Tres lunas llenas

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En el verano de mis catorce años mis padres me enviaron a un pueblecito de Irlanda a aprender inglés. Todos los miércoles a mediodía los monitores nos metían en un tren con destino a Dublín. En la gran ciudad éramos libres durante cuatro o cinco horas, lejos de la supervisión de las familias postizas que nos acogían en aquel país en el que la lluvia y el sol intercambiaban turno con una lógica enigmática, y donde en la entrada de los supermercados unos puestos verdes vendían unos enormes conos de nata como recién ordeñada por noventa y nueve céntimos de euro.

Los trenes de vuelta al pueblo no solían llenarse, pero un miércoles no encontré ningún asiento libre. Me quedé de pie al lado de un carrito de bebé en el que una niña de unos dos años le balbucía términos ininteligibles al muñeco que sujetaba entre las manos. La observé durante todo el trayecto: la niña tenía la piel del color del café tostado, los ojos como pozos a medio excavar. Permanecía completamente ajena a mí: el diálogo codificado que mantenía con el interlocutor al que ella misma insuflaba vida absorbía toda su atención. Aquella fue la primera vez que deseé tener una hija. No en ese momento: se trataba de una proyección a lo que entonces aún me parecía un largo plazo.

Poco antes de llegar a la parada previa a la mía, alguien retiró el seguro del carrito, y entonces reparé en la madre, que había estado sujetando el manillar todo el tiempo. Sacó el cochecito del tren con la ayuda de un pasajero que regresó al interior del vagón una vez que la niña y la madre estuvieron a salvo en el andén, la madre agradecida, Thank you, thank you, very kind of you. Las envidié a las dos: a la madre y a la niña.

Al llegar al pueblo les pregunté a las tres o cuatro chicas de mi pandilla si se habían fijado en la niña que tenía al lado en el tren.

—Sí, qué pesada era —respondió una de ellas—, todo el rato berreando.

Caminé hasta la casa de mi familia de acogida tratando de desentrañar la naturaleza de eso que acababa de nacer en mí. Sabía que me habitaba algo nuevo, algo que se fortalecía e incrementaba su misterio a cada paso. Durante la cena me olvidé de aquello, le conté a mi familia irlandesa —el padre, la madre, la hija universitaria que pasaba el verano con ellos a regañadientes— todo lo que había hecho aquella tarde en el centro de Dublín, la crep de chocolate que había merendado, el disco de Nirvana que no me había podido comprar porque mis padres apenas me habían dado dinero, y yo me lo gastaba casi todo en los conos de noventa y nueve céntimos de euro. Volví a atisbar ese algo por la noche, mientras me lavaba los dientes frente al espejo del baño: una mirada más honda, un aplomo que solo había visto en el rostro de algunas mujeres viejas. Como un ritual, mañana y noche profundizaba en mi nueva apariencia en el cuarto de aseo, el pestillo echado, el vapor de agua agarrado a los azulejos, y cuanto más la perseguía más me parecía que se agravaba, paulatinamente se volvía ignota e indescifrable incluso para mí.

Supongo que cuando llegue esa nueva existencia, la imagen de la niña irlandesa se esfumará, porque lo real sustituirá a lo ilusorio, pero ahora es ella quien resuelve el interrogante de su piel y de sus ojos cada vez que la evoco.

Mi padre me recogió en el aeropuerto. Yo estaba cansada y solo quería irme a casa, pero él se empeñó a llevarme a comer a un restaurante. Mientras compartíamos una pizza familiar, me anunció que se separaban: había sucedido esa misma mañana, hacía apenas unas horas. Mi madre había insistido en que yo no estuviera presente mientras ella empaquetaba sus cosas. Al entrar al restaurante me había fijado en que en la carta de postres había crep de chocolate, y traté de visualizarla para que mi estómago se abriese de nuevo, pero nos fuimos de allí sin pedir postre. La mitad de mi mitad de pizza se enfrió en aquella mesa llena de migas de clientes anteriores.

Mi padre y yo dimos vueltas como autómatas por el centro de la ciudad. En aquella época apenas había turistas, así que éramos los únicos que nos deshacíamos como muñecos de nieve en la sauna instalada entre el asfalto y el sol de agosto. Se me ocurrió hablarle a mi padre de los conos de nata por noventa y nueve céntimos de euro. Él creyó que le estaba pidiendo un helado y me compró una tarrina de pistacho y fresa. Le di un par de cucharadas para no decepcionarle y la escondí bajo el banco del parque en el que me había sentado. Me aseguré de cubrirla bien con los pies. Mi padre hacía y deshacía el mismo camino longitudinal delante de mí, mirando al suelo, y yo me preguntaba si de verdad no había notado algo nuevo en mi rostro que, al menos por unos instantes, le hiciera olvidarse de mi madre.

El martes a primera hora solo quedan algunos forasteros que parecen rastrear los últimos vestigios de unas fiestas que hoy, a juzgar por el aspecto impoluto de las calles y el tráfico silencioso, casi aletargado, se diría que nunca tuvieron lugar. Dedico media mañana en la oficina a revisar la bandeja de entrada. La dueña de una librería de una pequeña ciudad cercana quiere organizar una presentación de Pulpos fuera del agua.

Durante el rompecabezas que supuso armar el circuito promocional de la novela, me las ingenié para evitar esa ciudad, sencillamente porque me parecía fea. Ni siquiera el minúsculo centro histórico, pulcro y elegante, ha conseguido nunca distraerme de la fealdad generalizada que se filtra en mi cuerpo, violando todos mis sentidos y vampirizando mis energías. Siempre he intentado acortar lo máximo posible mis estancias en esa ciudad y siempre he aparcado justo en la puerta de mi destino, aunque eso haya supuesto pagar la zona azul o un parking privado durante muchas horas.

Recordar la feroz intensidad de la luz que inunda la ciudad en cuestión basta para marearme. Es la luz propia de un desierto inhabitado, una luz que cae inclemente tanto en otoño como en primavera, en martes, jueves o domingo, da igual, sobre los balcones con las contraventanas cerradas a cal y canto. Una luz sin variaciones, terca como un piano en el que apretando cualquier tecla sonara siempre la misma nota.

Sé que me tocará acudir a la presentación de la pequeña ciudad desangelada para hacer fotografías y acompañar al autor y, aunque el plan no me apetece en absoluto, respondo al correo de la librera proponiéndole una fecha que Néstor Gallego acaba de confirmarme que le viene «de fábula». También le digo que le enviaré un cartel y que, si le parece, sería buena idea que solicitara a la distribuidora una caja adicional de ejemplares para promocionar el encuentro durante las semanas previas. Dos minutos después, recibo su respuesta. La librera cierra la fecha y puntualiza mi última sugerencia: encargan cajas cada semana, Pulpos fuera del agua se está vendiendo muy bien.

Almuerzo con los editores y les comento el éxito que está cosechando Néstor Gallego en la librería de la pequeña ciudad cercana y fea. El editor número dos disimula su sorpresa, aunque yo he detectado que desde hace tiempo le cuesta luchar contra el desencanto de una nueva frustración editorial que ahora me pregunto si tal vez intuyó desde el principio. A mí me parecía que confiaba de verdad en que la novela de Néstor Gallego batiría récords de ventas: supongo que creía que en el primer mes estaríamos liados con la segunda edición y planificando la tercera. Un pensamiento bastante mágico teniendo en cuenta nuestra condición de editorial independiente y el alcance real de las notas de prensa que me esfuerzo en titular de forma atractiva —sin conseguirlo, la mayoría de las veces—, y que solo parecen tener repercusión cuando Aru Sabal, nuestro excelso poeta contemporáneo, protagoniza la noticia. El editor número uno, sin embargo, parece satisfecho, siempre implacable en su buen humor de catálogo de grandes almacenes. Me dice lo que ya había asumido: tendré que acompañar a Néstor Gallego a la presentación para encargarme de que todo marche correctamente.

—Por cierto, hemos recibido un original que puede ser interesante —añade—. Cuerpos indómitos, se titula. Antes de irte, pásate por mi despacho y te lo llevas a casa para leerlo.

Es una orden, claro: el editor número uno no me pregunta si me apetece, si me importará perder tiempo y energías en una tarea que no me corresponde. Pero sí que me importa, porque leer ese original no va a restarle horas a mi verdadero trabajo ni va añadir a mi cuenta bancaria unas decenas adicionales de euros, pero aun así le digo que claro, que de hecho será mejor que me lo dé en cuanto acabe de comer y así no corro el riesgo de olvidarme de pedírselo.

—Ya podríais ponerme un becario que me ayudara con la prensa —se me ocurre decir mientras saco del táper los últimos macarrones a la carbonara.

Los editores se ríen y no dicen nada, como siempre que les comento el asunto del hipotético becario. En vez de tomarme el café con ellos, me lo llevo a mi escritorio y redacto varias notas de prensa sobre las próximas presentaciones de Aru Sabal. Todas, por suerte, se celebran lejos de aquí, así que no estoy obligada a acudir como figura de apoyo y supervisión. Al cabo de un rato, el editor número uno me deja un fajo de folios debajo del flexo.

—Aquí tienes el original que te comentaba. Y sobre el becario, redáctame un perfil y se lo hago llegar a la facultad de comunicación.

Salgo de la oficina con el original enrollado en la mochila. Al llegar a casa abro un documento en el ordenador y enumero las aptitudes que debe tener la persona que se encargará, por ejemplo, de realizar un seguimiento de los medios que nos piden libros gratis y que luego, una vez recibidos, nunca escriben sobre ellos, o de bucear en páginas de ofertas hasta encontrar las combinaciones más económicas de billetes de tren para que los autores presenten sus libros en la mayor cantidad posible de ciudades al mínimo coste, o de cuadrar los diferentes actos promocionales —festivales, charlas, entregas de premios, etc.— en unas agendas ya colmadas de compromisos familiares y profesionales, porque, a excepción de Aru Sabal, que dejó su trabajo para dedicarse de lleno al oficio de poeta del siglo XXI, ningún autor de nuestro catálogo confía en ganarse la vida escribiendo libros. Determino que el becario debe caracterizarse, entre otras cualidades, por ser alguien «organizado, metódico, con una alta tolerancia a la presión y que disfrute del contacto con la gente». Antes de enviarle el documento al editor número uno, repaso el listado de virtudes. Solamente dejo «organizado y metódico».

 

Anoche leí Cuerpos indómitos. Entera: me acosté a las cuatro de la madrugada. Lo primero que me llamó la atención fueron las siglas que firmaban la novela: I. C. Las iniciales del título invertidas. Los folios que me entregó el editor no contenían ningún otro dato que sirviera para identificar a la autora; después de haber leído el manuscrito, puedo afirmar sin temor a equivocarme que ha sido escrito por una mujer. Mientras cenaba me entretuve inventando posibles significados para las siglas: Inteligencia Cósmica. Inmundicia Colectiva. Ígneas Curvas. Instrumentos Cortantes. Intención Confidencial.

Un poco por seguirme el juego a mí misma y un poco también para retarme a perfilar la identidad (Identidad Camuflada) del (la) artífice de Cuerpos indómitos, decidí empezar a leerla en cuanto me acabé las pechugas a la plancha. No me sentía cansada en absoluto. Creo que la perspectiva de contar con un becario para mí sola me había animado hasta el punto de transformar la sugerencia ineludible de leer un original en la nueva oportunidad de descubrir a otro Néstor Gallego, uno que, a poder ser, cumpliera por fin las expectativas comerciales de mis jefes. Me senté con las piernas cruzadas en mi mitad del sofá de dos plazas —aún es mi mitad, aunque Ignasi no esté y no vaya a volver— y retiré el primer folio en el que solo figuraban el título y esas iniciales, todavía carentes de significado: I. C.

En el siguiente se repetía Cuerpos indómitos, a mayor tamaño y en una tipografía distinta. Debajo del título se reproducía a color el cuadro de una pitia, una sacerdotisa de Delfos ataviada con una túnica marrón que dejaba su hombro izquierdo al descubierto. La pitia estaba sentada en un trípode alto cuyas patas finalizaban en unas garras doradas, tal vez de león, que se apoyaban en las orillas de una grieta en la tierra. De la grieta emanaban vapores densos y grisáceos que se elevaban más allá de las manos de la sacerdotisa. En la derecha sostenía un cuenco; en la izquierda, una rama de olivo.

La postura de la pitia, con el tronco encorvado hacia adelante, la mantenía concentrada en los vapores de la tierra, que penetraban en su cuerpo a través de la nariz y la boca semiabierta. Sobre sus párpados caía la sombra del manto granate que le cubría la cabeza y le llegaba al regazo porque el tejido iba cruzado a la espalda, invisible para el espectador. Observé la imagen durante un rato. Sabía que había visto aquel cuadro en algún lugar, pero no recordaba dónde, y la escasa calidad de la impresión me impedía descifrar la firma del autor.

Pensé que la novela empezaría en el tercer folio, pero en lugar del inicio convencional de una narración me encontré con una página repleta de «a» y «d», en cursiva y sin separación entre ellas, prietas y amontonadas como si trataran de aprovechar al máximo el espacio que les había sido concedido. Las «a» ocupaban las seis o siete primeras líneas, luego las «d» hacían una breve aparición para mezclarse en seguida con las «a» en una danza arrítmica, formando una especie de código binario que traté de interpretar durante varios minutos desde el terreno de la lógica, hasta que me planteé que quizás lógica era lo que menos debía buscar en ese párrafo irrespirable en el que, finalmente, las «a» se imponían y copaban los cinco últimos renglones, que quedaban abiertos, sin punto final.

Sonreí cuando en la página siguiente I. C. recurría por fin a las palabras y las oraciones que se esperan de una novela tradicional para presentar a una mujer que había sufrido un infarto cerebral mientras escribía en su ordenador. Los dedos meñique y corazón habían quedado apoyados respectivamente en las teclas «a» y «d», y habían compuesto por su cuenta la obra póstuma con la que se abría el manuscrito.

Cuerpos indómitos era la historia de esa mujer muerta narrada por su hermana, que se la encontraba varias horas más tarde con los dedos inertes imprimiendo en la pantalla una declaración a caballo entre el todo y la nada, entre la visión y la ceguera. I. C. escribía:

De la alternancia entre «a» y «d» en la primera parte del accidental testamento de mi hermana deduje que no había muerto de forma inmediata, sino que su cerebro se rebeló durante unos segundos en los que creyó que la fatalidad podía repararse. Durante ese lapso, todas sus fuerzas conspiraron para reanimar unas falanges moribundas mientras, en la pantalla, mi hermana certificaba su muerte.

La sucesión final de «a» ocupaba 143 páginas en el procesador de textos. En ese momento no se me ocurrió guardar el documento, simplemente retiré sus manos del teclado con rapidez, como quien toca el caparazón helado de una cucaracha que se refugia debajo del lavavajillas, cerré el portátil y llamé al 112. De los dos días que siguieron apenas conservo recuerdos, solo visitas de desconocidos que afirmaban haber conocido a mi hermana, conversaciones telefónicas con notarios y directores de sucursales bancarias, decisiones banales y al mismo tiempo fundamentales, como la clase de madera del ataúd o la música que había de sonar en el funeral.

Una semana después de su muerte, cuando regresé al piso de mi hermana para vaciar la nevera y poner orden en sus cosas —o, más bien, para decidir qué objetos merecían sobrevivirla y cuáles no reunían una carga emocional suficiente para salvarse del contenedor o del camión de recogida municipal—, me acordé del documento. Abrí el ordenador y allí seguía, sin contraseña, su obra desprotegida y al alcance de cualquier observador aprovechado. Lo imprimí inmediatamente. Me llevé a casa una maleta llena de libros, una tostadora por estrenar, unos cuantos collares y aquel relato cuyas dos primeras páginas nunca hablarán de mi hermana con tanta elocuencia como las 143 siguientes.

Que la narradora y la protagonista fueran mujeres no fue lo que me hizo decantarme por la hipótesis de que la autoría también debía corresponder a una mujer, que solo una mujer podía haber escrito aquello. Es estúpido pensar que las mujeres solo pueden escribir sobre mujeres. Cuerpos indómitos, cuyo original ocupaba exactamente 143 páginas, era eficaz porque la autora no pretendía englobar en su personaje principal a toda la humanidad para retratarla de manera infalible y estandarizada. Quería narrar lo que narraba, hablar de quien hablaba, describir a una persona concreta que no sirve como modelo de nada y cuyas eventualidades, por eso mismo, casan con la vida de cualquier ser humano.

Un autor habría encerrado a su personaje dentro de una armadura de antihéroe que no tardaría en resquebrajarse gracias a una sucesión de acciones épicas y frases engoladas. Y aunque el antihéroe nunca se despojara del todo de su armadura, se acabaría revelando como ejemplo de algo; su existencia no sería neutral ni insignificante para el mundo. En lugar de ello, I. C. describía a un personaje común, privado de cualquier rasgo que llamase la atención a simple vista, y aun así el personaje permanecía vivo —viva, a pesar de su muerte sobre el teclado—, flotando por encima de las páginas, una vez finalizada la novela.

La protagonista no aportaba lecciones ni advertencias de ningún tipo, no despertaba especiales simpatías ni aversiones, y sin embargo era imposible mantenerse al margen de su mediocridad, no sentir su fútil paso por el mundo como algo propio. Y, porque no se proponía aleccionar a nadie, I. C. debía ser mujer.

Compuse mentalmente el texto que escribiría para la faja de la novela. «Innecesaria. Prescindible. Pero también todo lo contrario». Programé el despertador para que sonase tres horas más tarde y me metí en la cama pensando en la protagonista de I. C. y, sobre todo, en I. C. misma.

Del carácter y la apariencia de Néstor Gallego solo pude formarme una impresión a medida que los editores me narraban punto por punto a la hora del almuerzo las conversaciones telefónicas que habían mantenido, la predisposición absoluta del autor a publicar con ellos —probablemente a cualquier precio—, su voz temblorosa y acelerada la primera vez que hablaron, cómo pareció que dejaba de escucharles cuando le comunicaron su interés por el manuscrito. Al conocerle en persona, unas piezas encajaron y otras no. Por ejemplo, sé que el cabello que imaginaba para Néstor Gallego no era el que resultó tener, pero ahora soy incapaz de recordar el aspecto que le otorgué en mis ensueños. En cambio, de I. C. tenía una imagen muy nítida, cristalina, y sabía que el margen de error sería mínimo.

En cuanto he llegado a la oficina he visitado al editor número uno en su despacho. Él ha pensado que venía a preguntarle si había recibido el perfil del becario.

—No, quería decirte que tenemos que publicar la novela de I. C.

Me ha asegurado que la ojearía después de hacer unas llamadas importantes.

—Y por cierto, ¿cómo se llama la autora?

—¿Cómo sabes que es una mujer?

—Lo sé y ya está.

El editor número uno me ha mirado como si estuviera decidiendo si valía la pena indagar en mi proceso inductivo o si me mandaba a mi escritorio y hacía la primera de esas llamadas importantes.

—Se llama Inés Caparrós.

—Ya tengo hasta la faja pensada —le he dicho—. Ponme en copia cuando le escribas, por favor.

Cuando estudiaba piano en casa, mi madre solía sentarse en uno de los dos sillones azules, a metro y medio de mi banqueta, y leía. Le fascinaba la mitología, en especial la clásica: era la única materia que despertaba en ella un verdadero interés. Poco a poco había conformado su propia biblioteca diferenciada de la de mi padre, con sus libros dispuestos en las tres baldas inferiores de la estantería más cercana al piano de pared. En ellas atesoraba obras divulgativas, novelas históricas ambientadas en civilizaciones antiguas y relatos sobre los primeros arqueólogos que se adentraron en las pirámides de Egipto o sobre los estudiosos que descifraron la piedra de Rosetta. Pero, por encima de todo, mi madre sentía devoción por los manuales y los tratados que mi padre manejó en su etapa universitaria. Los había manoseado más que él mismo, y los subrayados eran todos suyos. Mi padre aceptó esa costumbre sin rechistar, pese a que él no había realizado ni una pequeña marca con lápiz en aquellos libros.

Una tarde, yo estaba practicando escalas de espaldas a mi madre. Las notas se mezclaban con el pasar de las páginas de su libro. Estoy casi segura de que era El rey de las hormigas, en una edición rarísima que mi padre le había comprado en una librería de segunda mano. Yo abordaba la escala de mi menor cuando noté un vuelco en el bajo vientre, como si una vasija de barro se hubiese roto dentro de mí, liberando un líquido que de repente mojaba mis bragas. Me levanté como un resorte de la banqueta y miré asustada a mi madre.

—Me ha pasado algo raro —le dije.

Ella despegó la vista del libro, pero no lo cerró. Sus piernas permanecieron cruzadas. Con la mano derecha acentuaba la forma de uno de sus rizos.

—¿Qué? —me preguntó sin que su rostro perdiera un ápice de concentración. Recuerdo haber pensado que, en ese momento, Áyax estaba más cerca de mi madre que yo misma.

—Algo en la tripa. Un calambre, no sé. Voy al baño a ver.

Mi madre murmuró algo así como Ahora me dices y siguió leyendo. En el baño me bajé los pantalones y las bragas. Pegada a ellas había una pasta elástica que formaba un círculo marrón. Con cuidado, introduje un poco de papel higiénico entre las nalgas y luego lo miré, primero asqueada y luego con una mezcla de alivio y preocupación. No estaba manchado: aquello tenía que haberme salido por delante. Llamé a mi madre.

Cuando entró en el cuarto de aseo, yo estaba de cara a la puerta, con las piernas flexionadas y las bragas por debajo de las rodillas. Ella me examinó en silencio desde arriba: de repente me pareció mucho más alta y espigada. Sostenía su libro en la mano derecha. Tardó unos segundos en hablar.

 

—Te ha bajado la regla. ¿Sabes lo que es?

No lo sabía. Tenía nueve años.

Mi madre se acercó a mí y, desde sus nuevas medidas de gigante, se asomó al círculo marrón que empastaba mis bragas de algodón amarillo. En su rostro no había ninguna emoción: ni alegría, ni asco, solo una cansada impasibilidad.

Rebuscó en un cajón del armario del baño y extrajo un paquetito fino y cuadrado de plástico verde. Yo observaba sus movimientos sin cambiar de posición: bragas bajadas, piernas flexionadas en dirección a la puerta.

Me alargó el paquetito.

—Ábrela y te la pegas en las bragas. Tendrás que cambiártela de vez en cuando. En el armario hay más.

Mi madre seguía en el sillón azul cuando regresé al piano arrastrando los pies y acomodándome las bragas cada dos pasos. Sentía como si un barco navegase a la deriva entre mis piernas.

Continué con la escala de mi menor. La toqué veinte o treinta veces, aumentando la velocidad con cada repetición. Detrás de mí, mi madre pasaba las páginas de El rey de las hormigas.

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