El ojo y la navaja

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Las tres edades de la imagen

El otro autor que predica un antes y un después de las imágenes, a partir de la concepción de una historia lineal, es Régis Debray en su lúcido libro Vie et mort de l’image. Une histoire du regard en Occident (1992). Nos referimos al Debray ensayista y no al que dedicó años a la política y estuvo vinculado con el Che. En este libro, el autor plantea tres edades de las imágenes y, por lo tanto, de la mirada. La primera la denomina logosfera y la hace llegar hasta el siglo XV. Durante este periodo la imagen es una presencia viva, un ser que fascina y que interpela a lo que es sobrenatural, es decir, a Dios. La mirada que en ella se proyecta es una mirada hechizada, y la imagen es un medio de protección, de salvación, de defensa y adivinación. A lo largo de esta época, la imagen tiene la eternidad como horizonte temporal y su autoría es colectiva y anónima, va del médium al artesano y encaja en un gobierno curial (el emperador), eclesiástico (los monasterios y las catedrales) y señorial (el palacio). En este contexto, los vivos se imponían a la muerte gracias a la imago, que era, originariamente, la mascarilla de cera de los difuntos que el magistrado llevaba en el funeral. Esta imago también se denominaba ídolo o eidolon, es decir, el fantasma de los muertos. Per visibilia ad invisibilia: a través de lo visible hacia lo invisible. Las imágenes eran sagradas, simbólicas, y el símbolo era una manera de viajar espiritualmente más que una convención o un registro.

La segunda edad según Debray, la grafosfera (ss. XV-XIX), se inaugura con la imprenta, y las imágenes públicas son administradas desde el campo del arte. En este periodo, la imagen es una entidad física que apela a la realidad, es un icono para una mirada estética. La función de la imagen es cautivar, pasando de la misión religiosa a la histórica, a pesar de tener como horizonte temporal la inmortalidad. La autoría es la del artista genial y la instancia de gobierno es monárquica y burguesa (academia, salón, galería). La colección privada sustituye al tesoro público. El ojo, la mirada sobre el mundo y el cogito (ergo sum) se convierten en el arma principal de conocimiento, que pasa a adquirir una perspectiva antropocéntrica: el ego que es la lux mundi ya no es Dios, sino el hombre.

Telescopios y microscopios más perfeccionados, cámaras cada vez más precisas, rayos X… En estas nuevas «máquinas de visión» y de reproducción de la realidad de finales del siglo XIX y del siglo XX, hay algo que desfigura y maquilla el misterio que tenían las imágenes no reproducidas, las imágenes únicas. Esta es la tercera edad, la de la videosfera. La ciencia y su arsenal tecnológico, así como las máquinas de visión, superan las posibilidades del ojo, tanto a un nivel microscópico como macroscópico, y lo gobiernan. Pero cuanto más de cerca miramos, más impreciso es lo que vemos, perdemos el contexto que nos permite comprender las imágenes como elementos dentro de un ecosistema; y cuanto más de lejos miramos, más abstracta y sistémica es nuestra mirada. Si bien hay aspectos de la vida que la ciencia todavía es incapaz de descifrar, a medida que avance el siglo XX, la ciencia y la técnica irán erosionando el pensamiento y la realidad mítica y se convertirán en el referente por excelencia. Esta mirada a distancia sobre el mundo no es de naturaleza filosófica, sino técnica y organizativa. Esta edad, que es la nuestra, tiene por principio el régimen visual en el que la imagen es analógica, reproducible y mediática. Desde mediados de los años ochenta, esta ha pasado a ser digital, numérica e informatizada y, para Debray, pertenece a la categoría de la economía. Se trata, en su primera fase, de una imagen símbolo virtual que ya no busca la salvación de quien la mira, ni el prestigio de quien la ejecuta y vende, sino información y juego. Pasamos de aquello que es histórico a aquello que es técnico, de la eternidad e inmortalidad a la actualidad, al tiempo puntillista. Ya no encontramos la autoría en la figura de un genio, sino que tiene su origen en una marca o empresa y se sitúa en la gobernanza de los media, de los museos, del mercado y de la publicidad. La masificación que criticaba Benjamin, con la llegada de unos medios de comunicación de masas (mediasfera) digitales y conectados, no ha hecho más que acentuarse. Las imágenes de la videosfera son imágenes digitales, virtuales, puras combinaciones numéricas, que poseen la cualidad de las imágenes mentales, o, tal como escribió José Luis Brea: «espectros ajenos a todo principio de realidad».2 Para algunos de los estudiosos de los años noventa, la imagen numérica ya no es una esencia objetiva atribuida al mundo y revelada por la mirada del autor y del espectador, sino que desarrolla una situación iconográfica completamente nueva en la cual las imágenes se convierten en un acontecimiento aleatorio, como si ellas mismas fueran el final de un proceso, una «imagen terminal».3 El problema que detecta Debray es que en la imagen digital no hay cuerpo, y «donde no hay cuerpo no puede haber alma, es decir, mirada».4 Si tenemos en cuenta el contexto actual de recepción y reinterpretación de las imágenes, nos encontramos precisamente con lo contrario, con que solo existen cuando hay una mirada que se deposita sobre ellas y las rescata del anonimato, haciéndolas circular a través de las redes.

Imágenes que todavía hablan

En cierto modo, la videosfera de Debray no tiene en cuenta la fotografía y el cine analógicos que, gracias a su naturaleza material y a los procesos físicos y químicos, todavía son capaces de revelarnos los cuerpos, de revertir y actualizar el tiempo, ya sea a través del punctum5 de la fotografía del que hablaba Roland Barthes o de la fotogenia de la imagen en movimiento. El punctum es aquello que hace que en toda fotografía haya un componente azaroso y un detalle que nos conmueve, un más allá, un fuera de campo que activa el deseo y la nostalgia anticipada del que mira. La fotogenia –según Jean Epstein– es cualquier aspecto de las cosas, seres o almas cuyo carácter moral se ve amplificado por la reproducción cinematográfica. En la fotografía analógica podemos encontrar aquel instante de belleza en el que nos transformamos debido a aquello que nos entra por los ojos (Robert Doisneau); una disposición del espíritu que hace que nos enamoremos de lo que vemos (Henri Cartier-Bresson); la caricia expresada sobre un objeto por la mirada (Denis Roche); el primer espejo maternal (Serge Tisseron); un trazo doloroso del mundo y sobre el mundo que me excluye; la repetición mecánica de una cosa que existencialmente ya no podrá volver a ser; una huella momificada de lo real, el signo de nuestra muerte futura; una nueva forma de alucinación (Roland Barthes). En el caso del cine, lo que hace la fotogenia es acentuar el registro de la vida, la necesidad de mirar, de controlar el tiempo y de transcribir el movimiento en una coreografía fascinante de resurrección de los cuerpos. El cine cristaliza el tiempo y registra duraciones, es decir, disoluciones. Frente a él, la materia se pudre y vuelve a florecer, porque su reproducibilidad es también su reversibilidad. Sin embargo, podríamos decir que ni el punctum ni la fotogenia son exclusivos de la imagen analógica, sino que son también una manera de leer las imágenes.


Tres imágenes del proyecto 9 eyes , de John Rafman (2016).

No es difícil trasladar el hecho de que la fotografía certifica azarosamente la existencia de los cuerpos, como decía Barthes, en algunas de las imágenes del proyecto 9 eyes de John Rafman. El artista recoge instantáneas capturadas por el ojo mecánico de Google Street View para mostrar escenas poéticas, singulares, inquietantes e incluso excepcionales, que nos dejan perplejos. Rafman actualiza el género de la fotografía vernácula, capturando imágenes de lo mundano, pero con el añadido del filtro tecnológico: la neutralidad de la mirada mecánica de la cámara 9 eyes de Google lo vuelve todo aún más siniestro e inquietante.

Podemos decir que Debray no tiene en cuenta estas funciones ni tampoco otros usos de las imágenes que no sean los de la economía y el juego. Su perspectiva es lúcida, pero también apocalíptica, ya que se preocupa más por los aspectos materiales y formales de las imágenes que por sus usos sociales y semánticos. ¿Y dónde queda la imagen de la obra de arte en dicho contexto omnirreproductivo? ¿Y el arte creador «que transforma en poder la existencia, en soberanía la subordinación y en poder vital la muerte»?6 Allí donde había invocación, ahora a menudo solo queda la mirada distraída y bulímica de los turistas o la mirada gélida de la economía. El núcleo del debate, así pues, no recae tanto en la naturaleza de las imágenes, sino en qué miramos y cómo lo hacemos, incluyendo en él la dicotomía existente entre mirar o no mirar.

Si este ensayo puede aportar alguna luz es, precisamente, para subrayar los peligros de la imagen puesta al servicio de la economía y del juego, y para adentrarse en otros usos vinculados a la resistencia y a la memoria individual y, sobre todo, colectiva. En una civilización après le mot, las imágenes no pueden abordarse como un todo, sino que tienen que ser contempladas en función de los ámbitos por donde circulan y de sus usos, tanto aquellos preconfigurados por el autor como aquellos dispuestos por el receptor. Y estos usos no siempre son los que esperamos: la obra de arte, o cualquier imagen que se convierta en una herramienta de interpretación del mundo, no siempre está allí donde la buscamos, escondida detrás de una vitrina, de una página de la prensa o de una colección ancestral. El arte, y en general toda creación, posee el don de transportarnos a lugares inesperados donde no se nos espera.

 

Más allá de su naturaleza material, de la autoría y del contexto, podemos decir que la imagen es hermana de la maravilla, porque nos hace viajar hacia delante, e hija de la nostalgia, porque también nos hace viajar hacia atrás. Ambas relaciones nacen de su capacidad de seducción, de convertirse, más que en una referencia o descripción del mundo, en un síntoma. El régimen visual tiende a funcionar como liturgia de manera más inmediata que el régimen textual; es un secreto que, a diferencia del texto escrito, se comparte y se extiende rápidamente entre la comunidad. La imagen convierte los ojos en una vía de conocimiento, pero también de estulticia, ya que esta fascinación puede llegar a ser anómica, asignificativa y amoral. Las imágenes pueden anular nuestra capacidad de hablar de las cosas, de darles significado o un valor ético y moral. Es como si nos encontráramos frente al grabado de William Hogarth The battle of pictures (1743), en el que se puede ver cómo las imágenes se emancipan del estudio del artista.


William Hogarth, Batalla de las imágenes (1743).

Hoy en día parece que las imágenes se hayan emancipado de la realidad en una especie de inconsciente técnico que se suma al inconsciente óptico descrito por Benjamin. Esto nos obliga a aprender a mirarlas, a elaborar una metamirada que nos permita reconstruir la clave de su fascinación para elaborar un discurso inteligible sobre el mundo.

NO DISTINGUIR ENTRE EL CINE Y LA VIDA: LE TIEMPO CRONOSCÓPICO
El espejo negro de la industria cultural

Las imágenes que son producidas desde la mera función económica colocan en una armonía sospechosa los distintos espacios por donde circulan. Estos espacios comparten funcionalidades y son proclives a las masas o a las nuevas multitudes. Hablamos de las iglesias y las catedrales, de los museos, de los grandes centros comerciales y de las salas de cine de entretenimiento. Son los nuevos templos en los que la taquilla ha sustituido al platillo que se pasa en misa. Esta mirada económica sobre las imágenes se ve reforzada por el hecho de que su autoría, y por lo tanto su autoridad, reside en una marca o empresa y encuentra su zona de confort en los medios de comunicación, el mercado y la publicidad. Sin embargo, como la mirada de la empresa que produce las imágenes es económica, la imagen volverá a su función mágica porque la economía del ocio, entendida como una nueva religión, necesita más consumidores, nuevos adeptos, nuevos feligreses. Ya en el primer tercio del siglo XX, una película clásica como la francesa Au Bonheur des Dames (1929), dirigida por Julien Duvivier, pretendía que las Galerías Lafayette fueran, a los ojos de la protagonista inocente, una nueva catedral; pero las Lafayette eran solo el síntoma. Tanto las galerías comerciales, con sus escaparates refulgentes, como las películas, se construían para fascinar al paseante, al flâneur, que era convocado por medio de la puesta en juego de la mirada y el consumo.


Fotograma de la película Au Bonheur des Dames, de Julien Duvivier (1929).

Estos espacios de ensoñación estaban hechos para que no se distinguiera entre mercancía e ídolo, entre cine y vida. En este sentido, en 1944, Theodor W. Adorno y Max Horkheimer, dos notables representantes de la Escuela de Fráncfort, acuñaban el término «industria cultural» para advertirnos de que la cultura, basada en la tecnología reproductiva y la racionalidad técnica, serviría para satisfacer otras necesidades con productos estándares, y justificaban la racionalidad técnica por sí misma como una forma de dominio y, por lo tanto, de alienación social. Adorno y Horkheimer no hacían distinciones entre el valor de una película y el de un automóvil, ya que para ellos habían sido producidos en condiciones análogas, en fábricas parecidas y con finalidades similares.7

Uno de los intelectuales alemanes más interesantes de los años treinta, Siegfried Kracauer, en un texto de 1928, «Die kleinen Ladenmädchen gehen ins Kino» [Las pequeñas dependientas van al cine], observaba que las películas producidas por majors, que solo querían obtener beneficios cada vez mayores, eran un espejo de la sociedad del momento y un indicador de cómo dicha sociedad quería verse a sí misma. La mayoría de los espectadores del cine de los años veinte eran mujeres trabajadoras que deseaban ser como las protagonistas de aquellas películas burguesas. Este «querer colectivo» es una voluntad dirigida y condicionada, y tiene una estrecha relación con el modo en que la propia industria del entretenimiento configura una felicidad y una belleza a la carta dictada por la publicidad, que es la que pone el colofón final. El espejo en el que la sociedad se mira es siempre un «espejo negro», saturado de estereotipos y de expectativas comerciales. Los espectadores, al igual que los coros ditirámbicos de las tragedias, son aquellos que han sido transformados por el espectáculo, por aquello que han visto. Sin embargo, a diferencia del papel de la catarsis en la tragedia, en la sociedad del espectáculo no se quiere suprimir la individualidad en pro de la comunidad, sino reforzarla mediante una comunión que pasa por el lazo íntimo del individuo con el producto de consumo. Esta unión anula las especificidades individuales para fomentar una individualidad estereotipada, engullida por la propia masa de consumidores. Y todo esto, hoy en día, se ha reavivado con el marketing emocional o neuromarketing. Cuanto más personalizado es un producto, más íntima es dicha unión. Ya no nos venden cosas, sino experiencias emancipadoras: libertad, revoluciones, autosuficiencia… El marketing emocional es la mística del consumismo, pero una mística con una trascendencia temporal, ya que allí donde hay mercancías e interviene la economía, la magia desaparece a medio o largo plazo porque el producto de consumo debe renovarse constantemente. Y justo esta era la amenaza que veían en ello Adorno y Horkheimer, que el espectador acabara por no distinguir entre su vida personal y lo que había vivido en la pantalla. Para ellos, la starlet tenía que simbolizar la figura de la asalariada y tenía que transmitir su carácter exclusivo: «la perfecta similitud es la absoluta diferencia».8

Dicha «absoluta diferencia» de la starlet se ha ido perfeccionando y el discurso ha calado profundamente en el público. La gente copia modelos, pero quiere ser genuina, singular e incluso extravagante. De ahí viene que los cuerpos sean cada vez más objeto de nuevas ficciones o de recreaciones a partir de intervenciones como los tatuajes, los piercings, las operaciones estéticas, los maquillajes, las decoraciones, los tintes… Por esto dichas intervenciones son más frecuentes, las autoficciones surgidas en determinados nichos de mercado nos hacen cada vez más iguales por fuera, homogeneizando nuestros cuerpos, y nos proyectan como únicos y diferentes. Esta personalización de las intervenciones sobre el cuerpo, que dejan las diferencias a la vista, es un autoengaño en el que el mercado se ha especializado. La singularidad en la cosmética y en el carácter de las personas es un mantra que los medios de comunicación y las redes sociales predican continuamente. Que cada cual tenía un alma era, precisamente, lo que nos hacía singulares en un contexto cultural basado en la religión y la fe. En la liturgia de algunos nichos de mercado, lo que define a la persona es el cuerpo como interfaz sometida a la lista de preferencias estéticas del momento. Allí donde antes, con la idea de alma, se buscaba la salvación, ahora el cuerpo busca ser visto y explotado como un producto cosmético y de consumo. Quizá en este reconocimiento visual también anide un pequeño principio de deseo de salvación.

Tiempo cronoscópico

La frase «que la vida no se distinga de las películas», ahora la encontramos formulada, sobre todo, en relación con el exceso de material audiovisual (superávit), como si las interfaces con las cuales estamos en contacto fuesen una versión contemporánea del «espejito, espejito» mágico de Blancanieves y los siete enanitos. Esta disolución entre los límites de la vida material y de la vida virtual da como resultado lo que Paul Virilio denominó «tiempo cronoscópico». Se refería al tiempo propio de las tecnologías de la información y de la comunicación: pasamos de un tiempo histórico a un tiempo instantáneo basado en el presente y donde lo que se mide en relación con el antes, el durante y el después se valora en relación con aquello subexpuesto, expuesto y sobreexpuesto en las pantallas. En la línea de Virilio, Judy Wajcman afirma que el tiempo tecnológico ya no forma parte del tiempo cronológico, sino que es cronoscópico, es decir, el tiempo que vivimos a través de las pantallas y el conocimiento del mundo que de ello se deriva. Si el tiempo cronológico nos confronta con la evolución y la causalidad de los hechos y con la transformación y degradación de la materia, el tiempo cronoscópico nos confronta, en cambio, con los pseudoacontecimientos que las imágenes cristalizan, con los cuerpos virtuales y con los millones de datos que las pantallas ofrecen.

Un cronoscopio es un instrumento para medir intervalos muy pequeños de tiempo. Cuando hablamos de tecnología digital conectada, dichos intervalos son tan minúsculos que la experiencia del «en tiempo real» se impone a la idea misma de experiencia, a la acumulación de tiempo y al tiempo diferido, es decir, a la memoria. El «en tiempo real» del tiempo cronoscópico es una especie de desaparición de la duración, y también del espacio. Tanto es así que hemos llegado a naturalizar la sensación de irrealidad permanente. La forma que adopta este tiempo cronoscópico es la de un tiempo global único, una especie de suspensión del tiempo o del no tiempo. Un tiempo que se caracteriza por la urgencia, la velocidad y la compresión espaciotemporal. Las nuevas tecnologías no nos han liberado del tiempo productivo, sino que nos mantienen más ocupados; también el ocio se ha convertido en una actividad productiva: tanto el consumidor cultural como el usuario de las redes sociales producen información que será engullida por los mercados. ¿Cuáles son las consecuencias? La pobreza temporal y la priorización del tiempo de la mercancía (física o virtual) por encima del tiempo biológico y de los ciclos naturales.


Llevamos las cámaras pegadas al cuerpo gracias a los teléfonos móviles inteligentes, unos dispositivos tecnológicos cada vez más pequeños, adheridos en forma de prótesis ópticas (google glasses, gafas de realidad virtual, gafas Snapchat), como un tercer ojo que lo viera y lo grabara todo al margen de nuestra atención, al margen incluso de nosotros mismos. Dentro de esta temporalidad, la experiencia subjetiva o individual es secundaria respecto a los procesos de percepción óptica. Ya no se trata de ver, sino de ser visto y, al mismo tiempo, de acumular y actualizar datos. Las páginas web informativas, las redes sociales u otras aplicaciones están pensadas como una socialización del tiempo cronoscópico, lo alimentan, de hecho, son su razón de ser. La mera idea de actualizar (refrescar) continuamente las pantallas para ver qué nuevas interacciones hay o la de recibir notificaciones para alertarnos va en esta dirección. En un artículo publicado en The Guardian en octubre de 2017 se decía que los propios trabajadores de Google, Twitter y Facebook, que habían conseguido hacer tan adictivas dichas aplicaciones, se habían visto obligados a desconectarse de internet. Justin Rosenstein, el creador del botón de los likes de Facebook, incluso ha llegado a comparar las redes sociales con la heroína y dice que son herramientas que rebajan el coeficiente intelectual en la medida en que fomentan la distracción permanente.

 

Charlotte Moorman con las TV Glasses de Nam June Paik (1971).

La actualización es un gesto que se inserta en la lógica de los momentums y no en la del tiempo biológico, en el que los cambios y los efectos de la experiencia sobre nosotros y nuestro entorno se producen en periodos de tiempo más largos. El timeline (línea de tiempo) del mundo 2.0 cambia frenéticamente sus elementos. Esto impide la digestión o la sedimentación de los hechos, de las impresiones y de las ideas, y anula nuestra capacidad de una respuesta que vaya más allá del lenguaje emocional de los emoticonos o de las reacciones inmediatas. De un minuto a otro, la información de una misma interfaz ya no tiene nada que ver con la anterior y este hecho llega a generar ansiedad en algunos de sus usuarios, que se mantienen permanentemente enganchados para ser testigos de las novedades que llegan con cada actualización.

Desde este punto de vista, hoy en día, una obra como la Alegoría de la Prudencia de Tiziano (1565-1570) –con los tres hombres que miran hacia el pasado, el presente y el futuro– se representaría con cualquiera de los vídeos que capturan el envejecimiento diario de una persona a través de las cámaras y crean de este modo relatos en time lapse, en los que el pasado, el presente y el futuro comparten la misma escena, pero de manera simultánea, sincrónica, comprimiendo años de vida en unos pocos minutos (tal como hace Noah Kalina). Quizá dentro de unos años ya no tendremos fotografías enmarcadas de momentos puntuales y excepcionales de nuestras vidas, de aquellos «instantes decisivos» de los que hablaba Cartier-Bresson, sino una única fotografía que en cinco minutos nos condensará setenta años de vida y en la que podremos ver cómo hemos envejecido en una escenificación sisífica y alucinada de nuestro camino hacia la muerte.


Alegoría de la prudencia, de Tiziano; Noah Kalina, montaje de autorretratos.

En relación con el efecto de alucinación que nos ofrece este «en tiempo real» de la tecnología digital conectada, sería necesario añadir que los timelines se sincronizan con la vida de las personas y las condicionan en un efecto bumerán en el que no sabemos dónde empiezan los gestos aprendidos (los hábitos, las costumbres, las palabras, la relación con el cuerpo, con la moda…) a través del tiempo cronoscópico y dónde empieza el gesto aprendido del tiempo biológico socializado. Es decir, las conductas y las ideas de la gente dependen tanto de las pantallas y las interfaces como de los intercambios y afectos que se producen en la familia, el trabajo o en el espacio público. Sin embargo, estos procesos no son irreversibles. Las pantallas están pobladas de comedias absurdas, películas de héroes con superpoderes, o de hombres y mujeres exuberantes que hacen de la obsesión cosmética y de los éxitos basados en la riqueza y el poder su razón de ser. Sus poderes son directamente proporcionales a nuestra impotencia. En paralelo, plataformas de vídeo online como YouTube acogen millones de vídeos tutoriales sobre cómo convertirse en otra persona gracias a los retoques cosméticos. Los gimnasios y los videojuegos en línea están superpoblados de irrealidades buscadas.9

Cuando la realidad se percibe desde el ámbito de la ficción, el individuo pasa de ser un ciudadano a ser un espectador, y en esta deriva su indefensión aumenta. De hecho, la industria del entretenimiento no ha hecho más que recortar esta distancia perceptiva y funcional del usuario respecto del producto cultural, que se da en el terreno de los videojuegos, de la realidad virtual y de la realidad aumentada. Esta situación ejemplifica nítidamente el efecto sustitutorio del tiempo cronoscópico: ya no es la indignación fruto de la experiencia colectiva lo que nos moviliza, sino una nueva aplicación online para móviles o un nuevo acontecimiento en la cadena del consumo de masas. Las comunidades generadas por el tiempo cronoscópico son transitorias y se hacen y deshacen en función del producto o del ídolo deseado. El mundo, entonces, en esta irrealidad tácitamente aceptada y llevada al nivel de la experiencia común, se convierte en una imagen evanescente, un lugar ocupado por fantasmas. Los fantasmas han sido siempre muy importantes para la comunidad, pero eran los de los ancestros que encarnaban la experiencia adquirida a través de la historia y de la transformación de las tradiciones. Los fantasmas nos alertaban sobre los errores y los aciertos del pasado, sobre la ejemplaridad de las desgracias y las conquistas. Los fantasmas actuales nos los proporcionan desde la industria del entretenimiento. No nos complementan: nos sustituyen. La fantasía colectiva está oxidando la capacidad colectiva de imaginar un mundo diferente.

Una aplicación como Facebook vive del tiempo cronoscópico y por ello crea toda una serie de funciones que nos hacen permanecer atrapados en su red. Por ejemplo, cuando ponemos un enlace hacia otra plataforma (como YouTube), el algoritmo que utiliza hace que nuestros seguidores no siempre lo reciban, porque Facebook hace todo lo posible para que no abandonen su página. La misma aplicación penaliza que dejemos de utilizarla.

Otro ejemplo lo encontraríamos en los vídeos resumen que esta red social construye con las imágenes más emblemáticas de todo un año de vida del usuario. Antes era solo una batería de imágenes, pero ahora se le ha añadido una narrativa, un storytelling. Al final de dicho vídeo resumen podemos leer: «Porque un año está hecho de algo más que de tiempo, está hecho de todas las personas con las que has pasado el tiempo». Ante la amenaza de que la gente pueda darse cuenta del tiempo que pierde en ella, la propia red tiene que encargarse de recordar continuamente que es un espacio de socialización, que la recompensa son las relaciones humanas, aunque la mayoría de las veces sea un espacio que funciona gracias a las denuncias, las polémicas o el voyerismo cotidiano.