Morir sin permiso

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Era tarde, corrían los meses más largos del año y comenzó a anochecer. Maite sintió cómo, de nuevo, se instalaban las tinieblas y el desasosiego. Lo que más le apetecería era salir corriendo y no parar hasta desfallecer.

—Claro, tienes que pedir ayuda.

—¿Esa es tu brillante solución?

—Maite, tienes que dejarte ayudar.

—¿Quién va a quitarme esta pena que rompe en pedazos mi corazón?

—Eso es autocompasión.

—Yo lo que deseo es morirme, Martínez, ¿entiendes? ¡Mo-rir-me de una puta vez!

—Maite, tú disfrutas realizando tu trabajo, eres muy buena profesional. Sabes casi todo de la UCI, y si no he pedido tu ascenso profesional es porque llevas estos meses así, en este estado. ¿Tú no te das cuenta?

—¿De qué me tengo que dar cuenta?

—Tú no sabes lo bien que tratas a los enfermos, la dosis de cariño que les proporcionas, cómo sabes en todo momento mantener las debidas distancias. No sabes lo buena gente que eres.

En ese instante ella rompió a llorar. Su jefe supuso que sus palabras llegaron donde él pretendía, al núcleo de aquel deteriorado corazón. Tal vez fue algo que le hacía falta oír, que viniese alguien a decirle lo buena profesional que era, subirle un poco la autoestima y, en definitiva, a decirle que no era mala gente.

—¿A quién pido ayuda?

La tarde caía a plomo. Estaban sufriendo uno de los meses de julio más calurosos que se recordaban.

Pareciera que el cambio climático se estaba dejando notar con todo el peso despiadado del calentamiento global del planeta, con todo su furor. Maite se encontraba de baja médica. La razón: depresión. La verdad era otra bien distinta, y aunque le costaba admitirlo, era por alcoholismo.

Mientras caminaba pesarosa por las estrechas calles complutenses, Maite buscó todas y cada una de las sombras que proporcionaban bien los árboles que habían mantenido majestuosos sus hojas, bien las fachadas o cornisas de los edificios. Durante el camino sintió en su fuero interno que lo que iba a suceder ese día iba a ser algo importante para ella. De todas formas, siempre había tenido cierta aversión ante ese tipo de asociaciones de alcohólicos rehabilitados, le daban mala espina. Lo cierto es que caminó haciendo caso a su jefe, pues no supo exactamente qué sería lo que encontraría cuando llegase allí. Se consideraba una mujer centrada, madura e inteligente, y con un alto grado de responsabilidad; eso sí, pasando uno de los peores momentos de su vida. De hecho, comenzó a tener los primeros síntomas, esos de querer abandonar; para ser más exactos, de salir corriendo hacia su casa. No obstante, hubo algo en ella que le impidió hacer tal cosa. ¿Acaso sería como en aquellas imágenes de las películas americanas, donde en sus reuniones decían eso de: «hola, me llamo Maite y soy una borracha de mierda», y después se pondrían a rezar y a glorificar a Dios? En cualquier caso, optó por continuar su avance hacia aquella asociación y notó unas lágrimas saliendo sin autorización alguna, de forma espontánea, por la comisura de sus ojos, recorriendo todo su rostro a su libre albedrío. Acortó su trayecto introduciéndose por la calle El Clavel, llegando así a la avenida de los Reyes católicos. Continuó acortando y entró en la barriada hace años denominada «Lian Shang Po», en honor a una serie televisiva de los años setenta que nunca había llegado a ver, y que ahora se conocía popularmente como el «Lianchi». Buscó en su teléfono Google Maps, ya que no sabía con exactitud dónde carajos estaba aquella asociación. Mientras, fue introduciéndose en aquella barriada siguiendo las recomendaciones de la voz metálica de la aplicación. Le entraron unas ganas locas de salir corriendo. Observó a dos chavales que la miraron mientras se pasaban un porro de marihuana, justo cuando se acercaron a ella. No sabía si reír o llorar cuando uno le dijo al otro que le echaría siete polvos sin sacarla. Ya le gustaría a él poder realizar tal proeza, pensó Maite, quitándole dramatismo al momento. Sinceramente, Rafa había sido el mejor amante que había tenido, la hizo gozar hasta alcanzar las estrellas. Lo que tenía de hombre tierno y cariñoso cuando le daba la gana, lo tenía de mal nacido cuando se pasaba tres pueblos agarrándola del cuello con una mano mientras eyaculaba en su interior, o cuando le decía que ella no valía nada, que nunca sería nadie sin él, que era él quien la enseñaría a vivir. Siempre quiso ver en esas palabras a alguien con muy poca humildad o cierta arrogancia y que se lo tenía muy creído, pero nada más. Hasta aquel nefasto día en que se enfrentó a la más cruel y cruda realidad. Rafa le propinó dos puñetazos en la cara mientras le decía que iba vestida como una puta barata. Le hizo quitar esa minifalda que tanto le gustaba lucir, y aquella tarde la dejó plantada en casa mientras él salía dando un portazo que tuvo que oír todo el vecindario. No entendía por qué había dejado entrar a ese hombre en su casa. Sintió rabia, y cuando se miró en el espejo observó como su rostro comenzaba a deformarse por aquellos puñetazos.

La situación se complicó cada vez más. Rafa regresaba a casa, le pedía perdón llorando y juraba que jamás volvería a ponerle una mano encima.

Se le hizo un nudo en la boca del estómago y sintió cierta desazón. A lo lejos vio en una esquina un cartel que ponía «ASAYAR». Una nota en la puerta anunciaba que la sede estaba unos metros más adelante. El calor era sofocante y Maite comenzó a transpirar por todos los poros de su piel.

Al llegar a aquella asociación vio a varias personas fumando cigarrillos en la puerta. Muchos de ellos tenían la marca del alcohol en sus rostros. Maite pensó que, gracias a Dios, no estaba tan enganchada al alcohol como aquellos desconocidos. Entre ellos se encontraba también una mujer, más o menos de su edad. Entendió mientras entraba que su conversación era amena.

—Buenas tardes —pronunció en voz baja. Tal vez la hubiera oído el cuello de su camisa.

—Hola, ¿en qué te puedo ayudar? —preguntó un hombre que estaba sentado frente a una mesa haciendo las labores de vocal.

—Tengo, tengo… —Un evidente nudo se le formó en la garganta mientras trataba de reprimir a toda costa unas incipientes lágrimas que, con rebeldía, querían salir a su antojo.

—Hola, me llamo Inés. —Aquella desconocida le regaló una magnífica sonrisa que logró inmediatamente quitar todo tipo de dramatismo—. Acompáñame por favor; por cierto, Nacho, luego te daré su nombre.

Ambas se introdujeron en un minúsculo despacho, sin embargo, la sonrisa de aquella desconocida pareció hacerlo más grande y luminoso; ese regalo le sirvió de bálsamo para su alma. Volvió a ser ella, con sus dudas y miedos.

—Maite —alcanzó a pronunciar.

—¿Y en qué te puedo ayudar, Maite? —Sin dejar de sonreír, Inés, con sigilo, acercó una caja de clínex y los colocó a su lado.

—Tengo, tengo problemas con el alcohol. —Maite extendió su mano y tomó un par de pañuelos de papel y sonó su nariz—. Me han recomendado esta asociación…

Maite, de manera concisa y lo más tranquila que pudo, fue explicando a Inés lo que le sucedía y cuál era su situación actual. Pudo percibir en Inés a alguien que no se inmutaba y tampoco gesticulaba, a pesar de lo que le estaba contando. La escuchó con la debida corrección. Cada vez que intuía que Maite se podía derrumbar, la tomaba de la mano y la animaba para que se tranquilizase y continuase contando su historia.

Estuvieron hablando un buen rato. El hombre que se encontraba sentado cuando Maite entró por la puerta las interrumpió en un par de ocasiones, preguntando por cosas que incumbían a la asociación y que él no sabía solucionar.

Inés sacó un formulario que rellenó con la ayuda de Maite. Después comentó por encima cuáles eran los procedimientos de la asociación y que tendría que ser ella, voluntariamente, la que decidiese si quería someterse al programa de ASAYAR.

—Comenzarías este sábado la terapia, Maite. Te lo piensas, y si decides que somos los adecuados para poder ayudarte, nos llamas el viernes por la tarde para asignarte un grupo para realizar la terapia grupal.

—Inés extendió su mano derecha y le entregó una tarjeta.

Se encontraba mucho más tranquila. Aquel pequeño despacho no había sido lo que ella temía. Inés la había tratado con amabilidad, sabiendo también mantener las distancias. Había sido un trato muy cordial que Maite agradeció.

Salió de la asociación; en su rostro se vislumbró una leve sonrisa que dejó entrever algo de esperanza en su maltrecho corazón. Aquella calle estrecha del barrio Puerta de Madrid ya no tenía aquellas connotaciones negativas que percibió a la entrada. Supuso que fueron sus fobias, sus propios demonios, los que la habían hecho prejuzgar aquel pequeño espacio. Ahora continuaba sin tenerlo muy claro, pero intuyó que se encontraría en buenas manos.

Martínez

Salió de aquel lugar, y pronto se percató de que había caído la tarde y que, aun así, la flama continuaba siendo inmisericorde. Sacó de su bolso el teléfono móvil y jugueteó con él mientras deshojaba la margarita.

Por fin se decidió a llamar a Martínez. Estaba profundamente agradecida y abochornada a partes iguales.

Buscó en la agenda electrónica y encontró rápidamente el contacto. Oscilaba con su dedo que, vacilante, no sabía si llamar o no. Perdió el control de su índice y presionó sin querer para realizar la llamada.

—¡Maitechu! —Así es como la llamaba su jefe cuando tenían conversaciones fuera del trabajo.

—Martinovich, buenas tardes. ¿Estás en casa?

—Sí, a ver quién es el valiente que sale con esta canícula a la calle.

 

—¿Podemos vernos, Francisco?

—Claro.

—Mira, me voy a la parada del autobús y me paso por la avenida de Juan de Austria.

—No, hacemos una cosa. Dame veinte minutos y nos vemos en aquella cafetería donde nos tomamos algo en tu barrio aquella mañana cuando salimos de guardia.

Aceptó, naturalmente. Ahora que lo pensaba, le vino mucho mejor tomar un refresco con él en la zona comercial de Nueva Alcalá que encontrarse en otro lugar más lejano.

Eligió tomar todos los atajos posibles. Pasó por la calle Luis Vives y se acercó a la rotonda de Manuel Azaña. Cruzó el semáforo, que justo en ese mismo instante se encontraba en verde, recorrió el paseo de Pastrana a toda pastilla y, sudorosa, llegó a su calle, Río Tajuña. No había tardado demasiado tiempo en llegar, a pesar del calor plomizo que estaba haciendo.

La llamó su jefe y le dijo que en ese mismo instante estaba montándose en el coche, que en unos quince minutos estaría en la cafetería. Le daba tiempo a subir a casa, refrescar sus axilas y echarse desodorante. Se miró en el espejo y tuvo la impresión de que la mujer que estaba frente a ella era una total desconocida.

Volvió a sentir una sensación de ahogo, que trató de mitigar enseguida, pensando que, seguramente, su jefe ya estaría esperando en la cafetería.

—¡Francisco! —alzó la voz, mientras una sonrisa semiforzada no logró disimular su rubor.

—Ven, siéntate aquí. Al menos hace fresquito y podemos hablar tranquilamente.

—Te va a regañar Esther por no estar con ella en casa.

—No te preocupes, se fue a Madrid a visitar a su hermana, que está algo pachucha después de su sesión de quimio.

—Vaya, lo siento.

—Tranquila. Dime, qué deseas tomar.

—Un agua mineral con gas.

—Muy bien, yo tomaré lo mismo.

El camarero llegó con dos botellas bien frías y dos vasos con hielo y limón. Francisco la miró y aunque en el local hacía fresco, un sudor frío le recorrió toda la espalda.

—Cuéntame, ¿qué deseas decirme?

—He estado en ese sitio.

—¡Bien!

—Pese a mis reticencias iniciales, he salido con muy buena impresión de ese lugar. No sé cómo expresar lo que siento; aun así, no sé si es el sitio adecuado para mí.

—¿Por qué dices eso?

—No sé, Francisco.

—No me digas que te has encontrado con personas con tu mismo problema en aquel lugar.

—¡Yo no tengo cara de yonqui! —Nada más pronunciar aquella sentencia se sintió arrepentida, no era eso lo que quería expresar—. No sé cómo explicarlo.

—Mira, Maite, tienes un problema. El problema que tienes es muy serio. —Su jefe mudó el gesto y lo agravó sin ser autoritario, más bien parecía que iba a ser una charla paternal, y en el fondo para eso le había llamado—. Muy serio y grave, ¿comprendes?

—Sí —confirmó ella agachando la cabeza como una niña a la que su papá estaba riñendo.

—Tengo un cuñado que hace algo más de cinco años siguió un programa de rehabilitación ahí. Ahora te puedo decir que ha pegado un cambiazo como de la noche al día. Me pregunto cómo es posible que alguien que se bebía hasta el agua de los floreros ahora pueda ser otra persona totalmente diferente y no pruebe ni una sola gota de alcohol.

—Francisco, yo no tengo ese perfil, lo mío era esporádico, me ha venido por este problema con Ra…

—¿Puedes cerrar ese agujero que tienes debajo de la nariz un momento? –exclamó molesto, dejándola con la palabra en la boca.

—Claro —acertó a contestar con un hilo de voz; no solo la mandó callar, sino que llamó agujero a su boca. Se sintió por primera vez incomodada.

—Verás, claro que has tenido un problema serio con ese ¡Rafa de los cojones! Te diré una cosa: ya se te ha olvidado la situación en que te encontré en casa el otro día, ¿verdad? Shhh…—la mandó callar cuando intentaba hablar de nuevo—. Tendría que haberte hecho una fotografía, tendrías que ver cuál era tu situación en aquel instante. Deja de buscar excusas, pide ayuda, y esperemos que pronto salgas de este bache.

—La mujer que me ha atendido ha sabido comprenderme, parece que ella también ha pasado por una situación similar. Me ha comentado brevemente cómo es el programa que voy a iniciar si por fin me animo a hacerlo…

—Lo vas a hacer, sí o sí —expresó categórico pero paternal su jefe, sin dejar ninguna puerta abierta por donde poder salir.

—Tienes razón. No sé cómo agradecerte esta ayuda.

—Sé cómo puedes hacerlo —expresó misterioso su jefe.

—¿Cómo?

—Cuando regreses al hospital quiero verte siendo aquella enfermera que llegaste a ser, la más brillante de nuestro departamento.

—Gracias, jefe. Supongo que te he llamado para afianzar el camino que voy a emprender.

—Venga, sé que puedes.

Maite, diecisiete meses después

Era uno de los días más importantes de su vida. En alguna ocasión, se dijo que era posible que exagerase y que podría dejar el día más importante de su vida para cuando naciese su primer hijo, aunque a sus cuarenta y dos años recién cumplidos ya dudaba de que pudiera llegar a buen puerto una hipotética maternidad. Había intentado quedarse embarazada de Rafa. Se preguntó en varias ocasiones qué hubiera ocurrido si hubiese tenido un hijo con aquel monstruo que la estuvo maltratando, coaccionando, humillando, bajando la autoestima, vejándola, negándole su condición de mujer adulta… ¿Cómo habría nacido ese hijo? ¿Heredaría esa tara de psicopatía con un padre como él? Así que lo mejor era alegrarse por ser una mujer estéril, incapacitada para tener hijos. También cabía la posibilidad de que fuera Rafa el incapacitado para tenerlos.

Se colocó frente al espejo de su remodelado cuarto de baño, se miró en él y pudo sentir que ya no era el mismo ser humano. Había madurado, crecido como mujer y como persona. Había llegado a comprender su entorno y la realidad social, que implicaba lo que había acontecido en su vida de una forma amplia y holística. Para ello tuvo que someterse hacía diecisiete meses a un programa de rehabilitación para superar la incipiente y agresiva adicción al alcohol que había padecido.

Cada sábado, durante aquel periodo de tiempo, comprendió todo aquello que tenía. Desconocía los porqués de muchas de las cosas que le estaban sucediendo y percibió que había tenido una concepción de su realidad totalmente distorsionada. No tuvo más remedio que vaciar por completo, desocupar hasta los bolsillos más pequeños de su muy cargada mochila, deshacerse de aquellas cosas que sobraban en su vida y comenzar —sin prisa, pero sin pausa— a llenarla de conceptos nuevos, vivencias, comprensión de su entorno. Necesitaba liberarse de una culpa que en realidad nunca tuvo, pero que Rafa se encargó de introducir a fuego en su cerebro. Después comenzó a llenarla con reflexión, madurez, autoestima, lo que la hizo valorarse como mujer y como persona. Tenía el convencimiento de que no solo había realizado un programa emprendiendo un proceso de cambio y comprensión de la vida, sino que había llegado a catalogar a los miembros de su grupo de terapia como familiares. Habían hecho piña, y eso era muy importante, ya que las terapias fueron hondamente vivenciales. No supo en qué momento cambió el chip.

Desconocía cuándo su mente hizo «clic». Recordó que había comenzado en una postura de total autocompasión para luego pasar a una cierta soberbia. Lo entendió cuando un sábado les dio terapia otro terapeuta, ya que la suya no había podido asistir. Cuando refirió algo en relación con una cuestión laboral, aquel terapeuta le indicó que tal vez tendría que ser menos soberbia y que si no aprendía a «bajar el morrillo», no llegaría ese cambio que tanto ansiaba. Conoció a personas que tenían adicción al alcohol, a la cocaína, o personas policonsumidoras; ludópatas que tenían una tremenda adicción y otros que eran ludópatas puros, sin consumir más sustancia que el juego. Chicos jóvenes que se habían enganchado a las apuestas deportivas. Recordó cómo le impactó una tarde el que un compañero de terapia confesara haber atracado a mujeres y personas mayores en cajeros automáticos para poder continuar apostando. Fue ahí cuando el terapeuta les habló de la personalidad adictiva y de cómo se podía desordenar el ser humano para hacer efectivo su afán de continuar consumiendo, aunque fueran apuestas deportivas y juego en general; que no hacía falta una sustancia para alcanzar el desorden de un adicto, ya que la recompensa estaba ahí para todos los adictos. También la conmovió sobremanera cuando una de sus compañeras de grupo, con diez años menos que ella, reconoció que llegó a prostituirse para poder continuar con su consumo. La vida en total desorden provocado por cualquier consumo o adicción hizo que supiera que toda la membresía de su terapia hablaba un mismo idioma. Al principio, no quiso verse reflejada en nadie, le costó un mundo eliminar sus prejuicios, hasta que comprendió que todos estaban ahí para ser ayudados, independientemente de sus adicciones o forma de vida. También entendió que la terapia servía para ordenar esas pequeñas cosas que impiden avanzar a las personas y que eran fundamentales para el desarrollo personal del individuo. Otra tarde les visitó un terapeuta que se denominaba a sí mismo «comodín» en ASAYAR, y que también tenía un testimonio demoledor. Les hizo ver que las parejas que no tienen adicciones pueden tener deteriorada su convivencia por no saber, por no tener a alguien que les dijera desde fuera que las grandes cosas, las más importantes y trascendentales, venían de la mano de las situaciones cotidianas y diarias, de las cosas pequeñas. Ahí pudo comprobar la inestimable valía de aquella asociación. Y después de tantos meses, por fin ese mismo día, le iban a conceder su «Quijote» y su alta terapéutica.

Se miró de nuevo en el espejo y se vio guapa por fuera y purificada por dentro. El sábado, ASAYAR aprovechaba la entrega de «Quijotes», símbolo de poder realizar todo aquello que se proponía uno cuando los demás lo percibían como una utopía. Era la insignia de la ciudad complutense, Alcalá de Henares, ciudad natal de Miguel de Cervantes. Asayar concluía la jornada con la tradicional cena de hermanamiento de Navidad. Aquella fue su segunda cena navideña en la que apreció que las personas que tenían problemas de alcohol u otro tipo de adicciones podían normalizar una cena tan cargada de emociones encontradas como eran esas fechas navideñas.

La primera etapa de la tarde se desarrolló en el salón de actos de la antigua casa de socorro de Alcalá de Henares, situada en la céntrica calle de Santiago.

La tarde era gélida. Una ola de frío polar había entrado en España desde Siberia transportando, sin ninguna contemplación, temperaturas glaciales a toda la península ibérica. Salió de casa, abajo la esperaba Martínez, su jefe. Él no sabía bien a qué iba, se preguntó por qué le había pedido que asistiese. A Francisco le acompañaba Esther, su mujer, de trato amable y cercano, habitual en ella.

Aparcaron el coche en el parking gratuito del obispado y al salir a la calle tuvieron que abrigarse bien; un frío desproporcionado para el mes de diciembre les embestía. Eran casi las seis de la tarde. Se veía gente, familias enteras, dirigiéndose al salón de actos.

A la hora de inicio del acto algunos permanecían sentados, mientras que muchas personas tuvieron que aguantar de pie, ya que se superaba con creces el aforo del salón. Un saludo inicial por parte de la flamante nueva presidenta de la asociación; casualmente, Inés, la terapeuta de Maite. Pronunció un breve y conciso discurso sobre ASAYAR, sus pretensiones, las actividades realizadas en el año que estaba a punto de concluir, dentro y fuera de terapia. Después fueron nombrando a los enfermos rehabilitados para hacerles poseedores de su tan merecedor Quijote, distinción otorgada por culminar su programa con la asociación. El acto estaba siendo sumamente emotivo, se hizo patente la reconciliación del enfermo adicto con la vida, con su familia y con una existencia sin sustancias u otro tipo de adicciones. Los quijotes simbolizaban esa caja de herramientas que la asociación proporcionaba al entrar, inicialmente vacía, pero que una vez terminado el programa se encontraba repleta de recursos para poder ser utilizados al incorporarse a su nueva vida en sociedad y sin la protección de la asociación. De hecho, se pedía tanto a los galardonados como a sus familiares que no se desvinculasen nunca de la asociación, que esa era su casa para lo que les hiciera falta.

 

Llegó el momento de Maite. Inés la nombró y pidió, como al resto de compañeros de la asociación, que subiese al estrado para hacerle entrega de su merecido Quijote.

—¡Qué decir de Maite! —Inés comenzó su presentación cuando ambas se encontraron en el escenario—. Llegaste muy mal, con muchos problemas personales y con un consumo agresivo. Tengo que decir que tu actitud ha sido, desde el inicio, la más adecuada para afrontar tu problema, un problema serio y farragoso que traías como trasfondo. Quiero decirte, querida Maite, que por personas como vosotros merece la pena realizar este voluntariado. Saber que las aportaciones que os hemos regalado en este grupo te han servido para crecer. Has crecido como persona y como mujer —Inés no pretendía entrar en pormenores de su vida—,con tu buen hacer nos has regalado esa utopía hecha realidad. Eso hace de este tipo de ceremonias algo elevado para todos los que colaboramos en ASAYAR. Aquí te entrego tu merecido Quijote y este diploma que te declara «rehabilitada».

Maite tenía los ojos humedecidos, intentó contener las lágrimas, que a punto estuvieron de desbordarse por su rostro. Se sintió la mujer y la persona más feliz de la tierra.

—Primero —comenzó con la voz quebrada—, deseo agradecer a mi jefe, amigo y cómplice por ponerme en su momento frente a la cruda realidad de mi vida, por lo mucho que ha hecho por mí y por todo lo que representa. Por otro lado, quiero dar las gracias a Inés, mi querida terapeuta, por abrirme los ojos y hacerme ver la realidad de mi vida y la de mi condición de mujer…

Tuvo que hacer una breve pausa para poder continuar con su alocución, estaba sumamente emocionada.

—Cómo no agradecer a mi grupo, a todas las veteranas y veteranos de esta nueva familia que, como yo, ya estáis dados de alta. Gracias por ayudarme a recorrer este pequeño calvario, que se convirtió en un camino no demasiado complejo de transitar con vuestros sabios consejos. Habéis hecho de mí quien soy en este momento. No quiero olvidarme de los terapeutas que han pasado por mi grupo y que tanto aportaron con su conocimiento para llegar a este momento; ver completado mi proceso, mi cambio interior. Ahora sé que se puede nacer de nuevo, ser otra persona, una mujer diferente a la que entró en ASAYAR, cargada de miedos, inseguridades y falsas culpas. Quiero agradeceros que cuando Inés necesitaba un descanso, un día libre para descansar de todos nosotros, vosotros estabais ahí, aportando nuevas percepciones, deslizando pinceladas de conocimiento de vida, abriéndonos los ojos. Gracias por decirme que era soberbia y que tenía que «agachar el morrillo» —dijo girando la cabeza hacia la mesa, mirando directamente a Ricardo y regalándole una sonrisa—. ¿Sabes? Era cierto, y tú aquella tarde me lo hiciste ver.

—El terapeuta sonrió asintiendo con la cabeza —. También quiero agradecer a quien nos hizo ver que en todas las casas cuecen habas y que no hay mal que por bien no venga, ya que al superar nuestra adicción hemos podido resolver nuestra rutina diaria. He visto familias restituidas gracias a ASAYAR. Sí, en nuestro caso siempre existe un miembro de la familia adicto, pero nos hemos beneficiado de la terapia para comprender que lo realmente importa de la vida no es hacer grandes gestas, sino que tenemos que realizar el esfuerzo de hacer de nuestro día a día, con los pequeños gestos, la excelencia de nuestra existencia. He vuelto a mi trabajo, estoy muy satisfecha de que Maite haya nacido de nuevo, y para mí es todo un honor haber pasado por aquí. Sois todos cojonudos y formáis parte de mí. Sois mi familia y os quiero. Gracias, Paco, muchísimas gracias. Podías haberme mandado a la mierda y sin embargo creíste en mí y en mis posibilidades. Eres un buen jefe y un gran amigo.

Maite bajó del escenario sorteando las escaleras, siempre difíciles para una mujer. Se fundió en un abrazo con Inés, saludó a todos los miembros de la mesa, es decir, a todo el equipo de terapeutas de la asociación. Todos los testimonios que se escuchaban eran de vital relevancia para los afectados, para aquellas familias restituidas que comenzaban a vivir una vida en común, plagada de ilusiones y proyectos.

Los terapeutas sabían a la perfección quiénes habían hecho una buena terapia, quiénes habían asistido cada sábado para dar, de verdad, ese giro de ciento ochenta grados que se les pedía y que no se conformarían nunca con la mediocridad de un aprobado, sino que buscarían en sus vidas la excelencia; no había otra forma para no sufrir recaídas. También eran conscientes de que cabría la posibilidad de que algunos regresaran de nuevo, por no haber buscado esa excelencia. Era del todo sabido para los miembros de ASAYAR que había personas que, una vez dados de alta, intentarían retar a su adicción teniendo un pulso con su propio yo y con su enfermedad. Siempre que sucedía eso, que de vez en cuando pasaba, ese pulso se perdía. Muchos de ellos venían de nuevo a la asociación para iniciar lo que no supieron realizar en su momento, «bajar el morrillo» y participar de nuevo en la terapia. Solía ser parte de su crecimiento interior, y muchos de ellos, cuando se sabían débiles, recaían y volvían al grupo, dispuestos a trabajar en serio.

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