Historia breve de Japón

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La formación del Estado y las primeras edades: Yamato, Nara y Heian (c. 300-1185)

Los acontecimientos

Al igual que ocurría con los momentos prehistóricos, los inicios de la historia de Japón aparecen envueltos en un halo mítico, conscientemente fomentado por intelectuales y políticos de siglos posteriores. Para empezar, no queda claro el momento en el que se estableció el primer estado unificado japonés, el famoso Yamato o reino de Wa. Habitualmente se utiliza una fecha aproximada, hacia el año 300 de nuestra era, aunque hay quien prefiere el año 350, consagrado por el Nihonshoki.

Todavía hoy Yamato y Wa son maneras arcaizantes de referirse al país nipón. Wa es la forma en que las antiguas crónicas chinas aluden a la región donde nació el estado japonés arcaico. Yamato, por su parte, sería el nombre nativo japonés de la zona y también el de uno de los primitivos clanes que pugnaron por la hegemonía; se escribe con dos ideogramas que equivalen a ‘Gran Paz’. El nombre actual japonés del país, Nihon, significa literalmente ‘Raíces del Sol’, es decir, el lugar donde éste se origina.

Aunque hay autores no japoneses que sostienen que un reino llamado Wa fue creado en la zona de Yamato por guerreros foráneos coreanos, procedentes del reino de Paekche (reino que fue a su vez destruido por otro protoestado coreano, el de Silla, en el año 663), habitualmente se asume que el reino de Yamato surgió de la lucha por la supremacía de los clanes de la zona central de la isla de Honshu y fue extendiéndose desde allí de manera progresiva.

Parece que estos clanes o uji veneraban dioses tutelares o ujigami y estaban dirigidos por jefes tribales que se proclamaban descendientes de la divinidad. A cada clan familiar se adscribían comunidades de trabajadores o be. A menudo los be estaban especializados en una labor concreta, como por ejemplo la producción de cerámica. Como en otras sociedades antiguas, también en Japón arcaico había esclavos: los llamados yatsuko. Se piensa que los yatsuko se dedicaban principalmente a tareas de servicio doméstico. De la rivalidad entre uji habría surgido un vencedor: el clan que veneraba a la diosa del Sol, la línea de Yamato, cuyo jefe, andando el tiempo asumiría el título de emperador. La estructura resultante, el reino de Yamato, estaría compuesta así por una gran familia que ostentaba el poder supremo y por toda una red de otros clanes familiares, que se habrían ido imbricando progresivamente con el uji dominante.

Los siglos iniciales del reino de Yamato se denominan periodo Kofun o de los Túmulos, por los grandes monumentos funerarios característicos de estos momentos. Este periodo Kofun se desarrolló aproximadamente entre el año 300 y el 500 de nuestra era.

Los túmulos Kofun más antiguos, como el de Koganezuka, se encuentran en la zona de Osaka, Nara y Kyoto, es decir, en el corazón del Estado de Yamato. Son estructuras gigantescas, rodeadas de piedras; a veces tienen forma redondeada o cuadrangular y otras presentan una curiosa planta en forma de ojo de cerradura. Con los años los túmulos se fueron extendiendo desde el centro de Honshu por otras regiones colindantes y así, un siglo después, había túmulos Kofun desde Kyushu, en el sur, hasta la zona de la actual Tokyo.

En la base del túmulo, en las laderas o en o alto se disponían haniwa, cilindros de arcilla para depositar ofrendas que ya se habían comenzado a emplear a finales de la época Yayoi. Los cilindros podían adoptar formas complejas y convertirse en auténticas esculturas, a veces de grandes dimensiones. Hay figuras haniwa antropomorfas, pero también se fabricaron caballos, perros, gallinas, peces y objetos inanimados como por ejemplo casas, escudos o parasoles. Aunque hubo un tiempo en que se especuló con la idea de que las figuras haniwa sustituyeran de modo simbólico sacrificios reales de personas y animales, hoy esta teoría está desechada. Se piensa que los haniwa unen la idea de receptáculo de ofrendas con el concepto de ‘casa del alma’ del difunto, sirviendo a la vez de señalizadores funerarios.


Figura haniwa de época Kofun que representa a un guerrero.

Mide 1,35 metros y procede de la ciudad de Ota

Las figuras haniwa ofrecen además una información privilegiada sobre la vida diaria de la época Kofun, al reflejar indumentaria, armamento y equipamientos diversos. Gracias a ellas sabemos, por ejemplo que los caballos Kofun ya llevaban estribos. Este dato no es anecdótico, sino extremadamente interesante. El estribo hace que la monta sea mucho más cómoda y sencilla y, aunque no fue quizá tan revolucionario para los usos bélicos antiguos como se pensó hace años, ciertamente permite un empleo más efectivo del caballo. No era conocido por los griegos ni por los romanos y llegó a Europa desde los pueblos de jinetes de las estepas asiáticas. Las primeras referencias a su empleo en la zona mediterránea son bizantinas y datan de finales del siglo VI d.C. Habría que esperar dos siglos más para que su uso se generalizara en Occidente. Parece, así pues, que la expansión del estribo se realizó de forma mucho más rápida hacia el Este que hacia el Oeste.

Pero ¿quiénes eran los personajes enterrados en los túmulos? Los ajuares funerarios hallados en el interior de las cámaras no dejan lugar a dudas. Se trata de guerreros, depositados en ataúdes de madera y bien provistos de armas, armaduras, objetos ceremoniales y elementos de adorno. Entre estos objetos destacan de manera especial los espejos de bronce chinos. El gran número de espejos encontrados y su difusión por toda la zona de túmulos indica que existía una importación masiva de estos elementos, que probablemente se intercambiaban y se consideraban elevados símbolos de estatus. Por razones que no están del todo claras, a partir de ciertos momentos se comenzaron a producir versiones japonesas de los espejos, que se utilizaron con los mismos propósitos.

Así pues, los túmulos Kofun eran la última morada de los jefes de los clanes o uji que vimos más arriba. Agunos de estos monumentos sepulcrales han sido tradicionalmente asociados a los primeros emperadores. Es el caso del inmenso túmulo del emperador Nintoku, el decimosexto en la línea imperial, que se supone reinó entre fines del siglo IV y principios del V. El túmulo se alza en Sakai (Osaka) y es el más grande del país; se dice que tardó veinte años en construirse. La relación directa entre el fenómeno de los túmulos y la consolidación de la dinastía imperial no es mera especulación arqueologica o historiográfica. Resulta significativo en este sentido el hecho de que, hoy en día, los túmulos pertenezcan a la Agencia de la Casa Imperial, que se encarga de su custodia y cuidado.

Desde mediados del siglo V es patente en el registro material otra influencia, la coreana. No faltan quienes opinan que estos momentos pueden identificarse con el inicio de la imitación consciente de los modelos continentales por parte de la aristocracia japonesa, imitación que culminaría en la exitosa asimilación y adaptación cultural de los siguientes periodos, Nara y Heian.

De este modo, en las tumbas Kofun más tardías son habituales los pendientes de oro, los bocados y arreos de caballo y los resistentes vasos cerámicos del tipo conocido como sue. La cerámica sue es la primera cerámica a torno de Japón. Aunque también tiene paralelos chinos, su precedente directo se encuentra en la Corea de los Tres Reinos. Los vasos sue fueron cocidos a temperaturas altísimas, que rondaban los 1.200 grados. Las hogueras al aire libre, a la antigua usanza, no alcanzan temperaturas tan elevadas; de hecho, las piezas sue están cocidas en hornos de un tipo completamente nuevo, también importado de Corea: los hornos anagama, o de túnel. El horno se excavaba en la ladera de una colina, se llenaba de vasos cerámicos y de combustible y se cerraba. De ese modo se conseguía el calor necesario para una cocción perfecta. A veces, la ceniza entraba en contacto con las piezas y se producía accidentalmente un fenómeno de vidriado, que pronto fue comprendido y aprovechado por los artesanos.

La cerámica de tipo sue continuó fabricándose apenas sin cambios técnicos hasta nada menos que el siglo XII, y de su tradición bebieron los grandes centros alfareros históricos de Japón, conocidos como los Seis Antiguos Alfares, a saber, Seto, Tokoname, Echizen, Shigaraki, Tanba y Bizen. Pero no toda la cerámica Kofun es cerámica sue; había también vasos elaborados a menos temperatura, conocidos como haji y tampoco las figuras haniwa estaban cocidas en los nuevos hornos.

Venimos hablando aquí de la entrada de Japón en la historia, lo que implica que en estos momentos aparecen en la zona los documentos escritos. Sin embargo, los primeros textos sobre Japón no son japoneses, sino que se hallan en las crónicas chinas. Se trata de una serie de pasajes que describen de forma más o menos desvirtuada pero extraordinariamente interesante los inicios del periodo que nos ocupa. Esta etapa sería así en realidad la protohistoria de Japón, un periodo durante el cual habría ya fuentes documentales, pero la escritura no habría aparecido aún en el propio país.

Algunos de estos textos chinos se datan incluso en momentos anteriores a la formación del Estado japonés, que como ya se dijo, suele situarse hacia el año 300. Es célebre en este sentido la embajada recibida por el emperador chino Guang Wu (Liu Xiu), de la dinastía Han, en el tempranísimo año 57 de nuestra era. Los enviados de Japón, cuenta el relato chino, fueron obsequiados con un sello imperial de oro que simbolizaba el papel del reino de Wa como estado tributario. El episodio es parecido a otros del mismo estilo, y en principio no parece que la aportación de este breve texto a la protohistoria de Japón sea excesivamente importante. Pero, andando el tiempo, resultó tener una repercusión inesperada. En el año 1784, un campesino llamado Jinbei encontró un sello de oro en Kananosaki, el norte de la isla de Kyushu, cerca de la bahía de Hakata. Cuando los sabios dieciochescos japoneses lo examinaron vieron que correspondía a la descripción que las crónicas chinas hacían del sello de Guang Wu.

 

La pieza, que hoy se exhibe en el Museo de la Ciudad de Fukuoka, es un cubo de oro de algo más de dos centímetros de lado, rematado en la zona superior por una serpiente, también de oro. En la base están tallados una serie de ideogramas que rezan ‘Rey de Na, del estado de Wa, [vasallo] de los Han’. Actualmente no hay acuerdo sobre la autenticidad del sello de Hakata, y desafortunadamente, no parece que pueda llegarse a una conclusión definitiva.

Así pues, la protohistoria de Japón comenzó antes de dar inicio el periodo Yamato, y continuó durante los primeros siglos de esta etapa. Las crónicas chinas sobre Japón de época Yamato no suelen ser extensas ni explícitas. Obviamente están redactadas desde el punto de vista de China, de su prestigio y de sus intereses, y a menudo se limitan a mencionar a gobernantes nipones que solicitan reconocimiento al emperador chino, como se vio en el pasaje del sello de oro.

Existe sin embargo un texto chino que sí es extenso y explícito. Se trata de la Historia del Reino de Wei (Wei Chih), que se data aproximadamente en el año 297. La Historia nos informa sobre la famosa embajada de la emperatriz japonesa Himiko o Pimiko, a la que ya se aludió más arriba y sobre la que se hablará de nuevo en el apartado dedicado a la aparición de la moneda. El texto chino describe a Himiko como una poderosa hechicera, que no había contraído matrimonio y habitaba en un palacio rodeado de torres y vigilado por guardias. Tenía a su servicio a mil mujeres y a un solo hombre, que se ocupaba de la despensa real y actuaba además como medio de comunicación entre la emperatriz y los demás mortales. A su muerte se elevó un inmenso túmulo, y reinó el caos hasta que otra mujer, Iyo, ocupo el trono, con el beneplácito del embajador chino.

Pero, además de hablar de la reina maga, la Historia del Reino de Wei incluye todo un retrato del país. Según la crónica, la tierra de Wa está habitada por treinta comunidades de “bárbaros del este”, aunque antiguamente había más de cien. Es un lugar tan templado y agradable que la gente va descalza. Los habitantes del país de Wa se pintan el cuerpo de rojo, comen con los dedos y gustan de la verdura cruda. Para honrar a sus muertos construyen grandes túmulos, y se bañan para purificarse cuando concluye el periodo de luto. Cuando salen de viaje, uno de los miembros del grupo se encarga de “mantener el luto” para así atraer la buena fortuna; no se lava, no se peina, no come carne y no se acerca a las mujeres. Si el viaje llega a buen fin, los demás lo colman de regalos, pero si le sobreviene alguna desgracia o accidente, lo matan por no haber observado debidamente sus funciones. Les agrada beber licor, y no hacen distinción entre hombres y mujeres, aunque algunas personas rinden vasallaje a otras. Si una persona de clase inferior se encuentra con otra de nivel superior, le cede el paso en el camino retirándose a un lado, y, para dirigirse a ella, se arrodilla y pone las manos en el suelo. Pero cuando quieren adorar a un dios no se arrodillan, sino que dan unas palmadas. Los habitantes de Wa viven muchos años, hasta noventa, y los hombres tienen varias esposas. No existe el robo y apenas hay litigios, pero cuando alguien comete un delito leve pierde a su familia y, si el delito es grave, es ejecutado junto con todos sus parientes.

Como puede observarse, la descripción china de los “bárbaros del este” mezcla elementos difícilmente comprobables, que posiblemente se inscriben de lleno en el mundo de lo fantástico, con datos muy precisos que encajan bien en el registro arqueológico, como los túmulos, o en la ritualidad japonesa posterior, y por ello mejor documentada, como el baño purificador (harae) o las palmadas para llamar la atención de la divinidad. Aunque no parece posible deslindar la mitología del dato objetivo, está claro que los escritos chinos se basan de cierta forma en la realidad de Japón de las primeras edades.

En resumen, lo que las fuentes chinas referidas a los momentos iniciales de Yamato parecen reflejar es un país todavía no del todo centralizado en el que conviven numerosos clanes o uji. Los jefes de clan envían embajadas a los emperadores chinos y éstos aceptan gustosos sus regalos, clasificándolos entre los dones de sus “estados tributarios”. No podemos saber hasta qué punto los ‘reinos’ japoneses eran vasallos reales de China; es decir, si existía un tributo regular, aunque la mayoría de los estudiosos se inclina por pensar que las relaciones eran más bien esporádicas. Uno de los uji, identificado con la célebre Himiko, habría tratado de sobresalir de forma especial, estableciendo relaciones diplomáticas externas más continuas, y contando incluso con la presencia de un embajador chino en sus dominios.

En claro contraste con lo que hemos visto hasta aquí, hay también otros textos chinos, que hablan de fechas más recientes y que muestran un estado japonés potente y mejor estructurado. Este Yamato más desarrollado controla un area del territorio superior, e incluso reclama con éxito la aceptación internacional de su dominio sobre zonas de Corea. De hecho, un monumento coreano erigido a la orilla del río Yalu en el año 414 nos informa de que ejércitos japoneses desembarcaron en Corea y derrotaron a los soldados de Silla y Paekche en el año 391.

Los japoneses mantuvieron una colonia coreana en Mimana durante todo el siglo V y buena parte del VI, concretamente hasta el año 562. Aún después de perder Mimana siguieron teniendo intereses en la zona e incluso intentaron recuperarla repetidas veces, hasta que en el año 668 el reino de Silla, con el respaldo chino, unificó toda la península coreana.

Varios siglos después de que el país entrara en la protohistoria gracias a los textos chinos, la escritura llegó por fin a Japón. Según la tradición, un sabio coreano llamado Wani llegó a Yamato a principios del siglo V para difundir las enseñanzas de Confucio. Desde estos momentos, la escritura ideográfica china comenzó a extenderse, al principio muy lentamente, luego con más rapidez y, por fin, adaptándose a la lengua japonesa, que nada tiene que ver con la china.

Hoy en día los japoneses escriben combinando los ideogramas que llegaron de china, y que en japonés se denominan kanji, con dos sistemas silábicos que se crearon en Japón tomando como base algunos de estos ideogramas: el hiragana y el katakana. Ambos silabarios cuentan con el mismo número de sílabas, 47, pero la escritura del katakana está aún más simplificada. El hiragana suele emplearse para sufijos verbales y partículas que indican la función de las palabras en la frase. El katakana, por su parte, se utiliza para escribir palabras extranjeras, y a veces para recalcar los términos.

La adaptación de la escritura no fue en absoluto una tarea fácil. Los chinos habían creado una escritura específica y conceptual para su propio idioma, que como ya dijimos es completamente diferente del idioma nipón. Esto ha hecho que, en japonés, los ideogramas tengan como mínimo dos lecturas. Por una parte, está la ‘lectura japonesa’ o kunyomi. Se trata de la palabra nipona que corresponde al concepto que transmite el ideograma y suele constar de varias sílabas. Pero, además, ese mismo ideograma tiene una ‘lectura china’ u onyomi, es decir, una versión japonesa de la forma en que lo leían los chinos cuando la escritura llegó a Japón. Habitualmente se trata de una sola sílaba, que se emplea para formar palabras compuestas que incluyen ese kanji.

Algo más tarde que la escritura, concretamente a mediados del siglo VI, llegaba a Japón otro elemento que habría de ser fundamental a lo largo de su historia: el budismo. La fecha tradicional de entrada de la nueva religión, el año 552, es también el punto de partida de la etapa del reino de Yamato conocida como periodo Asuka.

Sus inicios no fueron fáciles, y que estuvieron ligados a la política de la casa Soga y a la de sus rivales, los Mononobe, que se oponían a la nueva religión. La familia Soga venció en la pugna, abriendo las puertas al budismo. Pero sus estrategias también resultaron esenciales para el ascenso de una de las figuras más relevantes de todo el periodo Yamato: el príncipe regente Shotoku o Shotoku Taishi (573-622).

Ya vimos antes que la tradición histórica del País del Sol Naciente proporciona una lista completa e ininterrumpida de emperadores que da inicio con Jimmu Tenno en el año 660 antes de nuestra era. Lógicamente, aunque los soberanos más antiguos tienen mucho de legendario, las fechas y los datos se van haciendo cada vez más fiables a medida que se avanza en el tiempo. La época Kofun, como también hemos visto, es todavía parcialmente oscura. La etapa final del periodo Yamato, sin embargo, es ya plenamente histórica en el más amplio sentido de la palabra. Podemos, así pues, dar paso a una narración cronológica protagonizada por actores muy concretos. Y quién mejor para comenzarla que el brillante político al que acabamos de aludir: el príncipe Shotoku.

En realidad, Shotoku es el nombre póstumo del personaje, que en vida fue conocido como Umayado no Toyotomimi no Mikoto. Sobre el papel que desempeñó el príncipe en la consolidación del budismo hablaremos, en el apartado sobre el gran templo Todai de Nara. Pero el impulso a la nueva religión fue solo uno de los muchos aspectos en que Shotoku dio un giro a la situación.

La llegada de Shotoku al gobierno en el año 592 estuvo precedida por episodios sangrientos. Desde que en el año 587 Soga no Umako derrotase definitivamente a los Mononobe, los miembros de su poderosa familia eran los principales artífices de la política en la corte, aunque los emperadores seguían perteneciendo al clan de la línea solar de Yamato. Una maniobra de los Soga hizo que el emperador del momento (con quien, por otra parte, también tenían lazos de sangre) fuera asesinado. En su lugar, subió al trono una sobrina Yamato de Soga no Umako, la emperatriz Suiko. Al mismo tiempo, Shotoku, sobrino a su vez de Suiko, fue nombrado príncipe regente. El nuevo regente Yamato no solo estaba emparentado con los Soga, sino que además había contraído matrimonio con una dama de la misma familia. Sin embargo, durante su gobierno el ambicioso clan fue relegado a un plano relativamente discreto, quedando temporalmente oscurecido por la fuerte personalidad del príncipe.

La historiografía posterior ha hecho del príncipe Shotoku una suerte de genio de la civilización, y a veces no es fácil discernir la realidad de su figura entre los muchos hechos que se le atribuyen. No sabemos, por ejemplo, hasta qué punto fue tan aventajado poeta, calígrafo y pintor como quiere la tradición, ni hay certeza de que fuera el introductor del calendario chino. Pero está claro que sentó las bases conceptuales del Estado, basándose en los modelos continentales.

Al tiempo que se apoyaba en el budismo tratándolo como religión oficial, Shotoku introdujo una legislación secular, la famosa Constitución del príncipe Shotoku del año 600, el primer gran código legal de Japón. Las nuevas leyes, de tinte confucionista, equiparaban las relaciones entre soberano y súbditos con las existentes entre el Cielo y la Tierra, y aseguraban para el jefe del clan Yamato la majestad imperial del Hijo del Cielo.

La política exterior de Shotoku no fue tan exitosa como la interior; intentó recuperar la colonia coreana de Mimana en dos ocasiones sin lograrlo. Pero también en este aspecto marcó un hito, al llevar a cabo la apertura de relaciones plenas y directas con China en el año 607. La influencia china habría de ser determinante en la conformación del Estado japonés a partir de entonces, hasta culminar en la asimilación transformada de la época Heian.

A la muerte del príncipe, la rivalidad entre familias volvió a la escena política. Un nuevo emperador del gusto de los Soga subió al trono, y a su muerte fue reemplazado por su esposa, de nombre Kogyoku, en el año 641. Pero la casa Soga, que durante siete décadas había manejado los hilos, tenía ahora un serio rival. Una coalición liderada por el príncipe Naka y por Nakatomi no Kamatari, de la que también formaba parte el hermano de la emperatriz, el príncipe Karu, iba a asumir el mando y a llevar finalmente a término las reformas iniciadas por Shotoku Taishi. Pero antes era necesario eliminar a los Soga de manera definitiva. Y para ello se recurrió a un verdadero golpe de efecto.

 

El argumento era bien simple: asesinar al máximo representante del poder del clan, Soga no Iruka, nieto de Soga no Umako. No era sencillo, ya que tanto Iruka como su padre Emishi llevaban la espada encima en todo momento y habían convertido su mansión del Monte Unebi en una auténtica fortaleza custodiada día y noche. Así que los conjurados decidieron llevar a cabo su plan en el propio Palacio Imperial. La emperatriz Kogyoku ofrecía una recepción a los enviados de los Tres Reinos de Corea, y la flor y nata de la aristocracia iba a estar reunida. Se convenció a Iruka para que dejara un momento la espada mientras se acercaba al lugar que se le había asignado, cerca del trono. En ese instante, a una señal del príncipe Naka se cerraron las doce puertas de la sala. Era el momento en el que dos hombres debían acometer a Iruka y matarlo. Pero los elegidos para la tarea se acobardaron, y fue el propio Naka quien, desenvainando su espada, acuchilló al jefe de los Soga. Mortalmente herido, Iruka se echó a los pies de la emperatriz clamando justicia, pero, a la vez, el príncipe lo acusó de alta traición frente a la sala. Viendo el cariz de los acontecimientos, y dándose cuenta de que su propio hijo lideraba la conjura, la emperatriz se retiró. Soga no Iruka fue rematado allí mismo, y su cadáver, dicen las fuentes, quedó tendido en un patio, cubierto por una estera.

Así cayó la casa Soga. Tras la muerte de Iruka, todos los miembros del clan fueron ejecutados. La emperatriz abdicó, y su hermano el príncipe Karu subió al trono con el nombre de emperador Kotoku. Su hijo Naka fue nombrado príncipe Heredero, y Nakatomi no Kamatari se convirtió en Ministro de la Casa Imperial. Juntos iban llevar a cabo, como ya hemos dicho, un programa renovador sin precedentes, que completaba la obra iniciada por Shotoku Taishi: la reforma Taika.

La reforma administrativa Taika se inició el día de Año Nuevo del año 646, inmediatamente después del golpe de Estado. Según los historiadores antiguos, ese día, los vencedores de los Soga promulgaron un edicto anunciando el nombre elegido para el nuevo año. Terminaba así el periodo Asuka y daba comienzo el Taika, o lo que es lo mismo, ‘Gran Cambio’. Esta etapa es también conocida en la historiografía japonesa como Hakuho. A continuación, el edicto trazaba las líneas de la esperada reforma.

No sabemos hasta qué punto los planes reformistas estaban ya maduros cuando se produjo el golpe de Estado; es probable que se fueran concretando con el tiempo. El hecho es que los avances no fueron excesivamente rápidos, pero sí concienzudos. El objetivo de la reforma era limitar el poder de los clanes locales en favor de la Casa Imperial, y convertir el país en un estado completamente unitario, siguiendo los pasos de la China de los Tang. Para ello, se organizó oficialmente el territorio en provincias y distritos y se decretó que se llevara a cabo una redistribución de tierras cada cinco años. Cada terrateniente debía pagar impuestos al emperador según el tamaño y la producción de su latifundio.

El príncipe Naka dio ejemplo, siendo el primero en entregar todas sus posesiones al dominio imperial. En el año 652, la primera redistribución se había completado, y los asuntos del gobierno se habían repartido entre ocho departamentos administrativos a cargo de oficiales nombrados por el emperador. Las sedes burocráticas estaban situadas en la primera capital imperial de estilo chino, Naniwa, construida en 645.

Naka llegó a reinar como emperador durante tres años, entre 668 y 671, con el nombre de Tenchi. A su muerte hubo ciertas turbulencias, conocidas como periodo Jinshin, que concluyeron con la subida al trono del emperador Temmu, un gobernante fuerte que llevó a su culmen la centralización estatal basada en la codificación legal y en la estructuración militar y administrativa.

Pero no todo había cambiado. Ya no había una casa Soga entre bambalinas, pero otra familia iba a ocupar su lugar. Una familia cuyos miembros iban a decidir los destinos de Japón durante mucho más que siete décadas, y cuyo apellido, por increíble que parezca, ha sobrevivido hasta el día de hoy: los Fujiwara.

Paradójicamente, los Fujiwara no son, ni más ni menos, que la familia de Nakatomi no Kamatari, el aliado del príncipe Naka en la reforma Taika. Después del golpe de Estado, Kamatari cambió su apellido, pasando a llamarse Fujiwara no Kamatari. Y poco después de su muerte, la familia despegó. El emperador Mommu (697-707) contrajo matrimonio con una dama Fujiwara, y a partir de entonces, fueron raros los gobernantes que no hicieron lo mismo. Aun después de que la familia perdiera su preeminencia, para lo que habrían de transcurrir nada menos que cuatro siglos, los emperadores siguieron escogiendo consortes con sangre Fujiwara. De hecho, se considera que el primer emperador japonés en romper de manera radical con la costumbre fue Hirohito, en el año 1921.

Pero volvamos a los acontecimientos. Entre los años 708 y 712 se construyó otra capital, Nara, que daría nombre a la nueva edad de la historia japonesa que comenzó oficialmente en el año 710. Desde Nara, el emperador gobernaba a través de la estructura burocrática y gracias a la plena aplicación del código a cuyo desarrollo hemos asistido, conocido ahora como Taiho. El código Taiho se dividía en dos secciones principales: ritsu, o normas penales y ryo, o instituciones administrativas, por lo que a menudo la bibliografía se refiere a estos momentos bajo el nombre de época Ritsuryo.

El final del periodo Nara estuvo marcado por un curioso episodio de la historia japonesa: el incidente del monje Dokyo. La influencia de los templos budistas se había hecho cada vez mayor en la capital, y un monje concreto, de nombre Dokyo, se hallaba en el círculo más íntimo de la Casa Imperial. Se decía que la hija del emperador Shomu había sanado gracias a sus oraciones. La princesa llegó a ser emperatriz en dos ocasiones (bajo los nombres de Koken entre 749 y 758 y de Shotoku entre 764 y 770), pero no olvidó a Dokyo, que se convirtió, como mínimo, en su más cercano consejero. El monje fue acumulando poder, sobrepasando incluso a los Fujiwara, y finalmente intentó convencer a la emperatriz para que abdicara y así ser coronado emperador, uniendo en sus manos la Ley budista y la ley secular. Pero la horrorizada aristocracia no llegó a presenciar tales extremos. La emperatriz falleció, y el monje Dokyo fue desterrado. La corte quiso además alejarse de la influencia del resto de los monjes de Nara y en 784 se trasladó a una nueva ciudad, Nagaoka, donde no se consiguió establecer la capital con éxito por discrepancias internas. Diez años después, en el 794, el emperador Kammu se asentó definitivamente en Heiankyo la ‘capital de la Paz’, más conocida como Kyoto. Daba así comienzo una nueva etapa de la historia japonesa: el periodo Heian.

Japón Heian supuso la madurez sociopolítica y cultural del país frente al periodo de aprendizaje a partir de los modelos chinos. Ya no se trataba de copiar lo que llegaba del continente, sino de asimilarlo y adaptarlo, creándose así un marco específicamente japonés; la ruptura de relaciones oficiales con China en el 894 es buen exponente de esta nueva mentalidad.

En la capital, Kyoto, unas tres mil personas constituían la corte del refinamiento alrededor del emperador y la emperatriz. Era un mundo cerrado, dominado por el ceremonial palaciego, en el que florecían esplendorosamente las artes, y cuyos miembros se juzgaban según su capacidad para valorarlas y participar en ellas.

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