Sobre la Universidad

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En este mismo capítulo debe situarse la resistencia del alumnado, que no quiere ser perturbado en sus intereses actuales o futuros y que prefiere una preparación técnica, que no le cuestione ni respecto de sus compromisos actuales con la sociedad ni respecto de su futura incardinación ética en la estructura y en el dinamismo del país. También debe tenerse en cuenta la resistencia del profesorado, más pasiva que activa. En cuanto el profesorado interviene como profesional –lo cual no ocurre normalmente entre quienes están dedicados a tiempo completo a la universidad– en las exigencias empresariales al servicio de las clases dominantes o, al menos, de la estructura actual de la sociedad, se convierte «profesionalmente» en hombre del sistema imperante; pero, aun cuando no se dé tal situación, también se presenta la dificultad, porque parte del profesorado, el dedicado a las materias más técnicas, o no se percata de su responsabilidad política o no ve cómo vincularla con el carácter técnico de su propia disciplina.

Finalmente, otro de los factores que debe tomarse en consideración es el de las propias autoridades universitarias, que pueden estar viendo en una mayor concientización política de los distintos estamentos universitarios, un peligro para la dirección fácil de la universidad. En conclusión, el carácter de la demanda, tal como se hace sentir, que es una demanda más de quienes tienen el poder que de quienes tienen la necesidad, es una de las razones más poderosas para que la universidad no se oriente como debiera orientarse.

En tercer lugar, la escasez de recursos aptos. En el país no sobreabunda la capacidad técnica y, desde luego, la universidad no puede competir con quienes están dispuestos a financiar a los técnicamente más capacitados. Es un hecho, constantemente experimentado por nuestra universidad, la presión a la que la empresa privada y aun los organismos del Gobierno someten a profesores nuestros mediante el ofrecimiento de salarios más altos. Por otro lado, el esfuerzo inicial de nacimiento y consolidación de la universidad no ha permitido liberar energías personales y recursos económicos a lo que debiera ser tarea principal.

No sería tampoco injusto decir, y mucho menos inobjetivo, que la universidad no ha sabido aprovechar al máximo los recursos de los que ha dispuesto, tanto en lo que toca a los personales (profesores y alumnos) como a los institucionales (programas de estudio, facilidades materiales, posibilidades reales de acción, etc.). Es, por otra parte, muy discutible si la utilización de los recursos económicos en la planta física de la universidad no ha sido la más conveniente éticamente, si tenemos en cuenta el ingreso per cápita del país y la impronta psicológica que puede causar tanto a quienes unen su propia imagen profesional con la imagen física de la universidad, como a quienes no tienen acceso a ella, a una universidad que dice dedicarse a su servicio y que, sin embargo, presenta una fachada, que solo pueden entender como distante.

[2.1.2. La estructura burguesa de la universidad]

Es asimismo innegable la fundamental estructura «burguesa» de la universidad, más allá de su intencionalidad transformativa o revolucionaria. Se entiende aquí por estructura burguesa, una estructura exigida por un sistema capitalista y abocada a un sistema capitalista. Desde este punto de vista, no es fácil negar, no solo la estructura burguesa de la universidad, pero ni siquiera que ese carácter burgués se presente con ciertas características de necesidad. En efecto, a la mayoría de los integrantes de la universidad, sea en el estamento de estudiantes con su propio entorno familiar, sea en el estamento de profesores y de autoridades, un profundo cambio de estructuras ni se siente como perentorio desde el ángulo de las propias necesidades, ni reportaría grandes ventajas materiales.

En segundo lugar, el contacto real con las mayorías oprimidas es muy escaso y la identificación con sus intereses es, por lo pronto, puramente intencional; se trataría de una identificación con los intereses de otra clase y no de la defensa de los propios intereses. El tiempo dedicado por la universidad a ponerse en contacto con el pueblo y que el producto universitario llegue directamente al pueblo ha sido residual.

En tercer lugar, el saber manejado y transmitido no procede ni del ámbito de las necesidades de la mayoría del pueblo salvadoreño, ni es siquiera neutral y aséptico; es, en general, el saber «disminuido», que cultivan los países dominantes y que lo cultivan para seguir dominando. De nuevo, aquí también, la planta física de la universidad es algo que pone ante los ojos el estilo de vida y de pensamiento de quienes en ella actuamos; es propio de una mentalidad burguesa puesta al servicio de mentalidades burguesas.

[2.1.3. Las resistencias internas]

Los tanteos de un proceso de búsqueda, aunque son de índole más coyuntural, han sido también una de las causas por las que durante estos diez años no le ha sido posible a la universidad convertirse en una universidad «distinta». Aunque el propósito fundamental fue claro, si no desde un principio, sí desde muy temprano, su objetivación tuvo que ser forzosamente procesual, lo cual implicó aprendizaje en la marcha misma, no sin fallos. Entre la ideación y la realización del proyecto tiene que haber una acción mutua. Fue preciso hacer real una idea, a la par que hacer reales las condiciones de esa idea. Dejar atrás un esquema pretérito e ir creando uno nuevo. Las resistencias en este camino no vinieron solo desde fuera; desde dentro mismo de la universidad, una serie de temores, de cautelas, de faltas de visión, dificultaron la marcha. Tenía que ser así. El alumbramiento de una nueva forma de acción universitaria se hacía desde un arranque, que era su negación real; no era solo otro modelo, sino un modelo que, en buena medida, pretendía apartarse de los modelos tradicionales en las llamadas universidades privadas y en las universidades nacionales.

Poco a poco se fue constituyendo el equipo convencido de la nueva idea y la nueva idea fue convenciendo a quienes antes la veían con recelo, sea desde el lado de unos esquemas universitarios trasnochados, sea desde el lado de quienes temían ver en esta universidad un baluarte de la reacción. Tal vez solo ahora pueda hablarse ya de una universidad fundamentalmente constituida, que pueda dedicar más energías a hacer que a hacerse, aunque solo en este nuevo hacer es como irá planificando su hacerse.

2.2 Posibilidades reales para llevar a cabo un nuevo modo de universidad

En esta sección se pretende analizar si es posible, de hecho, intentar ese modo de universidad, expuesto en la parte primera, una vez vistos los condicionamientos estructurales y coyunturales, que estos diez años de trabajo universitario han mostrado como hostiles. Para hacerlo, se va a proceder primero de la necesidad a la posibilidad: tal universidad es necesaria, luego es posible; argumento que a primera vista puede parecer puramente lógico, pero que es totalmente histórico. Después, se mostrarán los caminos por donde esta posibilidad puede llevarse a cabo.

En primer lugar, debe partirse de la necesidad del hecho universitario y de la importancia del hecho universitario, en la configuración de la realidad nacional.

En efecto, la universidad como instrumento de formación de profesionales es un hecho necesario en nuestra sociedad. La sociedad con toda probabilidad no va a querer una universidad como conciencia crítica ni como fuerza de presión para el cambio, pero necesariamente ha de querer una universidad que le proporcione profesionales con los que favorezca al sistema. Como la producción de profesionales es una industria de grandísima importancia para cualquier sociedad, esta va a invertir en ella una serie de recursos de primera importancia; recursos personales por parte de profesores y por parte de alumnos, recursos instrumentales de ciencia y técnica, de expresión y de comunicación, recursos de influjo por el prestigio que de momento le concede la sociedad. Cuando, como en el caso de El Salvador, no hay sino dos universidades, la necesidad de cada una de ellas y su peso específico sobre la sociedad son de todo punto significativos. La universidad es así no solo un hecho, sino un hecho necesario.

Esta realidad de tanta significación y de tanta fuerza no puede dejarse en manos técnicamente irresponsables o políticamente inmorales. Serían irresponsables si dejaran a la sociedad con deficiencias técnicas tales que, ni en el momento presente, ni en un futuro políticamente distinto se pudiera contar con los recursos necesarios para promover al país más allá de los niveles de subsistencia. Serían políticamente inmorales, si tendieran a perpetuar un estado de cosas que favorece a una minoría y desfavorece a la mayoría. La universidad puede hacer mucho daño al país. Supuesto que es algo que está ahí y que es, de momento, un hecho necesario, ya solo el neutralizar de alguna forma sus posibles males, el impedir que se convierta descaradamente en instrumento de dominación, es un bien importante que, en un determinado contexto histórico, puede ofrecer justificación ética suficiente. Por otro lado, preparar técnicos y profesionales con un saber que resuelva algunas de las necesidades más imperiosas del país, aunque sea de modo indirecto, y que impidan llegar a un colapso del que sería muy difícil salir, es también un beneficio importante.

De aquí se sigue una conclusión importante. Hay que tratar de sacarle el mayor provecho, en orden a un profundo cambio social, a algo que es necesario y que tiene algunas de las mejores posibilidades de actuación en estos países. Cierto que no están del todo errados los que piensan que las universidades no han aportado a nuestros países grandes bienes de liberación, ni los que juzgan que de lo hecho es de donde se puede sacar realísticamente lo que es posible; pero también es cierto que es necesario, éticamente necesario, intentar sacar el máximo provecho a algo que va a estar ahí, que puede constituirse en foco de reacción retardataria y que cuenta con algunas de las mejores posibilidades para operar sobre el país, no en orden a una toma del poder del Estado –aunque también esto indirectamente–, pero sí en orden a la configuración de la sociedad. Estas posibilidades no radican tan solo en las potencialidades propias de la universidad, que en la línea de la inteligencia no tiene comparación con ningún otro grupo o institución, al menos en países como El Salvador y los que tienen similar estructura, sino también en un cierto ámbito de libertad, que la propia universidad genera. Libertad en el sentido de positiva liberación, aunque solo parcial, de las «necesidades» empresariales o estatales, y libertad en el sentido de constitución de un ámbito o reducto donde es posible la distancia y la crítica.

 

En segundo lugar, debe tenerse en cuenta la necesidad de recorrer un trayecto, mientras no sea realidad el orden nuevo. Hay que hacer posible el trayecto en un doble sentido: en cuanto hay que posibilitar paulatinamente la meta perseguida y en cuanto hay que hacer vivible el «mientras tanto» no se da la nueva situación. Nada de esto tiene que ver directamente con la discusión de si el paso ha de ser reformista o ha de ser revolucionario. No se trata aquí de cuestiones teóricas y ni siquiera de cuestiones hipotéticas, sino de cuestiones reales. Dado que hay una realidad y dado que hay un proceso real, la pregunta es, ¿qué exigencias despierta esa realidad en ese proceso real? Esta pregunta solo sería ociosa en una doble hipótesis, que se viera ya la posibilidad inmediata de un cambio radical o que se tratara de lograr esa posibilidad inmediata, que de por sí sería remota, mediante una agudización de las contradicciones, pero una agudización violenta de las contradicciones. La primera hipótesis parece irreal y la segunda plantea serias reservas éticas. De todos modos, el trabajo universitario, en tanto que universitario, difícilmente podría considerarse decisivo, en cualquiera de estas dos hipótesis. Su propia estructura hace que deba orientarse o a una preparación de más largo alcance, o a una consolidación de un nuevo orden, que ya fuera fundamentalmente justo.

La preparación exclusiva hacia una toma del poder político dejaría desmantelada la sociedad para el «mientras tanto» y la dejaría también desmantelada técnica y culturalmente para la realización del nuevo orden. Son dos aspectos distintos y los dos son suficientemente obvios: solo gente irresponsable puede pensar que sin preparación técnica puede llevarse a cabo la reestructuración de una sociedad, cuyos problemas reales son ingentes y cuyas posibilidades de solución son sumamente difíciles. El «idealismo político» puede jugar aquí una muy mala pasada a quienes nunca han «realizado» nada, ni siquiera a nivel de modelo, y a quienes piensan tan reductiva y obsesivamente que reducen al hombre a dimensiones puramente económico-políticas. Y está también el aspecto del «mientras tanto», que por ser real y por estar triturando entre sus engranajes a gentes que necesitan ir viviendo y no solo ir muriendo, requiere de quienes trabajen por que esa vida sea lo más humana posible, en rubros tan básicos como la salud, la vivienda, la alimentación, etc. Creer que los puros políticos, en razón de su puridad o idealismo político, están preparados para resolver los problemas reales, que no son solo de ordenación política, es un engaño idealista. El Salvador, concretamente, no podría subsistir tras un caos, no un caos de transición, sino un caos de quienes ya en el poder no podrían contar con cuadros adecuados.

Esta preparación para el «mientras tanto» y para la llegada del orden nuevo no tiene por qué entenderse en términos de imposibilitar esa llegada por adormecimiento de las tensiones, que impulsan el cambio. Es algo que podría suceder, pero es algo por cuyo peligro una universidad críticamente despierta no debería dejarse amedrentar.

En efecto, el trabajo universitario puede, por lo pronto, posibilitar la acción de quienes luchan políticamente por una transformación estructural de la sociedad. Esto en diversas formas bien fundamentales. Puede dar cobertura ideológica que retraiga la presión de las ideologías reaccionarias, mostrando tanto la racionalidad de las nuevas posiciones como la irracionalidad de las que las contradicen y que, de momento, son las imperantes. Desde el momento en que una posición queda sin soporte racional, claramente aparecerá como una posición injusta, que solo una fuerza injusta, una violencia, puede seguir manteniendo. Hay en el país tanta nebulosidad interesada, que un esfuerzo sistemático y lúcido por despejarlo podría resultar de un gran apoyo favorecedor al cambio.

En esta misma línea, la debilitación de resistencias, tanto personales como profesionales, puede ser de gran utilidad. Entre no favorecer con todas las fuerzas los cambios necesarios y el resistirlos con todas las fuerzas, se despliega un amplio abanico de posibilidades, y la universidad puede hacer bastante, a través de análisis racionales, para que las positivas resistencias agresivas pierdan su virulencia. Finalmente, en países como El Salvador, la universidad puede intervenir directamente sobre distintos centros de poder para que la represión no se desate impunemente. En esta tarea, otras instituciones, como la Iglesia –y desdichadamente, pocas más–, pueden propiciar un influjo que, por no ser partidista, puede tener una cierta efectividad coyuntural, digna de tenerse en cuenta.

Más positivamente, la universidad puede proporcionar los mejores análisis objetivos de la realidad, el descubrimiento y la instrumentación de técnicas adecuadas para enfrentar los distintos problemas de la realidad, la preparación de cuadros para los análisis, el encuentro de soluciones y la implementación de las soluciones. En el orden de la concientización, puede hacer disminuir los temores irracionales, precisamente, al razonarlos, y puede racionalizar las metas buscadas idealmente, desideologizando los ataques contra ellas.

La objeción, siempre válida, contra lo que se acaba de exponer, es lo poco que se ha hecho en esta línea. Lo cual nos lleva a plantearnos la cuestión de las posibilidades reales que tiene nuestra universidad para hacer lo que dice hacer.

En tercer lugar, las posibilidades reales pueden deducirse de lo que ya se ha hecho y también del estudio de las potencialidades reales con las que se cuenta.

Lo que se ha hecho, ponderadas las dificultades que implica el echar a andar una obra de esta envergadura en un ambiente adverso y con medios muy reducidos, no es despreciable. Ofrece, hasta cierto punto, la garantía de que, superados los problemas de arranque y de afianzamiento, pueda hablarse de posibilidades reales y no meramente de ilusiones. Dejado aparte el problema de la obra física y de la infraestructura administrativa, pueden señalarse algunos aspectos que pueden verse como primicias de lo que sería factible.

Sin pretender ser exhaustivos, podrían considerarse los siguientes: definir bien un propósito distinto de universidad; lograr entre bastantes un comienzo de nueva conciencia respecto de lo que ha de ser una nueva universidad; proponer, aunque sea de una forma incipiente, un nuevo modelo de institución que trate de salirse de las normas impuestas por nuestra sociedad: como ejemplo, estaría el carácter no lucrativo de la institución sin mengua de su eficiencia, la renuncia de un buen número de sus miembros a una retribución superior fuera de ella, la existencia de un escalafón de retribuciones, cuyas proporciones generales están en franca ventaja con las usuales en el país, al verse enajenada de una élite social que ve en la universidad y en los universitarios a sus oponentes; analizar teóricamente algunos temas fundamentales de la realidad nacional y hacerlos públicos; denunciar técnica y éticamente graves acontecimientos nacionales; salir al paso de graves sucesos nacionales con voz independiente; ofrecer a la sociedad algún número significativo de profesionales honestos que apoyan, sobre todo, en la educación y en el sector público, la profundidad y la velocidad del cambio; servir, aunque limitada y esporádicamente, de voz para quienes no pueden hacer oír la suya; ayudar de forma inmediata a sectores más necesitados, a través de la proyección social; abrir un nuevo horizonte para la próxima década, en el supuesto de que lo realizado hasta ahora debe ser sustancialmente superado y no meramente prolongado.

Desde estas modestas realizaciones, que manifiestan un espíritu y garantizan una voluntad de superación, lo que se presenta como interrogante es si con las potencialidades reales con que se cuenta, dadas las dificultades que se han señalado, es posible realizar lo que se propone. En vez de proceder teóricamente, aquí lo que corresponde es mostrar los mecanismos a través de los cuales es posible la realización del proyecto de una nueva universidad.

En principio, no se ve que el cambio de la labor universitaria vaya a venir de la admisión de alumnos de menores recursos económicos. Es falso, en nuestra situación, considerar que la universidad se abra al pueblo, porque dé acceso a ella a quienes no paguen o paguen cuotas muy bajas. Las estadísticas muestran de modo irrefutable que todo universitario es en el país un privilegiado, pues anda en torno al 1 % la proporción de quienes en El Salvador llegan a la universidad. Todo universitario es aquí un privilegiado y debe ser exigido como un privilegiado.

Respecto a la misión de la universidad, lo importante, por lo que toca a la índole del alumnado, no es de dónde viene, sino hacia dónde va. En este punto, la universidad debería hacer una estricta selección: solamente deberían ser recibidos y mantenidos aquellos universitarios que, al menos, estén en capacidad de comprometerse con la urgente y profunda transformación social del país; debería haber mecanismos, como hay mecanismos para medir el rendimiento intelectual, para considerar como no aptos, no aptos universitariamente, a quienes vienen despojados de toda conciencia pública, de todo interés social, y no han sido capaces de adquirirlo a lo largo de su formación. La selección debe hacerse con el criterio de quiénes son los que más van a favorecer, por su preparación técnica y por su compromiso ético, el cambio de estructuras en el país. El sistema de cuotas diferenciadas, que debiera considerarse como un avance provisional en busca de una mayor equiparación de posibilidades y en una ampliación de la base sobre la que elegir a los mejores candidatos, no ha sido, por lo tanto, establecido para favorecer a los menos privilegiados –que, como acabamos de decir, no lo son, si los comparamos con la realidad de las inmensas mayorías–, en orden a darles acceso a una mejor instalación en la sociedad de consumo; es solo un mecanismo para no perder posibles buenos candidatos, candidatos llamados a cumplir la misión que la universidad se ha propuesto.

Con mayor razón debe decirse esto de su profesorado. Aunque el profesorado universitario forma un cuerpo y en un cuerpo no todos los miembros desempeñan las mismas funciones, no hay duda de que en un cuerpo sano y bien organizado no caben elementos extraños y contraproducentes. Esto no implica, en modo alguno, la proclamación de ningún dogmatismo ni el ataque de la libertad de cátedra. Porque el compromiso con el cambio estructural del país no prejuzga qué es lo que debe ser enseñado, ni cómo debe ser enseñado. Lo único que se rechaza es el tipo de profesor que no está dispuesto a comprometerse con lo que es la función social de la universidad en el país; compromiso que puede fallar por falta de preparación técnica y de dedicación responsable a sus obligaciones universitarias, pero también puede hacerlo por falta de compromiso ético con su propia realidad social. La selección del profesorado debe ser sumamente cuidadosa, precisamente para poder atribuirle después un máximo de libertad en sus funciones y una gran responsabilidad en la marcha de la universidad. Es de esperar que no falle la mística universitaria, con el contagio de los ideales en un cuerpo que, como el cuerpo universitario, está posibilitado vocacional e instrumentalmente para liberarse de las presiones de una sociedad, en cuyos mecanismos de opresión no participa o, por lo menos, está capacitado para no participar.

Alumnos seleccionados, pero no para segregarse elitísticamente, sino para comprometerse universalmente por las mayorías oprimidas. Profesores seleccionados por su capacidad técnica y por su mística de servicio. Pero esto no es suficiente, si la universidad no es realmente autónoma. No se trata meramente de autonomías legales, aunque también las legales sean precisas. Lo que se necesita es autonomía real, autosuficiencia independiente. ¿Independiente de qué? La respuesta es fácil: de todo aquello a través de lo cual la sociedad dominante presiona para domesticar a la universidad. Esto supone que la universidad tenga que depender lo menos posible de recursos económicos que dependan de personas, interesadas en mantener la situación reinante o de robustecerla con ciertas mejoras subsidiarias. Si la universidad no resuelve estructuralmente el problema de las fuentes de su financiación, el ámbito de su independencia será mucho menor del deseable.

 

La forma más radical de resolver estructuralmente este problema es la de cargar sobre los beneficiados todos los gastos y costos que han originado. Este es un punto que escandaliza a demagogos superficiales. Pero, ¿por qué se van a regalar enormes cantidades de dinero a estudiantes, que representan el 1 % más privilegiado del país? ¿Es que, en términos generales, van a devolver al país la plusvalía de su trabajo?

¿Es que puede estimarse como justo que en menos de un año una gran mayoría de ellos recuperen con creces todo lo que invirtieron en su formación universitaria? El estudiante universitario no solo debería devolver a la universidad todo lo que esta le adelantó, sino que incluso una parte de lo que después va a ir ganando, no solo debido a su propia capacidad, sino a la capacitación que la universidad le proporcionó. Esto es válido no solo para nuestra universidad, sino igualmente para las llamadas universidades nacionales. No se puede estar favoreciendo a los privilegiados con más privilegios, que a su vez van a llevar al robustecimiento del sistema de privilegios.

La mecánica para resolver el problema puede no ser fácil: ¿cómo adelantar a quien no tiene recursos actuales los recursos que tendrá después, en función de la preparación recibida en la universidad? Una solución general no es, desde luego, fácil, debido a la deserción, etc., pero, en principio, con el título, el nuevo profesional podría recibir también una comunicación de lo que realmente debe a la universidad, por lo que en ella ha costado. Moralmente se debería ver obligado a irlo pagando, a medida que empezara a ganar más en razón del título recibido. Con esto no se pretende hacer de la universidad una institución de lucro; solamente se pretende hacer de ella una institución autónoma, que realmente pudiera dedicarse a lo que es su misión y su obligación universitaria.

Junto a este modo de fundar una autonomía real, debe considerarse otro: el de procurar el máximo de independencia, respecto de todos aquellos que favorecen al sistema presente, porque son favorecidos por él. En nuestro país, la capacidad de presión del sistema es indiscutible; sus mecanismos de presión son más toscos, que los denunciados por Marcuse en los países embarcados de lleno en la sociedad de consumo, pero no son menos reales. Solo una vigilancia crítica, reexaminada momento a momento, puede impedir que las presiones halagadoras o amenazantes acaben por mellar el temple universitario. No se trata ya de evitar que el miedo y la cautela impidan hacer lo que se debe hacer; se trata de tentaciones más sutiles que, en el fondo, pueden convertir la autonomía universitaria en un puro juego asimilado perfectamente por la sociedad, que no vería en la crítica más que la prueba de la libertad del sistema o la vacuna para quedar inmune contra el aparato ideológico que la pudiera contradecir. Solo un contacto con las mayorías necesitadas y con la necesidad de esas mayorías, podría constituirse en eficaz principio de autonomía frente a la atmósfera social reinante en el «medio» universitario; solo si esa crítica se hace conciencia operante en esas mayorías, dejará de ser una especie de medicina preventiva contra el cambio; solo si esa crítica se ve forzada por la presión real de los oprimidos, podrá constituirse en algo auténtico y verdaderamente operante.

Solo desde esta autonomía real podría la universidad ser universidad, la universidad que quedó descrita en las primeras páginas. No se pide autonomía para otra cosa; se pide autonomía para ser lo que se ve como necesidad ética de la universidad histórica, hoy y aquí.

Pero el cumplimiento cabal de la nueva misión universitaria penderá, sobre todo, de lo ella misma esté dispuesta a hacer en el ámbito propio de su actividad. La universidad debe verificar y operativizar su proclamada dedicación a la transformación de las estructuras sociales, en su triple función de docencia, investigación y proyección social.

Ante todo en la investigación, porque en ella está la raíz de la independencia y de la historicidad del quehacer universitario. Desde la investigación, la universidad conocerá dónde está la realidad nacional, qué es lo que necesita y cuáles son los medios para resolver esas necesidades. Es este uno de los puntos más claros donde se muestra el carácter histórico de la realidad universitaria. Suele decirse que universidades de pocos recursos no pueden dedicarse a la investigación, que a lo sumo están capacitadas para recoger los frutos de la investigación ajena y transmitirlos a su propia clientela. Pero uno se puede preguntar: ¿es que la realidad nacional no es objeto estricto de investigación? ¿Es que la realidad nacional investigada correctamente no puede dar pautas insustituibles para nuevas investigaciones? ¿Es que las instituciones extrañas al país pueden estar mejor preparadas que una universidad comprometida para saber lo que es la realidad nacional, cuáles son sus necesidades y cuáles son los modos propios de resolverlas?

No se puede establecer una correcta política universitaria si de antemano no se determinan la realidad nacional, la dirección del proceso que esa realidad sigue, las fuerzas que en él operan, las metas asequibles y los medios adecuados para conquistarlas. La investigación debe ser, pues, política, histórica, y esto no porque se reduzca a lo que usualmente se entiende por política y por historia, sino porque lo político y lo histórico nos llevan al exacto encuadramiento de lo que es lo económico, de lo que es lo técnico, lo cultural, lo científico. Todas estas dimensiones, y otras más, son lo que son dentro de lo que es la realidad nacional en su proceso histórico y desde ella han de interpretarse.

Si esto es así, la universidad debería de unificar toda su política de investigaciones en orden a establecer y operativizar lo que puede llamarse un «proyecto de nación». Proyecto no puramente teórico e idealista, sino un proyecto que, junto a su dimensión ético-política, implica necesariamente aspectos bien estructurados de realización. Cuestiones como la realidad política, la realidad socioeconómica y sus soluciones (en la línea de la reforma agraria, de la reforma bancaria, de la reforma fiscal, etc.), la realidad educativa y cultural... Son cuestiones que deben ser analizadas, criticadas, denunciadas cuando sea menester, pero también afrontadas en busca de soluciones. Junto al problema de la dirección general y de la estructura adecuada del país, están los problemas en que aquel gran problema se desglosa.

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