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¡Ante ti, señor, una madre clama!

…¿Por qué vengo a prestar mi testimonio en esta querella?

En cumplimiento de un voto.

Prometí a Dios, ante el cadáver de mi esposo, vivir solo para continuarlo a él, mientras alentáramos en el mundo y nos reuniéramos allá…

Dije así: “Viviré tus ideas, tus sentimientos y hasta tus intereses”… Algo me dictaba y yo continué… “Haré hasta lo más doloroso y ajeno a mi sexo”…

Esta voz me trae ante el tribunal. “Los muertos mandan”.

Una sagrada voluntad me conduce a pedir justicia, la justicia que él hubiera pedido, la alta justicia de Castilla, que hizo del honor su pendón y de la protección de la mujer su consigna.

Mi esposo era castellano por vía materna, tanto vale decir, por alma. Un sentimiento heroico de la vida imperaba en él, aun sobre el obstinado esfuerzo de Vasconia.

Al visitar la Catedral de Burgos, descubrimos un magnífico sarcófago de guerrero, cuya estatua recostada encima, tenía con mi esposo, un notable parecido familiar.

Decía la inscripción: “Juan Alcalde, condestable de Castilla”. A mi ruego de buscar el entronque racial, hizo un gesto desdeñoso. ¿Qué más da?...

Si tengo el espíritu, pareció decir, ¿qué añadirían los blasones castellanos? ¿Y si no?... Él sabía que su persona era infalsificable documento humano…

Se fue y yo permanezco aquí.

Ese sentimiento me lleva ante la justicia, para reclamar lo que él no hubiera alcanzado siquiera a pedir.

Su cabal conciencia del delito, y su sentido de alta equidad, le habrían armado el brazo con prontitud y firmeza; para hacerse justicia la noche misma del crimen, vengo ante la justicia, a pedir sean sus ministros.

Yo, mujer, con solo mi débil voz y la verdad que traigo en el alma, vengo ante la justicia, a pedir sean sus ministros, los instrumentos de mi fragilidad ante la vida, los intérpretes y ejecutores de la voluntad del “hombre” fuerte y justo, que se fue súbitamente en la espesura de una noche invernal, llevándose el alma dolorida, por su infeliz creatura, de quien se despidió en una larga y triste mirada.

—Mi papá me miró esa noche como nunca me había mirado antes. Me dio una mirada triste, larga y fija… ¿Qué me querría decir mi papá en esa mirada? —se preguntaba Rebeca.

Era un adiós y una cita…

Ella dijo de qué me vale la vida ahora sin él. Sentía que su padre era su refugio y su defensa.

Yo he recibido el testamento sagrado de mi esposo y de mi hija. Es la credencial que presento a los jueces.

En la sorpresa de mi dolor ante el crimen, creí que aquel gran “justo” que fue mi esposo, sostenía con sus manos la fuerza del destino sobre nuestras cabezas y que a su muerte nos fulminaba tormenta.

La primera impresión de tragedia esquiliana me ha sido dosificada por divina misericordia, a medida de mi debilidad, trayéndome su honda significación espiritual.

Mi hija, que padecía un ignorado martirio, cuya fuerza de silencio no lograba ya ocultar, y que estragaba la frescura de su rostro, consumiendo su arrogante belleza, había sido liberada por el mismo brazo, que delataba al malvado…

Esta nueva luz trajo a mi alma confortación.

Comprendí mi deber y pido justicia en homenaje a ella, para vindicta social y garantía de los pequeños, que la vida me confía, y cuyo nombre lavará su mancha, en el castigo ejemplar del parricida.

Por eso amplío mi testimonio, en la querella interpuesta contra el reo Barceló.

No me trae odio ni venganza.

Como mujer, sé mejor que los jueces, lo que vale la vida de un hombre, por el dolor que me costó mi creatura…

Me lleva mi sentimiento de “verdad” que nunca he sacrificado a interés alguno, ni a conveniencia propia. Me lleva ante el tribunal, mi alta conciencia de justicia. Por algo que ignoramos, vine al mundo con sangre de Andrés Bello, y hasta nací frente a las Cortes de Justicia.

No soy extraña a esta casa de la ley. Le pertenezco por herencia de sangre y por honda raigambre espiritual.

Al leer el sumario instruido para descubrir el crimen, comprendí que todo proceso es una historia, que viene desde muy atrás y va muy lejos —compleja historia desarrollada entre dos almas— y ¿quiénes conocen mejor la historia de su creatura, que los que le dieron vida? La sangre, único elemento que suministramos los padres, es “archivo de experiencias raciales”.

Si una de esas voces se apagó para siempre, quedo yo, que conocí en mi propia entraña la delicada fibra con que se tejió la carne de mi hija; yo que la sentí palpitar en mi seno, y que supe antes que nadie de su ternura, pureza y magnificencia espiritual…

Me han dicho los abogados que mi testimonio perdería fuerza si participase en la querella jurídica. Si así fuere, acuso de caduca la ley, que merma el maternal testimonio, por suspicacia de menguados intereses.

Soy el primer testigo y el más insospechable de todos.

Si la ley mezquina no acepta nuestro testimonio, en testamentos y otros actos civiles, la naturaleza, más generosa y justiciera que los hombres, nos da a guardar el mayor de sus secretos: el de la legitimidad del nombre que lleváis, señores y jueces.

Somos las mujeres, los ministros de fe de la naturaleza.

Solo nosotras sabemos de qué sangre está hecho el hijo y cuál es su verdadero nombre ante el mundo.

Como mujer y como madre, yo soy el principal testigo del asesinato de mi hija, pese a todos los códigos del mundo. ¡En el código divino así está legislado!

Al leer el sumario también advertí mil aspectos del crimen, que siente y ve una mujer y que escapan a la más honda penetración masculina.

Seres dotados para colaborar juntos y para complementarse mutuamente, ve cada cual según su sexo, partes diferentes de la vida.

El hombre juzga por su inteligencia y razona con lógica superior a la de nuestro cerebro. En cambio nosotras sentimos y, a través de nuestra sensibilidad, percibimos luces delatoras, a que no alcanzan a ningún apretado silogismo.

Vemos así, sencillamente con el ojo limpio del corazón, inducen, deducen y suelen equivocarse. El corazón, en cambio, tiene luz propia, como el sol, de que el cerebro es reflejo, cual luz de luna…

Si nos examinamos sinceramente, descubriremos que la vida, antes que los libros, ha puesto fundamento a nuestras convicciones.

Compruebo esta aserción, por mi gran ignorancia libresca, ampliamente suplida por la vida, cuyo gran libro abierto me ha enseñado lo que sé.

Las frases del reo en el sumario me iluminan por un lado diferente del jurídico, que viene a completar la interpretación legal del abogado.

Decía yo a mi grande amigo Yáñez, en forma algo despectiva: “No me hable nunca como abogado. Deje al hombre de ley fuera de la puerta cuando entre en casa”.

Reían sus ojos claros.

—¿Cree, usted —me dijo un día—, que gano pleitos armado de argumentos legales? Ante la Corte me dirijo a los jueces como a hombres, el hombre que soy yo, y a eso debo mis éxitos.

Así mismo, ahora, yo me dirijo a ustedes, hombres que tienen esposas e hijas, cuyo porvenir hace oscuro el tiempo que vivimos; a esposos que pueden dejar una noble mujer abandonada; a seres humanos ante el cruel enigma de la vida, dentro de cuyo carro vamos embarcados en vertiginosa carrera, hacia la eternidad, allá donde cobran y pagan… ¡Allá, donde “los que tienen hambre de sed y justicia serán hartos!”.

A ustedes, hombres, voy a hablar como mujer, en mi propia lengua —idioma casi inédito—, ya que la sociedad, la ley, el hombre mismo, nos han reducido a silencio.

Somos menores ante la ley, y esta aparente minoría, también reclama atención e indulgencia.

En verdad, yo no acepto. Ya lo he dicho: reconozco superioridades e inferioridades en ambos sexos que para calzar, formando unidad, se contraponen.

…Comienza mi historia… Yo expondré los hechos desnudos y ustedes aplicarán las consecuencias legales.

Yo interpretaré acciones y palabras. Ustedes les pondrán el marco de la ley.

Mostraré mi hija desde la infancia.

…¡Rebeca!, se le llamó así, en recuerdo de una noble y preciosa creatura, Rebeca Bello de Matte, ornato del siglo pasado y de la ciudad antigua.

La mayor desgracia de mi hija Rebeca fue su excelencia de naturaleza. Le costó mucho andar. ¡Tenía alas! Le pesaba su tierno cuerpecito.

Chocaba en las groseras limitaciones materiales.

Era un espíritu superior que moraba en la eternidad… vivía ensoñada y era inactual.

Nacida en el mundo, le faltaba noción del tiempo, lo que para mi exactitud inglesa fue un tormento, que hacía perdonar la inocencia de sus grandes ojos dorados y atónitos…

Siempre le apliqué las misteriosas palabras del Apóstol que dice: …“Cuando no existirá ya el tiempo…”. Esa era su época. Espíritu liberado de mezquinas imposiciones, no sufría las consecuencias del pecado de Eva.

Nació exenta de toda mengua. No tenía malicia ni rencor. La sospecha vil y el odio le eran ajenos. Miraba la vida desde afuera, sin participar del fango humano.

Parecía sencilla y, en realidad, fue complicada por elevación.

Era, de mis cuatro hijas, la más parecida en temple espiritual a su padre, que se complacía reconociéndose en ella.

Trajo en su alma la fortaleza heroica y el altivo silencio de Castilla. Carecía, sí, de nuestra obstinada rigidez vasca, ante el fuerte choque con la realidad. Ese sentido material de la vida que nos endurece, le faltaba a Rebeca.

De los Bello, heredó la dulce poesía de la “Oración por todos” y el romanticismo de los Caballeros Andantes del Ideal, que fueron sus progenitores. Reñía con la realidad su maravillosa dotación de ensueños. Nada hermoso escapaba a su penetración. Percibía los más finos matices artísticos, y daba profunda interpretación a los símbolos. Dentro del poema que se construyera a sí misma, vivía a través del mundo que iba descubriendo.

 

Le faltaba fuerza agresiva y combativa. Era la suya, fuerza de resignación y de sumisión a la vida.

Resistencia indomable a prueba de tiempo, y altura moral, sobre daño y ofensa.

De su corazón generoso brotaba el perdón junto al agravio y olvida por comprensión superior y nobleza espiritual.

Tuvo prudente y avizora simulación, apareciendo pueril hasta en lo más hondo de su drama… y era tan noble, que en la dádiva, su generosidad sin límites la hacía aparecer recibiendo el favor.

Su destino fue violento desde pequeña, sufrió muchos accidentes.

Como las princesas de los cuentos orientales, tuvo un mago cerca de su cuna para predecir su destino. Fue este Carlos Keymer, un amigo de la casa. Con las cejas enarcadas y los ojos perdidos en misterios trascendentales, me dijo tristemente entonces: “La niña está expuesta a muchos accidentes”.

Cierta vez, jugando, cayó sobre brasas vivas y se quemó las piernas —martirio que padeció en largas curaciones dolorosas, con estoica paciencia—.

Nuestro médico espiritual, que fue mi grande y noble amigo el doctor Orrego Luco, al verla padecer con tanta dulzura nos dijo: “Rebeca es ángel, ¿qué hará de ella la vida?”.

Otra vez, de noche, en el campo, el caballo que montaba la precipitó al fondo del canal, en donde un campesino acababa de quitar la compuerta, cuya feliz coincidencia le impidió que se ahogase.

En cierta ocasión que me hallaba lejos, recibí un telegrama del mago: “Prevengo que los astros de Rebeca pasan por malos aspectos en los días tales y cuales. ¡Precaución!”. Gracias al aviso, se logró evitar un grave accidente.

—Nunca hice horóscopo alguno, con destino de mayor violencia —solía decir el enigmático ser que predijo el porvenir.

Largo sería enumerar los lances que llevaron a su alma, la triste convicción:

—¡Tengo mala suerte! —palabras a las que su padre y yo dimos una importancia que entonces pareció insensata.

En vano tratábamos hasta de preferirla sobre sus hermanas… Algo oculto e irónico se ponía en contra de ella.

Por incapacidad para medir el tiempo, hería mi sentido de orden y golpeaba mis nervios, tan fuertes como sensibles.

Prevalecían en ella nuestros apellidos maternos, sin las recias energías, de los nombres de portada, de su padre y el mío.

Para que adquiriese disciplina, entró a un colegio religioso, fue un descalabro.

Bien arraigadas se hallaban las otras niñas en el plano humano, mientras mi Rebeca, armada solo de inocencia, verdad y amor, ignoraba los recursos con que se triunfa durante la vida.

Pocos días antes de su muerte, recordó con tristeza (por incapacidad de amargura y rencor) las injusticias sufridas en el colegio.

Su salida del convento, bajo apariencias cómicas, nos da la medida de la tragedia que significó su divorcio con las exterioridades. Cierto día fui llamada al colegio con premura, a causa de Rebeca.

Acudí al urgente aviso, temerosa de un accidente, única fatalidad a que era susceptible mi niña…

Una religiosa me recibió consternada. Comprendí que no se trataba de una desgracia y que, por referirse a Rebeca, no podía tampoco ser asunto grave, ni menos, bochornoso.

La madre vino a mi encuentro, trayendo a la culpable de la mano.

—Esta niñita, Inés, es la peor del colegio —(doscientas alumnas había entonces…).

Traduje rápidamente… Mi hija es el “patito feo”, del cuento inolvidable de Andersen…

Todos hemos sido alguna vez ese patito desdeñado.

Rebeca era cisne y los otros, patos de verdad, desconocían la hermosura de su especie.

—¿Qué ha hecho? —pregunté a la religiosa, segura de mi niña.

Para todos nuestros errores, reserva la vida esa terrible ironía, que lanza con mayor crueldad, cuanto más tarda en vengarse.

—Un desacato, una irreverencia tremenda…

(Pesaba entonces sobre mis chicas, y lo padecieron bastante, el anatema de ser hijas de madre descreída, volteriana, sacrílega y no sé qué más… No he cambiado. Soy la misma. El dolor ha dado solo luminosas y dulces comprobaciones a mi inquebrantable fe… ¿Pensarán hoy eso mismo, mis detractores de entonces? Creo que no… Ellos han progresado, sin duda, más que yo y me complazco en reconocerlo).

—Vamos, madre, acuse a la delincuente.

Era tan terrible el crimen, que la madre tragaba saliva sin precisar el hecho insólito y sin precedente en el convento.

Yo la alentaba… Y, al fin, dijo:

—Figúrese, Inés, que estando Nuestro Amo manifiesto, en el Sacramento del Altar…

—¿Se tentó de risa, por algo chocante? —interrumpí.

—No, Inés, es mucho peor. Es algo que nunca ha sucedido en esta santa casa…

Hizo la religiosa un ánimo grande, tomó aliento y exclamó:

—En el preciso momento en que sonaban las campanillas de la elevación, y se inclinaban todas las cabezas…

Coge fuerza para continuar…

—Pues, en ese instante solemne, de adoración, con el Santísimo Sacramento descubierto, se oyó un silbido agudísimo.

Rebeca ya estaba confesa de ser la culpable. Asistía a su proceso con ojos atónitos. Estaba arrepentida de la cosa fea, pero “obró inconscientemente”, como dice ahora el hombre que, años más tarde, habría de asesinarla.

Le tocó explicar, a su turno, y dijo, con no poco rubor, de este pecado de inoportunidad y mal gusto, pero sin asomo de irreverencia…

—Mamá sabe que desde tiempo atrás yo quería aprender a silbar. No pude nunca conseguirlo… Continuamente ponía los labios encartuchados, esperando que saliera el sonido…

¡Nada! Tanta costumbre tenía ya de hacer cartucho con mi boca, que en este ejercicio y sin pensarlo, salió el primer silbido a traición, y como tengo mala suerte, fue en el momento que no debía… ¡Tuve un susto y una vergüenza atroz!

Sucedió como al reo, tanto había acariciado el pensamiento malo y deseado el tiro, que apretó el gatillo… (la boca en cartucho) cuando no debía y en pésimas circunstancias para él…

Ya lo sabemos: el pensamiento que nos deleita, se realiza cuando no debe, y la Iglesia, con sabiduría secular, coloca el pecado en el deseo.

La niña no estaba adaptada a su presión de carne. Vivía fuera de tiempo y de espacio —fatales limitaciones humanas—.

Rebeca (tan dulce perdonadora) recordó entristecida el desconocimiento de que fui víctima.

Nadie descubrió el tesoro oculto, ni la maravilla de fortaleza en la chiquilla atolondrada, que era un milagro del espíritu, apenas prendido a carne humana, y que crepitaba radiante hacia lo alto.

Me parece algo providencial que ella, tan silenciosa, como olvidadiza de humillaciones, me haya mostrado en sus últimos días humanos, ese amargo rinconcito de infancia.

Distinta fue su suerte en el Convento de Dominicas en París.

A otro ambiente correspondía la finura de Rebeca. Se me llamó también de parte de la superiora, que en vez de decirme “Rebeca es la peor del colegio”, me felicitó. Madame, “vous avez une fille merveilleuse, dont la pureté de l’ame, et la beauté du coeur, égale la clarité de l’intelligence” 1.

Fue el testimonio de la superiora, en el único convento que, a pedido de Eduardo Séptimo, quedó en París, después de la expulsión de las congregaciones.

Recuerdo ahora, como algo lentamente borrado de mis memorias, aquella Rebeca de París, rebosante de vida.

Llegaba de su colegio en Neuilly, con tales ímpetus, que hasta queda de muestra una silla de caoba, cuyo respaldo troncho, al echarse atrás en una estrepitosa carcajada.

Y antes de nuestro viaje a Europa, a su llegada de las Monjas Francesas, traía tal bullicio, que yo me descomponía por aquella algazara, que desconcentraba mi sistema nervioso.

Todo eso había salido de mi recuerdo. Solo la veía en su tácita melancolía y aturdimiento de los últimos años.

Nos quedamos al margen de los paulatinos cambios de la vida y solo ciertos hechos que flotan en el naufragio de las

épocas perdidas, resucitan jirones del pasado.

Es que la alegría, como la tristeza de Rebeca, se tiñeron en cierta armoniosa suavidad, que violaba los violentos ángulos de oposición.

¡Ah, mi hijita de antaño, cuya belleza intacta, era flor de raza!

La recuerdo en ocasión que su arrogante cuerpo se desplomó súbitamente en la más transitada arteria de París, entre la Plaza de la Ópera —centro del mundo civilizado del décimo noveno siglo— y los grandes bulevares.

Sus piernas debilitadas por las quemaduras le fallaron al atravesar con precipitación dicha plaza, frente a las Galerías Lafayette.

Cayó al suelo. Su institutriz trató en vano levantarla. Resbaló en el asfalto húmedo. La hirviente catarata del tránsito fue detenida por muchos guardianes, aparecidos, como por conjuro, para favorecerla.

Se hizo una enorme represa de vehículos que obstruía todas las arterias del tránsito, en aquel sitio de fácil encuentro de todas las razas del mundo.

Le decíamos: ¡tuviste la honra de suspender el movimiento del centro del orbe, por un traspié, lo que equivale a producir una conjunción planetaria!...

…¡Tanta emoción entonces por la caída de mi niña!... Años después la vería baleada por la espalda, tirada en tierra, asesinada por su propio marido, en un barrio apartado, del último rincón del mundo.

Toda la vida ocultó Rebeca bajo apariencia de atolondramiento, un alma exquisitamente fina. En uno de sus diarios, salvado milagrosamente de la vorágine y del naufragio que fue la última parte de su existencia, encontramos esta nota de ternura ejemplar:

Parmi mes souvenirs, celui qui m’est le plus doux c’est le suivant:

Un jour (c’etait un dimanche, la scéne se passe au 1913 a Paris), nous etions sortie de la pensión comme d’habitue.

A table pendant le dejeuner, j’eus le malheur de répondré vilainement a papa. Trés repentante, je pleurais toutes les larmes de mon coeur.

Je montais au bureau, oú il se trouvait, frapper timidement a sa porte.

J’étais tres émue et d’une voix tremblante entre-coupée de sanglots, je luis demandáis pardon.

Sans me chasser, sans me gronder, comme je m´attendais, et voyant mon repentir, il est venu vers moi, et il m’a embrassé bien tendrement dix fois, vingt fois, sur son coeur si bon.

Cela m’a plus ému que tous les discours, et que toutes les gronderies. J’ai toujours eté plus touchée de la tendresse que des punitions2.

…Es el lenguaje que corresponde a las almas altivas, nobles y buenas. ¡No te dimos en el mundo la ternura que esperabas y que merecías, niña mía!

Rebeca comprendió el alma grande de su padre. Se merecían.

He aquí unas breves líneas de su diario de soltera, que nos hablan de un sentimiento, profundo:

Année 14. Papá est si gentil! Je l’aime de tout mon coeur… Quand j’ai beacoup de peine, je l’invoque du fond de mon ame3.

Revela esta tierna frase tan intensa espiritualidad, que no puedo pasarla sin comentario. No habla la hija a su padre en la continua intimidad hogareña. Lo invoca desde el fondo de su alma, pues ya sabe que los espíritus afines se compenetran en silencio, por sobre las expresiones todas.

“Il est si bon, si tendre, cet homme qui pour presque tout le monde, apparait comme une orgueilleux ou un tyran. Sous son masque de froideur, sous son aspect sevére, il cache, cependant, infinement de tendresse et de bonté. Il est si juste; jamais en colére, toujours metre de lui meme” 4.

…¡Pauvre Fourreur5! Es frase misteriosa, que en familia, usamos para las negociaciones complicadas…

Nos la enseñó Rebeca.

Un peletero extendía, en nuestra casa de París, su stock de mercadería.

El embeleso de Rebeca fue una marta sibilina.

Aparté la pieza con desdén y manifesté, al vendedor, que esa era la única piel interesante, pero que, por quedarme fuera de presupuesto, la guardase con el resto de las pieles.

 

El mercader trató de llamar mi atención y despertarme interés por las pieles despreciadas.

—Esa o ninguna.

La acaricié y la arrojé al montón.

Merci, monsieur! Je n’ais pas de temp a perdre

Madame ne parlez pas de perte; c’est du gaine pour vous, le temp d’une grande affaire

Alors, donez la moi… ¡Trois…!

Pardon, madame. ¡Ca coute six… Il vaudrait pour moi autant de la jeter a la Seine! 6.

Rebeca, con ojos ansiosos, observaba el curso de la negociación y yo me enteraba que su piadosa simpatía se inclinaba hacia el mercader. Hice el ademán de marcharme y el peletero asustado, bajó mil francos, de golpe.

Tomó la piel, la envolvió al cuello de Rebeca…

Mais, regardez donc, madame, ca lui va a ravir! La peaux de la couleur de yeux de votre demoiselle. La bete lui appartient de droit. Payez lui son choix...!

Je n’ais q’un parole, monsieur. Si ca ne vous va pas, finissons!

—C’est que je perds, madame! Je voudrais faire cadeau a Mademoiselle… mais le temps son si dure, et j’en ai des enfants7.

Los ojos de Rebeca se humedecieron de compasión por el padre que iba a perder dinero.

La negociación se enredaba.

Si ce n’étais a coste de la famille —imploró el peletero.

—Changer de métier, monsieur… A cause des temps que vous annoncez si troubles, nous autres femmes, nous nous couvriron a l’avenir des peaux des moutons, comme le Baptiste…

—Alors, madame, la fin du monde surviendra car les messieurs n’en voudront plus des femmes a l’aspect des brevis…8.

Rebeca no pudo ya contenerse y exclamó: ¡Pauvre Fourreur!

Él le dio una mirada de gratitud, cogió la piel con furia y la metió en el saco….

Bonjour mesdames! 9.

Entre dientes dije:

Jour... essieu.

Ido el peletero increpé a Rebeca:

—¡Echaste a perder el negocio! Me la habría dado sin tu compasión. Tienes una piedad extemporánea y ridícula.

Ella solo repetía: “Pauvre Fourreur, oh! le pauvre! Avec des petits…”10. Mas vale así que se la llevara, si había de perder…

Hablábamos todavía, cuando subió el concierge11, con la piel al brazo.

El peletero se la tiró en la portería al salir:

Pour la grande et charmante demoiselle de Larraín12.

Rebeca triunfó, hasta cuando yo creí roto el negocio…

En las situaciones premiosas, decimos en familia: ¡Pauvre Fourreur! Y generalmente triunfa la piedad sobre el interés…

Solo en la crueldad infinita de Barceló, esa piedad no halló eco… ¡Pauvre Fourreur!, exclamación que mostraba la escasa actitud mercantil de Rebeca, ahogada por su corazón generoso.

El exceso de codicia le rompió el saco a Barceló, por incapacidad de aprovechar con destreza, la táctica de un simple peletero parisino.

En la vida de mi niña, esta piadosa ternura fue la causa de sus desastres.

¡Pauvre Fourreur! En el fondo de su alma diamantina, la nota tónica sería: “¡Pobre Roberto! Tan malo, tan débil, tan embustero”.

Y fue también causa de su empecinado silencio, por la remota esperanza de una generación, en que ella podrá perdonar ese pasado que nosotros no olvidaríamos nunca.

Solo conociéndola en la intimidad, se pueden apreciar en su verdadero alcance, palabras del diario de Rebeca, que en cualquiera podrían aparecer como mera sensiblería.

En ella eran la expresión sincera y exacta de su alma extraordinaria.

Je suis si sensible a la misére —dice— que lorsque je vois un mendiant dans la rue, je voudrais l’embrasser, lui sourire, lui parler du bon Dieu, enfin, lui donner un instant de bonheur. Ca me rendrait heureuse pour toute la journée. Si je le faisais, on me crorait folle, et pourtant, combien je serais contente13.

Ese afán de humillación y sacrificio ante el prójimo lo desplegó con lujo ante el alma villana de Roberto Barceló, y tejió un manto de ilusión para su desnudez.

Su naturaleza angelical no supo distinguir entre civilización y bárbaros, entre almas visitadas de espíritu, o definitivamente cerradas a divinas influencias…

En las luchas de ángeles con hombres desalmados, parecen triunfar estos últimos, suprimiendo a aquellos, lo único que tiene de equivalente —el cuerpo—, pero en verdad solo los devuelven a su excelente y primitivo estado…

Regresamos a Chile en 1914 y Rebeca entró en sociedad.

Pasó esa parte de su existencia por una etapa de emociones blancas y de satisfacciones mundanas, apenas enturbiadas por alguno que otro incidente familiar.

Su vida no tomaba aún el cauce hondo a que la tenía destinado su terrible horóscopo. La presencia de alguno que otro pretendiente hacía aparecer en su semblante, más que un resplandor de felicidad, una alegría de niña ilusionada que aguarda.

Entre los jóvenes de entonces, recuerdo a un noble y apuesto mancebo, hermoso como un dios griego, que la amó con tanta admiración como ternura. Él también fue víctima de ambiente inadecuado y sus dones se malograron temprano.

De esa época debe datar un pequeño episodio, que para su alma sensible adquiere proporciones fatídicas.

Ha lastimado a su institutriz. Y este hecho, que en otra muchacha habría motivado un leve encogimiento de hombros, en ella adquiere las proporciones de un drama.

Martes 13 —Hoy ha sido un día de tristeza que a mí misma me espanta. ¡He trabajado para distraerme, pero en vano! He ido a pedirle consejo a Nestora (una antigua servidora que la ha visto nacer, mujer de corazón e inteligencia superior). ¡Inútil! Ella no me ha convencido, como de costumbre.

…Si al menos todo lo que sufro, me hubiera sido compensado por alegrías; pero, no, ¡soy una malvada, para esperar recompensa…! Pensar hasta qué punto he sido dura para con esa pobre miss…

Verdaderamente ignoro cómo he podido ser tan malvada.

Ahora tengo un loco deseo de reparación. Si mi orgullo no me retuviese, iría a prosternarme ante ella, a besar sus pies y el “parterre”, porque tengo sed de humillación y de reparar mi falta a la medida de su enormidad.

Siento disgusto de mí misma. ¿Cómo me atrevo a respirar aún? ¿Cómo el buen Dios puede soportar una creatura tan vil?

Se opera en mí una revolución espantosa. No puedo enhebrar dos ideas. Mis pensamientos están en huelga. Me siento desesperada de vivir. Todo me deprime. No deseo morir y quería estar en todas partes al mismo tiempo.

No sé lo que me pasa. Quisiera poner orden en mi alma, pero, ¡ay, no puedo!

La oración no me consuela como antes, y si Dios no se apiada de mí, ¿qué puedo hacer entonces?

Imagino que solo ahora comienzo a vivir. Antes no sentía nada de esto, y era feliz porque vivía como un ave.

¡Pero no podría llamar vida, a eso! Prefiero mi vida de hoy a pesar de todo.

Según mi modo de pensar, mientras más se sufre, más intensamente se vive.

Quisiera que me aconteciese algo muy grande, para llenar el inmenso vacío que se ha ahondado dentro de mi alma.

¿Qué, pues? Mi vida está ocupada, pero hago las cosas mecánicamente, sin tomar interés por nada. ¡No tengo esperanzas!

Miss ejecuta en este momento un Nocturno de Chopin infinitamente quejumbroso y triste. No es para alentarnos, todo esto… Esperemos a que mañana las cosas marchen mejor.

“Hoy es día 13. Petite mère nous a fui toute la journée… Plus une ame est evoluée, plus elle est compliquée mais il y a une difference. Deux fois on est complexe de soi même, tandis que pour d’autres les complications viennent du dehors. C’est mon cas. Je crois me conaître et je ne me tourmenterai pas autant si j’etais sûre des autres”14.

También dijo: “Creen que yo no entiendo las cosas y es que no puedo arreglarlas”.

Añade en su diario: “Cette vie est une école; il faut acquerir la sagesse para degrés ou para forcé.

Dieu met sur notre chemin ce qu’il nous faut, pour nous faire avancer15”.

Así como otras almas de jovencitas se ensayan en el amor, en la alegría, mi hija se ensayaba ya en el dolor. ¡Avidez de sufrimiento!

Dice en su diario: “J’aime tous ce qui est triste peut être, parce que ca fait rêver d’au delá. La joie est bourgeoise, mais il y a une tristesse affinée, qui est aristocratique16”.

Muy pronto el destino la marcó con su signo trágico.

Los mozos de delicado corazón, que la comprendían, a ella le inspiraban solo ternura, hasta que ese día en que, sentada a la mesa familiar, refirió que había visto un hombre, que imaginaba fuese extranjero… y temía no volver a encontrar…