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Años después, vino triunfante y dijo a su padre:

—Ese joven que yo creía extranjero se llama Roberto Barceló.

Mi esposo sintió una gran conmoción. Levantó en alto los brazos y exclamó:

—¡Ese nunca, Rebeca, por Dios!

Pasó el tiempo y se tejió el romance callejero. Sería el caso de emplear la vulgar expresión “pololeo” que le calza a él, pero que por indigna de ella, me repudia emplear…

Barceló tenía mala fama, pero esta llegaba a nosotros en la inconsistente vaguedad de la maledicencia pública, a la que siempre nos resistimos, por la comparación, tantas veces experimentada, de lo que se dice, con lo que realmente es.

Al alejar Rebeca, bajo esta sombra fatídica que la iba cubriendo, a todos los pretendientes dignos, nuestra oposición se hizo dura.

Sin embargo, la cobardía ambiente (que ahora en el proceso he comprobado más que nunca), hizo que nadie formulase ante nosotros, con datos concretos, lo que decían en la calle, a voz en cuello.

Al saberla comprometida, su padre se dirigió a don Alberto Cruz Montt, de cuya casa comercial, Barceló había sido despedido… Y este caballero con rara hombría moral entre los varones, mostró a mi esposo los documentos, firmados por el mismo Barceló, de estafas y fraudes.

También preguntó a Ricardo Larraín y a Alberto Mackenna, quienes correspondieron de la misma manera a su interrogación.

Hechos que parecen insignificantes, sirven para reconstruir su personalidad.

Refiere una nobilísima dama, íntima amiga que fue de la madre del reo y que conoció a Roberto desde muy pequeño, que habiendo hecho elogio a doña Rosa Lira, de la belleza de uno de sus hijos, el menor que estaba presente, tuvo una pataleta por el silencio guardado, respecto de su presunta hermosura, que se tradujo en llantos, gritos y bofetadas.

Prometía el chico…

Me ha referido que siendo pequeño Roberto Barceló (seis años, quizá), cometió un acto de crueldad que, por comparación conmigo misma y con mis hijas, da la clave de nuestras diferencias de sensibilidad.

Se refiere en la familia del doctor Lea Plaza, que Barceló reventó con el pie, por pura crueldad, un canarito amaestrado, que hacía el deleite de los niños, que lo invitaron a jugar con ellos, en su casa…

En cambio, habiendo pisado, siendo yo muy pequeña, a mi propio canario, que, de mimado, se paseaba libre en mi cuarto, sufrí tanto que al ser interrogada en París por un “gros Bonnet17” de la ciencia, sobre el origen de mi enfermedad nerviosa, hube de atribuirlo a ese choque violento.

Mis niñas, cuando pequeñas, compraban con sus exiguos pesos domingueros, los pajaritos que les vendían en la calle, para devolverlos al libre espacio…

Hace pocos días uno de mis nietos perseguía con afán un patito amarillo. En su anhelo de cogerlo para acariciarlo, lo pisó… Su dolor fue tan grande, que para calmar su llanto, hubo de convencerlo que el patito había resucitado, y mostrarle otro.

La enfermedad y muerte de un gatito blanco se convirtieron en tan doloroso drama para Iris, y para mí, que intervino hasta el Gobierno de entonces, y el veterinario, asustado de no haberlo podido curar, creyó en riesgo su reputación profesional…

Tengo a la vista la colección de retratos del reo Barceló, que guardaba mi hija. Empiezo por la foto de su primera comunión.

Temerosa de equivocarme, por ánimo preconcebido, la mostré a amigos que son diestros psicólogos en esa clase de análisis.

—¡Niño cínico! —dijo el primero.

Otro añadió:

—¡Creatura sin limpieza de alma!...

Y el tercero, un educador, aseguró que “revelaba ser un niño prematuramente corrompido”. Ninguno de los tres sabía, al contemplar el retrato, que se trataba de Barceló.

A medida que entra en la vida, su rostro se va tornando más y más impúdico, jactancioso y petulante.

En algunas fotos, exhibe de manifiesto su desvergüenza.

En otra, Barceló se presenta en traje de militar prusiano, bien ceñido el busto, el dolmán abrochado a la usanza berlinesa, durante el apogeo del Imperio alemán de 1900.

Está tieso, muy serio, con el casco de metal embutido y el sable al cinto.

¿En qué época se hizo esa foto? No tardamos en saber que jamás había pisado los cuarteles, ni aun para hacer su servicio militar.

Este retrato suma su vanidad y su mentira, y explica su actuación posterior en la Milicia Republicana.

Él no ha ido al servicio por civismo, ni menos podía sentir abnegación y en ningún caso buscando el peligro, para su bien resguardado pellejo. Fue solo tras el figurín marcial, para lucir su donaire en un traje de fantasía.

Cuenta el doctor Scroggie, que figuró en el mismo grupo social de la juventud de Roberto Barceló, que no era bueno descuidarse con abrigos, sombreros y guantes, cada vez que asistía a una fiesta tan peligroso compañero…

Hasta entonces yo había descubierto en Barceló el cinismo familiar y la mentira personal.

Me pareció vanidoso hasta la necedad. Pagado de apariencias y sin fondo alguno de resistencia a la vida.

Solo por equivocación se le escapaba verdad.

No tenía ningún sentimiento de honor y no se emocionaba nunca.

Debo confesar que no le descubrí crueldad, ni le vi jamás, arrebatos de furor. Se controlaba perfectamente.

Nunca he podido juntar la maldad con la vanidad, ni la dureza con la frivolidad.

Me inspiraba lástima.

Me parecía un ser inofensivo, pero muy inferior —de esas almas que nacen sometidas al instinto ciego y en las que no avizora vislumbre de aurora espiritual—.

En este punto, mi cristianismo concuerda con los psiquiatras, que atribuyen a los criminales, determinación fatal.

También le reconocí exención de responsabilidad, por carencia de libertad. No obsta esto a que tales seres deban ser suprimidos de la sociedad, por cuanto tienen la fuerza del instinto animal, sin ninguno de los frenos que pone el sentimiento moral y libre elección, otorgada por el espíritu, ante la vida y sus incentivos pasionales.

De aquel tiempo data un anónimo que recibió mi esposo. Decía: “No consienta en el matrimonio de su hija. Se lo dice una mujer que sabe mucho”.

Identificada la persona que así ocultaba su nombre, resultó ser una cortesana, la única quizá, que pudo llevar ese título en Chile; mujer culta y de refinada inteligencia.

Al hacernos saber discretamente la procedencia de su aviso, pesó en mí su importancia. La experiencia de su vida le permitía conocer al sexo masculino en cuanto hombre para hacer justas comparaciones.

Su opinión inteligente fue tomada por nosotros en consideración. Decía: “Espero ver a ese badulaque en la cárcel, antes de morirme”.

Alguien le recomendaba: “Cuide sus dedos, cuando dé la mano a Barceló para que no se quede con los anillos”.

Después de los datos y pruebas concretas recogidos por mi esposo acerca de su conducta, donde Cruz Montt, Ricardo Larraín y otros, Barceló, sin necesidad de notificación, no volvió más a casa. Y yo, aun sabiendo la horrible verdad, le tuve profunda compasión. Había visto el día antes, sus ojos de “buey” empavorecidos, y como ya el compromiso estaba cortado con mi hija, solo vi en él al hombre caído, repudiado por su propia familia (estaba pobre y en la calle). (Es curioso observar que ahora, después del crimen, comienza a ser cotizable de nuevo…). Le escribí una carta en tono espiritual (¡a quién!). Fui, lo confieso, un prodigio de ingenuidad. Eso hasta me avergüenza, porque he dado razón a los que pretenden que nuestro sexo es inferior.

Tuve la respuesta que merecía, una carta en la que el necio no había entendido nada. Yo hablaba otra lengua, la lengua de mi hija Rebeca, a un bruto.

Hasta creí que este rudo golpe iba a regenerarlo, consecuencia lógica de haber pasado toda mi existencia, bajo la protección de un hombre superior, que me impidió tomar contacto con la horrible realidad humana.

Nos fuimos a Europa con el fin de que Rebeca olvidara esta ilusión tronchada.

Cuando regresamos, en 1924, nuestra hija traía el alma llena de presentimientos. Lo hemos sabido solo después, cuando llegaron a nuestro poder los restos que perdonaron los vándalos, de sus diarios de soltera.

“A bord du Massilia. Ce 31 Aout, 1924”.

“…J’ai de la peine de quitter ce bateau, car demains nous débarquons.

C’est incroyable comme le temps passé vite, e tel point que ce n’est que maintenant que je peux commencer ce journal.

Je suis triste de ce que le voyage touche a sa fin. ¡Le voyage! Cette etape de la vie que je laisse pour toujours derriere moi…18”.

(Fue su último viaje)

Mon état d’âme est indifinissable, l’espoir, le doute, l’angloisse, tout y est, mais surtout l’angloisse; une angoisse insurmontable, dont je ne m´explique pas la cause, bien plus dechirant est cruelle qu’avant. Elle se developpe avec la solitude.

Je songe a des jours meilleurs, sans soucis, sans tracas, sans angoisse enfin, sans regrets du passé, sans ‘cértitude’ de lavenir.

Cette époque idéale de la vie, qui s’appelle ‘enfance’ qui fait voir tout en rose, est partie depuis longtemps, por une plus devenir. Adieu, temp de mon enfance, ecoulé parmi le calme et la confiance19”.

Poco después de nuestro regreso de Europa se reanudó el terrible lazo entre Barceló y mi hija.

En ese tiempo comenzaron a llegarme datos lisonjeros proporcionados por personas de lista voluntad, que creían caritativo contar del prójimo buenas mentiras, para encubrir malas verdades.

 

Estas pseudo bondadosas creaturas gustan de tomar roles simpáticos, para inmiscuirse en asuntos que no les conciernen y aparecer en actitudes amables.

Desempeñaron esa función extraños e intrusos, pero la que tuvo una actitud nefasta, fue Rosa Barceló Lira, que se instalaba en la parroquia frente a mi casa, para acechar la salida de mi esposo e introducirse en mi hogar.

Me aseguraba que Roberto era un cumplido joven, que tenía un corazón muy noble, y que solo le faltaba “hogar” para regularizar su vida de trabajo y ser el mejor de los esposos.

Me aseguraba el inmenso cariño de Roberto por Rebeca y lo desgraciado que se sentía por no ser recibido. Rondaba continuamente nuestra casa y sufrimos un verdadero asedio.

Igual persecución padeció don Guillermo Francke, tras de cuya puerta se ocultaba Rosa Barceló, para atraparlo a la bajada de la escalera. Si el mozo le preguntaba el motivo de su estada, no respondía.

Al fin obtuvo que el señor Francke viniera a decirme que una de las muchas acusaciones que se hicieran a Roberto, era exagerada…

Nada de esto hubiera influido en mí, pues por “fe” que prestase al señor Francke, no cambiaba los hechos comprobados.

Es el único caso, ciertamente, que en una familia decente, encubriera así la maldad —bien experimentada por ellos— de un íntimo miembro y que preparasen la ruina de una niña, por librarse de su hermano.

Todos los casos que conozco, y son muchos, de matrimonios efectuados, en que el novio ha sido mala conducta (aun sin la perversidad, ya conocida, de Roberto Barceló en aquel tiempo y que es ahora la mayor que registrará nunca nuestra Corte de Justicia), o el padre o parientes del joven, han prevenido a la otra familia, salvando su propia responsabilidad, a la vez que cumpliendo un acto de estricta justicia social, a que están obligados en conciencia, y que alcanza siquiera a ser de mera piedad humana. En esta familia Barceló, todos fueron encubridores de la falta de su hermano, y justo es que pese sobre ellos la vergüenza del homicidio de mi hija.

El silencio en que la familia Barceló envolvió siempre la pésima conducta de Roberto, le fue fatal. Por impunidad se le arraigó el mal en hábitos que desarrollaron su mala índole y perversa naturaleza. La familia necesitaba hallar comprador de tan averiada mercancía.

Si sus hermanos lo hubieren repudiado en vez de ampararlo se habría perdido “él” solo, sin mancharles el nombre. Su pecado de encubrimiento para librarse de tal carga, ha traído terribles daños.

Por este delito han hecho desgraciados a inocentes, permitiendo que un ser depravado reproduzca a la especie humana y suprima a una creatura de milagro.

He encontrado amigos íntimos de la familia Barceló indignados de que para salvar el honor del hombre, se hayan hecho solidarios con el criminal, siendo que en su reprobación, hallarían descargo y respeto social.

La correspondencia entre Luis Barceló y mi esposo ha aparecido ahora en su archivo íntimo.

No la conocía; temeroso Joaquín de mi debilidad, no me la mostró.

El hermano mayor recomienda al menor como un hombre de bien, regenerado de juveniles extravíos, y capaz de hacer la felicidad de un hogar.

A los pocos días de haber descubierto esta correspondencia, encontré a una dama por cuya inteligencia tengo admiración. Fue íntima amiga de Luis Barceló y por lo de íntima debo reservar su nombre.

Me refirió con su noble franqueza característica, que hace muchos años le dijo su amigo de entonces:

—Temo la extinción del apellido Barceló, en la rama de nuestra familia, por nuestra inclinación al celibato.

—¿No se casará tampoco Roberto? —preguntó ella.

—¡Que no se case nunca! —replicó Luis Barceló, de miedo a lo que vendría por ahí… Y, sin embargo, el hermano mayor que tiempo atrás temía tanto los posibles engendros del menor, para el honor de la familia, recomendó a Roberto, como consta de su carta a mi esposo.

Aquí cabe la explicación de la palabra “tribu” con la que yo denomino a la familia Barceló.

“Tribu”, en mi sentir, significa la reunión de seres en quienes el interés de la comunidad prevalece por sobre todo sagrado deber que incumbe a la honesta conciencia humana, como el confesar la verdad, por dura e inconveniente que sea.

Supone también que las conciencias guardan equivalencias, colocando a sus miembros con el mismo diapasón.

También implica “primitivismo”, ya que la individualidad es diferenciación, pues el progreso evolutivo establece “separatividad” cada vez mayor entre las almas.

Mi esposo encubría de tan fina reserva la animosidad y ponía en la desestimación tanta dignidad, que solo en leves indicios sentí la mengua de su aprecio por Luis Barceló.

…Muy sugerente es también la conversación que esta persona tuvo con las señoras Rosa y Carmen Subercaseaux, en Viña del Mar (verano de 1933). Decía de las mujeres sus habituales “boutades20”… y luego añadió: “y a pesar de todo, siento no haberme casado, pues me habría gustado tener hijos, siempre que la mujer se hubiera muerto pronto”.

Lo que expresa el más listo, el más necio lo ejecuta. Y todo esto junto marca, como en la música, la clave a la que está afinada la familia.

Los tres hermanos Barceló, cuyo espíritu es conocido en nuestro mundo, se han confesado en la ruda mano del menor.

Hasta hace pocos años era fácil explotar en mí cierta inocencia, debida a no haber frecuentado nunca, por natural aversión a las gentes corrompidas, venales y cínicas.

Mi mundo de relaciones pertenece a un plano superior de místicos, intelectuales y artistas, que son pobres y viven de verdad, de amor y de belleza. Por bohemios que sean, a veces no hacen gala de sus miserias, bien humanas, por lo demás.

Lo que pesó en mi corazón de mujer feliz y de madre, no fueron, pues, las sugestiones de la familia Barceló y amigos, sino la actitud de mi hija, que aparecía como cuerpo sin alma, en casa y, sobre todo, al decirme: “Prefiero ser desgraciada con Roberto, que feliz con otro hombre”.

Sus palabras fueron credencial de verdadero amor, y más que nadie respetuosa de un sentimiento que yo conociera en su más alta expresión de belleza y calidad (única experiencia válida), dije a mi esposo que consideraba perdido el caso de Rebeca.

—¿Te haces responsable —le pregunté— de que nuestra hija tan maternal, renuncie hasta ser madre y tenga una vida nula?

Mi esposo contestó con firmeza:

—Me hago responsable de todo.

—Pues yo no —respondí.

En aquel tiempo, yo profesaba el dogma wagneriano, que resume la tetralogía: “Felicité dans le joie ou dans la peine. / Nous viens de l’amour seul21.

Barceló, en cambio, tenía la horrible maldición de Lucifer: “No podía amar”. Y la vida, como siempre, dio razón a mi esposo.

Años más tarde, después del drama, para ahogar el remordimiento que la desgracia clavó en mi alma, encontré una respuesta, cuya oportunidad pareció enviada por mi propia hija, de cuyo destino fui instrumento de tan triste ocasión.

En uno de sus “Diarios”, el de 1919, dice así:

Domingo 28 —“Si me dieran a escoger entre una existencia feliz y apacible, en el campo tal vez, dentro de una casita rústica, a orillas de un río, o una vida atormentada hasta el crimen, yo habría escogido seguramente esta última”.

“…Me espanto de mí misma, pero es así y digo verdad. Soy muy tranquila en apariencia, pero yo me conozco, sé mis contradicciones, las múltiples almas que viven en mí, las luchas que me desgarran, las angustias sin causa y las extrañas quietudes, en momentos de la más sombría desesperación”.

“Así soy íntimamente. Así somos todos, en más o menos grado”.

“Creo que solo los idiotas tienen una vida llana, y ¡qué aburridora debe ser la existencia de los necios!”.

“Vengan a mí, si es necesario, las mayores desgracias, con tal de vivir mi vida”.

“Quiero una vida grande, aunque sea la más dolorosa”.

No necesito disculpar la debilidad de aquel día. Mi hija me salva. Sus palabras valen por todo lo que yo pudiera alegar en favor de tan grave error y me aplastan con su grandeza.

Yo me consideraba valiente por haber escrito a los veinte años: “¡Señor!, yo quiero vivirlo todo, el dolor y el gozo… toda la desgracia y toda la felicidad humana. ¡Quiero vivir la vida entera! Dámelo todo, y cóbramelo todo!”.

¡También he sido servida más allá de mis deseos!...

¡Tuve más de lo que merecía y pago mi deuda con dolor inmenso, pero con grande amor!

Mi marido mantuvo su oposición y Rebeca no consiguió su consentimiento.

Tenía casi 27 años, y mi debilidad al amor fue su apoyo… Además, mi necio optimismo completó la catástrofe, por absoluta ignorancia de la clase moral a que pertenecía Barceló.

Mi esposo no asistió al matrimonio.

En la ceremonia religiosa, la orquesta llegó atrasada, y la interpretadora de augurios, que es la madre de Rebeca, se asustó. ¿No sería ese atraso, anuncio de que faltaría “felicidad” a los novios en su nuevo estado?

La vida, en ausencia del verbo, se expresa por símbolos. ¿Hemos reparado alguna vez en la justeza simbólica del texto evangélico, que anticipa el primer milagro de Jesús, por carencia de vino en una boda?

Vino —amor. Es demasiado claro— .

Rebeca, antes de casarse, conocía a Barceló. Consta de su propio diario:

Ce 1ª Janvier 1921. —Il y a des moments oú je voudrais ne vous avoir jamais connu, il y en a d’autres, oú je bénis la Providence de vous avoir mis sur mon chemin.

Ce qui ne change pas, c’est mon amour pour vous, et la suffrance infinie que j’éprouve.

¡Ah! ¡Si je pouvais croire en vous! ¡Si je pouvais fermer les yeux et coire, coire, comme les petites enfants!

Mais cette segurité et trop belle, sans doute, pour moi, et ce peut-être a cause de votre faiblesse, que vous m’êtes si cher.

Je voudrais tant, être assez sûre de moi, avoir assez d’ascendant sur vous, a fin d’être votre soutien, votre guide, la confidente, l’amie de tous les instantes.

Si j’étais cela pour vous, si vous vous laissiez faire un peu, notre mariage serait un beau songe vécu, cotê a cotê et surtout coeur a coeur.

J’ai si peur que ce “vilain mensonge” soit toujours entre nous, comme un obstacle infranchissable, entre nos deux vie, au milieu de bonheur que l’on pourrait si facilement avoir.

Si vous vous résigniez a tout me dire, vous verriez comme je serais bien vous comprendre, vous aider, vous pardonner. Je suis faite poru cela.

Je vous jure devant Dieu, qu’en ce momento me regarde, que Vous ne me connaissez pas assez. Si vous me connaissiez mieux, vous verriez comme je suis bonne, bonne jusqu´au fond, sans arriére pensé, sans défaillanse, et sans retour sur moi même.

Oui, je l’avoue, je suis trés bonne, et si vous saviez en profiter, quel plaisir infini vous me causeriez. Allons mon gran amie! Dites moi tout ce que vous voudrez, je saurais tout pardonner, excepté le mensonge!22.

Esta página no necesita comentarios. Se muestra a sí misma ante Dios que la mira y señala la calidad de su amor.

Era tan humilde y se ocultaba con tan celoso pudor, que para afirmar su bondad ante el alma inferior de Barceló, se le escapa decir “soy buena, lo confieso”.

Ocultaba su belleza moral, tanto como Barceló mentía para tapar su miseria.

Queda también de manifiesto su conocimiento del reo. “Lo quiere por su debilidad”, que aquí equivale a su “maldad”, y su amor, fuera de todo cuadro sintomático pasional, atestigua su sublime calidad, de abnegación sin límites.

Quiere Rebeca al hombre malo y caído con el amor de las madres a los hijos viciosos y criminales.

Amor irremediable por su propia excelencia. Está fuera de tiempo, juventud y encanto físico y ninguna verdad puede destruirlo, porque carece de ilusión.

Así entró mi hija al matrimonio, llevada por su deseo de redimir al culpable y de levantar al caído.

Su amor no era niño, como el de la mitología griega, ni llevaba los ojos vendados.

Era el más puro amor cristiano, hecho de perdón, de martirio y de renunciación.

En no haber respondido a tal sentimiento, se halla la más fulminante reprobación de Barceló.

 

Ha cometido el pecado contra el Espíritu Santo, único que no tiene remisión, según las escrituras sagradas.

Ignorábamos nosotros que Rebeca carecía de confianza en Roberto y en su amor (Por lo demás, el amor es de la calidad del que lo siente). Así le fue fácil el silencio.

No hubo en ella sorpresa, sino honda y lenta comprobación del abismo en que se había arrojado.

Esa conciencia le impidió también sentirse con derecho a pedir auxilio.

Cuando ella escribía esas páginas, ignoraba que estaba instruyendo con su propia mano, el sumario a la justicia humana contra su amor…

Nadie lo condena con tanta fuerza como ella misma, ni descubre mejor esa mentira, sobre cuya trama Barceló hizo su vida, y que será en este proceso su condenación final… Si hubiera dicho verdad al principio, ¡qué distinta suerte le cupiera!...

Si la familia Barceló nos hubiese prevenido la desgracia desde el primer instante, y juntos hubiésemos pedido justicia, no habría necesitado yo presentar mi testimonio para facilitar la investigación, ni precisara tampoco a la justicia divina, llevarse a dos testigos.

Para comprender la tragedia, he de retroceder al albor de un matrimonio en que ella puso el esplendor de su alma y él la abyección de su materialismo. Después de efectuado el contrato civil entre mi hija y Roberto, la llevé esa tarde de visita a la casa de su novio. Encontramos a las hermanas Barceló reunidas arreglando el hogar de la pareja.

Tuve una grata impresión de familia unida, que comuniqué a mi esposo, quien no participó de mi optimismo, mirándome con irónico silencio.

…A la luz del crimen, descifro ahora su actitud. Las hermanas no preparaban la casa de los novios, sino su propia liberación de un deudo que era amenaza y tormento de todos.

Si el silencio es caritativo respecto de humanas miserias, sin consecuencia, se toma cruelmente pecaminoso, cuando encierra la egoísta finalidad, de traspasar la propia cruz a otros, de hacer desgraciados a inocentes, y aun de permitir por conveniencia personal, que esos seres depravados, como Barceló, reproduzcan la especie humana.

Nuestras relaciones con los recién casados no se cortaron, pero fueron distanciadas y frías.

Barceló, que estaba completamente desprestigiado, se cogió de Rebeca como un salvavidas en naufragio. Su familia trabajó con más ahínco que él mismo, para realizar este ventajoso y único matrimonio posible.

No sospeché entonces, como lo descubro ahora, que él no tenía ningún afecto por Rebeca. Sé por mi yerno Ramón Noguera, que cuando regresaban por la noche de nuestra casa, al centro (estando ambos de novios con nuestras hijas), le salían a Barceló mujeres al paso y se citaban.

Sucedía eso, días antes del matrimonio…

Por su falta de penetración de los seres hondos, fuertes y elevados, como mi esposo, imaginó Roberto que ya casado, y por el gran cariño que su padre profesaba a Rebeca, este había de ser muy pronto, el sostenedor del hogar…

Fue grande su decepción al descubrir que el suegro veía a su hija con la ternura habitual, pero que no le suministraba recursos pecuniarios.

Como Barceló no tenía nada al casarse (con su habitual mentira dijo a Conrado Ríos que aportaba 150 mil pesos al matrimonio), gastó inmediatamente una pequeña herencia de Rebeca, que le fue entregada en bonos.

Los disgustos y malos tratamientos comenzaron pronto. Casado por interés, se hallaba cargado con una mujer que no amaba, y obligado a gastar su dinero en lo que no le producía placer alguno.

El martirio de mi hija (según consta de autos por las declaraciones espontáneas de humildes empleadas que se han presentado en el sumario, y que exclamaron al saber el fallecimiento de Rebeca: ¡Asesinato!), empezó con el matrimonio mismo.

Desde los primeros tiempos, aquel hombre brutal, que llegaba furioso por la noche a descargar en su esposa las cóleras de la calle, maltratándola y martirizándola, la echó fuera de la casa en una ocasión (según consta de autos), a las dos de la madrugada.

…¿Por qué no volvió Rebeca al hogar de sus padres? Su extrema delicadeza la hacía creerse sin derecho a nuestra protección, por haberse casado contra la voluntad de su padre.

Se sentía responsable de que la engañara un miserable y cargó su cruz valientemente. Resistía con heroico silencio.

Estaba encinta de su primer hijo. Tuvo un pésimo embarazo del que nunca se quejó. Su marido me refirió, entonces, que el médico atribuía su mal estado a los disgustos que le había ocasionado nuestra oposición al matrimonio (Siendo que la espléndida salud de mi hijita, en ese tiempo, sufría el estrago de las taras de su cónyuge).

Temía que el conocimiento de su desgracia, aunque previsto, desgarraría a su padre, de quien era la hija predilecta, hasta que nos alejamos de ella, por repugnancia a Barceló, que tanto defendía.

Mi esposo vio reflorecer en su alma tierna, los altivos silencios y mudos heroísmo de su raza.

Rebeca calló su dolor… Enmudeció poblando de risas y de parleras alegrías las conversaciones sociales y su drama quedó sepultado en lo más recóndito de su alma.

Su doble vida se torna un prodigio.

Nadie hubiera descubierto jamás, en la aparente expansión de Rebeca, tan cerrado dolor.

…Si me hubiera dejado llevar por la intuición, tal vez lo descubriera, pues yo sentía artificio en su manera de ser y falta de fondo y mesura en sus dichos.

Me parecía que hablaba sin pensar, que sus palabras precedían a sus ideas y que sus expresiones acudían atropelladamente a llenar silencios peligrosos, que urgía colmar de ruidos, para que no trascendiesen afuera.

Lo sentí, sobre todo, en las cartas que me escribía a Europa, con prisa de extender letras que no dijesen nada… Los escritores somos sensibles a los vocablos huecos que no vibran con secreta magia de emoción… “Rebeca no siente lo que dice”, insinué a mi esposo.

De su tenaz ocultamiento aparecía con cierta frívola y desconcertada ingenuidad.

La comedia humana a que la forzaba su inconfesable verdad, la exteriorizaba en aturdimiento.

Prevalecía en sus conversaciones algo de precipitado.

Su doble vida aparece ahora en violento contraste de abismático dolor, con premura de mala improvisación.

Se analiza con tanta claridad a sí misma, y se hace tan exactas investigaciones psicológicas en los autorretratos de su diario, que más tarde hemos conocido cómo era de infantil y superficial en sus charlas familiares de entonces.

A su secreto, se unió su timidez, reforzada por la incomprensión y la cruel y sádica subyugación en que la mantenía Barceló. Además, ella guardaba el pudor exquisito de su belleza moral… Temía que se conociese su excelencia… cual si fuese la profanación de un pacto secreto entre su alma y Dios.

Sus años de casada transcurrieron en la miseria dorada al exterior, mientras el marido tiraba dinero a manos llenas con otras mujeres, recibiendo ella en su modestísimo hogar, la vergüenza de sus trampas, por el asedio de acreedores que él no pagaba y con quienes la obligaba a entenderse.

El cobarde cónyuge no afrontaba las consecuencias de sus faltas, sino enredándose en enmarañadas madejas de mentiras.

Su primera niña, Annunziata, emponzoñada quizá por la tarea paternal, vivió un año y medio y fue su existencia un prolongado gemido.

Rebeca padeció sola su martirio. El padre, por confesión de ella en su diario (que consta en autos), continuaba su vida abominable.

…¿Por qué ese nombre italiano para la niña? No lo supo su razón, pero se lo dictaría su alma.

Venía su criatura “anunciada” de allá, para ser el heraldo del martirio, que iniciaba en la tierna entraña de una purísima joven, que daría su vida en el holocausto…

Nunca estreché en mis brazos, al traspasar el umbral de la vida, a más linda criaturita, que esa primera hija de Rebeca. Ni nunca tampoco tuve tan doloroso presentimiento.

Cuando pusieron librea humana, los trapos, a aquel tierno y bello cuerpecito, se me oprimió el alma, como si amortajasen a un espíritu de luz.

Al morir Annunziata, Rebeca era ya madre de un segundo hijo, y los medicamentos que le dieron durante la preñez, son acusadores del estado en que se había casado Roberto.

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