siempre peleados con la verdad —de otro modo no serían cotillas y sí personas serias y formales—, jamás se ha encontrado un cuerpo sideral de tamaño considerable, que impactara con la superficie terrestre. Bueno, nunca antes se había encontrado, pues hace muy poquito tiempo, en un nuevo país del suroeste de la península ibérica, se realizaba uno de los descubrimientos más grandes de la raza humana; precisamente, la aparición bajo el valle de las Yeguas de una joya celeste muy especial, y, curiosamente, coincidiendo en el tiempo, con el momento en que dicho territorio nacía como nación independiente. El País del Sin Sentido es un entorno natural que desde su origen tan poco sentido alberga, que duerme sobre un riquísimo tesoro sin darle la mayor importancia, en lugar de, como haría cualquier país del orbe, mostrarlo al mundo de manera orgullosa; es decir, a sus habitantes les da absolutamente lo mismo lo que puedan pensar los cotillas, y entre otras cosas, por esa misma razón, son tremendamente felices.

El final de la era secundaria (Mesozoico) vino acompañado de la denominada Transgresión Marina Finicretácica. A la sazón, el mar avanzó cientos de metros en la vertical, y en muchos casos decenas de kilómetros en la horizontal, sobre las tierras entonces emergidas del planeta. Eso sí fue un avance, y no lo que hoy en día tanto preocupa sobre el deshielo de los casquetes polares que, según dicen ciertas mentes iluminadas, podría hacer ascender el nivel del mar más de tres metros, y, por supuesto, la elevación siempre estaría relacionada con la acción del todopoderoso hombre, y no con los caprichos de la naturaleza ni con la variación de la inclinación del eje de rotación de la Tierra ni con fenómenos astronómicos ni nada por el estilo. Tales afirmaciones, claro está, siempre acorde con el pensamiento de unos «privilegiados», sin formación científica alguna.

Por cierto, también desde entonces ha ido fluctuando la magnitud del agujero de ozono, exactamente igual que lo sigue haciendo en la actualidad. Pero, otra vez, claro está, con la diferencia de que ahora el agujerito solo se hace mayor gracias a la acción de ese hombre tan poderoso que, al parecer, todavía no ha aprendido a ser humilde ante una madre naturaleza a la que considera caprichosa, cuando ella siempre ha tenido los mismos caprichos, que vienen repitiéndose desde hace solo… ¡4900 millones de años! Ahora, por lo visto, también todo volcán debería pedir permiso al ser humano para entrar en erupción y, de esa manera, ya no se enfadarían esas prodigiosas mentes con poder suficiente para mediatizar el medio ambiente.

Fue en el denominado Límite K/T —cronológicamente, la separación entre las eras secundaria y terciaria— cuando nuestro meteorito impactó con el valle de las Yeguas, hoy dentro del País del Sin Sentido. Entonces, tal punto de la corteza terrestre se encontraba sumergido bajo el mar, a unos cuarenta kilómetros de la orilla. Esa circunstancia, unida a la total ausencia de lenguas viperinas, hizo que nadie presenciara su caída y, por tanto, nadie supo de la localización exacta donde el cuerpo sideral colisionó. Durante la era terciaria (Cenozoico), aunque transgresiones y regresiones marinas se fueron produciendo de manera intermitente, la tendencia general fue la de una gran regresión, o retirada del mar, debida en gran medida a la Orogenia Alpina, que produjo una serie de fases de plegamiento de los materiales sedimentados, así como el levantamiento de nuevas cadenas montañosas en todo el mundo. Por cercanía, en España alumbró las cadenas Béticas, cuya cordillera más afamada es Sierra Nevada, donde se levantaron picos como el Veleta y el Mulhacén, que sobrepasan los tres mil metros de altura sobre el nivel de ese antiguo mar del Mioceno Inferior.