Dido, reina de Cartago

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–Pigmalión es un magnífico guerrero –intervino la reina –y apreciaría mucho conocer las tácticas empleadas en esa guerra. ¿No es así, hermano?

–En tal caso, señor –continuó Anarkasis–, te gustará conocer los detalles del combate en el cual Aquiles derrotó al troyano Héctor a los pies de los muros de Troya. ¡Un duelo excepcional…! Escuchad…

Las calles de Tiro, a esas horas de la noche usualmente desiertas, estaban llenas de gente. En intervalos de tiempo establecidos, desde diversos puntos de la ciudad acudían hacia el puerto grupos de hombres y mujeres con sus sacas, algunos llevando en los brazos a sus hijos dormidos y a otros de la mano. No hablaban ni hacían ruido. Andaban por callejuelas estrechas y huían de los espacios abiertos. Al llegar a las esquinas se detenían y escrutaban la siguiente calle antes de seguir. La noche era clara y no hacían falta antorchas. Cada familia sabía cuál era la nave en la que debía de embarcar y obedecía los gestos de los marineros quienes, desde la cubierta, les invitaban a darse prisa. Otros hombres, al pie de las pasarelas de madera montadas entre el muelle y las embarcaciones, los ayudaban con los fardos, los niños e incluso subían en brazos a los pequeños animales domésticos que, paralizados por el miedo, se negaban a avanzar. La operación estaba saliendo bien. Ya habían levado anclas ocho naves.

Los compinches de Pigmalión habían enviado a dos hombres a espiar a los vigilantes de las obras del templo de Melqart. Apostados en el ángulo de una callejuela, junto a un portal, desde ese escondite distinguían con claridad las antorchas apoyadas en el muro y a los cuatro soldados armados haciendo guardia. De ellos, dos permanecían en pie dentro del recinto del patio y los otros dos paseaban arriba y abajo por delante de la pequeña tapia, quizá para espantar el sueño.

A los espías les hubiera gustado hacer lo mismo, andar para desentumecer los músculos. Pero no podían moverse, correrían el riesgo de ser descubiertos. Estaban realizando una misión aburrida y, a su juicio, innecesaria. ¡Cuánto mejor pasarían la noche jugando a los dados o bebiendo vino en algún figón!

De pronto, les pareció ver una sombra y se pusieron en alerta. Aguzaron el oído. ¿Qué podía ser? Parecía el roce de pisadas. Extrajeron de sus cintos los puñales y permanecieron tensos.

En palacio, el salón del banquete estaba muy animado. Anarkasis había conquistado a sus oyentes y éstos no cesaban de hacerle preguntas acerca de esa guerra sobre la cual sabía tanto. La señora Diana se interesaba por las damas y trataba de indagar sobre Helena. ¿Era tan hermosa como decían? ¿Era cierto que la raptaron? Se originó un debate sobre si había sido o no necesario mover a todos los reyes griegos para ir a Troya a rescatarla. Las opiniones estaban divididas. El Príncipe del Senado había hecho ya varias discretas advertencias a Pigmalión para que no bebiese tanto y, felizmente, habían sido acogidas por parte de éste con la indiferencia más absoluta. Seguía bebiendo y, de vez en cuando, intervenía en el debate. Desde luego, si él hubiera luchado con los griegos, le habría dado su merecido a esa zorra.

Acus cruzó una mirada de entendimiento con la reina Dido y ella se levantó de la mesa del banquete. No le extrañó a nadie, porque llevaban ya mucho tiempo sin cesar de comer y beber. Se dirigió con presteza a su cuarto.

–Barce –dijo sin levantar la voz–, ha llegado el momento. Este es el plan: deja sobre mi lecho la ropa ligera como acordamos y una pieza de tela para hacer luego un hatillo con las que llevo puestas. Iremos juntas ahora mismo a despertar a Anna y yo le explicaré todo. Después, cogerás a tu nieta y vendréis las tres aquí. Dentro de poco llegarán unos hombres para cargar los baúles y acompañaros hasta la nave.

–¿Quieres decir, mi reina, que no vienes tú? –preguntó con ansiedad la anciana.

–Iré después, cuando haya resuelto otros asuntos. Embarcaré a tiempo, no temas. Pero vosotras debéis estar allí cuando yo llegue. ¿Comprendes? Es muy importante para mí saberos a salvo, eso me permitirá actuar en todo momento como debo, sin temores.

La vieja Barce no pudo evitar las lágrimas. Abrazó un momento a la reina, luego se secó las mejillas con las manos y trató de sonreír. Ambas se dirigieron al cuarto de la hermana de Dido.

–Anna, Anna –susurró la reina al oído de la muchacha, mientras le acariciaba el pelo con la mano. La niña tenía poco más de 14 años y era alegre como un día de sol. Sonrió aún antes de abrir los ojos y, cuando por fin lo hizo, Dido le puso un dedo en los labios.

–Debes levantarte enseguida y sin hacer ruido. Ahora no tengo tiempo para explicaciones, pero corremos un gran peligro y hemos de huir. Una nave nos espera en el puerto e irás a ella con Barce y su nieta Imilce. Yo acudiré allí. Barce tiene mis instrucciones, obedécela en todo.

La joven comprendió por la mirada de su hermana la gravedad de la situación. Asintió con la cabeza.

–Me llevaré a Sirio –dijo señalando a la bola peluda tendida a sus pies–. Sin él no iré a ninguna parte.

–Ni yo os separaría, créeme. Pero debes llevarlo en brazos y no permitirle ni un solo maullido –la reina le dio un breve abrazo y la besó en la frente–. ¡Arriba! Y ayuda a Barce con su nieta, es todavía muy pequeña.

Con una gran sonrisa, la reina se reintegró al banquete. Ordenó a su copero llenar de vino puro la copa de oro de su padre y traérsela. El joven se acercó a una mesita y, de espaldas a los comensales, llenó la copa y luego se la entregó a la reina. Dido se puso en pie y pidió silencio.

–Señor Anarkasis, amigos, quiero ofrecer un brindis. Esta es una ocasión muy especial y bien merece que bebamos todos de la copa que heredé de mi padre, en señal de hermandad. ¡Por el éxito de esa nueva ruta y el futuro abierto por nuestro invitado griego!

Al salón llegaron, muy atenuados, ruidos procedentes del exterior, quizá de una de las puertas. La reina bebió y pasó la copa a su hermano.

X.–La hora crucial

–Necesito hablar con el príncipe Pigmalión –decía un hombre a los soldados de la puerta del palacio de Dido–.Tengo un recado urgente para él.

–Lo sentimos, señor –le respondieron–. El príncipe ha salido hace un buen rato. Debe estar en su casa. No queda nadie aquí.

El hombre se retiró sin decir nada más. Le habían mentido, sin duda, porque él venía de casa de Pigmalión y allí no había llegado. Estaban ocurriendo demasiadas cosas raras. Uno de sus empleados le había advertido del gran movimiento en el puerto y él mismo había acudido a cerciorarse. Eran naves mercantes las que estaban zarpando, era cierto, pero toda esa gente… De noche y sin hacer ruido. Sin avisos. Y le había sorprendido ver al pie de una de las pasarelas a la vieja Barce con una niña, como si fueran también a embarcar. ¿Se habría descubierto la muerte de Siqueo? Ella había sido su nodriza y no se le ocurría ninguna razón por la cual debiera abandonar Tiro con tanto secreto. Debería avisar a otros partidarios de confianza. Era necesario estar prevenidos y armados y tratar de localizar a Pigmalión.

–Señora –dijo el copero acercándose a la reina mientras ella contemplaba el panorama en el salón del banquete–. He envuelto la copa de oro de tu padre en un paño. ¿La pongo en tu equipaje?

–Sí, pero has de esperar que me cambie de ropa. Luego la metes dentro del hatillo y te lo llevas a la embarcación. Entrégaselo a Barce. Y asegúrate que tengamos a bordo algunas ánforas de buen vino. Nos pueden hacer falta.

En el salón reinaba la quietud mientras las conversaciones se desarrollaban en voz baja. Una precaución innecesaria: en las sillas, con las cabezas caídas sobre la mesa, algunas copas volcadas y trozos de carne y frutas esparcidos por todas partes, dormían profundamente Pigmalión y varios invitados. No era una visión muy agradable pero, como medida, resultaba útil.

–Y bien, Acus, no contaba con esto –dijo la reina dirigiéndose a su jefe de expedición y señalando con un gesto al actor Anarkasis. Éste, como los demás, roncaba ruidosamente.

–No me he acordado de advertirle que debía fingir beber el vino, pero sin probarlo. Ha debido dar un buen trago… –respondió Acus. El resto de personas que debían huir, incluida su esposa Diana, habían abandonado ya el salón.

–No podemos dejarlo aquí. Mi hermano no tardaría en descubrir el engaño y matarlo. Que vengan unos hombres y lo trasladen a la nave de tu padre. Nos vendrá bien contar con él, quizá en el futuro necesitemos otra vez hacer uso de su arte. Y ahora, vamos, no debemos perder tiempo.

Los espías de Pigmalión apostados junto al patio del templo de Melqart juntaron sus espaldas y empuñaron sus dagas. Pero no sabían qué hacer. Tenían instrucciones de permanecer ahí toda la noche, sin embargo no estaban seguros de acertar cumpliéndolas al pie de la letra. Algo se movía alrededor suyo y, si no encontraban el modo de avisar a su jefe, el resultado podría ser desastroso. Después de mucho tiempo de tensa espera, con los oídos aguzados y la percepción de estar en medio de alguna clase de peligro, decidieron actuar: uno de ellos permanecería en el puesto de vigilancia y el otro inspeccionaría los alrededores para tratar de averiguar qué pasaba. Y si resultaba ser algo serio, se marcharía a informar a su superior.

Había pasado ya un buen rato desde que se había ido su compañero, cuando el que permanecía de vigilancia escuchó un ruido muy cerca. Se hundió más en la sombra del portal que le servía de refugio. En dirección al templo se movían varias figuras. Delante de ellas iba un perro.

–Mook, ¡aquí! –dijo a media voz Dido.

El animal retrocedió al instante y se colocó al lado de la reina. Junto a ella estaba Acus y seis hombres más. Al llegar a donde estaban los soldados, éstos los saludaron. En un momento las antorchas alumbraron el interior del patio.

 

Acus dio instrucciones a los hombres para retirar unas piedras en el fondo de la zanja abierta durante el día. Conforme las apartaban, quedaba al descubierto un agujero. A la luz rojiza de las teas, pronto comenzó a destellar el oro: copas, escudillas, trípodes… La reina Dido asintió.

–Colocadlo todo dentro de los sacos –dijo.

El espía de Pigmalión, concentrado en tratar de comprender la escena, no se dio cuenta del peligro. Cuando quiso reaccionar, ya era tarde. Un golpe en la cabeza lo derribó dejándolo inconsciente.

Cargando los sacos sobre los hombros, los fornidos porteadores comenzaron a caminar rumbo al puerto. Los soldados se disponían ya a abandonar el lugar apagando las antorchas, cuando la reina Dido los hizo detenerse un momento. Había traído consigo unas piezas de oro y quería que las esparcieran por el suelo, sobre la calle. Extrañado, Acus le preguntó la razón.

–Quiero que mi hermano sepa cuanto antes que nos llevamos el tesoro.

–Rápido, rápido –los partidarios de Pigmalión, armados a toda prisa, salían a la calle. Las primeras sospechas se habían confirmado con el hallazgo de uno de sus hombres malherido cerca del templo y signos evidentes del robo del tesoro. Después de una breve deliberación, habían decidido asaltar el palacio de Dido. El príncipe debía estar retenido en él. O quizá muerto. Era preciso actuar sin demora. Y no se iban a andar con disimulos: cogieron varios hachones y los agitaron en el aire al tiempo que gritaban y vitorean el nombre de su jefe. Toda la ciudad debía enterarse. Algunas ventanas se abrieron dejando oír llantos de niños, ladridos. Algunas voces gruñían pidiendo silencio y otras preguntaban qué ocurría. Los rebeldes avanzaban cada vez más deprisa. Llegaron ante el palacio. Hallaron la entrada desguarnecida y empezaron a aporrear los portones. Al no obtener respuesta, trataron de abrirlos. Unos cuantos fueron corriendo a un almacén cercano y trajeron una gruesa viga para utilizarla como ariete.

–¿Están ya perforadas las naves de guerra? –preguntó Dido al Príncipe del Senado, quien permanecía en pie delante de su propia nave. Era la única que restaba por salir, junto a la de la reina.

–Hay dificultades. Los cascos son muy resistentes y no parece factible perforarlos sin hundirlos, como tú deseabas.

–Tu hijo se ocupará de ellas –respondió la reina–. Debes partir ya, querido amigo. Es importante. Necesitamos maniobrar para salir del puerto y debemos evitar estorbarnos unos a otros.

Le dio un abrazo apresurado, pero el viejo senador la sujetó un momento. La miró como si temiera verla por última vez y la quisiera recordar para siempre así. Dido se parecía mucho a su padre, el senador siempre había visto las facciones de su amigo y monarca en el rostro de ella. Antes de soltarla le dio una palmadita en la mejilla, una caricia para quien, más que una reina, era casi una hija querida. Dido le apretó la mano y sonrió.

Mientras la nave del Príncipe del Senado levaba anclas, Dido, Acus y sus hombres se aproximaron a las naves de guerra. Los soldados que las vigilaban y tratan de estropear los cascos eran aliados y huirían con ellos. Sin embargo, la operación estaba resultando más laboriosa de lo previsto. Los hombres de Acus contribuían a inutilizarlas arrojando los remos por la borda. Una labor pesada y no tan rápida como hubieran deseado.

Algunas luces brillaron entonces por encima de los tejados de la ciudad y no eran las del amanecer, ya próximo. El rumor creciente de un tumulto llegó hasta el embarcadero. Habían de apresurarse. Acus gritó a la reina y la instó a subir a su nave. Mook, en el muelle, empezó a ladrar muy excitado y no prestaba atención a las llamadas de su ama. Por las calles que desembocaban en el puerto comenzaron a llegar corriendo hombres armados. Un puñado de soldados de la reina aprestó sus armas y les salió al encuentro. Acus ordenó retirar la pasarela de madera. Dido llamaba a gritos a su perro.

El animal volvió la cabeza hacia ella un instante. Miró otra vez en dirección a la ciudad y al griterío. Y, de pronto, retrocedió unos pasos y, de un gran salto, alcanzó la cubierta de la nave que ya se estaba separando del puerto.

XI.–Una maniobra peligrosa

–No escribiré ni una palabra más –anuncia Karo tumbándose cuan largo es en el suelo del patio. Cruza los brazos sobre el pecho y cierra los ojos– ¡Me duele tanto la mano que no sé si podré usarla mañana! Abusas de mí, señora Imilce, porque soy joven.

–¡Qué poco entiendes de abusos! –le respondo. Pero no le falta razón. Él tiene la mano exhausta y yo la lengua. Con gusto tomaría un traguito de vino con agua, pero cualquiera se lo pide a mi nuera. Según ella, mi empeño por contar esta historia me está trastornando. Decididamente, es tonta.

–¿Qué te ha parecido la escena del perro? –digo por cambiar de tema.

–Si llega a durar un poco más, te aseguro que yo mismo lo habría tirado al agua. ¡Ya no podía sujetar el punzón y el maldito bicho ni se decidía a subir a la nave ni dejaba de ladrar…!

–Hasta él se dio cuenta de lo difícil que resulta dejar la propia tierra. La tensión del momento y el peligro eran muy grandes y ninguno de los fugitivos podía detenerse a pensar ni a sentir otra cosa distinta al temor. Menos el perro. Eso decía Barce. Pero cuando el amanecer iluminó Tiro y, desde las naves, la gente vio su patria más y más lejos, hasta desaparecer en el horizonte, hubo muchas lágrimas. No en el rostro de Dido, desde luego. Fue la última en zarpar y aún tenía un asunto pendiente.

–¡No lo puedo creer!

–Pues no lo creas. En tu opinión, ¿por qué querría la reina demorar su salida hasta el alba y no hundir ni estropear las naves mercantes que quedaban en el muelle? Su hermano Pigmalión deseaba ser el rey de Tiro y lo sería. Pero también ambicionaba riquezas. No dejaría de perseguirla ni de remover los mares y la tierra hasta recuperar el tesoro del templo. Pero ella lo conocía bien y era muchísimo más lista…

Karo se incorpora y se apoya de lado sobre un codo para mirarme. Este chico me sirve muy bien para saber cuándo resulta interesante esta historia. Mi pregunta ha llamado su atención. Pero no pienso decirle nada más hasta que retomemos la escritura.

***

El puerto de Tiro ardía de rabia y de antorchas. Desde la nave de la reina se escuchaban gritos desaforados y se veía un mar de lanzas, bastones y puños agitándose en el aire henchidos de cólera. Algunos hombres de Pigmalión abordaron los navíos de guerra y descubrieron que habían sido inutilizados. Apartaron a empellones a los vigilantes de las embarcaciones de carga y las aparejaron a toda prisa para salir en persecución de Dido.

Para ella, todo iba según lo previsto. Amílcar, el timonel, maniobró con gran pericia y se dispuso a seguir sus instrucciones tal y como la reina le había pedido. Eran difíciles de cumplir y peligrosas. Sin embargo, no temía ni a los riesgos ni al fracaso. No había en el mar un timonel de su temple y experiencia.

–Es preciso engañarlos, Amílcar –le había dicho la reina unas horas antes de embarcar–. Ya que hemos de buscar otra tierra para vivir, al menos debemos hacerlo libres del temor a ser perseguidos.

–Cumpliré tus ordenes, señora.

–Ésta es la idea: dejaremos a sus naves acercarse bastante a nuestra popa. Tanto como para hacerles creer que pueden alcanzarnos y que esa proximidad nos atemoriza. Y, cuando yo te diga, nos alejaremos dejándolos atrás.

–Es muy peligroso. Podría ocurrir que no saliera bien la maniobra y nos atrapasen. Lo sabes, ¿verdad?

–Más peligroso todavía es llevarlos pegados a nuestros talones durante años. Y Pigmalión no desistirá de buscarnos salvo que logre convencerlo de que ese esfuerzo no merece la pena. La venganza no le interesa tanto como la riqueza. Si piensa que no podrá recuperar el tesoro, nos dejará en paz. Y para ello es imprescindible actuar como te he dicho.

–Convendrá, entonces, salir despacio del puerto para que puedan reaccionar y aparejar sus naves –había respondido Amílcar–. ¿Ha de mantenerse esa situación durante mucho tiempo?

–El menor posible. Solo hay una condición: debe ser de día cuando nos separemos definitivamente de ellos. Confío en ti –le había dicho la reina colocándole una mano sobre el hombro. Amílcar ya no era joven, pero había sentido en su cuerpo una corriente de simpatía al contacto de esa mano. Si la reina confiaba en él, ni todos los dioses del universo podrían torcer su voluntad de servirla.

XII.–Adiós a Tiro

Tres mercantes partieron del muelle en persecución de Dido. Amílcar mantenía firme el timón y demoraba la marcha como si hubiera problemas. La reina, su hermana Anna y la nodriza Barce, el noble Acus y su esposa Diana, se apoyaron en la popa y contemplaron Tiro al fondo, brillante al ser tocada por los primeros rayos de luz. Cada vez se acercaban más a ellos las naves de los partidarios de Pigmalión.

Todos guardaban silencio. Sólo se oía el batir de las olas contra el casco y el chasquido de los remos. El sol comenzaba a trazar una senda amarilla en el agua. Los remeros de los perseguidores hundían las palas en el mar muy deprisa. Se acortaban las distancias. Estaban peligrosamente cerca. De pronto, la reina Dido habló:

–Barce –dijo–, avísame cuando distingas con claridad las caras de nuestros enemigos de la nave más próxima.

–¡Yo las veo ya! –exclamó Anna.

–Debe verlas Barce –insistió Dido–. Acus ¿están tus hombres a punto?

–Las veo, las veo –gritó Barce mientras señalaba con el dedo.

–Adelante –dijo la reina haciendo gestos de alarma y moviéndose hacia atrás en la cubierta–. ¡Arrojad al agua los sacos!

Dos marineros comenzaron a tirar por la borda los sacos llenos de tierra que, por encargo de la reina, había preparado el Príncipe del Senado. Dido volvió a acercarse a la popa, se cubrió el rostro con las manos y las demás mujeres la imitaron. Acus gesticulaba y gritaba fingiendo dar prisa e instrucciones a los hombres. Dido, por fin, se agarró con las dos manos a la borda y miró el mar con desconsuelo. Del borde de algunos sacos se habían escapado, casualmente, platillos y copas brillantes como el oro. Caían sobre el agua y el sol los hacía destellar unos instantes antes de ser engullidos por las olas.

Los perseguidores se quedaron estupefactos contemplando la escena desde las cubiertas de sus naves. Se sentían impotentes. Tras el hundimiento del último saco, sus remeros bajaron el ritmo y las naves perdieron velocidad, mientras la de Dido mantenía la suya. La distancia se hizo mayor y, finalmente, las naves de Pigmalión viraron en redondo y pusieron proa en dirección a Tiro.

La reina y sus compañeros respiraron aliviados y sin poder contener la alegría al verlas retirarse. Ella se acercó a Amílcar y le palmeó la espalda.

–Ahora navegaremos al ritmo que tú impongas, señor del mar.

–Pasarás a la historia, mi reina –le respondió el timonel con admiración–. Eres una mujer grande entre todas las fenicias.

Dido se sentó con la espalda apoyada en un rollo de maromas. Necesitaba descansar después de tantas horas en vela.

Cerró los ojos y se encomendó a los dioses. Quisiera la madre Juno protegerla y Neptuno guiarla por rumbos seguros. Respiró hondo. Trató de imaginarse la reacción de sus enemigos cuando llegasen al puerto de Tiro y consiguieran despertar a Pigmalión. Su hermano estallaría de ira cuando le dijeran que habían visto con sus propios ojos cómo la pérfida Dido había arrojado al fondo del mar el tesoro del templo de Melqart.