Rebeldes, románticos y profetas

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GUERRAS JUSTAS E INJUSTAS

El telón de fondo teórico del debate público sobre la legitimidad del recurso a la violencia insurgente fue la exégesis del marxismo y del catolicismo —que contenía al neotomismo[4]—, específicamente las consecuencias prácticas —esto es, sociales y políticas— de cada uno. Así, tanto los rebeldes como los románticos encontraron en ambas cosmovisiones una justificación de la violencia, pues concibieron la lucha por la justicia social como una derivación de las teorías de la guerra justa, mientras que los profetas interpretaron ambas cosmovisiones y tales teorías de modo que aquellas circunstancias históricas y el régimen político vigente en el país no validaban tal recurso.

De este modo, mientras los rebeldes y los románticos sacralizaron la violencia al considerarla una derivación sociopolítica de la fe cristiana, los profetas la criticaron haciendo énfasis en su carácter secularizado e inmanente. Es decir, mientras para aquellos la violencia política inspirada por razones religiosas era justificable en función del fin al que servía —la justicia social—; para estos, el contexto democrático vigente invalidaba el recurso a la violencia como medio político, toda vez que se podían realizar los fines —la justicia social, la igualdad, entre ellos— pacíficamente a través de las instituciones. Mientras aquellos pregonaron ruptura, estos, a su vez, predicaron reformismo, dos vías que aún tienen defensores intelectuales en la batalla que se libra actualmente por las narrativas del conflicto armado (Garzón Vallejo y Agudelo, 2019).

Este debate sobre la legitimidad o ilegitimidad de la violencia como medio político anticipó un problema característico de las actuales sociedades postseculares: la tensión, acaso irresoluble, entre sacralización y secularización, esto es, entre formas políticas cuya legitimidad reside en fuentes o autoridades sagradas —los rebeldes y los románticos invocaron exégesis del Evangelio que validaban la violencia, aún cuando fuera excepcionalmente— y entre proyectos políticos cuya legitimidad reside en fuentes y autoridades seculares o laicas —los profetas, por su parte, insistieron en los mecanismos democráticos como vías hacia el reformismo social, en el carácter laico de la política y trascendente de la religión—.

De cualquier forma, la tensión entre sacralización y secularización no resuelve la paradoja de que la violencia político-religiosa haya encontrado una legitimación pública en una sociedad mayoritariamente católica, regida a su vez por instituciones democráticas. Ello hace pertinente indagar por la peculiaridad —si la hubiera— de la violencia político-religiosa en un país sociológicamente católico en proceso de secularización, a fin de explicar lo que llamaré la paradoja colombiana.

Así las cosas, ¿la sacralización de la violencia en un contexto mayoritariamente católico se explica como una coartada de la política, como una anomalía o perversión de las enseñanzas religiosas fundamentales, o como una simbiosis intrínseca entre religión y violencia, es decir, que está en su mismo núcleo? Más aún, cuando la religión actúa como factor de violencia, ¿es claramente distinguible de otros factores? (Juergensmeyer, Kitts & Jerryson, 2013). ¿Tienen aún vigencia las teorías de la guerra justa —ius ad bellum— en sociedades democráticas y en la prédica de una Iglesia que se declara sistemáticamente en favor de la paz?

Aunque mi foco son las décadas del sesenta y setenta, la perspectiva del trabajo no es historiográfica. Propondré un diálogo entre la historia y la teoría política, esto es, entre los hechos y la interpretación crítica de los mismos, no —como advierte Walzer (1993)— con el ánimo de atribuir una suerte de castigo retributivo por los crímenes pasados, sino más bien como un ejercicio crítico que mira hacia el pasado con la intención de que la discusión acerca de ese pasado tenga una resonancia futura y que el problema de la responsabilidad moral, política e intelectual (Judt, 2014) haga parte de las narrativas sobre el conflicto armado que el país está elaborando. Para ello recurrí no solo a libros, artículos, documentos y archivos, sino también a la memoria de algunos protagonistas y estudiosos de aquella época con quienes conversé largamente.

Parte de nuestra tragedia como nación se explica porque ante la innegable y dramática ausencia de Estado en tantos rincones del territorio que hemos padecido y, por consiguiente, la fragilidad del contrato social entre los ciudadanos y sus autoridades e instituciones, con mucha frecuencia sectores de derecha han invocado el “sagrado derecho a defenderse” mientras que sectores de izquierda han apelado al “derecho a la rebelión” para tomar las armas. Es decir, unos y otros han encontrado en tales fórmulas la justificación moral e intelectual para la violencia política. Y siguen haciéndolo, aunque quizás de modo menos explícito y organizado, pero, no por ello, menos inquietante.

Por eso, al poner sobre la mesa el debate sobre la crítica y justificación de la violencia alrededor de uno de los actores institucionales más relevantes de la vida pública nacional como es la Iglesia católica, entendida esta funcionalmente como una empresa ideológica o una institución cuyas legitimidades carismática y tradicional coexisten con las formas de legitimidad racional propias de una sociedad moderna, y haciendo especial énfasis en las tribunas privilegiadas que suelen tener los sacerdotes, los políticos y los intelectuales, este libro pretende ayudar a fortalecer una cultura política cívica fundada en el rechazo incondicional de la violencia como medio de confrontación política y ofrecer razones para valorar nuestras instituciones democráticas como canales de reforma social y agenciamiento de los conflictos sociales.

Hace más de dos décadas, en el marco de la Comisión de Sabios, Gabriel García Márquez hacía notar que “somos conscientes de nuestros males, pero nos hemos desgastado luchando contra los síntomas mientras las causas se eternizan” (García Márquez, 1996). Este libro es una modesta contribución para ayudar a identificar una de las principales causas de nuestros males: que la violencia política siempre ha creído tener buenas razones para justificarse.

[1]. Un pequeño grupo de intelectuales latinoamericanos han revaluado su inicial simpatía hacia la Revolución cubana y se han atrevido a hacer un balance crítico de sus efectos en la cultura política del continente.

[2]. Ambas vías, su decisión política fundamental y sus últimos momentos fueron recreadas por la pluma de Kapuściński (2017) en un texto publicado en 1975.

[3]. En el mismo sentido, Ana María Bidegaín distingue cuatro sectores en la Iglesia latinoamericana de los sesenta: un sector conservador que rechazó los cambios del Concilio Vaticano II y de la conferencia de Medellín. Un sector de promarxistas que terminarían comprometidos con el activismo político. Un tercer sector, de los llamados liberacionistas, que incorporaron elementos marxistas en sus análisis pero no se comprometieron políticamente. Y un cuarto sector, de progresistas moderados, receptivos de las propuestas conciliares y comprometidos con los derechos humanos (Bidegaín, 2018). Gustavo Morello también ha propuesto una tipología para clasificar las actitudes de la Iglesia en la Argentina por aquella época: los católicos comprometidos, los católicos revolucionarios y los católicos antiseculares (Morello en Wilde, 2015).

[4]. En 1879 la encíclica Aeterni Patris de León XIII había exhortado a estudiar, renovar y propagar la doctrina de Tomás de Aquino desde sus mismas fuentes y especialmente en las universidades católicas, como forma segura de combatir los errores doctrinales de la época. Así, el Doctor Angélico, enaltecido en aquel documento pontificio como ejemplo de virtudes morales e intelectuales, se convirtió en el teólogo por imitar y su filosofía en la guía teórica que los católicos debían seguir.

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Capítulo I

¡Si es que en este país la sangre

chorrea de los púlpitos!

Tomás González (2017, p. 30)

Michael LaRosa, autor de uno de los mejores —y de los pocos— libros sobre el papel político de la Iglesia católica en Colombia en el siglo XX, termina su trabajo aseverando que los radicales de la derecha a principios del siglo xx en Colombia, aquellos que denunciaban al liberalismo como pecaminoso, serían reemplazados por radicales de izquierda a finales de la década de 1960, quienes adhirieron a la idea del uso de la violencia y la lucha revolucionaria como medios para conseguir cambios sociales significativos. Los miembros de estas organizaciones eran sacerdotes católicos, en un lugar que con frecuencia es identificado como el país católico más jerárquico y conservador de América Latina (LaRosa, 2000). Donde termina LaRosa, empieza este libro.

LA IGLESIA CATÓLICA
EN LA SACRISTÍA DE LAS
CIENCIAS SOCIALES

En este capítulo sostendré que es pertinente enfocarse en la Iglesia católica como actor político e institucional por tres razones. Primero, porque en los estudios más sobresalientes de las ciencias sociales —excluyo ex profeso a la teología y a la historia eclesiástica, que solo barruntaré— sobre el conflicto armado se ha soslayado el papel de la Iglesia católica. Un dato ilustrativo permite corroborarlo: en los tres trabajos colectivos más ambiciosos que se han publicado en el país sobre el conflicto armado, apenas si se menciona a esta institución. En orden cronológico de publicación, son ellos, el Informe El conflicto, callejón con salida, del PNUD (2003), ¡Basta ya! Colombia: memorias de guerra y dignidad, del Grupo de Memoria Histórica (2013) y el Informe final de la Comisión Histórica del Conflicto Armado y sus Víctimas (2015). Así, mientras que en el Informe del PNUD no aparece la voz Iglesia en la descripción que el mismo hace de los orígenes del conflicto (PNUD 2003), en el informe ¡Basta ya! aparece cuatro veces (GMH, 2013), y en el Informe final de la CHCV hay cuarenta y dos referencias, ninguna de las cuales sobrepasa el párrafo de extensión. El vacío bibliográfico es, pues, más que notorio.

 

Estos datos ratifican dos tendencias que han prevalecido en las lecturas canónicas sobre el conflicto armado: la primera, una interpretación en la que sobresalen dos actores fundamentales, el Estado y las guerrillas, más que otras instituciones, comunidades o grupos sociales. La segunda, una interpretación que hace más énfasis en las condiciones materiales: desigualdad, ausencia de control estatal, economías ilegales y fallas del sistema político, más que en las condiciones intelectuales y en las empresas ideológicas. Aunque es difícil encontrar un hilo conductor en referencias tan someras, se puede otear una tendencia a considerar a la Iglesia católica —sobre todo a la jerarquía— como responsable —más por acción que por omisión— de la prolongación —más que del origen— de la violencia partidista y del conflicto armado. Sin embargo, no es fácil hallar soportes que sustenten y documenten tal aseveración, con lo cual ha devenido casi en un lugar común.

Los estudios políticos y sociales en Colombia no han sido reticentes a adoptar la tendencia del mainstream de las ciencias sociales en el cual la teoría de la secularización ha ocupado un estatus paradigmático (Casanova, 1994), aunque cada vez más cuestionado (Garzón Vallejo, 2014a). Según dicha teoría, la religión es un asunto privado en progresivo declive a medida que aumenta la industrialización, racionalización y modernización de las sociedades. Ello podría explicar el relativo silencio de los estudios colectivos recientes sobre la violencia y el conflicto que se han publicado en los últimos años y de la religión en general como elementos explicativos de las causas, razones de persistencia y efectos del conflicto armado.

Sin embargo, más allá de la discusión epistemológica sobre la aplicabilidad de la teoría de la secularización a los estudios sobre la violencia en Colombia, fue un hecho extrañamente invisibilizado por el proceso de paz entre el gobierno de Juan Manuel Santos y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) que la Iglesia católica ha sido una víctima estadísticamente relevante del conflicto armado. La evidencia recolectada por la Oficina de Comunicaciones de la Conferencia Episcopal da cuenta de que entre 1984 y 2019 fueron asesinados dos obispos, noventa y tres sacerdotes, cinco religiosas, tres religiosos, dos misioneros y tres seminaristas; que fueron secuestrados cinco obispos, veintisiete sacerdotes, un misionero y un diácono, y fueron víctimas de amenazas diecisiete obispos, tres religiosas, cinco religiosos y cincuenta y dos sacerdotes. Luego, si el total de asesinados asciende a ciento seis, los secuestrados a treinta y cuatro y los amenazados a setenta y siete, se obtiene un promedio de 3.02 asesinatos, 1.0 secuestros, 2.26 amenazas por año contra representantes de la Iglesia en el país motivados por su posición —léase oposición o apoyo— frente a los actores del conflicto.

A pesar de tal evidencia empírica, algunos jerarcas consideran que el papel de la Iglesia católica no es victimizarse o tomar partido, sino mantenerse en una posición en la que pueda acompañar a todos los actores. Además de la notoria división interna que el proceso de paz produjo entre obispos y sacerdotes, esta habría sido una de las razones por las cuales no levantaron la mano durante los años de las negociaciones en La Habana, ni participaron en ninguna organización colectiva de víctimas del conflicto.

La segunda razón es porque dicho vacío epistemológico se ha llenado con mitos —los más notorios son los que se refieren a los curas guerrilleros del ELN— y silencios —varios románticos y profetas son unos célebres desconocidos—. Y con los mitos y los silencios han venido los lugares comunes —que los curas rebeldes fueron unos progresistas incomprendidos, que la Iglesia católica persiguió a los liberales y después a los comunistas—, formas simplistas de explicar un pasado no solo complejo, sino además representativo de lo que somos como país y cuya comprensión ponderada y matizada podría ser profiláctica.

El problema de que en nuestras narrativas sobre el pasado prevalezcan los lugares comunes es que estos reemplazan el saber, pues dejan de lado los contextos en los que surgen los sucesos históricos. Y así, ni el desarrollo económico, la urbanización, la secularización o la atenuación de la autoridad de la Iglesia y la competencia de nuevas iglesias evangélicas, parecen dignos de ser incluidos en esta trama del conflicto (Pécaut, 2017).

Y por si fuera poco, hay una brecha entre la irrelevancia que le atribuyen los estudios sobre el conflicto a la Iglesia católica y el rol que la misma juega en el terreno, sobre todo en los lugares más periféricos, donde el cura es el paño de lágrimas de todo el mundo y donde los religiosos —sobre todo las religiosas— han cumplido un importante papel de apoyo a la comunidad. Así lo advierte, aunque de manera crítica, el Grupo de Memoria Histórica: “Ante lo inexplicable y dramático de las situaciones vividas, sin una oportuna atención psicosocial y sin los apoyos requeridos, muchas víctimas encontraron en las iglesias católicas y cristianas un lugar relevante donde fueron escuchadas y que además les han brindado fe, consuelo y esperanza para sobreponerse. Las iglesias constituyen un espacio privilegiado para la palabra y la escucha, y algunas, de carácter más liberal, ofrecen no solo el reconocimiento en el dolor, sino que intentan explicaciones ante los hechos que superen la resignación cristiana. Sin embargo, la mayoría trasciende las responsabilidades humanas y apelan a designios divinos a fin de atribuir sentidos y hacer más soportable la existencia. Esto en detrimento de una lectura política y estructural de lo sucedido” (GMH, 2013, p. 326).

Y tercero, porque como advierte Jorge Giraldo (2017, p. 62), “si algo se conserva aún de la teoría de Clausewitz sobre la guerra es el hecho de que su realidad no se limita a los bordes de las organizaciones militares; que hay estadistas, jefes políticos, comisarios, empresarios, profetas, sacerdotes, y las instituciones en las que todos ellos suelen anidarse, que jugaron un papel decisivo en su despliegue”. Desde hace décadas, la Iglesia católica es, al lado de las Fuerzas Armadas, la institución con mayor favorabilidad entre los ciudadanos, y un observador extranjero de aquella época apunta que desde finales de los sesenta y a través de los ochenta, la Iglesia católica fue el mayor actor público en muchos países latinoamericanos (Wilde, 2015). Como empresa ideológica, parte de su labor se traduce en una conexión privilegiada con sus fieles y su soporte doctrinal ha jugado un influyente papel en el debate público sobre la justificación y crítica de la violencia política. Y, como veremos en el caso de los rebeldes, en algunos momentos tomó partido por uno de los bandos en disputa. Este papel le asegura un lugar en las narrativas sobre el conflicto, aunque el mismo esté aún por definir.

Acá tomaré a la Iglesia en su sentido estructural funcionalista, esto es, en su relación como institución con el Estado y la sociedad civil y no en sentido sociológico ideal-típico como comunidad de creyentes ni en sentido fenomenológico-doctrinal tal y como se define a sí misma (Casanova, 2011). Desde esta perspectiva asumiré que la interacción con el mundo no la realiza solo la jerarquía o sus miembros consagrados (obispos, sacerdotes y religiosos), sino tanto aquellos como los laicos, especialmente aquellos que se definen públicamente como católicos. Y también que una lectura de los acontecimientos de la época debe trascender la letra de los documentos y las declaraciones oficiales.

¿AGGIORNAMENTO O ASEDIO DEL SECULARISMO?

La década del sesenta fue una época de profundo desconcierto para la Iglesia colombiana. A nivel interno, el más sobresaliente fue el fenómeno de los curas rebeldes que trajo consigo una brecha entre la Iglesia institucional y la carismática en la cual, mientras aquellos denunciaban el maridaje de la Iglesia con el Estado, la jerarquía a su vez veía con malos ojos las alianzas de cualquier tipo entre el cristianismo y el marxismo. Asimismo, había poderosos factores externos, esto es, sociales y políticos: una acelerada secularización de las costumbres que llevaría a una respuesta reactiva de la jerarquía en la cual los asuntos morales y sexuales ocuparán un lugar cada vez más determinante, la ruptura de la hegemonía de la moral cristiana que se vería amenazada en un contexto de pluralismo religioso así como de redefinición de los privilegios institucionales que había consagrado el Concordato de 1887 que se reformularía y entraría en vigencia en 1974, y un proceso de urbanización que incrementaría los cinturones de miseria de las ciudades capitales y que traerían consigo un fuerte reclamo social (González, 1997).

La Iglesia, estandarte institucional de una sociedad moralista y clerical que empezaba a dejar de serlo, fue uno de los protagonistas de aquellos tiempos convulsos: el Concilio Vaticano II y la Conferencia de los obispos latinoamericanos en Medellín plantearon un proceso de aggiornamento, esto es, de “puesta al día” de la institución al mundo moderno. Dicho proceso generó una profunda fractura que políticamente se evidenciaría en que unos sectores abrazaron la utopía armada, mientras que otros encontrarían refugio seguro en su intransigencia doctrinal y la defensa del statu quo. “Se vivió una época de transformaciones profundas, al lado de cambios superficiales. Posiciones dogmáticas sostenidas como artículos de fe desde el Concilio de Trento hace cuatrocientos años se encontraban amenazadas, aunque coexistían aún bajo el mismo techo con nuevas actitudes irreverentes. En la vida eclesiástica se cuestionaba todo, desde lo fundamental hasta lo accesorio. Algunos ponían en duda la divinidad misma de Cristo y la infalibilidad del Papa, mientras otros se contentaban con que los curas se despojaran de sus sotanas y que anduvieran por la calle vestidos de civil” (Broderick, 2017, p. 33). Se estima que en aquellos años un 5 % de los 6000 sacerdotes que trabajaban en el país abandonaron la sotana (Botero Restrepo, 1983).

Los cambios en la Iglesia se dieron no solo en sus bases, sino también en la jerarquía, entre otras cosas porque tras el fin de La Violencia, tanto la Iglesia como el Ejército debieron asumir nuevos roles políticos (Wilde, 1984). Ante la notoria desigualdad y pobreza en el continente, “la Iglesia católica tuvo un ataque de conciencia” que la llevó a preocuparse por ayudar en primer lugar a los pobres (Reid, 2017, p. 100). Desde 1966 comenzó el proceso de modificación del Concordato que culminaría con la Ley 20 de 1974, que traería, entre otras cosas, la posibilidad de contraer matrimonio civil sin necesidad de abjurar de la fe, así como la tramitación de la separación de cuerpos por los jueces civiles (Botero Restrepo, 1983).

Dicho brevemente, el país vivió en un par de décadas y de forma pacífica un proceso de secularización y desconfesionalización que en otros países tomó uno o dos siglos e incluso se dio de manera cruenta. Por ello, Malcolm Deas sostiene que esta secularización tan acelerada durante las décadas del sesenta y setenta, debida fundamentalmente al cambio del papel de la Iglesia, fue el mayor cambio ocurrido en la sociedad colombiana (González, 1997).

Los obispos colombianos habían hecho una autocrítica muy severa en 1953 señalando la incoherencia de buena parte de los católicos del país, en quienes el catolicismo estaba más en los labios que en el fondo de su corazón (Wilde, 1984). Sin embargo, el plebiscito de 1957 tuvo un efecto ambivalente en la Iglesia: formalmente, fue una vuelta a la confesionalidad, toda vez que la reforma constitucional introdujo la idea de Dios como garante último del orden moral y a la Iglesia como “elemento esencial del orden social”. Sin embargo, al sumarse la Iglesia al Frente Nacional y, de este modo, hacer las paces con el Partido Liberal, resolviendo así el problema institucional de la defensa de sus prerrogativas, quedó de cara ante la situación social del país y se vio obligada a dar respuestas creativas ante la misma. Las estructuras eclesiásticas estaban pensadas para la defensa del statu quo tradicional y conservador frente al liberalismo laicizante y secularizante, pero no para una presencia activa en la sociedad que estaba moviéndose hacia concepciones más pluralistas y seculares (González, 1997). En esta hábil jugada política que, no obstante, traería efectos no previstos en lo social, puede situarse el origen del desconcierto que la institución experimentaría en las dos décadas siguientes.

 

Así las cosas, la confesionalidad que traería consigo el plebiscito de 1957 fue la recompensa al apoyo de los jerarcas a la caída de Rojas Pinilla. Sin embargo, el cesaropapismo que enfatizó la consulta popular comprometió a la Iglesia con el régimen político bipartidista de tal modo que no tuvo distancia para criticarlo moralmente cuando hizo falta y su vinculación institucional con el poder político la llevó a considerar los reclamos sociales como un asunto de orden público y de seguridad más que de justicia social (Wilde, 1984).

La jerarquía tardaría muchos años en darse cuenta de que tales reclamos eran legítimos y que gravitaban sobre todo el continente, pero, además, menos de diez años después del plebiscito el Vaticano II promovería un proceso de desconfesionalización de los Estados occidentales. En síntesis, la decisión política de 1957 resolvió un problema interno, pero fue a contramano del profundo cambio que estaba operando en los signos de los tiempos y, por ello, a la larga, sería contraproducente.

Por ello, como consecuencia de esta alianza con el régimen, la Iglesia católica perdería relevancia social y la resistencia de la jerarquía a tratar de entender el fenómeno de los curas “rebeldes” perjudicó, según Wilde, tanto la causa de la Iglesia como la de la democracia en general (González, 1997). No hay duda de que la jerarquía colombiana era muy conservadora: según The New York Times, en 1968 solo cuatro de los cincuenta y siete obispos del país eran progresistas (Montgomery, 1968b). Pero, además, su espíritu monolítico conspiró contra la posibilidad de un mayor debate interno y la formulación de soluciones más creativas a la crisis social y cultural.

En consecuencia, la incapacidad de la jerarquía para manejar creativamente los problemas de la falta de consenso interno en materias socioeconómicas y políticas mostró la carencia de respuestas nuevas a problemas nuevos. Esto no sería extraño, si se tienen en cuenta las categorías escolásticas —defensivas y apologéticas— con las que desde Roma se había afrontado la modernidad y el liberalismo a fines del XIX. El modelo de Iglesia que controlaba y legitimaba desde arriba a las instituciones necesitaba la imagen de una Iglesia monolítica, sin fisuras ni divisiones internas. No obstante, el enfrentamiento con la realidad de miseria en los sesenta quebró de manera insólita la unanimidad de la Iglesia colombiana en materias políticas, sociales y económicas (González, 1997) e incubaron una crisis que llevaría, a la postre, a redefinir su papel en la sociedad colombiana en un contexto en que ello estaba ocurriendo también en el resto del mundo.

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