Ideas en educación III

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La Declaración final del evento (UNESCO IESALC, 2018b, p. 32) tiene esto que decir sobre el concepto de autonomía:

“La autonomía que se reivindica es la que permite a la universidad ejercer su papel crítico y propositivo frente a la sociedad sin que existan cortapisas y límites impuestos por los gobiernos de turno, creencias religiosas, el mercado o intereses particulares. La defensa de la autonomía universitaria es una responsabilidad ineludible y de gran actualidad en América Latina y el Caribe y es, al mismo tiempo, una defensa del compromiso social de la universidad” (p. 24).

“La educación superior a construir debe ejercer su vocación cultural y ética con la más plena autonomía y libertad, contribuyendo a generar definiciones políticas y prácticas que influyan en los necesarios y anhelados cambios de nuestras comunidades. La educación superior debe ser la institución emblemática de la conciencia crítica de nuestra América Latina y el Caribe” (p. 9).

“Los resultados de los debates y discusiones sobre la autonomía universitaria tienen que impactar en su estatuto legal y desarrollarse en el marco de la Constitución de cada uno de los países de la región.

Los procesos de diseño, formulación y aplicación de las políticas públicas de educación superior deben garantizar la autonomía académica y financiera y, consecuentemente, la sostenibilidad de las instituciones de educación superior” (p. 21).

“La autonomía es una condición imprescindible para que las instituciones ejerzan un papel crítico y propositivo de cara a la sociedad. Esta se asienta en los derechos de acceso a la toma de decisiones, de representación y de plena participación democrática que se expresa en el cogobierno, así como en la transparencia y la rendición de cuentas” (p. 23).

Vale la pena citar la Declaración en profundidad porque representa las concepciones actuales de la comunidad regional de educación superior sobre la autonomía y el papel que desempeña en la misión social de la universidad. Además, es bastante reveladora sobre el punto que estamos haciendo en este artículo: la libertad académica no se ve por ninguna parte. De hecho, la Declaración nunca utiliza el concepto de libertad académica. Solo una vez menciona la libertad de enseñanza como tradición, en este contexto: “Podrá [la educación superior de América Latina y el Caribe] de esta manera contribuir, con responsabilidad y compromiso social, a nuevas propuestas que recreen las tradiciones de autonomía, transformación social, antiautoritarismo, democracia, libertad de cátedra y, fundamentalmente, la incidencia política fundada en el conocimiento y la razón” (p. 23).

Más bien, la libertad se utiliza como sinónimo de autonomía en una de las citas anteriores: “con la más plena autonomía y libertad”.

En su modalidad latinoamericana, la autonomía tiene dos caras: la libertad de y la libertad para. Libertad de intereses y poderes externos: “los gobiernos de turno, creencias religiosas, el mercado o intereses particulares”. Libertad para “ejercer su papel crítico y propositivo de cara a la sociedad”, para contribuir “a generar definiciones políticas y prácticas que influyan en los necesarios y anhelados cambios de nuestras comunidades”, “para ser la institución emblemática de la conciencia crítica de nuestra América Latina y el Caribe”.

El actor aquí es siempre la universidad como un todo, no sus académicos. La autonomía no es el facilitador de la libertad de investigación, de enseñanza o de opinión, sino la distancia que las universidades ponen entre ellas y el gobierno y otras fuerzas sociales para poder ejercer la crítica a las obras de poder en la sociedad. El papel social que se autoasignan las universidades es abiertamente político. Aquí reside el énfasis en la autonomía como libertad corporativa: un papel político alejado del ajetreo diario de la política requiere una cierta independencia respecto de los actores políticos externos, aunque venga de la mano de la politización interna. El conocimiento solo aparece como base para la misión política de la universidad: “la incidencia política fundada en el conocimiento y la razón”. Como reflexionan Lamarra y Coppola (2014, p. 127): “La autonomía ha terminado condensando el significado de la lucha política contra la voluntad del Estado de controlar las universidades política e ideológicamente”.

Si pasamos ahora a la reflexión académica sobre autonomía por parte de autores latinoamericanos, encontramos que la formulación canónica de la autonomía universitaria consiste en tres elementos: académico, administrativo (o normativo) y financiero:

“La autonomía universitaria no puede entenderse sin libertad académica, administrativa y financiera. La libertad académica entraña la facultad de enseñar y aprender, se manifiesta en la búsqueda de la verdad, sin restricción ni coacción. La libertad normativa y administrativa se realiza en el derecho de autodeterminarse mediante sus estatutos y reglamentos, y en la facultad de designar a sus propias autoridades sin intervención ajena. La libertad financiera le permite desarrollarse mediante la organización y la administración de su propio patrimonio” (Serrano Migallón, 2020, pp. 193-194).

Vemos ahora que la libertad académica se considera uno de los aspectos de la autonomía. En otras palabras, el concepto latinoamericano de autonomía no ignora la libertad académica, pero no la ubica como el propósito de la autonomía. La libertad académica deriva de la autonomía, de la misma manera y en la misma posición que las otras libertades de la universidad.

En otra interpretación (Casanova, 2020, p. 76):

“Así, la autonomía se constituye en un elemento que define la compleja relación entre la universidad y el Estado. Se trata de un atributo esencialmente depositado en las universidades, pero que define los márgenes de acción del Estado, así como una serie de beneficios que recaen en las propias universidades, en el Estado y, de manera indefectible, en la sociedad. Se refiere al gobierno de las universidades y a la capacidad de estas para construir y ejecutar las principales decisiones en sus temas sustantivos: la dimensión académica, la dimensión financiera, y la elección de sus académicos y directivos”.

Hay motivos jurídicos para la tensa relación inicial entre el Estado y las universidades de América Latina, bien ejemplificada en la historia de la autonomía en México. Durante los siglos XIX y principios del XX los hombres de Estado no podían concebir que los servicios públicos, como la universidad, fuesen autónomos del control gubernamental. Si las universidades prestaban un servicio público, debían estar bajo la dirección del gobierno. Bajo esta lógica, en 1933 el Congreso Federal mexicano, respondiendo a la presión por la autonomía de la Universidad Nacional de México, retiró su financiamiento a la universidad, cambiando su nombre al de Universidad Autónoma de México, y convirtiéndola en una institución privada (Martínez Rizo, 2020, p. 40). La universidad recuperó su carácter público y recibió autonomía en legislación aprobada en 1945 (Martínez Rizo, 2020, p. 43). Mucho ha cambiado en el derecho administrativo desde la década de 1930. Las entidades públicas con autonomía dentro del Estado son ahora comunes en la administración pública en América Latina.

De hecho, a lo largo del siglo XX, la autonomía de las universidades se introdujo en las constituciones de casi todos los países de América Latina. En mi revisión del tratamiento de la educación superior en constituciones latinoamericanas (Bernasconi, 2007), llegué a la siguiente conclusión (p. 521):

“La autonomía se define generalmente en las constituciones examinadas aquí como la suma de los derechos de autogobierno (incluyendo la selección de autoridades y el derecho a dictar los estatutos y reglamentos de la institución), la libre administración de los recursos de la institución, y la libertad de crear programas de estudio, definir su currículo, otorgar títulos válidos, emprender investigaciones, admitir y enseñar a los estudiantes, y contratar a profesores y personal. En otras palabras, la autonomía tiene implicaciones de gobierno, académicas y administrativas. También se deriva del principio de autonomía la responsabilidad del gobierno para asegurar la sostenibilidad financiera de la universidad”.

No es de extrañar, entonces, que las definiciones académicas de autonomía universitaria en América Latina surjan de su definición constitucional. Los tres elementos de la autonomía: administrativo o normativo, académico y financiero, con igual importancia, son difíciles de ignorar cuando están consagrados en las constituciones.

El influjo de esta concepción de la autonomía es tan potente que a menudo la dimensión académica de la autonomía se presenta como dos características distintas: la libertad individual de los académicos para enseñar y hacer investigación, por un lado, y la libertad institucional para definir programas de estudio y requisitos de entrada y graduación, por otro (Casanova, 2020 p. 78; Ríos, 2016), como si esta última no fuera consecuencia de la primera.

Otra base de la noción latinoamericana de autonomía es etimológica. Autonomía proviene del griego: autós (de sí mismo) y nomos (ley o norma). De aquí la asociación de autonomía con el autogobierno y la prerrogativa de las entidades autónomas para definir su propia normativa (Serrano Migallón, 2020, p. 192).

El modelo “napoleónico” de la universidad, subyacente a la fundación desde mediados del siglo XIX de las universidades nacionales de la región después de la independencia (De Figueiredo-Cowen, 2002), podría ser otra fuente para el concepto que estamos examinando. En palabras de Simon Schwartzman (1993, p. 9):

“Se dice que las universidades latinoamericanas son napoleónicas, lo que significa ser controladas y estrictamente supervisadas por el gobierno central de acuerdo con estándares uniformes y nacionales (...) Estaban destinadas a ser parte del esfuerzo para transformar las antiguas colonias en modernos estados-nación, con élites profesionales entrenadas de acuerdo con los mejores conocimientos técnicos y legales disponibles en ese momento, y educadas en instituciones controladas por el Estado y liberadas del pensamiento religioso tradicional”.

 

De hecho, el movimiento cordobés fue un esfuerzo un tanto tardío para transformar una universidad nacional que estaba impregnada de escolasticismo, conservadurismo religioso y espíritu oligárquico. La noción napoleónica de una universidad al servicio del Estado y la idea de la autonomía eran difíciles de conciliar. Desde este punto de vista, podemos entender mejor la perplejidad de los gobiernos en la primera parte del siglo XX ante la idea de universidades autónomas, como lo atestigua el caso de la Universidad Nacional de México, ahora Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). El punto que exitosamente argumentaron los reformistas universitarios en la región después de 1918 era que las universidades podían ser al mismo tiempo nacionales y autónomas.

Schwartzman (1993) agrega que un importante legado del modelo napoleónico (a diferencia de las ideas humboldtianas) fue la lenta y tardía recepción en las universidades latinoamericanas de la práctica y el espíritu de la investigación científica. El predominio político de las escuelas profesionales dentro de las universidades —Derecho, Medicina, Ingeniería—, que persiste hasta la fecha, también tiene su base en el modelo de la Universidad Imperial francesa.

Después de haber esbozado en las secciones anteriores el concepto latinoamericano de autonomía universitaria, es posible ahora contrastarlo con la noción estadounidense, anclada en la libertad académica.

Autonomía universitaria en los Estados Unidos

A diferencia de América Latina, donde la autonomía fue obra de asociaciones estudiantiles, líderes universitarios y políticos, en los Estados Unidos la autonomía es consecuencia de la libertad académica definida por la profesión académica. La base de esta noción es la Declaration of Principles on Academic Freedom and Academic Tenure (Declaración de principios sobre libertad académica y permanencia) de la Asociación Americana de Profesores Universitarios (AAUP, por su sigla en inglés), de 1915. La Declaración ha sido ampliamente influyente, tanto por el aval que recibió de la profesión académica como por las organizaciones académicas que han aceptado acatarla. La Declaración fue revisada en 1940 en el Statement of Principles on Academic Freedom and Tenure (Declaración de principios sobre libertad académica y permanencia), formulada conjuntamente por la AAUP y la Association of American Colleges. Ambas declaraciones son el conjunto de lineamientos más influyente sobre libertad académica en los Estados Unidos, su contenido y sus limitaciones.

La redacción de la Declaración de 1915 fue motivada por casos de profesores despedidos por los dueños o fideicomisarios (trustees) de sus universidades, descontentos con las ideas que los profesores estaban enseñando o apoyando públicamente. Lo que estaba en juego era la cuestión de si los profesores, que eran empleados de una organización universitaria, eran libres de decir lo que pensaban o tenían que acatar un código de expresión considerado aceptable por sus empleadores, como cualquier otro empleado (Finkin y Post, 2009, pp. 30-33).

La Declaración enfrentó este problema distinguiendo entre nombramiento y empleo. Los profesores son nombrados por, no empleados de las universidades. El punto clave es que una vez nombrados, las autoridades que los designan “no tienen competencia ni derecho moral a intervenir” en el ejercicio de sus funciones profesionales por parte del académico (Finkin y Post, 2009, p. 33). La Declaración establece que “la responsabilidad del docente universitario es principalmente hacia el público, y hacia el juicio de su propia profesión” y compara la relación entre los profesores y los fideicomisarios con la que existe entre los jueces y el Ejecutivo que los nombra. El Ejecutivo que nombra a un juez no puede ejercer control sobre las decisiones de ese juez, y por la misma razón, el Ejecutivo que lo nombró no puede tenerse por responsable de las decisiones del juez, ni se puede presumir que las comparte. La misma lógica es aplicable a la enseñanza y a las opiniones del profesorado (Finkin y Post, 2009, p. 34).

Pero ¿por qué los profesores deberían tener derecho a este privilegio? Debido a la naturaleza de la universidad como institución, y debido a la experticia profesional de los profesores. La Declaración afirma, como dan cuenta Finkin y Post (2009, p. 35):

“que un objetivo esencial de la universidad es ‘promover la investigación y promover la suma del conocimiento humano’. Lo que constituye verdadero conocimiento no debe ser determinado por las opiniones privadas de los individuos, incluso aquellos individuos que sean dueños de universidades. El conocimiento es el resultado de las prácticas disciplinarias públicas de profesionales expertos. Dado que los profesores son expertos profesionales formados en el dominio de estas prácticas disciplinarias, se les nombra para cumplir con la esencial función universitaria de producir conocimiento. En esta tarea, son responsables ante el público en general y no ante los deseos particulares de los empleadores”.

Por lo tanto, la libertad académica es necesaria para que las universidades cumplan su misión. Incluye la “libertad completa e ilimitada para investigar y publicar sus resultados”, y “la independencia de pensamiento y expresión del docente universitario” (Finkin y Post, 2009, p. 35).

La Declaración considera al profesorado como “expertos profesionales en la producción de conocimiento”. Finkin y Post, de nuevo (2009, p. 37): “Las universidades solo pueden avanzar en la suma de los conocimientos humanos si pueden emplear a personas expertas en sus disciplinas y solo si las universidades liberan a estos expertos para que apliquen libremente los métodos disciplinarios adquiridos en su formación”.

La noción de estándares profesionales es, por lo tanto, clave. La libertad académica debe distinguirse de la libertad de expresión, que carece de estándares.

“La Declaración concibe la libertad académica no como un derecho individual a ser libre de toda limitación, sino como la libertad de ejercer la profesión del académico (scholar) de acuerdo con los estándares de esa profesión. La libertad académica consiste en la libertad de la mente, de la investigación y de expresión necesarias para el correcto cumplimiento de las obligaciones profesionales (...) la Declaración necesaria y explícitamente rechaza la posición de que ‘la libertad académica implica que los docentes individualmente considerados deben estar exentos de toda restricción en cuanto a la materia o forma de sus declaraciones, ya sea dentro o fuera de la Universidad’” (Finkin y Post, 2009, p. 38).

Es por ello que las universidades pueden establecer y hacer cumplir normas de práctica profesional académica, evaluar el desempeño de los académicos y establecer requisitos para la permanencia de ellos en sus puestos. Nada de esto puede ser impugnado como limitaciones a la libertad académica. “La libertad académica, por lo tanto, no protege la autonomía de los profesores para perseguir su propio trabajo individual libre de toda restricción universitaria. En cambio, la libertad académica establece la libertad necesaria para avanzar en el conocimiento, que es la libertad para ejercer la profesión académica”. En suma, “la libertad académica protege el interés de la sociedad de tener un profesorado que pueda cumplir su misión” (Finkin y Post, 2009, p. 39). Por su parte, la libertad de expresión protege el derecho de cualquier individuo a hablar como desee.

Nótese que lo que las universidades reclaman de la sociedad no es la libertad de expresión. La libertad de expresión no es un atributo especial de las universidades o de los académicos. Es un derecho universal, reconocido a todas las personas independientemente de la verdad, mérito o valor intrínseco de sus opiniones. En la academia, por el contrario, no todas las proposiciones tienen igual valor. Se evalúan sobre la base de su conformidad con las normas de práctica profesional de cada comunidad académica.

El privilegio de la autorregulación por parte del profesorado, y la exclusión de regulación externa, se basa en la experticia de los académicos profesionales —ausente en quienes no son expertos— y en el interés de evitar criterios no académicos para la evaluación del trabajo profesional de los académicos.

He tomado la licencia de citar extensamente párrafos del magistral libro de Finkin y Post sobre libertad académica: For the Common Good. Principles of American Academic Freedom (2009), por dos razones. Primero, porque es la explicación más elocuente de la libertad académica en el contexto de los Estados Unidos que he encontrado.3 En segundo lugar, en interés de mis colegas de América Latina, para quienes estas ideas siguen siendo en gran medida desconocidas y, menos aún, debatidas.

También es revelador que la expresión “autonomía universitaria” nunca se use en este libro. La palabra autonomía aparece solo como atributo de la profesión, en la forma de “autonomía profesional” (Finkin y Post, 2009, pp. 151, 155), o para referirse a la “autonomía institucional” de la universidad medieval (Finkin y Post, 2009, pp. 151, 155), o para aludir a la visión de principios del siglo XX de que la autonomía estaba radicada en los fideicomisarios de la universidad.4

De hecho, el concepto de autonomía rara vez se utiliza en la discusión de la libertad académica en Estados Unidos. La noción más comparable es la de libertad académica institucional. Como explican Finkin y Post (2009, pp. 41-42), el valor de las universidades para la sociedad subyace a la libertad académica de la universidad, ya que la autorregulación de la universidad protege a todos los estudiosos dentro de ella. La sociedad otorga a las universidades libertad académica a cambio de conocimiento.

No existe un reconocimiento constitucional de la autonomía universitaria en Estados Unidos. Sin embargo, la Primera Enmienda de la Constitución de los Estados Unidos, sobre la libertad de expresión, ha servido de base para el examen judicial de casos que han involucrado la libertad académica. No hay espacio aquí para ahondar en el problema del derecho constitucional y la libertad académica en Estados Unidos. Una buena y concisa revisión del tema se puede encontrar en Post (2015). Pero en una decisión de la Corte Suprema de Estados Unidos, en 1957, el juez Felix Frankfurter identificó “cuatro libertades esenciales de una universidad: determinar por sí misma sobre bases académicas quién puede enseñar, qué se puede enseñar, cómo se enseñará, y quién puede ser admitido a estudiar” (Reichman, 2019, p. 10; y, respecto de otro caso judicial, p. 100).

Esta formulación sucinta es lo más cercano a un reconocimiento constitucional de la autonomía universitaria que se puede encontrar en Estados Unidos. Como tal, resuena con la idea latinoamericana de autonomía académica de las universidades.

En cuanto al fondo de la libertad académica, el Statement of Principles on Academic Freedom and Tenure de 1940 preceptúa:

1. Los profesores tienen derecho a la plena libertad en la investigación y en la publicación de los resultados, con sujeción al adecuado desempeño de sus demás funciones académicas; pero la investigación para el retorno pecuniario debe basarse en un acuerdo con las autoridades de la institución.

2. Los docentes tienen derecho a la libertad de discutir su materia (subject) en el aula, pero deben ser cuidadosos de no introducir en su enseñanza asuntos controvertidos que no tienen relación con su materia. Las limitaciones de la libertad académica debido a objetivos religiosos u otros objetivos de la institución deben indicarse claramente por escrito en el momento del nombramiento.

3. Los profesores universitarios son ciudadanos, miembros de una profesión científica y oficiales (officers) de una institución educativa. Cuando hablan o escriben como ciudadanos, deben estar libres de censura o disciplina institucional, pero su posición especial en la comunidad impone obligaciones especiales. Como académicos y oficiales educativos, deben recordar que el público puede juzgar su profesión y su institución por sus declaraciones. Por lo tanto, en todo momento deben ser precisos, ejercer una adecuada moderación (restraint), mostrar respeto por las opiniones de los demás y hacer todo lo posible para indicar que no están hablando en nombre de la institución.

 

Pido indulgencia por citar estos principios en toda su extensión. Lo hago para el beneficio de los lectores latinoamericanos, ya que estas nociones, bien conocidas en la academia de Estados Unidos, no son de manejo corriente en las universidades de la región.

La Declaración de 1940 comienza con una frase que resume brillantemente todo lo que he afirmado hasta ahora:

“Las instituciones de educación superior son conducidas para el bien común y no para promover el interés individual del profesor o de la institución en su conjunto. El bien común depende de la libre búsqueda de la verdad y de su libre exposición”.

Volvamos ahora a las visiones contrastantes sobre la autonomía (y ahora, libertad académica) entre los Estados Unidos y América Latina.

Conclusiones a partir de los contrastes entre Estados Unidos y América Latina

La historia del movimiento reformista de Córdoba de 1918, recordada arriba, sugiere lo poco probable que hubiese sido que la autonomía se concibiese desde la perspectiva de la libertad académica de los profesores, como en Estados Unidos. Córdoba fue una rebelión contra el profesorado: sus métodos de enseñanza y examen, sus ideas sobre el currículo, su concentración de poder y su falta de auténtica estatura académica. La participación de los estudiantes en el gobierno de la universidad habría de ser una garantía contra profesores retrógrados.

La autonomía de la universidad en América Latina se desarrolló como un medio para proteger a la universidad como actor social de la intrusión, primero, del Estado y de la Iglesia y, más recientemente, también de los intereses empresariales y de los organismos supranacionales (Ríos, 2016, p. 92). La libertad de la universidad es la noción primordial, que conlleva importantes consecuencias jurídicas, especialmente para las universidades públicas, que buscaron poner distancia del Estado al que otrora pertenecían como agentes de él. Por lo tanto, la autonomía tuvo que ser legislada, primero en los estatutos de las universidades públicas de la primera mitad del siglo XX, y posteriormente en las constituciones, para garantizar contra la regresión del Estado a la doctrina del control sobre la universidad como servicio público. Por el contrario, la libertad de la universidad (rara vez llamada autonomía) es en los Estados Unidos un epifenómeno o efecto emergente de la libertad del profesor.

En breve, la autonomía de la universidad en América Latina fue concebida y desplegada de arriba hacia abajo: desde un arreglo entre el Estado y la universidad hacia una prerrogativa del profesorado. Todo lo opuesto del patrón ascendente que encontramos en los Estados Unidos, donde se pasa desde la autorregulación de los profesores a las normas y políticas universitarias, y luego a decisiones judiciales que defienden la libertad académica.

La proximidad histórica de los acontecimientos desencadenantes es meramente coincidencia: la evolución de la Declaración de 1915, y las secuelas de Córdoba de 1918 tienen muy poco en común. Córdoba no podría haber ocurrido en los Estados Unidos de 1915, de la misma forma que la Declaración no podría haber surgido en la Argentina de 1918, o en cualquier parte de la región, para el caso. Quizás es más fácil ver por qué Córdoba no podría haber ocurrido en los Estados Unidos de 1915: los conflictos entre académicos, o con los estudiantes, o con los directivos, eran resueltos por los fideicomisarios. No había un ministerio federal de educación al que recurrir para que arbitrara y, en todo caso, tampoco había mucha supervisión de la educación superior por parte de los estados.

La Declaración de 1915 no podría haberse originado en la década de 1920 en América Latina, no porque las universidades públicas de América Latina carecieran de consejos o juntas directivas que pudieran resolver conflictos, ni únicamente debido a la disponibilidad de arbitraje.

La razón clave por la que la autonomía universitaria en América Latina no surgió de la libertad académica del profesorado —esta es mi hipótesis— es que, a la sazón, y hasta hace muy poco, no había profesión académica en las universidades latinoamericanas. Los profesores contra los que se rebelaron los estudiantes cordobeses eran sacerdotes, abogados, médicos, ingenieros o agrónomos que enseñaban a tiempo parcial. El fundamento de su prerrogativa de enseñar era su experiencia profesional y el conocimiento de los manuales (o los libros sagrados) a través de los cuales se enseñaban las profesiones. Las bibliotecas eran pobres y anticuadas. Había muy poco de ciencia experimental, incluso en los cursos que la requerían.

Una declaración vigorosa y convincente de las libertades de estudio requiere de estudiosos necesitados de esas libertades y con la capacidad de articularlas. Tales comunidades no existían en parte alguna de América Latina en la época de Córdoba. Ellas comenzaron a aparecer a medida que la reforma se expandía por la región, a un ritmo muy lento, más notablemente desde la década de 1960, en un largo proceso que aún no ha llegado a su culminación (Galaz Fontes, Martínez Stack, Gil Antón, 2020; Marquina, 2020; Bernasconi, 2010; Didou y Remedi, 2008; García de Fanelli, 2008; Balbachevsky, 2007, 2002).

Más allá de los diversos caminos históricos, el contraste entre los Estados Unidos y América Latina en este asunto ayuda a iluminar algunas limitaciones de la noción latinoamericana de autonomía universitaria.

En primer lugar, es mucho más claro aquello de lo que la autonomía está en contra que aquello para lo cual existe. El lenguaje altisonante pero vago de la Declaración CRES 2018 lo subraya. La autonomía universitaria está orientada a “ejercer su papel crítico y propositivo de cara a la sociedad”, para contribuir “a generar definiciones políticas y prácticas que influyan en los necesarios y anhelados cambios de nuestras comunidades”, y “para ser la institución emblemática de la conciencia crítica de nuestra América Latina y el Caribe”. Estos propósitos podrían ser apropiados para muchas otras instituciones sociales: un partido político, un think tank, una fundación filantrópica, un sindicato de la industria, por nombrar algunas. Como el papel social de las universidades de la región no está firmemente anclado en el conocimiento, la universidad como institución sufre de falta de especificidad en su misión y, por lo tanto, de legitimidad. Surge en la refriega política como un grupo de interés más.

Una segunda consecuencia lamentable es que no hay en la academia de América Latina una discusión sustantiva del concepto de libertad académica, sus desafíos y sus limitaciones. La idea latinoamericana de autonomía es como un hoyo negro que absorbe la luz de cualquier reflexión sistemática sobre la libertad académica.

Nada hay en nuestra región que se parezca a la rica deliberación de las decisiones basadas en casos de posible infracción a la libertad académica sometidos al proceso cuasi-judicial del Comité A de la AAUP sobre libertad académica, y la vasta literatura de comentario y crítica que han generado. Nada como los meticulosos análisis de lo que es la libertad de enseñar y sus limitaciones que se encuentran en la literatura sobre libertad académica en Estados Unidos: ¿en qué consiste “introducir en la enseñanza asuntos controvertidos que no tienen relación con la materia”? ¿Tienen algún límite las limitaciones a la libertad académica debido a “objetivos religiosos u otros objetivos de la institución”? Lo mismo con la libertad de expresión extramuros: ¿qué es “ejercer una adecuada moderación, mostrar respeto por las opiniones de los demás y hacer todo lo posible para indicar que no están hablando en nombre de la institución”? ¿Hay manifestaciones de la libertad de expresión de los académicos que puedan ser legítimamente sancionadas por la universidad? ¿Qué se responde a la pregunta: “¿Puedo tuitear eso?”? (Reichman, 2019, pp. 64-104, dedica cuarenta páginas a responder la pregunta).