¿Jugamos a princesas?

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EL PRÍNCIPE QUE SE CONVIRTIÓ EN RANA

Corrían los años 70. Ya con dieciocho años a mis espaldas y dos desengaños, me centré en mi profesión. Vi un anunció solicitando una administrativa para contabilidad; al llevar cuatro años en mi actual trabajo, pensé que quizá podía tener posibilidades. Me llamaron para pasar la entrevista y, dado el ambiente machista que regía en mi familia, no pude ir sola y mi padre se presentó conmigo. En la entrevista no dieron importancia a ese hecho. Nos atendió el jefe de personal.

—Lo siento, pero el puesto para el departamento de contabilidad ya está cubierto. Pero tenemos una vacante como secretaria de dirección.

—¿En qué consiste el puesto?

—Básicamente, en contestar el teléfono, pasando las llamadas al director, tomar nota, redactar las cartas y pasar los datos contables a máquina.

—Bien, ¿cuándo nos comunicarán si me aceptan? Tengo que dar un mes de preaviso en la gestoría donde trabajo.

—En una semana tendrás una respuesta.

En aquel momento pensé que era muy extraño que no me hicieran ninguna prueba, pero debían de considerar que reunía todas las condiciones para el puesto… Nos despedimos. A mi padre le parecieron bien tanto el sueldo como la seriedad y la importancia de la empresa. El sueldo era importante y por aquel entonces mi padre no podía trabajar y mi sueldo era necesario para mantener a la familia.

Tal como dijeron, a la semana recibí una carta donde me comunicaban que me incorporaba a primeros de mes, así que me despedí de mi anterior trabajo con pena: allí había empezado con catorce añitos y, sin saber apenas nada, había conseguido llevar todo el tema laboral de varias empresas. El trato tanto con los trabajadores como con las empresas había sido siempre bastante cordial y eso me hizo coger experiencia con el trato al personal.

Por aquel entonces ser secretaria de dirección estaba muy bien visto, daba categoría. Cuando mis padres contaron a los vecinos la noticia, les felicitaron. En la planta baja de la empresa estaban la producción, con las diferentes máquinas, el almacén y el taller de mantenimiento; en la planta superior estaban las oficinas: por un lado, el personal administrativo, con diferentes despachos en función de la jerarquía —entiéndanse directores de departamentos con sus respectivas secretarias—, donde los despachos eran más bien reducidos; los grandes de los directores generales de la compañía estaban en la otra ala de las oficinas. Junto a ellos había una sala grande donde se encontraba la secretaria particular de cada uno. En uno de ellos me encontraba yo. ¡Impresionante! No podía creerlo.

El primer día todo fueron novedades. Me parecía estar viviendo una película, ya que al llegar cada mañana las chicas de las oficinas iban directas al baño, donde se maquillaban, acicalándose para estar atractivas. Las edades de las mismas no pasaban de los veinte años.

Como en cualquier secretaría de la época, mi trabajo consistía en llevar café, tomar nota de las llamadas, atender a las visitas y pasar de vez en cuando alguna carta a máquina, por lo que disponía de bastante tiempo libre. Durante ese tiempo veía como mis compañeras de gerencia se dedicaban a hacerse la manicura y a tomar café en la cafetería, así que decidí asumir el mismo rol, visitándola con frecuencia.

Entre mis compañeras estaba la que era secretaria del director general. Por supuesto, tenía entre sus estudios secretariado de dirección e inglés con taquigrafía incluida, pero la otra compañera no tenía estudios y estaba en el puesto por amistad especial con el director comercial. Se rumoreaba que, a pesar de estar casado, mantenían una relación íntima, de ahí que fuera su secretaria. En ocasiones se encerraban en el despacho y no comprendía el porqué. Más tarde lo entendí.

En mi caso, era secretaria del director administrativo, para mí un puesto algo extraño, pues tenía dos jefes, padre e hijo. El padre, ya mayor, chocheaba y pocas órdenes daba; sin embargo, su hijo Roberto era el que ejercía el cargo de su padre —por tanto, mi jefe real—, un hombre algo gordito y peculiar, diferente al resto de directivos. Diría que era un réplica de su padre, pero en joven; eso sí, muy trabajador, pues hacía su trabajo y el mío, ya que, en lugar de dictarme las cartas, me las daba pasadas a borrador, pero bueno… Era su forma de trabajar. Con su característica forma de salir del despacho, siempre patinando, más de una vez le hicimos alguna trastada como poner polvos de talco en el suelo para ver si se caía. Pero qué va, nunca conseguimos nuestro objetivo: tenía un equilibrio perfecto, supongo que debido al peso y a las redondeces que tenía.

En aquella oficina éramos un total de treinta personas y se cocían muchas cosas. Entre ellas estaba Mamen. Rondaba la treintena, nunca supe los años que tenía. Estaba en el departamento comercial como relaciones públicas… y tan públicas. Su forma de vestir y maquillarse destacaba de lejos y por su perfume se sabía dónde estaba. Recuerdo su famoso vestido de leopardo, marcando todas sus curvas. Aquello sí que era 90-60-90. Además, la medida de largura dejaba ver sus piernas hasta donde se podía, imaginando lo que había por encima. Su pelo, siempre perfecto, color caoba, y aquellos ojos saltones pero con su raya bien perfilada, que casi le llegaba cerca de la ceja, así como la boca de color rojo rubí. Desde luego, traía de cabeza a todos los hombres de la empresa y su puesto, cómo no, era recibir a las visitas y enseñarles las instalaciones de la empresa.

Para prepararme mejor, ya que nunca había realizado tareas como secretaria, comenté a mis padres la posibilidad de realizar un curso de secretariado, pero, dado que no podía asistir a ninguna academia, decidí hacerlo por correspondencia. Durante el curso aprendí taquigrafía y redacción de cartas comerciales, entre otras funciones; estuve un año dejándome la vista y el tiempo entre los ejercicios, que debía enviar cada semana durante un año.

La empresa estaba fuera de la ciudad, en un polígono donde no había ningún sitio para comer, por lo que disponía de una cafetería con comedor y cocina, en la cual cada día la cocinera realizaba un menú diferente. Daba tiempo suficiente para comer, evitando que se llegara tarde al trabajo. El personal de oficina hacía turno partido; en la fábrica los turnos eran los normales: mañana, tarde y noche. Los que se quedaban a hacer horas extras podían comer tranquilamente.

El coste de la comida era bastante asequible; no era mucho que el tique tuviera un precio de tres pesetas. El resto era a cargo de la empresa y no estaba nada mal para poder comer comida recién hecha diferente cada día. Siempre me acordaré de lo complicado que fue para mí utilizar el cuchillo y el tenedor, pues en mi casa no era costumbre hacerlos servir, así que el día que ponían pollo pedía siempre pata porque para mí era muy difícil cortar la parte del ala. Por supuesto, viendo cómo lo hacía el resto, poco a poco aprendí.

Como en mi trabajo me aburría bastante, decidí por mi cuenta contactar con otro departamento para conseguir alguna tarea más que realizar. Me ofrecieron vender los tiques del comedor. Cada viernes la cocinera confeccionaba el menú para la semana siguiente y se colgaba el menú en la puerta del comedor. Por la tarde me paseaba por los departamentos de oficinas y fábrica con mi caja de tiques y dinero en mano; de esta forma fui conociendo a todo el personal de la empresa y acabé siendo Laura, la chica de los tiques.

Cada mañana, cuando bajábamos a la cafetería, solía estar Ramón. Al principio no le di importancia a aquellas coincidencias. Un día, hablando con Lola:

—Otra vez está el chico del almacén en la cafetería. Es mucha casualidad coincidir siempre —dije extrañada.

—¡Parece mentira lo inocente que llegas a ser, Laura! Todavía no te has dado cuenta de que lo hace expresamente. Según me ha comentado, le gustas mucho.

—¡Anda ya! No digas tonterías. Pero si no nos parecemos en nada.

—Bueno, tú misma. Ya verás como el día menos pensado te pedirá salir.

Ramón era delgado. No tenía una gran estatura, pero para su 1,50 no estaba nada mal físicamente. El pelo largo (debido a la influencia de los Beatles) y las facciones de la cara no dejaban nada indiferente, pero sobre todo destacaba su mirada seductora y penetrante.

Aquella mañana, al ir a buscar mi primer café —como era habitual— me lo encontré. De pronto vi cómo se acercaba a mí; me sorprendió que por fin venciera su timidez.

—Hola, Laura. ¿Cómo estás?

—He tenido días mejores. —Realmente, no sabía qué responder.

—Si te molesto, me lo dices y hablamos en otro momento —dijo, intentando introducir algo de conversación.

—No, no molestas.

—¿Te ha pasado algo? ¿Puedo ayudarte?

—No lo sé. Las cosas a veces resultan algo difíciles de comprender.

—Se rumorea que has roto con tu novio. ¿Es cierto? —A Ramón se le notaba el temblor en las manos y la mirada baja, pues no sabía cómo hacer la pregunta.

—Cómo corren las noticias por aquí. ¿Cómo te has enterado? —Me imaginaba que se había enterado por Félix, su compañero.

—Lola se lo dijo a Félix el otro día. Cuando hablábamos de ti me lo contó.

—En esta empresa, por lo visto, no se pueden tener secretos.

—Si quieres quedamos esta tarde y hablamos. —Ramón vio el momento adecuado, considerando que mi vulnerabilidad estaba activa.

—Vale, pero a las nueve he de estar en casa.

—¿Quedamos en la puerta del trabajo?

—De acuerdo.

Al verlo empecé a notar un pequeño rubor que subía a mis mejillas: no llevaba el mono de trabajo, iba con pantalones y camisa ajustados. Me di cuenta de que no me era del todo indiferente y quizá de esta forma podría olvidar por fin a Santiago.

 

De vez en cuando me acompañaba un trecho hasta mi casa, sin llegar a ella; así, poco a poco, fui enamorándome, quizá por aquella mirada enigmática llena de deseo. Ya habían pasado tres meses y consideré oportuno presentarlo a mis padres como mi novio. Así se lo dije y le pareció bien. Aquella misma noche hablé con mi madre:

—Mamá, estoy saliendo desde hace un tiempo con un chico y quiere conoceros.

—¿Cómo es?

—No es muy alto, tiene el pelo largo: mira, tengo una foto aquí.

—Uf, con esos pelajos tu padre ni querrá verlo. Pero ¿tú lo quieres?

—Claro. Es muy atento y cariñoso conmigo.

—A ver, siendo así… Pero se ha de cortar el pelo. Ya sabes que a tu padre no le gustan los greñudos esos.

—Le diré que se corte el pelo.

—Vale, ya me cuido yo de decírselo a tu padre y a ver qué le parece.

A la semana siguiente mi madre me dijo que el domingo a las cuatro, antes de salir, subiera a hablar con él. Cuando se lo dije lo noté nervioso, pero era normal. Al llegar el domingo, según lo acordado, él subió. Al abrir la puerta lo hice pasar al comedor y le dije que se sentara en la mesa, frente a mi padre. Mi madre y yo nos fuimos a la cocina. Yo estaba nerviosa como un flan. Desde luego, se había cortado el pelo. Venía superelegante. De la entrevista lo único que recuerdo que le dijo mi padre fue: «La cuchara que escojas para comer que sea la única que utilices». Más tarde entendí ese dicho: que si estaba conmigo no estuviera con otras. Al salir me comentó que antes de salir de su casa se había tomado una copa de coñac, cogiendo valor para presentarse ante mi padre.

En la radio seguíamos con todo tipo de música, aunque la lucha entre Raphael y Salvatore Adamo fue desapareciendo. La canción que se oía a todas horas era Te quiero, te quiero, de Nino Bravo. También la noticia de la separación de los Beatles hizo que la canción Let it be no dejara de sonar una y otra vez.

Solíamos ir al cine y entre las películas que pudimos ver estaban Love story y Mi querida señorita. Era curioso, porque en el cine solíamos ponernos en la última fila y, entre beso y beso, los tocamientos empezaron. Primero fueron las manos por encima de los pechos; más tarde, ya dentro del sujetador, siempre controlando que el acomodador no nos pillara, alumbrara con la linterna y nos echara del cine. Al principio me resultó difícil por aquello de que era mi intimidad y me daba apuro; luego ya se fue normalizando la situación. Recuerdo la película Los girasoles, de Vittorio De Sica, interpretada magistralmente por Sophia Loren y Marcello Mastroianni. Siempre supe cómo empezaba, pero nunca cómo acababa; más tarde la pude ver entera. Es fácil adivinar el porqué.

Las chicas solíamos llevar minifalda con blusas transparentes y los chicos, pantalones de campana. Sería por aquello de las películas de la época: Saturday night fever y las películas del destape españolas, pues la censura de Franco empezaba a dejar manga ancha en la década de los 70.

Había dos estilos de discotecas: aquellas a las que se iba a buscar novio o novia y las de parejas. A las primeras solían ir los grupos de amigos y amigas, ponían música disco o lenta, cambiando cada media hora. Había sillas y mesas para tomar algo; algunas tenían un sofá alrededor de la pista. Aparte estaban los guateques que montaban en las casas. Allí solían estar el que ponía los discos, que el pobre nunca se comía una rosca, y el más alto, que era el que aflojaba la bombilla para dar más intimidad en las lentas.

Ellos en las lentas intentaban pegarse y nosotras, si no te gustaba el chico, poníamos los codos por delante —las más recatadas lo hacían siempre—, así que casi podía pasar un tren entre los dos. En las de parejas solo había música lenta y con reservados. Además, tenías que ir a tientas de oscuro que estaba aquello. La música italiana era la más frecuente: Sandro Giacobbe, Toto Cotugno, Umberto Tozzi, Claudio Baglionni, así como Bee Gees.

Cierto día me dijo de ir a una discoteca de parejas y, como llevábamos ya varios meses saliendo, no lo vi mal. De pronto sonó la canción de Matt Monro No puedo quitar mis ojos de ti y, pegadito a mi oído, escuché:

—Te quiero.

Para mí fue como un sonido de violines. Por fin parecía haber encontrado ese príncipe tan deseado que me cuidaría y mimaría siempre. Con él fui conociendo mis primeros besos y caricias, las cuales, durante un tiempo, fueron suficientes para volcar mi cariño hacia esa persona que para mí era tan importante en mi vida.

Ahora tocaba la presentación en su casa, ante su familia. Fue en una comida familiar en las fiestas del pueblo. Al principio parecía todo normal, pero algo raro intuí, ya que su acento catalán no desaparecía al hablarme, aunque yo intenté sobrellevarlo contestando en castellano. Aquel mismo día conocí a su pandilla de amigos. Al revés que con su familia, la aceptación fue total. Yo creía que el problema mayor lo tenía en mi casa, pero él no acababa de encajar, no acababa de ser del agrado de mis padres. Sobre todo de mi madre, la cual veía algo raro en él.

Pasaron aproximadamente seis meses. Yo creía estar en una nube, pero para Ramón no era suficiente con las caricias: necesitaba sentirme suya en toda la amplitud de la palabra; sin embargo, yo pensaba que no estaba preparada para mi primera vez y así se lo confesé. Además, con el convencimiento de lo inculcado: toda mujer debía llegar virgen hasta el matrimonio.

Pasó el tiempo y, dada su insistencia, accedí a tener nuestra primera experiencia sexual. Siempre recordaré ese momento con cierto temor a lo desconocido. El entorno tampoco era muy adecuado, de noche y en plena calle. A ello se unieron aquella sensación de dolor, como si algo se desgarrara por dentro, y la inexperiencia de ambos, por lo que no fue muy satisfactorio, al menos para mí. A partir de entonces, como es normal, seguimos manteniendo relaciones íntimas siempre que las circunstancias lo permitían, siguiendo el método Ogino, que por aquel entonces era el más extendido. Para ello debías llevar anotado en el calendario el día que te venía la menstruación o regla, contabas doce días y empezabas a ovular durante tres días. A partir de entones volvías a contar doce días y volvía a venirte la menstruación, siempre que tu ciclo fuera de veintiocho días. En esos días de ovulación era peligroso tener relaciones íntimas por ser días fértiles. Si la mujer era una «viva la Virgen» o despreocupada no era fiable, pero en mi caso, con lo calculadora y previsora que era, lo teníamos bastante fácil.

En este caso toda la responsabilidad recaía sobre la mujer, al contrario que en la «marcha atrás» (coitus interruptus), que recaía en los hombres. Por aquel entonces los condones eran difíciles de conseguir, así que cada mes tenías el miedo en el cuerpo por si te quedabas embarazada. Más de una vez me hice la prueba por un retraso. En nuestras escapadas a escondidas teníamos que usar la imaginación para buscar los lugares menos frecuentados en el campo, en el 600 de su padre, que acababas cuadrada. En cierta ocasión nos metimos con el coche por un camino de tierra que daba a una casa de payés; la noche antes había llovido y, al intentar salir, las ruedas se atascaron con el barro y tuvimos que llamar a la casa para que nos ayudaran. La cara del hombre era un poema, pues imaginaba el porqué de la situación.

Habían pasado ya tres años y su carácter era cada vez más posesivo conmigo, lo que nos llevaba a continuas discusiones, bien fuera por mi forma de vestir o por mi carácter extrovertido. Las escenas de celos eran continuas. No me dejaba salir sola, llegando a tener discusiones tan fuertes como para dejarme plantada en cualquier lugar. El hecho de trabajar juntos en la misma empresa aumentaba sus celos, controlando todos mis pasos.

Viendo que me había quedado estancada en la empresa, ya que no evolucionaba, decidí dar un cambio de rumbo y volver a mis orígenes en el ámbito laboral, así que me dediqué a buscar de nuevo en los anuncios del periódico. Encontré uno interesante: una empresa situada en las afueras de la ciudad. Allí conseguí el puesto como responsable del departamento de personal, encontrándome un ambiente muy familiar.

Entre los comerciales había un chico algo mayor que yo. La verdad es que yo le caía bien. Era simpático y alegre; se notaba su trato con los clientes. Pol, que así se llamaba, venía de clase bien, con novia algo pija, pero él era bastante campechano a pesar de ir siempre con un traje superarreglado. Había cierta complicidad entre nosotros. Eso me hizo dudar de mi relación. Pensé cuán distintos eran los dos, pero, como era normal, aquello no llevaría a ningún lugar. Él estaba prometido y yo también, su mundo era totalmente opuesto al mío, así que me lo quité de la cabeza.

Me centré en mi relación, ya que los celos empezaban a disminuir. Por supuesto, nunca le conté nada de Pol. Al vernos solo los fines de semana, los encuentros eran mucho más intensos. Mis dudas empezaron a desaparecer, afianzándose más mi relación con Ramón. Una tarde me contó, todo ilusionado, que le habían ofrecido un puesto de comercial, lo que nos beneficiaría económicamente para poder ahorrar y comprarnos un piso. El único inconveniente era que debería viajar a Madrid durante tres meses y solo nos podríamos ver un fin de semana al mes. Empezamos a valorarlo, aceptando a pesar de la distancia.

Las cartas diarias y las llamadas eran nuestro único sistema de comunicación. Durante ese momento me sentía querida y deseada como nunca. En la radio no paraba de sonar la banda sonora de la película El padrino, la cual se había estrenado recientemente, cantada por Andy Williams, su famoso Tema de amor y Without you, de Harry Nilsson. Me pasaba todo el día cantándolas, ya que Nilson sacó una versión en castellano y me veía bastante reflejada en su letra: «No puedo vivir, no puedo vivir sin ti».

Todo iba bien hasta aquella noche, con aquella llamada fatídica:

—¿Es usted Laura? —dijo una voz desconocida para mí.

—Sí, dígame.

—Verá, le llamo del hospital del Corazón, en Madrid. Ramón me ha pedido que le haga saber que ha tenido un accidente —oía que me comunicaban por el teléfono.

—¿Qué le ha pasado? —No me lo podía creer.

—Circulaba a gran velocidad por una carretera comarcal sin iluminar, no vio un tractor que estaba parado y ha chocado por detrás. El coche ha quedado siniestro total.

—¿Cómo se encuentra? —respondí, empezando a temblar como una hoja y pensando lo peor.

—Tiene golpes en todo el cuerpo, pero la peor parte se la ha llevado en la cabeza. El cristal del coche ha estallado, clavándole los cristales en la cara y en la cabeza.

—¿Hay alguien con él? —Supuse que estarían sus padres. También era normal que no me hubieran dicho nada.

—No, por eso le llamo. Debido a la soledad en que se encuentra, ha caído en una depresión y no quiere tomar la medicación. Me pide que se lo haga saber.

—Gracias —dije, llorando desesperadamente—. Intentaré poner solución.

—De acuerdo. Así se lo diré.

La monja parecía haberse quedado tranquila. Sin embargo, yo había quedado en shock. Ahora que todo parecía ir bien, la vida nos daba este duro golpe. Inmediatamente hablé con mis padres. Tan lejos y no estaba a su lado, como era mi obligación. Estaba solo y nadie se movía para estar junto a él. Mis padres me dijeron que la obligación era de su familia, ya que yo, por el momento, no era su mujer y me impedirían estar allí. Creí morirme. ¿Cómo podía estar tan lejos de la persona que más amaba mientras él sufría tanto? No entendía la negativa de mis padres a permitir desplazarme a quinientos kilómetros.

La recuperación llegó y a su llegada al aeropuerto pude ver las marcas en su cara, pero a mí me seguía pareciendo el hombre más seductor del mundo. Nos fundimos en un apasionado beso y en un abrazo intenso. ¡Ya volvíamos a estar juntos! Mientras, entre susurros, me comentó:

—¡No te puedes imaginar lo que te he añorado! Ha sido tanta la necesidad de tu presencia que creía no poder seguir viviendo sin tenerte a mi lado. Los médicos me decían que debía de haber algo más, que no fuera físico, que me impedía mejorar. ¡Tuve tanto miedo a no poder volverte a ver! Tus llamadas son las que han hecho posible poder estar ahora contigo.

—Ahora ya estamos de nuevo juntos y no nos separaremos nunca más.

En la empresa le permitieron seguir en su trabajo, pero por la zona donde vivíamos. Una tarde, mientras tomábamos café, me confesó la idea que durante su estancia en el hospital le había surgido:

 

—Durante este tiempo he considerado casarnos. No puedo estar sin ti ni un minuto más —me comunicó con determinación.

—También necesito estar contigo. Y más después de la decisión de mis padres, impidiéndome poder ir a verte.

—Bien, pues les comunicamos nuestra decisión para casarnos en tres meses. No será necesario montar una gran boda.

—Hay un problema.

—¿Cuál?

—Las prisas pueden llevarlos a creer en un embarazo.

—No me preocupa. Ya se darán cuenta de su error.

—Ya, pero no creo que lo acepten.

—Lo aceptan o nos vamos de casa para vivir juntos.

Como es normal, se formalizó el compromiso de boda a pesar del desacuerdo por ambas partes. Mi madre había observado en él sus celos, mal genio y carácter posesivo, viéndome sufrir en silencio muchas veces. Un día me expuso sus dudas:

—Hija, ¿ya te lo has pensado bien?

—Sí, mamá.

—Es una persona que no te conviene.

—No entiendo por qué.

—Tú sabes los malos ratos que te ha hecho vivir. ¿O acaso crees que no te he visto llorar por las noches?

—Esos eran otros tiempos. Ramón ha cambiado. Ahora me quiere mucho.

—Los hombres no cambian. Pueden disfrazar su carácter, pero al final vuelve a salir.

—Tranquila, yo lo haré cambiar.

—Hija, no seas tonta. Deja esa relación antes de que te haga más daño.

—No, estoy decidida a casarme, pese a quien pese.

—Bien, es tu decisión. Al menos lo he intentado. Te deseo que seas feliz.

Para mí también era importante salir de mi casa; el trato con mi padre no había sido lo mejor. Mi carácter rebelde por no cumplir los perfectos cánones de la mujer sumisa, aceptando las órdenes del patriarca en la familia, me llevó a distanciarme de él. Mi madre tapaba muchos de mis problemas. Ella sufría en silencio, no pudiendo posicionarse. Debía cumplir a rajatabla lo que le ordenaba, pero, por otro lado, veía el futuro que me esperaba y, dentro de sus posibilidades, me ayudaba. Mi padre le decía:

—Déjala. Así sabrá lo que es bueno.

—Pero… Pedro, ¿no ves que la niña no va a ser feliz con esa familia ni con Ramón?

—Ella sabe lo que se hace y no se hable más del tema.

Preparé la boda con toda la ilusión. Nuestras películas preferidas eran Anónimo veneciano, Love story y Romeo y Julieta, así que la música de la ceremonia, por supuesto, serían las bandas sonoras de esas películas —la marcha nupcial de Mendelssohn no era para mí—. Una compañera de trabajo que estudiaba música las tocó en el órgano de la ermita. Al disponer de poco dinero, ninguno de nuestros padres estaba dispuesto a gastarlo y menos con el poco tiempo que les habíamos dado para preparar la boda. Yo misma hice las invitaciones; algo sencillas, pero quedaban bien. También tuvimos nuestras discusiones al elaborar la lista de boda, pues pocas veces estábamos de acuerdo en las cosas que escoger.

El estilo del vestido de novia era modernista para los años 70, más bien hippy después del festival de Woodstock de 1968. Tenía que encontrar unos zapatos planos de novia —no quedaba bien que fuera más alta que el novio—. Tras días de búsqueda, decidimos con mi madre comprarme unas merceditas blancas de comunión con tira y botón al lado. Suerte que el vestido era largo y no se podían ver.

Llegó el día triunfal. Mis nervios estaban a flor de piel; deseaba que todo saliera perfecto. Mientras me colocaba el vestido, mi madre volvió a insistir: «Hija, ¿estás segura? Mira que todo ha sido muy rápido y no sé yo…». Pero no quería que nadie me amargara mi gran día. Dicen que cuando surge un contratiempo muchas veces es como te va a ir tu vida de casada. Llegué a la iglesia puntual como siempre. A las doce del mediodía yo estaba allí, pero… no podía salir del coche porque no había llegado el párroco y estaba todo cerrado. El novio, junto a los invitados, estaba esperando en la puerta.

Recuerdo nuestra primera discusión. Fue después de la ceremonia, en el coche de novios. Supongo que sería por una tontería, pero ahora considero que no fue ni el momento ni el lugar. Eran muchas las cosas que hacían pensar que aquello no funcionaría.

Ahora, pasado el tiempo, me puedo dar cuenta de la venda que tenía en los ojos por lo enamorada que llegué a estar de él. Era evidente que no veía lo que todos percibían: nunca podría imaginarme que aquello sería una esclavitud y mi cárcel.

Dada la precipitación de la boda, no teníamos vivienda donde ir hasta que nos hicieran entrega del piso, el cual se estaba reformando. Se decidió que viviríamos con sus padres. ¡Cuánto llegué a arrepentirme de la decisión tomada!

Iniciamos la luna de miel, realizando un recorrido por parte del país. Recuerdo una fuerte discusión por celos: él se fue de la habitación, dejándome sola y llorando. Siempre recordaré ese momento. En mi mente tenía a Víctor Manuel cantando Ay, amor: «Si fuera posible amarrarte, tenerte siempre cerca, poderte controlar, saber cada paso que das, saber si sales o entras». Era un presagio aquella canción; luego lo supe.

Poco a poco me fui dando cuenta de que no era bien recibida en su familia, dados mis orígenes, pues a ellos les hubiera gustado que su hijo se casara con una catalana de clase bien, pero… no fue así y su nuera era una andaluza, lo que me hicieron pagar durante mucho tiempo. Consideraban a los andaluces como ciudadanos de segunda clase. Al tener que vivir en casa de mis suegros, la convivencia fue difícil. Lo lógico era que les preguntaras cómo debías llamarlos (al menos eso me aconsejó mi madre, quizá por educación) y así lo hice:

—Quería saber cómo he de llamarla: madre, suegra o doña Hortensia. —En mi familia era normal llamar «madre» a la suegra.

—Doña Hortensia. Debe haber un respeto. Además, yo solo he parido dos hijos y, por tanto, «donde no hay sangre no hay morcillas». ¿Lo tienes claro?

—Sí, doña Hortensia. —Me quedé blanca. Por supuesto, ningún intento de acercamiento por parte de ella.

Pasó un año y una mañana, al despertar, Ramón me dijo:

—Feliz aniversario. Espero que te guste —dijo, entregándome un paquetito con una gema en forma de lágrima color ámbar en una cadena.

—¡Qué ilusión! Feliz aniversario. Yo no te he comprado nada.

—No importa. Viendo tu cara ya tengo suficiente. A la noche lo celebraremos.

Yo, feliz por ser el primer aniversario de nuestro matrimonio y la mar de contenta, le dije a doña Hortensia:

—Mire qué colgante más bonito me ha regalado su hijo. —La verdad es que era precioso.

—No sé qué vais a celebrar. Como no sea el mayor error que ha cometido mi hijo… Porque tú a mí no me engañas: te has casado con él por el dinero, ya que no tenías donde caerte muerta. Si lo sabré yo —me respondió con una rabia contenida en sus palabras que daba hasta miedo.

Nuestra relación de pareja tuvo sus altibajos, más bajos que altos. El carácter posesivo y sus celos se fueron acentuando, pero mi creencia de poder cambiarlo con el tiempo fue creciendo. Desde luego, en aquellos tiempos, en los que todos los problemas se solucionaban en la cama, era bastante normal. Alguien me dijo, no recuerdo quién, que una mujer «debía ser para su marido una señora de día y una puta en la cama». Y si le explicaba mis problemas a mi madre siempre me decía:

—Hija, mientras tengas contento a tu marido en la cama siempre podrás hacer de él lo que quieras y, sobre todo, que tu mano izquierda no sepa lo que hace la derecha.

—Pero, mamá, es que es un sinvivir.

—Ya, pero recuerda que los trapos sucios se lavan en casa: que nunca diga su familia que vas aireando temas familiares por ahí.

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