Las Quimeras De Emma

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—Por lo general, cuando uno se coge el día de fiesta, hace una llamada a su jefe para avisarle. Corres el riesgo de perder tu trabajo otra vez. Podrías haberme avisado al menos, es lo mínimo. Me he preocupado por nada.

—Lilly, te pido disculpas de verdad. Tienes razón, me he comportado mal y debería haberte avisado. Ya sabes cómo soy, querida. Voy a llamar a Jeff para explicarle la situación. Lo entenderá. Y deja de preocuparte por mí y por mi trabajo. Todo va a ir bien. Jeff es un viejo amigo. Nos conocemos desde hace años.

La joven suspiró.

—¿Cuándo piensas volver?

—Mañana. O quizás al día siguiente. No lo sé, Lilly.

Ella sabía que quejarse no serviría de nada y colgó después de hacerle prometer que la volvería a llamar. Ian abrió la ventana y tiró la colilla. Se puso unos tejanos y bajó al piso de abajo. Se encontró a Ryan en la terraza, en la parte trasera de la casa, que daba al océano.

—¿Entonces, ayer por la noche? —preguntó Ryan con un guiño.

—Fue mágico.

—¿Has llegado hasta el final con ella? ¿La chica valía la pena?

Ian escogió una silla que estaba frente a su amigo y le miró, con una sonrisita.

—¿Eso cambiaría algo en tu vida?

Ryan se echó a reír.

—¡¿No has conseguido hacértela?!

— Esta chica, es más que eso. Tiene algo que no consigo entender. Que me atrae. Se trata de una maldita historia del corazón. El sexo pasa a un segundo plano. Como una fusión o algo así…

Ryan no paraba de reír mientras Ian escribía un mensaje a Emma, proponiéndole que se encontraran por la noche en el Ocean Bar, como la noche anterior. Estaba febril, pero seguro de volver a verla. La energía que corría entre los dos era innegable.

—Y Lilly, ¿qué haces con ella?

***

Emma había podido descansar un poco, a última hora de la tarde, a pesar de una jornada cargada de entrevistas con directivos y gente conocida del mundo de la moda. Le había impresionado conocer a todos esos personajes pintorescos. No había tenido que tratar mucho con Candice y se había contentado con seguir a Charlotte como un perrito faldero.

Había recibido el mensaje de Ian y le esperaba desde hacía ya veinticinco minutos en el Ocean Bar, como le había indicado. Estaba ansiosa y con ganas de volver a verle. Su corazón latía a toda velocidad. El sitio estaba mucho más animado que la noche anterior y había tenido que abrirse camino entre la gente para llegar hasta la barra. Ya no se acordaba de la última vez que había sentido tantos nervios, hacía mucho tiempo. Consultaba su teléfono con regularidad para comprobar si Ian le había escrito a propósito de su retraso.

Al cabo de cuarenta minutos, comprendió que le había dado plantón. Su mirada estaba ahora enturbiada por las lágrimas que intentaba retener en vano. Estaba decepcionada y dio una vuelta por el local para asegurarse de que él no estuviera allí. Sabía que era inmaduro tener ganas de llorar por esto. Se tragó sus lágrimas cuando vio a Candice que estaba sola en una mesa. Se la reconocía fácilmente, ya que su imagen no cuadraba con la de la mayoría de la gente del local. Era mayor que la media y su estilo era un poco demasiado arreglado, comparado con el de las personas en bermudas, faldas y camisetas de tirantes. Dudaba entre ir a saludarla o seguir sentada y hacer como que no la había visto. La mujer la aterraba. Tenía un temperamento con el que le era difícil tratar.

Después de unos diez minutos largos, Emma se rindió a la triste evidencia de que Ian no llegaría nunca, aunque ella esperara lo contrario. Estaba enfadada, pero sobre todo decepcionada por haberse dejado engañar por un apuesto donjuán que de todos modos no iba a volver a ver en cuanto volviera a Quebec. Aun así, estaba contenta de no haber cedido a sus impulsos y a sus deseos. Decidió entonces ir a saludar a Candice que todavía estaba sola en su mesa. Había un vaso medio lleno delante de ella y algunos otros vasos vacíos también sobre la mesa. Por un instante se preguntó si era posible que se hubiera bebido todo eso ya que la noche era aún joven. A pesar de su porte y elegancia, casi soberbia, sus ojos parecían confusos y muy cansados.

—Buenas noches, Señora Rose, ¿me puedo sentar? —le pidió Emma apoyando las dos manos sobre la silla que estaba delante de Candice.

Candice ofreció una sonrisa cálida a Emma, mucho más expresiva que de costumbre, lo cual alertó a Emma sobre una posible embriaguez. Luego, estudió a Emma de la cabeza a los pies, como hacía siempre. Sus ojos se detuvieron más tiempo sobre su cuerpo.

—Por supuesto señorita —, respondió Candice, con voz pastosa y ojos vidriosos.

Fue al oírla hablar que Emma pudo confirmar que estaba borracha. Primero se sorprendió, ya que Candice era a pesar de todo una persona obsesionada por el poder y el control, pero comprendió de inmediato que cada persona tiene sus propias debilidades.

—¿Estáis sola? —preguntó Emma.

—La soledad es mi mejor amiga. ¿Qué hace una mujer tan hermosa como tú sin un caballero? ¿Tu amante de ayer te ha abandonado?

Emma se sorprendió de nuevo por la familiaridad de su comentario.

—Quiero aclarar que no he vivido una noche de sexo apasionado, como usted parece imaginar. Y sí, habíamos quedado, pero no se ha presentado.

—Los hombres son siempre así de fiables. ¡Crap!1

Emma no pudo retener su suspiro. Le dirigió una sonrisa forzada a Candice que bebió de un trago el bourbon que quedaba en el fondo de su vaso.

—Tendría seguramente una buena razón —, replicó Emma encogiéndose de hombros.

De hecho, intentaba convencerse a sí misma.

—Nadie tendrá jamás una buena razón para faltarte al respeto. Métete esto en la cabeza —, respondió Candice señalando su cabeza con su dedo índice.

Emma se sobresaltó al oír el tono que la mujer había usado y sintió un ligero malestar. Aprovechó el momento para excusarse.

—Voy a volver al hotel. Voy a descansar para mañana…

—Quédate un ratito más. ¿Quieres una copa? Te invito. ¿Qué bebes?

Candice levantó la mano para llamar a uno de los camareros. Emma jugaba con sus dedos sobre la mesa y se sintió obligada a quedarse. Sentía lástima por la mujer que tenía delante. También tenía miedo de que le pudiera pasar algo en su estado, si se quedaba sola.

Emma indicó al camarero que quería vino tinto, mientras que Candice pidió otro bourbon con hielo. La mujer se puso a examinar a Emma de nuevo. Le recordaba vagamente a alguien de su pasado que había significado mucho para ella. Parecía frágil, pero de ella emanaba una cierta fuerza. Las personas como Emma fascinaban a Candice. Creía que era una debilidad dejar ver la vulnerabilidad de una. Emma se sentía aún incómoda por ser observada así. Se sentía demasiado intimidada como para para preguntarle sus motivos o para lanzar un tema de conversación cualquiera. Y entonces, se arriesgó a hacerle una pregunta, ya que se dijo a sí misma que iban a pasarse el resto de la noche mirándose si ella no rompía el silencio.

—¿Habéis pasado un buen día?

—Como otro cualquiera. ¿Tú has podido dormir un poco? —preguntó Candice eludiendo el tema con un gesto de la mano.

— Sabe usted, no es mi estilo pasar la noche fuera, más bien es Charl…

Emma se puso la mano delante de la boca y paró su frase en seco, dándose cuenta de que iba a revelar el comportamiento íntimo de Charlotte. Dar ese tipo de detalles sobre su mejor amiga no servía de nada y era aún más insensato dárselos a la persona que la contrataba profesionalmente. Sintió que le invadía un sentimiento de culpabilidad. Candice se moría de la risa. La sinceridad que se desprendía de su risa desestabilizó a Emma. Le daba una nueva cara a la mujer dura que ella conocía y suavizaba los rasgos especialmente fríos e intratables que normalmente la caracterizaban.

—Está bien, Emma, no voy a revelar tu pequeño secreto. Sé mucho más sobre Charlotte de lo que ella pueda imaginar. No has hecho más que confirmar lo que ya creía y lo que había oído entre bastidores.

—Debería haberme callado. No quiero que esto pueda cambiar la imagen que tiene de ella.

Candice sonrió y puso su mano sobre la de la joven quien se irguió al contacto y retiró la suya inmediatamente. Emma tenía muchas dificultades con la proximidad física de las personas. Candice notó su gesto de retirada, pero prefirió no decir nada al respecto.

—Charlotte tiene mucho carácter. Va a llegar muy lejos, en fin, siempre que su debilidad por los hombres no se convierta en un problema.

—Me sorprendería. Los hombres están como sobre asientos eyectables con ella.

Emma se mordió la lengua. Se dio cuenta de que había vuelto a hablar demasiado en cuanto vio una sonrisa dibujarse en los labios de Candice. No hacía más que meter la pata y prefirió callarse. Candice, a pesar de los efectos del alcohol, se había dado cuenta de su malestar e intentó cambiar de tema.

—¿Siempre has vivido en Montreal?

—No. Nací en un bonito pueblo de la región de Beauce, muy cerca de la frontera americana. Mi padre es americano.

• ¿A qué se dedican tus padres?

—Mi padre trabaja en una pescadería. Mi madre nos abandonó cuando yo era pequeña. Ya no es parte de mi vida.

A Emma no le gustaba hablar de su familia. Habitualmente se limitaba a responder de forma breve a las preguntas que a menudo le hacían. Sin añadir detalles innecesarios. Desvió la conversación interesándose por Candice y sus orígenes.

Ésta no se había enterado de nada de lo bebida que estaba. Candice se puso entonces a explicarle que una leyenda urbana había aparecido acerca de su nacimiento. Ella jamás la había negado. Algunos habían exagerado la historia llegando a decir que tenía sangre real. Hasta decían que sus ancestros descendían directamente de una princesa, pero era todo falso. Candice venía de una familia humilde de un pueblo costero de Inglaterra. No había estudiado en Oxford, sino que había hecho cursos de comunicación por correspondencia. Candice había conocido a su marido, Nicolas Campeau, no en una recepción de la alta sociedad a la cual los dos estaban invitados, sino mientras servía bebidas en un bar dónde él había venido a celebrar la firma de un contrato importante con un cliente de la zona. Él la había seducido, le había prometido que no saldría de allí sin ella. Ella había terminado cediendo, sin saber que se trataba de un hombre de negocios influyente en su país de origen. Estaba muy contenta de abandonar su pueblucho dejado de la mano de Dios y de vivir por fin la vida que se había inventado. Candice se había marchado sin pensarlo y no se había imaginado que ese hombre sería aún su marido muchos años más tarde. Su monólogo se volvió rápidamente inconexo, por lo que Emma le propuso que se marcharan y volvieran al hotel.

 

CAPÍTULO 4 – EL ASCENSOR

Candice andaba dando tumbos, sostenida por Emma que la ayudaba a avanzar. Se preguntó por un instante en qué berenjenal se había metido queriendo hacerse la bienhechora. No se había atrevido a mandar un mensaje a su mejor amiga para que viniera con ella al rescate. No quería que Charlotte viera el espectáculo desolador que le ofrecía su jefa. La joven le había confesado con anterioridad que tenía una cierta admiración por Candice, y no quería arruinar la imagen que debía tener de ella. Además, por el orgullo de Candice, sabía que era preferible que ninguna de sus empleadas pudiera verla en un estado tan lamentable.

Emma había llamado a un taxi para volver al hotel, aunque este estuviera cerca. Había tenido que soportar todas las etapas de embriaguez de Candice. Le había hablado, casi en estado depresivo, sobre sus hijos que habían ido por el mal camino. También le había hablado de su marido que la engañaba, sin ni siquiera esconderse, con mujeres más jóvenes que él, y que tenía una aventura amorosa con una de sus asistentas. Candice temía que terminara dejándola por esa “puta”, como ella la había llamado. Emma no se hubiese podido imaginar ni por un segundo que la noche se terminara así, haciendo de psicóloga improvisada para una rica mujer de negocios. Sentía simpatía por esta mujer que, detrás de un grueso caparazón, escondía una persona herida, lastimada y que tenía una vida complicada, a pesar de todo el dinero que poseía.

Candice se había mostrado tal y como era. Con toda su vulnerabilidad y sin sutilezas. Emma no podía hacer más que respetar esta osadía, animada por el alcohol. La embriaguez se había convertido en una muleta para Candice. Una forma como cualquier otra de escapar de la realidad que se volvía demasiado difícil. Bajo esa fachada fría y fuerte se escondía un alma herida. Una mujer con una sed irremediable por ser amada. ¿Y quién no necesitaba serlo? Emma la primera. No obstante, como esta mujer que llevaba una máscara para alejar a la gente, ella hacía todo lo posible para que las personas no se acercaran demasiado. Charlotte era una de las únicas que aceptaba en su pequeño círculo. No daba ninguna relación por sentado.

—¿Cuál es el número de su habitación? —preguntó Emma entrando en el ascensor.

— Esto… wait a minute. It’s… ho… I think…

Candice, apoyada sobre Emma, rebuscó en su bolso y sacó una tarjeta electrónica que le entregó. Emma vio que no estaba en el mismo piso que ella y marcó el número correcto que correspondía al piso de la habitación de Candice. Arrastró a Candice por el pasillo hasta el número 349 y metió la tarjeta en la cerradura. Cuando abrió la puerta, constató que el lugar se parecía más a una suite que a la habitación minúscula que ella y Charlotte compartían. Debería haber imaginado que, con sus medios económicos y su estatus, podía permitirse el lujo.

—Ya ha llegado a su destino —dijo Emma con voz suave, empujando a Candice dentro de la habitación.

—Muchas gracias —murmuró la mujer.

—¿Estará bien?

La mujer le dedicó una sonrisa a Emma, y luego la tomó entre sus brazos y la presionó contra ella durante unos segundos antes de darle un beso en la mejilla y alejarse. Su aliento apestaba a alcohol, lo que hizo estremecer a Emma.

—Todo OK, Emma —acabó por responder mientras encontraba la dirección de la cama, impecablemente hecha, para tumbarse sobre ella, completamente vestida.

Emma se acercó para asegurarse por última vez de que la mujer estaba bien, pero ya estaba roncando. Tiró de uno de los edredones y lo puso sobre Candice, que entreabrió los ojos por unos segundos antes de volverlos a cerrar, con una sonrisa en los labios. Emma fue a dejar el bolso de Candice sobre una butaca situada en la esquina de la habitación. Se dirigió seguidamente hacia la salida y apagó la luz antes de marcharse de allí enseguida. Se apoyó contra la pared después de haber marcado el número de su piso. La puerta se cerró, y ella cerró los ojos hasta que el ascensor se paró para dejar entrar a Gabriel Jones. A pesar del cansancio visible en su rostro, le dirigió una calurosa sonrisa a Emma.

—Las dos quebequesas, ¿verdad? —dijo con una pequeña sonrisa que hizo que la joven se derritiera.

Emma asintió con la cabeza y le ofreció una sonrisa. Se acordaba de ella y hasta le había dirigido la palabra, a diferencia de lo que había pasado durante su breve encuentro de la mañana. Estaba emocionada.

—¿Gran fiesta? —preguntó ella tímidamente sin dejar de sonreírle.

—Sí. ¿Quién lo hubiera dicho, que un seminario sería más agotador aún que hacer veinticuatro horas en urgencias? —replicó él, con tono burlón.

—¿Eres médico?

Él iba a responder cuando el ascensor hizo un ruido extraño y se paró de golpe en su descenso. Emma fue propulsada sin querer hacia Gabriel y lo empujó involuntariamente contra la pared a su izquierda. Farfulló unas disculpas, respirando de paso la fragancia fresca y viva que él desprendía, muy agradable a su olfato. Su olor le hizo recordar la imagen de un profesor de francés de secundaria que llevaba un perfume similar y del que había estado encaprichada un tiempo. Emma se separó rápidamente del hombre. Confundida.

—¿Estás bien? —preguntó él preocupado.

—Sí, sorprendida, pero estoy bien. Creo que el ascensor nos ha abandonado —, respondió Emma sonrojándose.

Gabriel cogió el teléfono rojo de emergencia y marcó el número de servicio para avisar de la avería. Intercambió algunas frases, y después colgó.

—Creo que corremos el riesgo de pasar un rato largo juntos —dijo antes de continuar—, era alguien nuevo en la recepción y parecía completamente perdido. Va a llamar para tener una asistencia inmediata.

Emma respiró lentamente. Intentaba estar mantener la calma a pesar del pánico que crecía en ella. Estar en un lugar cerrado y sin salida la ponía un poco nerviosa.

—Con suerte, quizás sólo sea una pequeña avería...

— Eso espero. Tengo que coger un avión muy temprano mañana por la mañana para volver a casa. No es que no esté contento de estar atrapado aquí con una joven tan encantadora —dijo Gabriel con una sonrisa cautivadora.

Emma se rio sin querer por su comentario, pero prefirió guardar silencio. Se imaginó, vista su vivacidad, que era un mujeriego. Todavía se sentía incómoda por estar atrapada en un espacio sin ventanas y sin ninguna salida posible. Imitó a Gabriel cuando este decidió sentarse en el suelo y usar su teléfono para consultar sus correos. Emma oyó el sonido del suyo y se puso a rebuscar en el fondo de su bolso para encontrarlo, sacando de paso algunos elementos extraños que no eran habituales en el bolso de una mujer, bajo la mirada divertida de su compañero. Cuando, finalmente, puso la mano sobre su móvil, vio un mensaje de texto que le había dejado Ian y que leyó a toda prisa. “Lo siento por esta noche. Una emergencia. Estaba pensando en ti. Besos”. Emma hizo una mueca sin darse cuenta.

—¿Malas noticias?

—No, para nada. Alguien que me ha dado plantón y que me pide disculpas.

—Más vale tarde que nunca, supongo. No es muy amable dejar colgado a alguien.

Emma mantuvo su mirada en Gabriel. Le resultaba muy agradable y, al contrario que Ian, parecía un tipo mucho más serio. Vestía un elegante traje negro. Se había desabrochado los tres primeros botones de su camisa y había desecho su pajarita. Una señal muy clara de que su fiesta había terminado. Emma observó un momento la pequeña cicatriz que tenía en la frente. Una línea recta, horizontal, por encima de su ojo izquierdo. Se preguntó realmente cómo había podido hacérsela. Supuso que había sido probablemente jugando a hockey. Lo cual le pareció gracioso, ya que no sabía ni si a él le interesaba este deporte ni si lo había practicado. Emma sentía una gran felicidad al inventarse historias. No es que habitara un mundo paralelo, pero estaba en su personalidad el inventarse cuentos que acababa plasmando sobre papel. Sólo por el placer de inventarse anécdotas y de crear personajes más vivos que en la realidad.

—Creo en las segundas oportunidades —contestó Emma volviendo su mirada hacia su teléfono para leer el segundo mensaje que había recibido.

—Yo también creo en ellas. La vida a menudo nos brinda más de una oportunidad, pero habitualmente, es la gente la que no sabe utilizarlas —respondió él. Entonces decidió cambiar de tema —: ¿cómo está la señorita Riopel?

Puso su teléfono a su lado.

—¿Charlotte?

Emma sintió una pequeña pizca de celos en su interior. Aunque estaba acostumbrada. Los hombres se acordaban constantemente de Charlotte. Le pedían habitualmente su número, si tenían la mínima oportunidad, o si estaba saliendo con alguien. Aunque quería mucho a su mejor amiga, a veces resultaba fastidioso. Le hubiera gustado despertar el interés de los hombres tanto como ella. No obstante, era consciente de que su amiga desprendía un aura de sexo, de placer sin complicaciones, y era a menudo todo lo que un hombre normal y corriente quería. En ese aspecto, ella siempre ganaba. Emma también sabía que la fuerza de Charlotte podía ser una debilidad. Personalmente ella era más reservada, más discreta, pero buscaba relaciones más serias y no competía sobre el número de amantes que pasaban por su cama.

—Sí, Charlotte. Pasamos un rato muy agradable juntos ayer por la noche. Consiguió hacerme reír con su vivacidad y su humor...

Emma suspiró y puso su teléfono a su lado, alzando la mirada hacia Gabriel. Él esperaba, observándola minuciosamente.

—Supongo que está bien. Al menos, estaba bien la última vez que hablamos. ¿Quieres que te dé su número, supongo?

Emma sabía que Charlotte aceptaba los números, pero daba raras veces el suyo.

Las palabras habían salido de un modo expeditivo, sin que ella pudiera filtrarlos de antemano. Gabriel tenía un aire perplejo y fijó su mirada, ahora divertida, en la de su compañera de ascensor. Comprendió fácilmente que había tocado una fibra sensible, sin querer.

—Es muy amable de tu parte, pero no. Cuando quiero el número de una mujer, se lo pido directamente. No soy ningún adolescente, las mujeres no me dan miedo. ¿Tienes novio?

Gabriel observó a Emma más intensamente. Sonrió cuando su mirada se posó sobre su boca, ligeramente carnosa, que hacía una graciosa mueca enfurruñada. Comprendió que estaba causada por la irritación de haberle preguntado por Charlotte. Había preguntado educadamente para entablar una conversación entre dos desconocidos obligados a compartir un espacio tan minúsculo. Aunque las dos mujeres eran muy amigas, había podido adivinar que existía una mínima rivalidad entre ellas. Charlotte había conseguido despertar su interés la noche anterior, pero encontraba a Emma mucho más atractiva e interesante. Tenía un aspecto misterioso y serio que se correspondía mucho más a su propia naturaleza. Desprendía algo más profundo, menos superficial, que le incitaba a querer saber más sobre ella. También parecía que su personalidad era más cercana a la suya que la de Charlotte.

—No, no tengo novio.

—¿Qué edad tienes?

Emma rio brevemente. Gabriel no pudo evitar comparar su risa con una dulce melodía.

—¿No sabes que no se debe preguntar esto a una dama? — reaccionó ella fingiendo severidad.

 

—Soy realmente imperdonable. También es que soy muy curioso —dijo él levantando las dos manos en el aire y bromeando.

—¿Qué edad tienes tu?

—Treinta-y-nueve primaveras bien contadas.

El teléfono de Gabriel sonó en aquél mismo instante y respondió al segundo tono. Se puso a hablar en inglés y Emma se levantó para que no pareciera que escuchaba la conversación. Era casi inevitable en un espacio tan pequeño. Él colgó al cabo de dos minutos. Gabriel, hombre como era, dejó que sus ojos se posaran sobre las nalgas bien redondeadas de la mujer y sobre la cintura delgada y bien definida. Se imaginó perfectamente sus manos posándose sobre la curva de sus caderas, pero apartó rápidamente las imágenes de su cabeza. Estaba cansado y no era de su estilo dejarse llevar por ese tipo de pensamientos en este contexto. Esto no le impidió admirar el pecho de la joven, realzado por el cuello en V de la camiseta que llevaba puesta.

—Hace un momento, ¿decías que eres médico?

—Sí, soy especialista del corazón —respondió apartando la mirada.

Le incomodaba el contexto. Emma no le dejaba indiferente y tenía miedo de que ella pudiera adivinar el efecto que le provocaba. Se levantó y volvió al teléfono de emergencia para obtener un seguimiento de la situación. Su mano rozó la de Emma cuando pasó a su lado y se sintió turbado en lo más profundo de su ser. Emma le miró y se imaginó por un instante deslizar sus dedos por sus cabellos espesos. El deseo de ser Charlotte, por una noche, se hizo más fuerte. Una aventura sin compromiso durante un viaje de negocios. ¿Por qué se ponía tantas barreras? No lo sabía. Gabriel había colgado el teléfono de manera brusca y parecía irritado. Levantó la mirada hacia ella y le dio explicaciones, visiblemente intentando tranquilizarla.

—Todavía no consiguen volver a poner el ascensor en marcha. Dicen que hay un fallo mecánico fuera de su control. Van a hacer lo que puedan, pero vamos a estar a oscuras. Van a cortar la electricidad mientras envían a alguien para hacer las comprobaciones necesarias.

—¡Menuda suerte! —masculló Emma volviéndose a sentar y cogiendo su teléfono para escribir a Charlotte y explicarle la situación.

Gabriel se instaló al lado de la joven, la mirada todavía fija en ella, aunque ahora la luz se hubiera ido y estuvieran a oscuras. Su móvil vibró en su bolsillo y lo sacó para ponerlo a su lado. Su manó rozó de nuevo la de Emma que había hecho lo mismo con el suyo. Respiraban al unísono. Gabriel tomó la iniciativa, arriesgándose a hacer un gesto de acercamiento. Puso su mano sobre la de Emma y ella la apretó en lugar de apartarla. Sentía su rostro acercándose al suyo. Gabriel se detuvo a unos centímetros de su cara, como si esperara su permiso, y entonces besó a la joven que no opuso ninguna resistencia. Ella respondió a su beso con ardor. Con pasión. El momento era mágico. Emma había olvidado completamente a Ian y a Charlotte. Había olvidado donde estaba. Simplemente disfrutaba el momento presente. Carpe Diem. El presente que la vida le ofrecía. El beso que Gabriel le daba no podía compararse a nada que hubiera vivido antes. Emma aspiró el olor de Gabriel mientras este besaba su cuello, provocándole miles de cosquilleos en el bajo de su vientre. Todo su ser hervía de euforia y tenía la clara impresión de que el tiempo se había detenido. El único ruido que podía oír era el latido de sus corazones que tenían el mismo ritmo.

Emma no podía buscar su mirada en la oscuridad, pero sonrió como si pudiera verla. La situación era excitante. Podía comprender la emoción que vivía Charlotte. Se acordó de Pierrot Lafortune, un antiguo compañero de clase con quien había hecho el amor en la parte trasera de su coche, en el aparcamiento de un centro comercial, a altas horas de la noche. Debía tener 18 años. Fue el único momento de su vida en el que había corrido el riesgo de ser descubierta. Pero no era nada comparado con este momento. El éxtasis estaba en su apogeo, ya no era dueña de ella misma. Llevó toda su atención hacia Gabriel y sus caricias, por encima de su ropa, que le provocaban los más intensos escalofríos. Gimió cuando él pasó su mano por debajo de su jersey y rozó su vientre con las puntas de los dedos. Gabriel hacía subir la tensión y sabía que acariciar su piel, tan suave, le ayudaba en su tarea. La respiración de Emma se aceleró radicalmente en cuanto él deslizó sus dedos bajo su pantalón, lentamente, tanteando tímidamente en busca de un punto sensible para ella.

Emma comenzó a desabrochar el pantalón de su compañero y a abrir su cremallera, sin dejar de besarle apasionadamente. Titubeaba en sus movimientos. Torpemente, consiguió su objetivo. Se levantó un poco en el momento en el que él bajó su pantalón y sus braguitas con una mano más hábil que la suya.

—¿Te sientes bien? ¿Estás de acuerdo? —murmuró Gabriel mirando a la joven muy de cerca.

Ninguno de los dos veía bien al otro en una oscuridad casi total. Esto hacía la situación aún más excitante, ya que debían utilizar otras opciones, a cual más apetecible, para darse placer y descubrirse. Gabriel podía distinguir ligeramente su silueta, pero nada más que eso, de lo oscuro que estaba. Con la electricidad totalmente cortada, no tenían elección por el momento, y quizás era mejor así para esta experiencia nueva para ambos.

El tiempo se había detenido. Gabriel se comportaba como el niño que una vez había sido. Parecía tan lejos ahora. Estaba en un ascensor, en los brazos de una hermosa desconocida que había conocido por casualidad en este mismo ascensor. Una mujer que encontraba demasiado buena para él. Que parecía llevar en su interior una vulnerabilidad y una fuerza que le perturbaban. Raras veces había sido un amante, sino más bien un romántico enamorado. No entendía lo que estaba pasando ni le importaba. Los últimos meses habían sido duros para él en el plano sentimental, y no pensaba que hubiera podido conocer una pasión más a menudo descrita en los libros que había leído que vivida en sus propias carnes.

—Todo es perfecto —respondió ella sonriendo.

Si ella hubiera podido mirarse en un espejo, el reflejo que este le habría devuelto le hubiera mostrado un rostro seguramente sonrojado por la excitación del momento. Gabriel buscó en los bolsillos de su pantalón, luego sacó su cartera. Buscaba un preservativo. Era más bien difícil en la oscuridad total y tuvo la idea de coger su teléfono para iluminar un poco su campo de búsqueda.

Emma, a su lado, acariciaba la parte inferior de su espalda y sus nalgas, mientras besaba su hombro. No estaba ni siquiera seguro de si tenía un condón, pero una sonrisa apareció en su rostro en cuanto encontró lo que buscaba. Desafortunadamente, su sonrisa se desvaneció igual de rápido cuando vio la fecha de caducidad indicada sobre el envoltorio.

—Mierda —resopló en inglés

Emma se inclinó, cogió su bolso y rebuscó directamente en un pequeño bolsillo cerrado por dos botones en el fondo, para sacar un preservativo que tendió a Gabriel. Siempre los llevaba consigo. Sonrió pensando en los preservativos caducados de su amante, que revelaban su falta de experiencia en ligues de una sola noche. Gabriel cogió el que ella le ofrecía y le ayudó a levantarse. Tomó su boca en la suya mientras acariciaba su pecho y su cintura. Empujó a Emma suavemente contra la pared y se puso el preservativo. Emma se giró, dándole la espalda, apoyándose firmemente contra el tabique mientras que Gabriel puso sus dos manos alrededor de las caderas de la joven que sostenía con firmeza, y entonces la penetró apasionadamente de un solo golpe. Los dos amantes se unieron desde entonces en una pasión efímera que quedaría probablemente marcada en cada una de sus memorias.

Emma y Gabriel se habían abandonado a sus deseos, saliendo de su zona de confort. Por una noche, se habían convertido en lo contrario de lo que eran habitualmente, y era perfecto así. Se entregaron el uno al otro sin la promesa de un mañana. Emma dejó que Gabriel la dominara y guiara el baile durante un rato. Sus manos expertas se pasearon un poco por todo su cuerpo, descubriendo lugares aún inexplorados y haciendo nacer en ella sensaciones que jamás había conocido. Se perdió en los brazos reconfortantes y protectores de su amante. Eliminaba todos los pensamientos que le venían en relación con lo que iba a pasar, para concentrarse en el aquí y ahora.

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