Afectividad ambiental

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CAPÍTULO 1
Epistemo-estesis ambiental: los cuerpos entre cuerpos

Diré que los cuerpos pueden casi todo.

Michel Serres, Variaciones sobre el cuerpo

En este primer capítulo queremos partir de la epistemología ambiental para aproximarnos a una ética que nos permita emocionar con asombro y respeto ante la vida, despertar la potencia ante lo sentido, y habitar poéticamente al reconocernos como cuerpos deambulando que se encuentran con otros cuerpos. Para ello comenzamos problematizando tanto la episteme moderna, como otras propuestas asociadas al pensamiento ambiental, a través de una discusión sobre los dualismos y los monismos ontológicos. En particular nos preguntamos si es posible abrir una vía media que abandone toda dualidad y evite, al mismo tiempo, borrar las diferencias. Con ese cuestionamiento examinamos críticamente el concepto de la “epistemo-logía”, con lo que tiene asociado a un “logos” racionalizado, sin afecto, sin sensibilidad; y lo “ambiental”, entendido como lo relativo al entorno, en oposición a lo humano y social, para ofrecer una propuesta desde las multiplicidades, los cuerpos entre cuerpos, y los encuentros entre alteridades radicales.

La pregunta que nos hacemos —en consonancia con la apuesta abierta por la filósofa Patricia Noguera— es si es posible abrir, más allá de una epistemología, una epistemo-estesis, que ponga en un primer plano las sensaciones, la sensibilidad, los sentidos y los afectos. Así mismo, si podemos imaginar una ética ambiental que parta desde la piel y los contactos. Un ethos que se emprenda desde nuestro propio cuerpo sensible, entendido como el territorio desde el cual el universo es sentido y habitado. Nuestra intención es contribuir a la estetización del pensamiento ambiental, al reconocer que el encuentro en lo que llamamos “ambiente” no se da entre sujetos, y menos entre sujetos y objetos, sino entre pieles, entre membranas diversas que se tocan, en un enlazamiento afectivo de cuerpos compuestos de múltiples mezclas, que experiencian su universo gracias a su afectividad encarnada. Queremos continuar un camino abierto por muchos pensadores ambientales en los cuales nos apoyamos, para imaginar cómo favorecer un contacto amoroso con los seres sensibles del mundo y contribuir con ello a una estetización del habitar.

Más allá de los dualismos y los monismos1

La epistemología ambiental ha insistido en que la crisis ambiental es una crisis ontológica, una consecuencia de la forma en como entendemos nuestro ser y la relación con el resto de los seres que se deriva de esa misma concepción. En términos generales, corresponde a una comprensión en la que nos ubicamos en la escala más alta de las manifestaciones del ser, imaginando al resto de los entes como objetos inertes, recursos disponibles a nuestra entera disposición. En la filosofía esta separación del ser humano y el resto de los seres ha sido atribuida al pensamiento metafísico que se remonta a Platón, y que se consolida en la modernidad con el positivismo cartesiano. Esta tradición ha realizado una separación entre el sujeto y el objeto, la cual parte de la noción según la cual el mundo “es” de cierto modo un mundo objetivo, y de ahí se deriva que el conocer consista en que el sujeto se haga una idea que se adecue de manera fidedigna al objeto. De hecho es posible alcanzar “la verdad” en cuanto más certeramente se represente ese objeto que se desea conocer. Para la epistemología positivista, la existencia de las cosas es independiente del sujeto, y, en consecuencia, es posible conocer el mundo “tal cual es”. De hecho, entre más distancia exista entre el sujeto conocedor y el objeto conocido, mayor será la objetividad.

El pensamiento ambiental asegura que con esa división constitutiva del pensamiento moderno, por un lado, el ser humano llegó a representarse a sí mismo como centro del mundo, como poseedor de todo cuanto existe a su alrededor, mientras que, por el otro, acabó por concebir lo que él llama “naturaleza” como un objeto inerte, un recurso disponible y una cosa dispuesta a ser manipulada por la ciencia y la técnica (Heidegger, 1996). El pensamiento ambiental también ha asegurado que la ontología moderna no solo se caracteriza por la separación sujeto/objeto, sino que es un tipo particular de ontología caracterizada por otras díadas polares como lo son: mente/cuerpo, cultura/naturaleza, razón/afectos, civilizado/primitivo, masculino/femenino, secular/sagrado, individuo/comunidad, humano/animal (Plumwood, 2002, 2005). El problema, ha dicho Arturo Escobar (2013), no es tanto que existan los dualismos, pues muchas otras tradiciones desde el taoísmo, el budismo, y buena parte de los pueblos indígenas, en distintos continentes, han basado sus ontologías en dualidades interconectadas bajo el principio de la complementariedad. El problema es que en la modernidad la primera parte de los dualismos —el sujeto, la mente, la cultura, la razón, lo civilizado, lo masculino, lo secular— se separa y se sitúa en una posición de superioridad frente a la parte subordinada del binarismo —el cuerpo, la naturaleza, los afectos, lo primitivo, lo femenino, lo sagrado.2

Es entonces bien reconocido por el pensamiento crítico que la crisis ambiental no es un problema de carácter geológico o ecológico, sino un entuerto civilizatorio producido por un tipo particular de ontología, generado por el pensamiento ontológico y sus escisiones constitutivas (Leff, 2018). Una crisis o colapso que emerge como consecuencia de una ontología basada en el “yo” moderno, y la creencia de que el mundo está compuesto por muchos “yoes” separados entre sí —la humanidad compuesta por la suma de sus individuos—, pero separados de lo demás, de los otros seres del mundo —el resto: la naturaleza—. De aquella autodeterminación fragmentada surge una ética del saber que consiste en desocultar la verdad mediante la ciencia para luego intervenir y manipular lo conocido con el auxilio técnico, vencer la escasez, y cubrir lo que la economía ha dictado como necesario para uno solo de los seres sensibles de la Tierra.

De este diagnóstico de la crisis ambiental surge un coro de voces del pensamiento encaminadas a superar la ontología dualista y caminar hacia otras ontologías conectadas a los entramados de vida. Esa es la base que aglutina a la mayoría de pensadores ambientales, quienes en distintas partes del mundo, denuncian la escisión, e intentan proponer salidas ontológicas, epistémicas y éticas relacionales, ante la devastación que surge como síntoma de la concepción de nuestro ser separado de la naturaleza.

Una de las más conocidas de esas voces es la de Arne Naess (2007), y su propuesta de ética ambiental denominada ecología profunda, cuya apuesta consiste en hacer una operación de sutura, borrar la disyunción, y proporcionar una solución en términos de la identificación del “yo” con la naturaleza. Para los adherentes a esta ética ambiental, es necesario superar la separación de los seres humanos y la naturaleza —dado que no puede existir división ontológica entre dos reinos: el humano y no humano—, y es urgente entender el universo como un todo interconectado y sin fisuras. Los ecólogos profundos sostienen que debe abandonarse la separación, remplazar la escisión por un entendimiento holístico, partir del hecho de que todo está interrelacionado y es interdependiente de lo demás, y entrar en un proceso de unificación, al entender que todo cuanto existe en realidad es “parte de”, y es indistinguible de lo demás (Fox, 1984). Afirman que el autoentendimiento como seres interrelacionales, y la identificación del “yo” con la totalidad, es la base para que se impulse el cuidado, no por altruismo, ni por un “deber ser” moral, sino porque el cuidado de lo demás hace parte del interés de la propia existencia.

Si quisiéramos hacer una arqueología del holismo en la filosofía occidental, tendríamos que remitirnos al pensamiento de Baruch Spinoza,3 quien planteó una vía opuesta al dualismo cartesiano. Spinoza (2011) impugnó la idea de que podíamos poner a los seres humanos separados del reino de la naturaleza, como si se tratase de “un imperio dentro de otro imperio” y no como la naturaleza misma. Muy al contrario, para él solo existe una sola y única substancia absolutamente infinita, y lo que llamamos criaturas, no lo son; son tan solo modos o formas de existencia de aquella sustancia. Todos los existentes no somos en realidad seres sino entes, maneras de ser de esa sustancia (Deleuze, 1980). Se trata, sin duda, de una visión que podría ser comparable a la de otras tradiciones como el taoísmo de Lao Tse, o algunas ontologías de los pueblos ancestrales del Abya Yala.4 Por cualquiera de los caminos, estas fuentes han sido buena base para la inspiración de algunos pensadores ambientales, quienes han pretendido superar el dualismo cartesiano mediante una visión holística del mundo. Entre ellos no solo están los exponentes de la ecología profunda, sino otros autores, entre los cuales vale la pena resaltar el pensamiento complejo de Edgar Morin (1986), la trama de la vida de Fritjof Capra (1998), la teoría de Gaia de James Lovelock (2007), el postestructuralismo de Gilles Deleuze y Félix Guattari (2004), o la antropología ambiental de Descola y Pálsson (2001) o Viveiros de Castro (1998).

Este tipo de posturas que buscan la reunificación en un todo orgánico han sido cuestionadas por algunos pensadores, quienes han dado buenos argumentos sobre los peligros que conlleva que el dualismo ontológico —la separación ser humano y naturaleza— se solucione mediante un monismo ontológico, es decir, a través de su unificación. Entre los críticos más agudos vale la pena mencionar a la ecofeminista Val Plumwood (2002), quien coincide con los ecólogos profundos en que es necesario superar los dualismos; de hecho gran parte de su obra trata sistemáticamente sobre ellos. Sin embargo, asegura, no es necesario, ni deseable, tratar de asimilar al Otro, borrando su distinción y diferencia. Según la filósofa australiana, para superar el dualismo es necesario mantener un equilibrio entre la continuidad y la diferencia, pues la dialéctica entre la conexión y la alteridad es la clave para una interacción no instrumental. Plumwood sostiene que la pérdida de tensión entre lo diferente y lo semejante ha sido una de las características principales de la historia de la colonización. El proceso siempre ha sido el mismo: devorar al otro, negar su diferencia e incorporarlo en un proceso totalizador.

 

Plumwood (2002) afirma que existe una enconada arrogancia cuando no se respetan los límites ni se reconocen las diferencias, que, en últimas, son la base del respeto. Claro que se debe reconocer la continuidad humana con el mundo natural, asevera, pero también reconocer su distinción, e incluso su independencia de nosotros, y la distinción de las necesidades de la naturaleza con respecto a las nuestras. Para Plumwood no es útil, y ni siquiera necesario, hacer una fusión para superar las dicotomías, pues la ética del cuidado que promueve el ecofeminismo requiere también tomar distancia y reconocer la diferencia, de modo que al otro no se le vea como una proyección del sí mismo. Su propuesta consiste entonces en avanzar hacia un tipo de ética que permita tanto la continuidad como la diferencia, y evite la abstracción, la disolución, y el desdibujamiento de la distinción entre seres humanos y naturaleza.

Por su parte, el filósofo ambiental mexicano, Enrique Leff (2004, cap. 2) también ha hecho una crítica al monismo ontológico, aunque en diálogo con el ecoanarquista Murray Bookchin (1990), quien, desde otra perspectiva, ha propuesto la combinación entre el orden ecológico y el orden sociocultural. Para Leff es imposible aspirar a una totalidad unificante que funda en una mismidad la materialidad del mundo y lo simbólico. Y ello ocurre porque no puede desconocerse que el orden simbólico, a través de las significaciones, el lenguaje y la organización de la cultura, tejen la vida del ser humano, tanto en sus relaciones sociales como sus relaciones de poder, y que ellas de ninguna manera pueden subsumirse dentro de un orden unificante. Leff abreva en Lacan para decir que no hay nada menos natural que el sujeto y la consciencia, el deseo y el orden simbólico. Por esta razón es inútil intentar hacer una fusión y confusión entre ambos órdenes; es imposible disolver la separación entre lo Real y lo Simbólico, y aspirar a una visión totalizadora y omnicomprensiva del mundo.

Recordemos que el psicoanálisis de orientación lacaniana —en el que se asienta parte de la obra de Leff— sostiene que lo humano no tiene nada que ver con el orden natural, obedece a reglas distintas de la naturaleza. Johnston (2010) ha llegado a decir que habitamos en el plano de la anti-physis, un lugar que llamamos “cultura” (Ruiz, 2018). El sujeto tiene que arreglárselas desde esa constitución subjetiva, es decir, desde el universo simbólico “no-natural” para encontrarse con lo Real de la physis. Para ello construye significantes en el lenguaje cuya función es mediar entre él y lo Real. El sujeto no tiene más remedio que crear significantes para crear sentido de la vida, pues es ahí donde encuentra su guarida. Cuando enunciamos la palabra “Naturaleza” o “Madre Tierra”, no estamos allegando en sí mismo al mundo Real, sino ello es más bien una designación,5 un significante que sirve para producir algo de historicidad en el ser humano. Para Lacan existe una escisión imposible de superar, y por tanto necesitamos de la estructura simbólica para relacionarnos con el mundo (Ruiz, 2018).

En esta explicación psicoanalítica que reivindica la inevitable escisión del sujeto de la naturaleza Leff se basa para cuestionar las propuestas encaminadas a que el divorcio entre sociedad y naturaleza pueda resolverse por la ecologización del orden social. Leff coincide con Plumwood en que es necesaria una ontología de la diferencia y una ética de la otredad, negando la escisión cartesiana, por supuesto, pero aceptando que lo que hay es dialéctica: un juego de relaciones entre la cultura y la naturaleza; una hibridación ontológica entre distintos órdenes diferenciados, el primero explicado desde una perspectiva simbólica, mientras que el segundo desde la termodinámica como la condición necesaria para la reproducción de la vida en la Tierra. La propuesta de Leff (2014, p. 254) es entonces no hacer “un forzamiento monista de la diferencia ontológica”, sino reencauzar el pensamiento hacia la inmanencia de la vida, a las condiciones ecológicas del planeta, de modo que pueda fundarse “una nueva coherencia entre lo Real y lo Simbólico”.

Aunque ambos autores parten de la fragmentación metafísica de la cultura occidental como el origen de la crisis ambiental, concuerdan en afirmar que la vía del monismo ontológico no está libre de problemas. Sustentan con buenos argumentos lo inadecuado que puede llegar a ser tanto la anulación de la diferencia de la otredad, como la del orden simbólico propio del animal humano.

En una vía intermedia va la propuesta del filósofo ambiental colombiano Augusto Ángel Maya (1996), quien anida en el pensamiento darwiniano y spinoziano. Al igual que Lacan, Plumwood y Leff, sostiene que tanto el ecosistema como la cultura tienen su propio orden. De acuerdo con Ángel Maya, las características de la especie humana evolucionaron por un camino distinto al de las plantas y los animales, y esa ruta llevó a esta particular especie a ser desterrada para siempre del paraíso ecosistémico, y a convertirse en una criatura simbólica. Sin embargo, Ángel Maya plantea subrepticiamente un diálogo entre Spinoza y Darwin al afirmar que la cultura, en cuanto forma adaptativa, hace parte de la naturaleza. Aunque ya no pertenezcamos al orden ecosistémico, ni sigamos sus leyes, ni pertenezcamos a algún nicho ecológico, seguimos siendo parte de la naturaleza: emergencia de una sola sustancia inmanente de la cual es imposible separarnos. La cultura es una prolongación de la evolución, asegura, “un hecho tan natural como la evolución biológica”. Ángel Maya es contundente al afirmar: “Es la naturaleza la que se convierte en cultura. La cultura no constituye una intromisión extraña en el orden de la naturaleza. Es una fase de la misma naturaleza (1996, p. 58)”. Con esa explicación Ángel Maya evita la discusión lacaniana sobre si la cultura es parte o no de la naturaleza, pero al mismo tiempo mantiene la distinción entre cada uno de los órdenes.

Tenemos pues a Plumwood, Leff y Ángel Maya, defendiendo la idea de la dialéctica entre ambos órdenes: la cultura y los ecosistemas, lo simbólico y lo Real, aunque difiriendo —en el caso de los filósofos latinoamericanos— en que si la cultura hace parte del dominio natural. Más allá de zanjar este debate —el cual diferiría si lo hacemos desde la perspectiva evolutiva o el postestructuralismo, o bien, desde la lingüística o el psicoanálisis lacaniano—, ambas posturas, aunque contradictorias, aportan elementos muy importantes para la constitución de una epistemo-estesis ambiental. No es nuestra intención hacer una síntesis conciliadora entre ambas, lo cual no es posible ni deseable, pero lo que sí pensamos es que es necesario tomar en serio el argumento de Leff y Ángel Maya, según el cual el área de intervención del pensamiento ambiental debe darse en el enjambre simbólico, en el lenguaje y sus procesos de significación, y desde ahí crear otros procesos de simbolización, para conseguir una ontología de la diferencia y una ética de la otredad; pero, por otra parte, estimamos necesario hacerlo desde el campo de la interrelación, la interdependencia, y la continuidad entre todas las manifestaciones y expresiones del universo.

Para hacer este fundamental trabajo creemos que es insuficiente plantear el problema desde dos órdenes: el de la cultura y el de la naturaleza. Aunque siempre debemos tener en cuenta las particularidades humanas, sus tejidos simbólicos, el lenguaje, y sus procesos de significación, como han insistido Lacan o Leff, opinamos que es insuficiente mantener el dualismo ontológico, así sea en términos dialécticos o correspondencia, complementariedad, reciprocidad, y no-jeraquía, en la medida en que seguimos pensando el problema epistémico de la crisis ambiental desde dos dominios: lo humano y lo no-humano.

A lo que nos referimos es que no deberíamos seguir intentando solucionar las escisiones metafísicas entre las personas y el resto de los seres, con la misma categoría de pares para hacer la relación; es decir, la invitación es a no plantear el problema como un asunto de articulación entre el ser humano, como una categoría, a un lado, y todo lo demás —ya se llame ecosistema, naturaleza, o lo Real de la physis—, como otra categoría, al otro. El significante “naturaleza” —tan persistente en nuestra cultura pero tan ajena para la mayoría de culturas no-occidentales— es demasiado amplio, omniabarcante y abstracto, como para agrupar ahí todo aquello que no cabe dentro del orden humano. Somos proclives a seguir siendo presos del pensamiento cartesiano cuando dividimos el mundo en díadas, pares, binomios, en los cuales “lo humano” o “la cultura” siempre ocupa uno de ellos, y dejamos a lo demás como otra polaridad. Aunque la salida intermedia de Augusto Ángel Maya es interesante al incluir la cultura como emergencia evolutiva de la naturaleza, a nuestro parecer, seguimos dando pataleos tratando de lidiar con la otra díada propuesta: ecosistema/cultura. Cualquiera que sea la ruta, continuamos pensando dónde poner el orden humano en algún tipo de dualismo.

En todo caso, así como el monismo ontológico tiene sus dificultades al negar la diferencia, obviar el estatuto simbólico propio de “lo humano” y las condiciones termodinámicas de la vida en la Tierra, el dualismo ontológico basado en la dialéctica y no-jerarquía tiene el problema de seguir concibiendo “lo ambiental” desde dos polaridades. El universo es demasiado grande para contener la ontología de “lo no-humano” como un solo y único orden, y nosotros demasiado minúsculos en la inmensidad cósmica para pretender abarcar un enorme y gigantesco orden llamado “Cultura”. Tendremos pues que disolver la dicotomía metafísica, pero también el monismo ontológico y la dualidad dialéctica, y partir por otro camino, otra vía media.

Para ello necesitamos decir, de la mano de Deleuze (1973), que en realidad la oposición metafísica cartesiana no es entre lo Uno y lo Otro —lo humano vs. lo no-humano—, sino, entre lo Uno y lo múltiple, es decir, “la oposición entre algo que puede ser afirmado como Uno, y algo que puede ser afirmado como múltiple” (párr. 13). Sin embargo, aquí está el detalle: lo humano no puede ser categorizado como “lo Uno”, dada la multiplicidad de mundos y cosmo-existencias (Blaser, 2009) que pueblan la tierra. No existe algo que podamos reducir a “lo Humano”, en singular, como si pudiéramos agrupar la diversidad simbólica en una categoría universalizable como bien lo ha denunciado la antropología ambiental. Y dado que menos aún podemos concebir “la naturaleza” como una sola dimensión aglutinada en un solo dominio, en la medida en que por definición es múltiple, pierde sentido hacer cualquier tipo de oposición, así sea dialéctica, entre lo Uno y lo múltiple. No hay más relación humano/naturaleza, y más bien podemos afirmar con el filósofo francés: “No hay nada que sea Uno, nada que sea múltiple, todo es multiplicidades” (párr. 27).

La propuesta que hacemos, siguiendo esta argumentación deleuziana, es salir por completo de los pares naturaleza y cultura, o ecosistema y cultura, y atender con radicalidad el fenómeno de las multiplicidades. Es decir, no partir de dos órdenes, de dos dimensiones, sino, desde el principio, de la multiplicidad que compone la vida. Esta alternativa, además, busca reactivar las subalteridades de la dominación patriarcal, y ponerlas en primer plano como son el cuerpo, los afectos, las sensibilidades y lo sagrado. El reto es hacer jugar las multiplicidades sin querer borrar las diferencias, y al mismo tiempo respetar la alteridad radical.