El país del sin sentido

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Tras tres generaciones consumiendo harina milagrosa —pasaron unos ochenta años desde la invención de la misma por el molinero Rociana—, a todos los descendientes directos de los primeros pobladores comenzaron a aparecerle dos signos físicos que, aunque suelen mantener ocultos para no desvelar su verdadera identidad, son imborrables de por vida: uno es una marca con la forma de una oronda alubia roja estampada sobre la nalga izquierda; y el otro, más escondido, es el tercer molar del maxilar superior derecho plateado e íntegramente compuesto de… ¡iridio!

***

Corría el año 1758, cuando la primogénita de una familia instalada en un lejano pueblo de la sierra de Huelva, dedicada a la manipulación del corcho, escapó de su pueblo siendo todavía muy joven porque su padre quería casarla con un mamporrero de cerdos ibéricos de avanzada edad y ella, de ninguna manera, quería entregar su núbil cuerpo a un hombre tan curtido y refinado en las artes amatorias. Una noche desposeída de luna, mientras todos dormían, se levantó sin hacer ruido para no despertar a sus padres ni a los cuatro marranos que compartían con ellos el habitáculo, fue hasta la despensa, cogió un jamón, un cuchillo y una gran bota de vino, se echó la pata al hombro, como si fuera la sota de bastos, y echó a andar sin rumbo fijo, pero siempre cuesta abajo en dirección al mar. A los cinco días de camino llegó a una playa desértica, aunque a lo lejos creyó ver la figura de algo parecido a una torre de piedra, a la que se dirigió sin pensar.

Cuando don Álvaro I el Espabilado la vio arribar a su puerta, quedó totalmente prendado del cuerpo de la serrana y la invitó a compartir su torre almenara y, claro está, también su lecho de amor porque don Álvaro estaba solo, y necesitaba a una mujer en su nuevo hogar. Ella, ante la tesitura de vivir con un rey, aunque este tuviese la cabeza más sonada que una maraca sandunguera, o acabar en las temblorosas manos de un viejo mamporrero serrano, aceptó el real ofrecimiento y, a partir de ese día, se convirtió en la única reina consorte que tendría, en toda su historia, el recién nacido País del Sin Sentido.

Cuando el rey acometió su último gran experimento —resistir todo el tiempo posible sin beber nada mientras comía bacaladillas secas sin parar—, y viendo la serrana que el monarca iba a durar menos que una mosca en el polo norte, le rogó la dejara situada en la incipiente sociedad, por aquella época recién asentada en la orilla de la ría. Como por entonces todavía no existían los estancos —se inventaron después, como el establecimiento usado por los nobles y aristócratas para agradecer los «servicios» prestados a sus amantes plebeyas—, don Álvaro le otorgó la concesión de un chamizo de madera y ella lo transformó en el pintoresco local que, actualmente, sigue manteniendo en su frontis el curioso nombre de Taberna de la Albiñoca. —La albiñoca es una especie de lombriz de fango, de aspecto no demasiado agradable, utilizada por los pescadores para cebar los anzuelos de las cañas o de los aparejos de mano. N. del A.—.

Pasados unos años, ya muerto el rey, la joven serrana se casó con un marinero recién llegado de Portugal, apodado El Canina por su extremada delgadez y tenebrosa sobriedad, y con tal pareja comenzó la estirpe del clan de los Serranos. Para no ser localizada por ningún otro mamporrero de marranos, se cambió el nombre de pila por uno que le hiciera olvidar a la comunidad donde había vivido con su familia paterna, conocida en todos los territorios de la sierra como Los Alcornoques Reunidos, y fue entonces cuando tuvo a bien el rebautizarse a sí misma, en represalia a los suyos, con el nombre compuesto de Encina Sola.

A la vez que se instalaban los Serranos en la orilla de la ría, también lo hacían las demás familias de colonos, hasta completar los doce clanes que hoy, personificados en sus descendientes consanguíneos directos, son los auténticos propietarios del incipiente y riquísimo País del Sin Sentido —el doceavo clan eran los Rociana, los molineros y carboneros inventores de la harina milagrosa, y únicos habitantes del valle de las Yeguas. Las diez familias restantes, todas asentadas en la margen derecha de la ría, eran las siguientes: los Mariscos, los Largos, los Samuráis, los Cangrejos, los Furia, los Bichos, los Justicia, los Feos, los Portugueses, y, por último, los Choqueros—.

A pesar de que con el paso de los años la Punta de la Umbría se ha convertido en un lugar turístico por excelencia, capaz de albergar a 200 000 habitantes durante los veranos, donde se han levantado grandes edificios de apartamentos, construido miles de casas, y la antigua aldea ha terminado por transformarse en un pueblo que en invierno cuenta con 15 000 almas residentes, el núcleo primitivo, fundado a la orilla de la ría por los primeros colonos durante el reinado de don Álvaro I el Espabilado, continúa, aunque ya casi integrado en el feroz urbanismo, siendo otra cosa muy diferente, donde la vida transcurre de una forma tranquila y poco o nada tiene que ver con el vivir cotidiano de la nueva población. Podríamos definirlo como una isla irreal donde entre sus moradores reina la paz, rodeada por un bosque artificial que, queriendo ser real, no es verdadero; no es auténtico.

Las doce familias fundadoras —también en la actualidad los Rociana— continúan viviendo donde siempre lo hicieron: en una pequeña porción de tierra al borde de la ría de un pequeñísimo país, que hasta hace solo unos años todo el mundo pensaba pertenecía al Estado español y, por lo tanto, y hasta el momento de la llegada de la mal llamada emancipación, por ese gobierno invasor, de manera errónea, había sido gestionado.

2.- Las familias y la harina milagrosa

La harina milagrosa elaborada por el molinero del valle de las Yeguas fue adaptada por cada uno de los clanes familiares a sus hábitos alimenticios y utilizada en la forma en que a cada uno de ellos les vino en gana. Las consecuencias de tal decisión, por lo tanto, también han sido diferentes en cada caso, y no solo con los poderes extraordinarios que los miembros de cada familia han ido adquiriendo con su ingesta, sino también con las malas secuelas derivadas de su uso continuado; así pues, todos los descendientes directos de los primeros patriarcas han seguido conservando, tanto los increíbles poderes sobrenaturales como esas indeseables secuelas, que hoy en día todavía los marcan.

***

La familia de los Serranos, dedicada desde siempre a lo que ahora a la gente fina le ha dado por llamar hostelería, solía basar su alimentación en innumerables rebanadas de pan frito, cubiertas por finas láminas de panceta de cerdo ibérico coronadas con una rodaja de tomate, y agitando sobre todo el conjunto un salero cargado de harina milagrosa, quedaba rematada la receta familiar. También eran muy aficionados al consumo de bellotas, que les traían de la sierra y permanentemente atiborraban sus bolsillos, y, una vez abiertas de un bocado, eran regadas con el polvo prodigioso desde el mencionado salero, siempre pendiendo de una de sus muñecas. Todos los miembros del clan adquirieron el poder del magnetismo, pero siempre muy enfocado al negocio, ya que, desde la época inmemorial de los fenicios, los consanguíneos adoraron el vil metal; es decir, utilizando la fuerza del imán mental, eran capaces de detectar una moneda en el interior del bolsillo del abrigo de un desconocido, antes de que la víctima propiciatoria entrara por la puerta de la Taberna de la Albiñoca.

La expresión alegre, jocosa y risueña mostrada por los taberneros era directamente proporcional al contenido metálico de los monederos, y era totalmente inexistente, si estaban limpios como la patena de un cura. Con la práctica, tras la invención del dinero de papel, también adquirieron el raro poder de intuir, sin fallar una vez, el leve plegamiento de un billete dentro de la billetera. Como principal secuela, a los componentes de la familia les ha quedado la constante postura de permanecer en cuclillas con la cabeza ladeada, y la palma de una mano siempre abierta y pegada a una oreja, y, para rematar la pose, sin dejar de mirar al cliente de reojo.

Los integrantes principales de esta familia, testigos directos de todo lo ocurrido en el País del Sin Sentido, son: Mariano el Trincón, el tabernero eternamente envuelto en un grueso chaquetón de cuero que, aun mostrando síntomas evidentes de asfixia, sobre todo en verano, jamás se lo quita y está contento, porque tal prenda hace casi imposible la caída de una moneda al suelo una vez alojada en uno de los bolsillos, pues, por seguridad, los ha dotado de una cremallera de cierre rematada con un gran candado de acero noruego; Felisa la Almadraba, la mujer del tabernero, debe su mal nombre a las ingeniosas trampas ideadas por su mente para no dejar escapar a nadie sin consumir y, sobre todo, para que ninguno se vaya sin pagar lo solicitado en la barra de su afamado establecimiento; por último, Jaimito el Cometa, el hijo de los taberneros, un joven con la misión de sustituir al matrimonio en la atención a la clientela cuando la pareja descansa de los quehaceres propios de la taberna, con la sanísima costumbre de adicionar al tabaco una generosa porción de harina milagrosa, que aún no se sabe por qué, le hace ver cosas raras e imaginar que viaja por el espacio exterior, como si de un velocísimo cuerpo celeste con cola se tratase.

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Juan Marisco fue el primer patriarca de la saga de los Mariscos. Llegó con su familia hasta la Punta de la Umbría procedente de la Punta del Moral, una pedanía de Ayamonte arrasada por el tsunami, después de que todos los suyos se salvaran de la ola gigantesca gracias a que, casualmente, ese día no estaban en el pueblo, y sí en una finca del interior ayudando a sus primos en la campaña anual de la recogida del apreciado higo chumbo. Tal circunstancia los salvó, pero al volver, tanto los botes como las artes de pesca, habían desaparecido. Entonces, se replantearon comenzar una nueva vida en la recién creada Punta de la Umbría. Ese hombre fue a quien el rey don Álvaro I el Espabilado confió el pergamino que acreditaba la legalidad del Reino como país independiente, y a la vez dejaba claro quiénes eran los auténticos propietarios del territorio. También fue el que tuvo la ingeniosa idea de introducir el real documento por la boca de un marrajo disecado, y colgar la momia animal de la viga más elevada en el interior de su choza, para evitar su pérdida.

 

Si Juan Marisco ya se dedicaba en el siglo XVIII a arramplar con todo marisco viviente que se moviera en la orilla del río, de la mar o la marisma, en el siglo XXI sus descendientes siguen haciendo exactamente lo mismo, y su alimentación continúa basándose en moluscos y crustáceos cocidos en agua salada, por supuesto enriquecida con una generosa dosis de harina milagrosa. El polvo plateado, mezclado con cualquier tipo de bicho habituado a esconderse en una oquedad, les había proporcionado un olfato prodigioso que, aventando la nariz a un viento enfrentado, como si de un pointer se tratase, no había efluvio alguno que se les pudiera camuflar, si este procedía de un lugar situado a menos de un kilómetro de distancia de su finísima pituitaria. El hecho de levantar totalmente el cuello durante un tiempo prolongado, siguiéndole el rastro olfativo a un cangrejo moruno o a un pulpo despistado, les había afectado la laringe de tal forma que, desde hacía más de dos siglos, los tonos de sus voces eran tan roncos y potentes que todos los del clan parecían hablar desde el fondo de una tinaja. Esta circunstancia debían tenerla en cuenta en sus incursiones marismeñas, si no querían delatar su posición, pues las víctimas percibían el grave sonido, aun careciendo de pabellones auditivos.

El jefe de la saga en el presente siglo XXI, heredero de uno de los primeros pobladores del País del Sin Sentido, es Juanito el Almeja, también conocido en el poblado como el Terror del Manto, por el gran respeto que suele mostrar a los crustáceos y moluscos, gasterópodos y cefalópodos, que viven en la marisma conocida por tal nombre… ¡Por los cojones!

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Los Largos llegaron al reino desde Ayamonte, un municipio costero fronterizo con Portugal, donde Francisco el Largo sacaba provecho a la mar con el arte de palangre, y su adorada esposa se dedicaba a hacer botijos y cestos de mimbre, que luego vendía a las monjas del lusitano convento de Vila Real de Santo Antonio. El verdadero negocio de la mujer, en realidad no era eso, sino hacer de intermediaria entre las novicias y unos frailes que le vendían pepinos recolectados en el huerto de la abadía que, por cierto, era un vegetal, en ese tiempo, y nadie sabía por qué, aunque los frailes lo imaginaban, muy de moda entre las integrantes más jovencitas, y las no tan jovencitas, del claustro exclusivamente femenino. Para llegar a la localidad portuguesa, la mujer atravesaba el río Guadiana en el mismo bote que su marido dedicaba a la pesca —fundamentalmente del besugo y del sargo con los anzuelos, y del tapaculo, también llamado pelúa, utilizando en ese caso el arte de trasmallo—. Desde el día de su llegada al reino de don Álvaro I el Espabilado, ese último pescado, la pelúa, frito y rebozado con pan rallado y harina milagrosa, ha sido el plato principal de la cena diaria de la familia de los Largos.

Con el tiempo, el ingrediente mágico del rebozado se manifestó de una forma sorprendente: toda persona sobre la que uno de los Largos fijara detenidamente su mirada, ya no podía tener ningún tipo de intimidad, pues la mente sobrenatural de los integrantes del clan, aun estando lejos de los observados, descifraba los pensamientos de tales personas, y sabía lo que harían desde ese mismo momento hasta la mañana siguiente. Por ello, todo el pueblo sabía que no podía permanecer ante sus ojos más de un par de minutos, pero, aun evitándolos, los Largos conocían las intimidades de todo vecino retratado por su retorcida mente. Dado el esfuerzo cerebral realizado para conseguir sus objetivos, a veces perdían la noción del paso del tiempo y era entonces, cuando se les olvidaba volver a casa, aunque siempre —qué casualidad— las ocasiones coincidían con animadas partidas de cartas, dados u otro tipo de juego de mesa, en los que participaban compartiendo timbas con algunos vecinos autorizados por sus señoras para volver tarde a casa, y no como ellos, poseedores de la ausencia de tal privilegio, pues nunca les era concedido por las mujeres que con ellos compartían anillos.

Aunque esa familia es hoy bastante amplia, los dos personajes con mayor relevancia social son: Paco el Largo, sin duda alguna, el dueño del mayor poder sobrenatural para saber qué hacen los demás en la intimidad, aunque dentro de lo que cabe, es un hombre bastante discreto; y Agustín el Puto Cotilla, un lenguaraz que solo arrastra tres generaciones consumiendo harina milagrosa —desde que su bisabuelo sevillano contrajera nupcias con una Larga—, y el poder, más que tenerlo lo inventa, para vaciar de esa forma su mal bajío contra los demás, y, por ende, no tiene tanto poder como los auténticos Largos, pero es mucho más peligroso porque está continuamente inventando chascarrillos con la excusa de que ha visto todo lo que cuenta, cuando en la mayoría de las ocasiones no ha visto absolutamente nada, y solo difunde patrañas inventadas.

***

Manolito el Chispa es el representante actual de la familia de los Samuráis. Trescientos años atrás, el primer patriarca, un verdadero japonés nacido en la isla de Shikoku, tuvo el mal atrevimiento de pasar un calcetín sudado por los morros al hijo del emperador y, por ello, fue condenado a morir respirando los gases corporales emitidos por treinta y dos luchadores de sumo, alimentados a base de grasientos guisos de alubias con chorizos fermentados. Mientras esperaba el cumplimiento de su inhumana sentencia, un fuerte terremoto agrietó los muros de la prisión, posibilitándole una fuga que culminó, tras sortear la vigilancia penitenciaria, colándose de polizón en un barco cargado de boniatos del Fujiyama, con rumbo al puerto español de Ayamonte.

Una vez en España, se dedicó a las enseñanzas de las artes marciales niponas y a instruir en el uso de un entonces desconocido sable japonés, llamado catana, a la guardia personal del conde del Jaramago, que en esa época guerreaba con el infante don Joao de Castro Marín por la propiedad de un rico huerto de tomates, pimientos y calabacines. Allí se casó con una ayamontina del barrio de la Rana. Dado que su verdadero nombre era muy difícil de pronunciar —Toeldía Liaito—, y el nipón tenía bastante afición por el aguardiente de madroño y por echar la culpa de sus andanzas a los demás cuando llegaba borracho a casa —que era un día sí y el otro también—, solía pronunciar a gritos, a modo de excusa ante su mujer, unas extrañas palabras con las que fue bautizado por sus compañeros de correrías nocturnas, dado el continuo uso que el japonés hacía de las mismas para justificarse ante su señora esposa. Esas raras palabras, sonaban a algo así como Man-Liao y, como no podía ser de otra manera, ya para los restos, Man-Liao le quedó de mal nombre al nipón.

Man-Liao, ya una vez en el reino de don Álvaro I el Espabilado, se dedicó a la tala de pinos, a recoger piñas y a la construcción de chozas para alojar a los nuevos colonos llegados al País del Sin Sentido. El tiempo libre lo agotaba meditando con las yemas de los dedos pulgares e índices unidos, los brazos extendidos, los ojos cerrados y sentado completamente desnudo sobre una roca repleta de ostiones y escaramujos punzantes —era su manera de redimir la pena impuesta por el emperador—. Su alimentación consistía básicamente en un arroz blanco apelmazado en forma de canutos, envuelto en finas láminas de pez trompeta, unas veces crudo y otras veces adobado con una salsa negra muy extraña, a la que adicionaba harina milagrosa; y su única bebida, un aguardiente de arroz y matalahúva al que tampoco dejó de adicionar jamás el alucinante polvo mágico, pues el nipón no tardó mucho en descubrirlo, quedando encantado con sus maravillosos efectos.

Ese tipo de nutrición tan singular proporciona a Manolito el Chispa, el actual representante de la saga y descendiente directo del patriarca nipón, una increíble habilidad para manejar la catana y dominar las artes marciales que, no es necesario decir, carecen de secretos para él. Cuando se harta de aguardiente, como era el caso de su ancestro un día sí y otro también, cree poseer un don para hablar con los animales, pero, la verdad, solo lo cree su imaginación y es mentira. Como principales secuelas, estas más producidas por el alcohol contenido en el espirituoso licor que debido a la continuada ingesta de harina milagrosa, muestra múltiples heridas, más que nada en la cabeza, después de propinarse tremendos porrazos con la catana, cada vez que decide hacer una demostración de sus habilidades. A consecuencia de ello, Manolito suele andar por la calle con un pantalón vaquero ajustado, a pecho descubierto, descalzo y con una cinta roja en la frente recogiéndole el pelo, pero solo el de la parte adosada a la frente, porque el más cercano a la coronilla es prácticamente inexistente, y en tal lugar lo que se aprecia es la tonsura digna de un fraile franciscano. Su madre, para protegerlo y evitar las no deseadas heridas, aunque ha respetado la vaina y el mango del sable original, ha sustituido el acero por el palo de una escoba, con lo cual, los sablazos propinados por su propia mano se hacen más livianos. Por último, decir que Manolito el Chispa se dedica a la construcción y es un magnífico oficial, pero no de chozas como lo eran sus ancestros, sino de todo tipo de edificaciones en las que, cuando está sereno —al César, lo que es del César—, destaca como un primoroso maestro.

***

Los integrantes de la saga de los Cangrejos desde siempre se habían dedicado al marisqueo de la chirla. Los grandes bancos de arena existentes en el recién creado país, emergidos con la bajamar y sumergidos durante la pleamar a muy baja profundidad, eran impresionantemente ricos. Por ello, el padre y la madre venían a diario desde Moguer en una embarcación de vela latina por el río, y, como las travesías suponían horas entre los viajes de ida y vuelta, optaron por instalarse definitivamente en la orilla de la ría con sus hijos, junto a los colonos allí asentados.

El matrimonio formado por Manolo el Cangrejo y Montemayor la Platera tenía varios hijos muy pequeños y todos tenían la misma edad, por la sencilla razón de haberse puesto de acuerdo para venir al mundo los tres juntos. Con la sana intención de dar a sus vástagos una nutrición adecuada, nada más llegar al reino contactaron con la familia Rociana, y los atentos molineros le suministraron la leche de sus cabras y la harina milagrosa que les daría vigor. Todos los días de su vida consumieron —lo siguen haciendo en la actualidad sus descendientes— dos tazones colmados de la energética pócima y, después de cada comida, también una porción de queso fresco espolvoreado con harina milagrosa. La fuerza física adquirida gracias al mágico ingrediente mineral era, aparte de sobrenatural, impresionante: los grandes rastros de hierro fundido destinados a la captura de los apreciados bivalvos, que solían ser arrastrados por cuatro hombres, ellos los levaban —el padre o la madre, daba igual, pues ambos desarrollaron idéntica potencia física— con una sola mano, mientras cantaban una tonadilla popular. Hace ahora aproximadamente cincuenta años, la familia comenzó a alternar el queso fresco con plátanos, ni que decir tiene, también condimentados con la madre de todas las harinas; fue desde el día en que probaron los frutos de la variedad Gros Michel, pues los Cangrejos notaban un poder superior al habitual cuando ingerían los amarillentos productos venidos de ultramar, que, sabiamente, la naturaleza dispone agrupados en racimos colgantes.

Como la familia tenía la costumbre de lavarse las manos después de comer y dicha acción, desde tiempo inmemorial, se había convertido en una obsesión para ellos, se las frotaban enérgicamente con agua de la ría y un buen puñado de harina milagrosa aún sin refinar, y al ser el polvo muy abrasivo, les dejaba la piel como la seda china, y se comía los callos a la velocidad con la que un camaleón captura una mosca cojonera. La secuela producida por el uso continuado de la sustancia irisada se tradujo en un crecimiento desmesurado de las manos, y por eso también eran conocidos en la comunidad como los Manos Grandes. Y hasta tal punto les crecieron a más de uno, que cuando jugaban al dominó —pasión para los miembros de la saga— tapaban las siete fichas, alineadas sobre la mesa, haciendo pantalla con el dedo corazón de una de sus colosales manoplas. Y bastaba.

 

La actual representante de la familia es Martita la Suave, la única del clan que no ha adquirido la tara de las manos gigantescas, aunque sí, y ese poder de manera exagerada, una fuerza sobrehumana, que mejor que no te metas con ella, porque te puede dejar viendo estrellitas vibrantes con uno de sus famosos tortazos, que además será aplaudido y vitoreado por toda la comunidad para hacerle la pelota, y que, de rebote, a Martita no se le escape otro zurriagazo dirigido al atemorizado rostro de alguno de los expectantes vecinos. Es una mujer muy alta, guapísima, simpatiquísima —solo cuando está de buenas— y de un gran corazón, pero amigo, ya puedes correr como la enfades, porque entonces tienes bastantes posibilidades de convertirte en un cadáver, tras recibir un mamporro de la Suave.

Martita se casó, siendo todavía muy joven, con un marino irlandés enrolado en un mercante que transportaba plátanos desde Canarias hasta el puerto de Huelva. Acostumbrado a las borracheras y al amor remunerado propios de las zonas portuarias, quiso continuar con sus fiestas y devaneos después de casado, pero la primera vez que intentó engañar a su mujer con una meretriz congoleña —cuando ella ya estaba embarazada de trillizos; los partos múltiples son habituales en la familia de los Cangrejos—, el marino recibió tal guantazo, que Martita la Suave se quedó con la oreja del marido pegada en la palma de la mano ejecutora de tan colosal impacto. Esa noche el irlandés, andando como si se hubiera bebido la cosecha de aguardiente de matalahúva de su vecino japonés, y no porque estuviese borracho, sino a causa de la inestabilidad producida por el tremendo mamporro, se embarcó en el primer buque que divisó en el puerto de Huelva y desapareció, para nunca más volver. —Pepe Justicia asegura que en uno de sus viajes alrededor del mundo, cuando él aún conservaba los dientes, le pareció ver al irlandés totalmente ido, como carente de sentido, desorejado y vestido de bailarina oriental, actuando en un cabaret de Beirut y, evidentemente, pensó que la «amorosa caricia» de la Suave lo había dejado cogiendo moscas, y con toda seguridad, para los restos. N. del A.—.

Desde aquel aciago o bendito día, según se mire, la oreja del marino irlandés preside, taladrada por un clavo de iridio, una pared del salón de la casa de Martita la Suave, y luce colocada entre dos retratos de los primeros Manos Grandes, como un recordatorio para que sus hijos aprendan cómo se debe y cómo no se puede tratar a una delicada dama. Además de velar por sus tres retoños, ya bastante creciditos por cierto —la edad que tengan a ella le da igual—, Martita colabora con un escultor, facilitándole el relieve de la cara de los que desean ser esculpidos en un busto, tras haber recibido estos un voluntario tortazo, que luego el escultor refleja en un molde, sacando al rostro del abofeteado un parecido increíblemente perfecto. Y también es muy solicitada en el centro de salud, cuando se presenta una urgencia y el paciente es alérgico a la anestesia. Se han dado casos de alérgicos que han sufrido una recaída y han precisado de una nueva intervención quirúrgica con anestesia general, y entonces, algunos han preferido morir y otros ser operados a dolor, antes de volver a sufrir las tremendas consecuencias de los tortazos propinados por la Suave. —Los pacientes que son sometidos al mamporro por primera vez, lo normal es que ronden atolondrados durante meses, como almas en pena, sin rumbo definido por las calles y plazas del municipio, realizando continuos giros de cabeza, con la mirada perdida en el horizonte, y babeando con la lengua fuera. Otra N. del A.—.

Desde hace aproximadamente un año y medio, a Martita la Suave, ahora otra vez señorita de manera oficial porque a su desorejado marido se le dio definitivamente por desaparecido, se la ve pasear de la mano y, según propaga el deslenguado del Puto Cotilla, también hacer otras cositas más íntimas con el Chino Mandarino. Parece ser el único morador del país que se ha atrevido a acercarse a menos de dos metros de su cuerpo y, por lo visto, no solo no le tiene miedo, sino que no puede estar separado de ella ni un solo día porque cae en un estado de melancolía y se pasa la noche entera mirando a la luna y aullando como un lobo. En el pueblo dicen, y no solo las malas lenguas de los Largos, sino también las de los demás, que los dos están liados y, es de suponer, los vecinos no están imaginando nada raro, pues esta vez tienen todas las posibilidades de acertar.

***

El clan de los Portugueses, en la actualidad, queda representado por Pepe Rita: el descendiente directo de Dionisio el del Voy. Dionisio fue el primer patriarca de una dinastía procedente de la tierra lusitana, llegado al País del Sin Sentido después de que el tsunami de 1755 destrozara todas las embarcaciones de la flota pesquera de su pueblo natal, Tavira, y él quedase sin medio de vida. Su curioso pseudónimo deriva de la expresión utilizada para tranquilizar a sus compañeros, cuando llegaba la hora de calar o levar las artes de pesca y le avisaban para que ocupara su puesto en las faenas de la mar. Como lo único que hacía era dormir sobre las redes en la cubierta del barco, debido a las trancas soberanas que agarraba el mozo, contestaba a los reiterados requerimientos de sus compañeros en voz alta, siempre con actitud alentadora, pronunciando la solidaria expresión: «¡Voooooy!». Idéntica respuesta se repetía una y otra vez, pues Dionisio continuamente amagaba el gesto, pero nunca llegaba a levantarse de verdad; y cuando lo hacía solo era por salvar la piel, ya que el patrón no tenía ningún inconveniente en endiñarle dos o tres zurriagazos en el lomo con el vergajo guardado en el puente, que embarcaba únicamente con tal finalidad.

Antes de todo eso, Dionisio el del Voy había recorrido dos veces el mundo en un galeón dedicado al comercio de esclavos entre las islas de la Polinesia y Lisboa, encargado de la intendencia. Su despacho a bordo era la bodega donde reposaban las botas de amarguinha —un licor de almendras amargas—, y también donde, una vez encerrado en su puesto de trabajo bajo llave, adoptaba su postura preferida: hecho un ovillo dentro de un bocoy relleno del citado licor, del que solo sacaba la cabeza a ratos para respirar y porque no tenía más remedio, si no quería morir por ausencia de aire. Solo cuando el capitán, tras llamarlo a voz en grito cientos de veces sin resultado alguno y recibir la reiterada contestación de «¡Voooooy!», sacaba el látigo de estrellas metálicas lacerantes reservado para las espaldas de los esclavos polinesios, abandonaba el del Voy su puesto de vigilancia en la bodega y se presentaba, siempre haciendo eses, ante el capitán. En uno de los viajes, se enamoró de una bella esclava capturada en Tahití, de nombre Cotorra Loa, y al desembarcar en Lisboa le fue regalada por el capitán del buque, dado que Dionisio cumplió la promesa realizada al zarpar, de no dormirse dentro de la ebria comodidad de otro bocoy que hacía el viaje de vuelta relleno con un carísimo orujo de papaya viuda.