La fragua de Vulcano

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En el sofá habían quedado la maleta y las bolsas: la negra de deporte y la del pequeño supermercado. Desde el suelo buscó, tanteando con los brazos echados hacia atrás, la comida y la lata de refresco; con obstinación se las arregló para comer y beber todo aquello tumbado en el suelo, mirando tranquilo las baldosas oscuras, adivinando en los dibujos blancos las siluetas de caballos, peces y rostros inquietantes, recomponiendo las figuras que al principio parecían solamente nubes hasta convertirlas en viejas brujas o gordos calvos con verrugas. Las brujas y los gordos calvos con verrugas, los rostros retorcidos que ya lo estaban buscando cuando vieron que no había acudido al trabajo ese día.

CABRA

Hay un buen trecho hasta Benarroya. Otras veces hemos ido andando, pero hoy hacía calor y no había ni una sola nube, así que decidimos pillar la Alsina. Son solo cinco minutos de autobús pero bueno. Champi había dejado pasar un par de días, por prudencia, y se presentó el miércoles como si nada, pensando que yo ya no andaría enfadado. No lo estaba, pero sus risas como que ofendían, y yo callaba. «Estoy de luto», me dije. Era absurdo, no se puede estar de luto por un gato. Es que es la primera vez que me duele la muerte de alguien. Bueno, el gato no es nadie, por supuesto, pero la cosa es que estaba vivo. No conocí a los abuelos, a ninguno, porque cuando murió el último yo tenía cuatro años y ya ni me acuerdo de lo que me dijeron. Que hoy no se podía jugar porque la abuela Francisca se había ido al cielo, supongo. Mamá anduvo de negro, supongo, durante un año. Habría misas, supongo. Yo no guardo memoria de ese dolor, es imposible, supongo. Pero la foto de la abuela Francisca y su marido, el abuelo Antonio, sigue puesta en el salón, con un lacito negro y polvoriento que no han debido quitar desde entonces. Y mamá no viste de negro sino de gris, por lo menos en casa. Ya dura la cosa. Mirando por la ventanilla del Alsina pensé: «luego te pones una camiseta negra por el gato», y eso me hizo gracia. Entonces le dije al Champi riéndome: «te perdono», y él, que le perdonaba de qué, chiquillo, de qué lo iba yo a perdonar, maricón, pero como yo no paraba de reírme nos empezamos a dar manotazos y a decir tontadas y a partir de ahí ya nos reíamos los dos y no paramos hasta bajarnos en Benarroya.

Champi tenía instrucciones muy estrictas de su madre: tenía que visitar a la tita Dolores, no podía dejar de hacerlo, darle recuerdos y además llevar una carta de su parte. Es la hermana mayor y con la que mejor se lleva. En realidad nuestras madres no hacen muchas migas, por culpa de la mía: cuando hacen reuniones las cuatro, en verano, mientras las otras tres se ríen con sus cosas, se queda seria, como si el asunto no fuera con ella, o peor, como si se estuvieran burlando. Entonces se pone tiesa, aprieta las piernas en la silla y mira para otro lado, y empieza a decir que se hace tarde, que tiene mucho trabajo y que papá estará ya al caer con la moto. Y las otras muertas de la risa contándose cuentos del campo, de cuando eran jóvenes; siempre los mismos sucedidos, los mismos protagonistas, los mismos muertos.

Han tenido destinos distintos, las Giménez. Tita Dolores no se llegó a casar, dicen que tuvo un novio que acabó metiéndose a cura, no conozco muy bien la historia. Creo que no me la quieren contar. Así que hay dos casadas, mamá y la tita Agustina, y dos sin macho: la viuda y la soltera. Pero de todas, a pesar de su nombre, Lola es la más alegre. Nunca la he visto triste. Por lo que sé, después de muchos años en el campo, trabajó como una bruta en la Azucarera, hasta que un accidente le dejó una mano inútil y vive de una pensioncilla que le da lo justo. A pesar de esa historia tan triste, cuando llegas a su casa siempre hay molinillos de viento en el porche dándote la bienvenida, las paredes han cambiado de color, hay peces y loros de cartón colgando del techo, huele a iglesia (pero de buen rollo), y siempre suena música alegre. Estás como en el templo de una religión feliz, sin muertos ni resucitados con llagas, ni madres que lloran con siete puñales clavados en el corazón, sino que los dioses son los peces de colores y el ruido del molinillo. Por allí no pasa la tristeza, ni siquiera la resignación ante un futuro relleno de poca cosa, la verdad. La tita lleva siempre vestidos floreados, con el brazo bueno hace manualidades de todo tipo que abarrotan las estanterías y que nunca tira, sale de excursión con los jubilados de la parroquia a la capital, al monte, a la capital, al monte, siempre lo mismo, pone rumbas, no ve la tele, y su patio es pequeño pero verde y cuidado, repleto de plantas y macetas rojas, amarillas y azules. Yo debería venir más, la verdad, pero quizás le tengo miedo a tanta alegría, como si fuera una enfermedad contagiosa a la que no hay que arrimarse mucho.

Nos dio un abrazo enorme a los dos juntos, sin poder abarcarnos casi, ella que es tan poquita cosa, yo, tan gordo. Cómo habéis crecido, nos dijo, «pero desde luego», le decía a mi primo, «desde luego, hijo, hay que ver cómo estás, y lo que has estirado» y todas esas cosas. Mentira, porque Champi no ha crecido, si eso habrá encuerpado. Yo sí que he estirado, y ensanchado, y echado barriga. Pero a ella le daba igual porque me tiene más que visto, solo me miraba a la cara y me hacía un remolino con el dedo en el mechón de canas. «Qué interesante, si pareces un actor de cine», me dijo. Y en vez de querer darle una hostia como al Champi, esta vez me hizo gracia, porque me lo decía de verdad. Lo que es la intención. Me agarró de los mofletes y me miró con esos ojos viejos pero todavía de miel: «es que eres especial, chiquillo», y me plantó, por este orden, dos besos y la merienda.

Tomamos leche de cabra caliente con jarabe de fresa caducado, que tuvimos que pasar con muchas galletas y unos donuts rancios que tenía por ahí. Champi hablaba sin parar del colegio, los curas, sus deportes, mentía sobre las notas, y ella nos miraba amable, soportando el rollo del sobrino sin bajar la guardia de su sonrisa. Me recordó a aquella monjita que nos trajeron al colegio para hablar de las misiones. Una señora pequeña y encogida que era a la vez muy grande. Nos contó las horribles cosas que veía todos los días, las guerras, los muertos de hambre y los enfermos, y nunca perdió la buena cara mientras nos lo explicaba. Supongo que Dios (el del crucifijo) estaba dentro de la monjita, y que ella, que vivía en ese mundo terrible, lo utilizaba para salir adelante todos los días. En casa de la tita se respira probablemente otro Dios (el de la música disco, el de los colores en la pared y las ventanas abiertas al patio que huele a jazmín), o quizás sea el mismo, vaya uno a saber, y ella se llena los pulmones con esa alegría de vivir. Ojalá que sea el mismo Dios y que no haya que andar eligiendo. El caso es que la tita tenía esa misma expresión, satisfecha de ver a sus sobrinos, a pesar de que le contaba las típicas cosas sin interés que uno puede decir con quince años. Porque, ¿qué podemos decir? Pues nada. Eso no es grave. Lo que a veces no me deja dormir es ¿qué podremos decir cuando tengamos la edad de ella?

Y cuando no había mucho más de qué hablar, entonces nos callamos. Estuvimos así un rato largo. Sonaba una música que yo nunca había oído, unas arpas contentas que competían contra las guitarras; era alegre pero tenía a la vez algo de melancolía. Ella se puso de pie para regar las plantas. Entonces el Champi sacó la carta y se la dio con ceremonia, como si fuera el Correo del Zar. La tía Dolores la abrió con cuidado de no romper demasiado el sobre, rasgándolo con unas tijeras de coser. Se puso unas gafas para leer y volvió a sentarse en su sillón. Un olor sucio, asqueroso, entró desde la calle, pero nadie se levantó a cerrar la ventana. Leyó en silencio moviendo mucho la cabeza, como si fuera verdaderamente la carta del emperador de Rusia. Devoró las cuartillas pasándolas deprisa con las manos, queriendo llegar a la última línea rápidamente. Y al final del cuento, levantó la mirada y dijo «pues muy bien. Le mandas un beso muy fuerte a tu madre cuando vuelvas. Y le dices que la responderé». Hasta el más imbécil se hubiera dado cuenta de que se contaban un secreto. Quizás el Champi no, quizás sea de verdad un imbécil. Teníamos que irnos, eso estaba claro: la luz de la tarde doraba los loros y los peces de un color extraño, las paredes estaban menos vivas, el olor a petróleo de la calle se sentía más que el de las flores. Y tita Dolores estaba más arrugada, más encogida. Como si su alegría dependiera de la brisa y el jazmín, y estos pudieran ser, de vez en cuando, vencidos. Al despedirnos le pregunté por la música que había estado sonando. «Son canciones paraguayas, hijo», y me acarició nuevamente la cara.

Estábamos en la parada del autobús cuando al Champi se le ocurrió subir a la finca Romero en vez de volver al pueblo. Serían las cinco y media: tarde para seguir de excursión, pronto para volver. Era una locura, le dije, se nos haría de noche al regreso. Pero no sé por qué, al final le dije que sí. Subimos por la calle alta de Benarroya hasta que dejamos atrás las casas y se acabó el asfalto. Empezó el campo y la vereda cuesta arriba, lo menos cuarenta y cinco minutos andando. Para él es todavía una sorpresa, hecho como está a la ciudad. Le parece bonito andar por las lomas, oler el tomillo seco y oír el crujido de las ramas cuando se apartan los lagartos. Para mí es otra cosa, no hace falta decirlo. Es la obligación, los madrugones, las manos de padre, los algarrobos secos, el sudor en los pantalones cuando subes las cuestas. El monte no es para mí más que un montón de arrugas, que me recuerdan las surcos profundos de mi padre; y las casitas blancas colgadas de la montaña solo son muy bonitas si las ves desde lejos; cuando te acercas te das cuenta de que no hay baño ni agua corriente, que hay que sacarla del pozo, y que de noche hace frío. Son estrellas caídas en una región de pobreza. El campo es el color seco de los montes pelados todo el año, salvo cuando llueve en primavera y florece la genista. Es la quijada seca de la cabra muerta, quebradiza y blanquísima, la chicharra que se te mete en la cabeza hasta que te vuelve loco. Es la rutina y lo normal.

 

Cuando llegamos arriba el primo ya no estaba ni tan contento ni tan pito, y no veía el momento de parar. Yo, el gordo, tenía fuerzas para seguir subiendo hasta la sierra, aunque se me reventaran los pantalones, a pesar de mis deportivas viejas. Los Romero ya habían recogido los animales y estaban todos en casa. Son primos del padre de Champi, a mí no me tocan nada, pero hemos venido tantas veces que se deben de pensar que somos hermanos. Veían caer la tarde desde su terraza y al vernos, nos sacaron dos sillas de enea con grandes celebraciones para que disfrutáramos de la vista: desde la vega del Capitán, llena de chirimoyos y aguacates, hasta las primeras casas de Benarroya. La finquita estaba tan alta que si no fuera por el monte del Toro se hubiera visto hasta mi casa. El padre descolgó el botijo y bebimos como locos. Con tanta ansia, que me resbaló el agua por el pecho hasta mojarme la camisa por la barriga, y eso me refrescó. Yo no tenía nada de qué hablar porque ya digo que no son familia y casi nunca me los encuentro en el pueblo, así que dejé que Champi se luciera. Me quedé callado viendo cómo se iba el día en aquel lugar hermoso y violento, y ellos hablaban de cosas sin importancia, de sus vidas colgadas en la montaña. Es increíble cómo mi primo tiene un tema de conversación para cualquier cosa, es capaz de hablar con el primero que se le ponga por delante como si lo conociera de toda la vida. Así consiguió que el mayor, César, nos contara que se había hecho legionario hacía solo seis meses. Estaba allí de permiso, por casualidad, y se pasó el rato contándonos sus movidas en Melilla. Como todos, se ha tatuado los brazos y el pecho: nombres de novias, de aquí y de allí, el escudo de la Legión, un Cristo crucificado. Acabó quitándose la camisa para enseñarnos cómo había pintado su cuerpo con todo aquello. Era una maraña de músculos y dibujos, los brazos que se movían como mazas, las manos enormes y fuertes señalando las líneas: «este me lo hice después de una pelea con un moro de mierda, que me llamó maricón; me prometí que si le rompía los dientes me tatuaba un Sagrado Corazón. Y lo mandé al hospital». Miré a Champi y vi que estaba embobado. Y yo también. Tenía el pelo rubio muy corto y los ojos azules marcados por una cicatriz en la ceja, seguro que habría sido en aquella pelea. La madre sacó unas aceitunas y unas cervezas, y se partieron de la risa cuando les dijimos que éramos menores. «La Guardia Civil va a venir a multaros aquí, chiquillos», se rio el padre, y César me miraba con gracia, muy seguido, buscándome los ojos.

Mientras el mayor sirve en el Ejército, el hijo pequeño se ha quedado con el padre en el cortijo cuidando las pocas cabras y haciendo de guarda de una finca enorme, más arriba, que linda ya con las sierras y que a veces usan los señoritos para ir a cazar jabalíes, corzos y dicen que hasta ciervos. Cuenta que algún día quiere bajar a Benarroya a trabajar en un taller o en algo. Le da pereza o respeto de sus padres, y al final no lo hace. A la madre le faltan más dientes que a la mía y está curtida como un cuero viejo, pero se ríe mucho, contenta de esa vida colgada allá en lo alto, bajando en el cuatro latas viejo al pueblo cuando hay que comprar algo, o las más de las veces en moto con su marido, igual que mamá. Como dice el tío Fernando: «Si hay que ser pobre mejor en un sitio que sea bonito».

Me atonté con la cerveza y andaba algo mareado cuando el Romero padre (porque después de tanto tiempo no sé cómo se llama) dijo a César que nos bajara en la moto hasta la Alsina. Imposible ir andando: tal y como yo había dicho al idiota de mi primo, se había hecho de noche. Y como quien no tiene otra cosa que hacer el hombre se echó la zamarra para protegerse de la fresca, que empezaba a sentirse, y preguntó quién iba el primero: Champi dijo que bajara yo, que él aún se tomaba otro botellín. Imbécil.

La noche era fresca y los cortijos brillaban como farolitos, desperdigados en los montes. ¿Cuántos hay como los Romero, me dije? ¿Cuántas gentes aisladas de nuestro mundo, bebiendo el aire del tomillo? ¿Por qué no bajan? ¿Qué les impide dejar esas lomas vacías? No me dio tiempo a pensar más: César arrancó la moto y me deslumbró con el faro. Me monté detrás y descendimos en diez minutos lo que habíamos subido en cincuenta. La luz de la moto iluminaba la pista de tierra, espantando los bichos, y todo lo demás era oscuridad. Alguna vez hemos regresado tarde de las huertas, padre y yo. Está negro, claro, pero no como aquello: sientes que no hay nada detrás de ti, solo polvo levantado que no ves pero puedes oler; te parece que esos mismos montes enormes y viejos que eran tan bonitos al subir, ahora esperan a que te caigas y te mates para que los animales se hagan cargo de ti y no quede más que la quijada. Por delante todo era velocidad, una bajada interminable con un peligro enorme que César, con sus brazos fuertes, podía controlar. Yo me agarraba a su cuerpo, sin miedo, aunque algo impresionado. Y la dureza de su torso, el sudor viejo de su zamarra, me calmaban, y yo lo apretaba más y más. Al fin llegaron las primeras luces de Benarroya, alcanzamos el asfalto y la moto bajó su ritmo, ya no íbamos como locos por las lomas. En la parada de la Alsina, César no se bajó siquiera; me dio una palmada muy fuerte en el hombro, y me apretó el brazo. Me largó dos besos húmedos y me dijo «adiós primo», aunque él sabía que no lo éramos. Antes de subir por el Champi se me quedó mirando dos o tres segundos con sus ojos azules y una sonrisa extraña. Su moto rugió de nuevo en busca del segundo paquete y yo me quedé temblando de frío esperando y llevándome la mano a la mejilla mojada.

A pesar de la bronca de campeonato que nos echaron al llegar, Champi se invitó a comer a casa al día siguiente. No hay mal que por bien no venga, me dije: por un día no comeremos puchero y mamá hará las cosas que le gustan a este: albóndigas, ensaladilla rusa y adobo. Así fue: al pie de la letra. Al acabar las natillas nos enteramos de que tenía que volverse al día siguiente para estar el Viernes Santo con su madre. «Vaya visita corta», dijo la mía, «pero así ha de ser si tu madre te reclama». En el fondo yo estaba deseando que se fuera. Nos despedimos con dos besos de primos y lo vi alejarse por el paseo, mientras volvía la bruma.

Ya no pasó más en toda la semana, y no tengo nada que contar. El lunes a clase. Han sido unas vacaciones extrañas, que acabaron el Domingo de Resurrección. Se me hace raro ver a papá ponerse una corbata y vestirse de traje. No es lo suyo, no es de este mundo con esa ropa vieja y esos zapatos de rejilla, murmurando «amén», levantándose y sentándose al ritmo de la liturgia, oliendo los dos, él y yo, a la misma colonia barata, besándome sin convencimiento al darnos la paz. En el banco de atrás un tipo mucho más joven que mis padres desafiaba las convenciones con una camisa de manga corta. En sus brazos había tatuajes que me recordaron a los de César. No puedo dejar de pensar en eso.

ALBERO

La cucharilla se abrió paso con delicadeza entre la espuma del café con leche, rompiendo en su avance el dibujo triangular de una montaña nevada. Las burbujas de aire, tenaces y minúsculas, volvían a agruparse en nuevas formas a cada giro de aquel inmenso mástil metálico, agitado por la mano enorme. El dibujo era cada vez más turbio y menos evidente: una especie de corazón, una cabeza de animal con melena (¿un león?), un globo al vuelo, un simple círculo, un remolino final donde aquel arte efímero sucumbió hundiéndose por su vórtice, disolviéndose en el líquido tostado, mientras los granos de azúcar cada vez más pequeños, girando también enloquecidos, se encogían al ritmo del tintineo cerámico de la cuchara. El carrusel aún dio unas vueltas más antes de elevarse por los aires y verterse contra unos labios carnosos que, entreabiertos, dejaban ver la muralla bien colocada de los dientes y la lengua preparada para empujar el fluido hacia abajo con la eficacia húmeda que tienen las lenguas, esos pequeños monstruos carnosos que nos habitan y que demasiadas veces no podemos controlar. De golpe las compuertas bucales se cerraron y el líquido, aún demasiado caliente, se agolpó contra los labios apretados.

La única vez en su vida que había disfrutado un café con leche había sido en Cercedilla, a los trece años, de regreso de una excursión fallida por las Dehesas con sus padres, una mañana de noviembre que resultó inhóspita y triste. En el bar sus hermanos pidieron Coca-Colas pero él, a pesar de que ya era la una de la tarde, a él le fue a apetecer un café con leche, que no bebía nunca. Se lo sirvieron en un vaso transparente, que él agarró sin miedo a quemarse con sus manos heladas. Fue la sola vez en que verdaderamente gustó de su sabor, de su rotundidad pesada. ¿Por qué entonces había pedido ahora uno?, se preguntó mientras partía el croissant en dos para poder mojarlo mejor. En los días transcurridos en el aislamiento del piso, había sido fiel a sus costumbres y se había preparado el desayuno de tantos años: un expreso (aunque soluble: no había encontrado la cafetera y el gasto en una nueva le había parecido excesivo) y leche fría por separado, o en todo caso un yogur como acompañamiento. Todo ello adquirido en una única y calculada visita al SuperSol de la calle Santa Margarita.

También en El Timón había pedido hasta ahora un café solo para desayunar. El miércoles se había levantado por primera vez sin sentir una opresión innombrable en el pecho, y había sido asaltado por un agobio opuesto y voluntario: el del encierro. Tras casi una semana completamente cubierta y cargada de lluvias arrebatadas, el sol entraba con venganza por la ventana del comedor, en cuyo alféizar la abuela había puesto miles de veces el pan a secar con la esperanza inquebrantable e inútil de que aquel pan malo, que no aguantaba la humedad, sería redimido por el calor. La luz había devuelto a la vivienda las calidades estivales que nunca, ahora lo sabía, se habían perdido del todo en su memoria; y de repente, surgiendo de una escombrera de angustia, Torre Pedrera no fue ya una cárcel en un país extranjero sino un lugar recobrado. Tras la ducha concluyó que desayunar fuera de la casa no era una locura y decidió salir, así de golpe, con el pelo mojado y una suave chaqueta de lana gris, a la aventura excitante de ver sin ser visto, convencido sin motivo de que no lo reconocerían.

Había caminado con pasos cortos, sorteando los charcos por la calle San Andrés y saboreando con nostalgia el Paseo de los Chopos, que en realidad seguía teniendo pese a su nombre, los mismos plátanos enormes y centenarios de siempre, hasta llegar a la frontera del mar. En todo este tiempo solo lo había visto, deslucido y de lejos, tras las lunas mojadas del taxi de Bobi. Llegaron primero su olor y su brisa, y no tuvo necesidad todavía de verlo para recordarlo con claridad punzante: el mar de Luisa, de Alfredo, del abuelo Jesús nadando a lo hondo, valiente, hasta que solo se veía el puntito de su cabeza y la espuma pequeña de sus brazadas. El de la abuela Isabel, contemplando la orilla desde su silla plegable, sin mojarse nunca, siempre a cubierto bajo la sombrilla, porque aquella mujer de pueblo castellano, trasplantada a la costa sin vocación, tuvo a bien no ponerse nunca morena, era así como recordaba a las damas finas de Madrid de antes de la guerra. El mar de los castillos de arena imposibles, porque la playa era más bien un depósito de gruesos granos de pizarra polvorienta, jaspeado de guijarros suavizados por las olas, que él y sus hermanos hacían saltar sobre el espejo del agua eligiendo con cuidado los más planos, los más batidos por las corrientes.

La playa donde papá, que casi no sabía nadar, luchaba torpemente contra la resaca para llegar a la orilla, meneando la barriga peluda sobre el meyba de cuadros que le duró veinte años y que había comprado sin ilusión en Galerías Preciados. El santuario soleado donde mamá no era mamá sino Elisa Martínez Torres, la señorita que había veraneado alguna vez en San Sebastián, de pequeña, la que nadaba con veteranía en el agua fría del Estrecho mientras la filmaba el abuelo con el súper ocho, demostrando a su marido que, al menos en eso, valía tanto o más que él. El mar de los días de olas, en aquellas mañanas en las que el Mediterráneo, agitado por el levante, se vertía en ondas salvajes que los dos hermanos sabían navegar desde bien pequeños, chocando con estrépito sobre las piedras, aguantando la respiración mientras el remolino final les revolcaba girando sobre sí mismos. El mar de la tarde, entreverado de remolinos de polvo, que se veía desde la heladería de los Chopos, la única que había entonces, a donde iban al caer el sol con la abuela a tomar horchatas y blanco y negro y cucuruchos de helado de turrón de Jijona. Allí acababa el dominio de los zapatos y los pantalones cortos, el imperio de las horas y la conducta civilizadas. Más allá se imponían las chanclas y los bañadores, el derecho concedido a un cierto salvajismo, a olvidar los modales durante la mañana. La avenida de albero que separaba las casas de los pescadores de la playa, fijaba ese límite entre el decoro vespertino y el inocente vandalismo.

 

Pero, ya lo sabía él, aquello ya no era lo mismo: sentados en el borde de un monumento (nuevo) a los marineros, cuyo bronce había escapado de momento a los grafiteros sin gusto que habían masacrado ya el pedestal, cuatro o cinco jóvenes liaban cigarrillos a la hora de la escuela. Se gritaban entre ellos a poca distancia como si estuvieran sordos, corroídos sus oídos por la ignorancia. Él no pudo evitar, mientras cruzaba a su lado, mirarlos con displicencia de docente, quizás arqueando las cejas inoportunamente; casi todos le ignoraron, pero uno de ellos, el más braveado, escupió a su paso. Como de costumbre, una mirada al suelo, un paso acelerado para salir del apuro, y un último trecho de asfalto hasta tropezar casi mareado con los escalones del paseo marítimo: una franja ancha y turística de palmeras y fuentes que se extendía con intención festiva durante tres kilómetros, desde el faro nuevo hasta el puerto de los Algarrobillos. Nada quedaba del albero deslumbrante ni del mar salvaje. De un lado, delimitada por un larguísimo poyete de cemento, la playa no muy ancha, punteada por chiringuitos modernos, se vertía en una pendiente brusca hacia el mar. Del otro, las torres de apartamentos que habían desplazado a los marengos hacia los barrios cercanos al puerto; la prohibición del copo y la presión constructora habían dejado solo cuatro barcas varadas en la playa. Por el medio, siguiendo los sinuosos dibujos de las baldosas, paseaban los jubilados, españoles, alemanes, holandeses, todos ellos modestos, los nacionales arrastrando sus pantuflas y sus achaques, los extranjeros en bicicleta, saludables y valientes, con un poco más de dinero en los bolsillos que los otros, acompañados de sus perros, oxidándose plácidamente bajo un sol ajeno, fluyendo viscosamente como caracoles que se arrastraran a la busca del calor y no de la humedad. Cuántos años de trabajo acumulaban todos aquellos viejos, Antonio, Eulalia, Carmen, Paco, Rudolph, Hendrik, Manuel, que se habían dejado la piel en una tienda de zapatos en Jaén, en un taller de rodamientos en Rotterdam, de rodillas fregando un rellano de Sevilla: muchos más años de esfuerzo de los que los habitantes actuales de Torre Pedrera podían, lamentablemente, presumir. Albañiles en paro, jóvenes a la espera del verano para ocuparse de camareros, carpinteros ociosos, electricistas de chapucilla, esperando una oportunidad. Campesinos ya no había: los últimos huertos detrás del faro viejo yacían yermos entre estructuras de hormigón abandonadas, a la espera de un especulador que ya nunca llegaría. La agricultura se había retirado más allá del camping, hacia el río, y grandes campos de chirimoyas y aguacates, de tomateras entoldadas de blanco, se amontonaban detrás del monte del Capitán, siguiendo el curso del Higuerón, hasta las sierras. ¿Por qué apenas recordaba esa ciudad de turistas y solo se aferraba a sus propias memorias?

Sin venir a cuento, dejándose llevar por una vaga afinidad estética, se dejó caer en una silla de aluminio de El Timón, una cafetería con terraza, como tantas otras en el paseo marítimo, que lo protegería del sol con su cubierta de tela de franjas marrones y anaranjadas, y de la brisa aún fresca con las lonas de plástico transparente. Y sí, había pedido extrañamente un café con leche y un croissant, dejándose llevar por un impulso espontáneo después de varios años de disciplina y de cafés solos.

Durante varios días ya duraba aquella tradición recién creada, la del paseo matutino bajo el sol de caramelo, de la satisfacción de no ser reconocido por nadie, del esfuerzo por sobreponerse al miedo y la obligación de olvidar el engrudo de miedo y angustia que lo había traído de Madrid, de la tarea autoimpuesta de no hacer planes. Era, por desacostumbrada, una extraña sensación, la de sentirse a refugio en aquel lugar abierto frente al mar, viendo a lo lejos los chalets envejecidos del Colladillo de la Marquesa.

Si fuese un día normal yo tendría que estar ahora con José Aurelio, pensó mirando su taza aún hirviente, despachando los asuntos de su agenda, preparando la comisión de Educación del jueves, comiéndome sus mierdas, aguantando sus correcciones en los discursos que le preparo, siempre atusándose los cuatro pelos cuando me iba a dar la charla, con sus correcciones pretenciosas, «no me pongas tantas veces España, hoooombre, que parezco Don Pelayo; pon realidad nacional, o mejor, realidad ciudadana, o ciudadanía, eso, no me quiero meter en ese rollo de nación que no se sabe cómo va a terminar»; qué estará pensando ahora que no me encuentra, que se joda, Y luego tendría que ir, yo qué sé, a reunirme con la Junta de Vicerrectores o con la Fundación Cambrón, que seguirán pidiendo dinero a cambio de hacer la retrospectiva de Machado. Y atendería las putas llamadas de los diputados regionales, de los alcaldes, de sus asesores, de los periodistas que hacen su trabajo y de los que no lo hacen y telefonean al dictado de sus jefes en busca de un escándalo o de una noticia con la que se pueda hacer sangre, sobre todo José Luis, ese pijo insoportable de El Mundo. Y el corazón sobresaltado: «no me toques el presupuesto de la escuela de Enfermería, macho, que me joden vivo y nos joden las elecciones», «se me ha puesto en huelga el personal del Luis Vives, dime qué hago, tú has tenido algo que ver con los recortes», «¿pero cuándo terminamos las putas obras, por Dios? Ya nos han llamado tres veces de la radio hoy». Y luego más reuniones, y más mierda, y tendría que convocar una rueda de prensa porque lo del acoso de la alumna en la Complutense se nos ha ido de las manos, y yo ya no sabría ni lo que decir porque no tengo ni idea, vaguedades, llamaría al decano justo cinco minutos antes y el tipo que ni sé cómo se llama estaría exaltado, y con voz bronca más de militar que de profesor me diría que ellos no sabían nada, cómo iban a saber, y me pasaría la mierda a mí. Y después tendría que a ir a la décima reunión del presupuesto regional para el año que viene, a negociar con el cabrón de Jiménez, con sus gafitas de niño mono y sus corbatas de punto, que va de progre pero que corta donde no tiene que cortar, a llorarle para que no me deje la investigación hecha una mierda, y no me haría el tipo ni puto caso porque yo no valgo para eso, qué voy a negociar si no tengo nada que ofrecer a cambio; total si José Aurelio ya sabe que en las regionales sale por la puerta porque ha caído en desgracia, aunque le pondrán de diputado en el Congreso y a mí que me jodan. Ahora estaría, qué sé yo, en el coche hacia la Asamblea royéndome las uñas, tosiendo por las náuseas, para hablar con Lucas del programa de las elecciones, pero qué programa, cuántas becas más, y cuántos profesores más imposibles de pagar, si lo único que hay que hacer es intentar que esto aguante, que parezca que la cosa resiste aunque no haya un duro, y Lucas me diría que no, mirándome fijamente con sus ojos azules, como si solamente los ojos azules dijeran la verdad, que no hombre, que no, que nosotros no somos iguales, que hay una política progresista y otra que no lo es y que tenemos que hacernos notar porque si no nos pasan por encima, y la gente nos pide que no seamos los mismos, que no digamos lo mismo que todos los demás, pero no tenemos un chavo, Lucas, pues da igual, muchachote, habrá que sacarlo de debajo de las piedras, tendrás que ir a discutirlo con Jiménez.