Sobre la Universidad

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Claro que entonces la cultura debe ser entendida de otra forma. No es difícil hacerlo. Cuando hablamos aquí de cultura, la concebimos en el sentido que tiene en expresiones como agricultura, esto es, como cultivo de la realidad, como acción cultivadora y transformadora de la realidad. Lo que debe buscar la cultura de la universidad es hacer de sus miembros cultivadores racionales de la realidad. La cultura tiene un esencial sentido práxico, por cuanto proviene de una necesidad de acción y debe llevar a una acción transformadora del propio sujeto y de su entorno natural e histórico.

Como elementos materiales suyos, incluye un estricto saber de la naturaleza y de la sociedad; ni solo de la naturaleza ni solo de la sociedad, sino de ambas en su necesaria implicación; abarca un dominio de las técnicas transformadoras de la naturaleza, del hombre y de la sociedad. Pero este saber hacer y este hacer sabio no son intemporales; deben estar dirigidos desde el horizonte, que antes propusimos. Esto no significa una reducción del saber o de la técnica, al menos necesariamente, sino tan solo un principio de selección, que debe ser sacado de lo que es, en cada caso, la realidad nacional, en su concreto proceso histórico. Es su estudio una de las fundamentales dimensiones de la cultura, de la cultura nacional.

Evidentemente, la cultura exige un análisis estricto de la realidad nacional en cada momento de su proceso, desde el pasado que en parte nos constituye hasta la proyección del futuro hacia el que debemos ir. Si la cultura es cultivo, lo primero que se ha de saber es cuál es la realidad que ha de cultivarse para saber cómo ha de cultivarse. Pero es que, además, la realidad nacional, en su plenitud histórica presente, es, efectivamente, lugar de plenitud, que da sentido último a todo lo que se hace y a todo lo que ocurre. La propia conciencia colectiva del país no puede ser científica sino desde este análisis de la realidad nacional, y cómo no va a pertenecer a la cultura del país, a la conciencia de su propia realidad. Pero como se trata de una cultura operativa, lo que se ha de ir buscando es una conciencia colectiva debidamente procesada y convenientemente operativizada; no se afirma con esto un idealismo de la historia, porque la búsqueda de una conciencia lúcida no supone que la conciencia, sobre todo la conciencia colectiva, pueda lograrse con independencia de las estructuras sociales y del hacer colectivo cotidiano. Lo que se afirma es que el puro hacer no siempre explicita la debida conciencia y que sin conciencia procesada, no hay la debida cultura.

Lo que efectivamente trae entre manos la cultura nacional es la realidad histórica de la nación, la realidad dinámica de una nación que se está haciendo y a cuyo hacer constituyen una multitud de factores. La cultura comprende, por lo tanto, no solo el conocimiento procesado de la realidad nacional, no solo la anticipación de su futuro, según plazos escalonados –en este sentido, un plan quinquenal de desarrollo, por ejemplo, pertenece de lleno a lo que aquí estamos entendiendo por cultura–, sino el trazado de los caminos y la preparación de los medios para su realización.

En esta búsqueda de la cultura nacional, es claro que la universidad no es la generadora única; es, más bien, solo su procesadora crítica y técnica. Pero lo que sí debe intentar la universidad es dar resonancia al sentir profundo del pueblo, al sentir de sus necesidades, de sus intereses, de sus sentimientos, de sus apetencias, de sus valores. Cultura nacional no es, entonces, folclore nacional, aunque el folclore puede que exprese algunos aspectos importantes del ser popular. Una consideración estetizante de la cultura nacional puede llevar al narcisismo y a la dominación, cuando lo que se necesita es operatividad para la construcción de un hombre nuevo, en una tierra nueva. La cultura debe ser vigilancia despierta, tensión hacia el futuro, transformación.

La cultura en su función activa debe ir a la constitución de nuevos valores. Por ello, debe desenmascarar los presentes, en muchos de los cuales no será difícil descubrir instrumentos de dominación. Es claro que pocas cosas son tan necesarias en estos países, a los que no se ha dejado ser lo que son ya desde tiempos precolombinos, como una revolución cultural. Una revolución cultural consistente en la revisión a fondo del sistema de valores introyectado, en su destrucción, si es menester, y en la construcción de nuevos valores que respondan realmente a las posibilidades reales del hombre salvadoreño, en este momento determinado del proceso histórico y en este medio geográfico propio.

Desde esta perspectiva, la cultura se convierte en lucha ideológica. El término puede parecer prestado. Pero no lo es, porque la cultura ha sido inmemorialmente combate contra otras culturas dominantes. Y la cultura como saber, si muchas veces ha sido instrumento de dominación, puesto al servicio de su mejor pagador, ha sido también y lo es, por su propia condición, crítica de lo que hay y sacudimiento de la modorra aquietadora. La cultura creativa es rompimiento. Aunque su primera barrera sea con frecuencia la fosilización de una cultura pasada.

Es así como la universidad puede convertirse en conciencia crítica y creadora de la realidad nacional. (10) «El concepto de ‘conciencia’ no implica un movimiento puramente ético, subjetivo y opcional; hace explícita referencia a ‘con-ciencia’: no hay conciencia universitaria sin que haya ciencia universitaria, método y estilo universitario, que serán históricos y cambiantes, pero con estructura propia y peculiar. Finalmente, la crítica y la operatividad que se reclaman de esta ciencia, que es de las cosas, desde la situación y para la transformación, deben desprenderse de esta ciencia y conciencia creadoras, así como estas, dialécticamente, deben alimentarse de la verdad que da el manejo mismo de la realidad, tanto natural como social». (11) La cultura convertida en conciencia crítica y operativa es lo que se puede y debe exigir de la universidad. Saber lo que son las cosas, saber cómo deben ser las cosas. Saber lo que se hace y cómo se debe hacer en la unidad de una con-ciencia, que es, en definitiva, la unidad operativa e histórica de un pueblo que se busca a sí mismo con el aporte de todos.

Lo cual nos remite a la grave cuestión del quién de esa conciencia, del quién de esa cultura. La cultura en el sentido aquí empleado es, efectivamente, una cultura-de: pertenece a un determinado pueblo histórico, unido en su marcha histórica con otros pueblos, y es cultivo de ese pueblo. Si es así, no se ve fácil la tarea universitaria, que corre el peligro de no ser ni tarea del pueblo, ni tarea para el pueblo. Y esto no primariamente porque no sea el pueblo quien esté físicamente presente en la universidad, ni porque la universidad no tenga que reducirse a niveles asimilables popularmente por las grandes mayorías, sino por la dificultad intrínseca de promover una cultura del pueblo sin salirse, a través del necesario instrumental teórico, de lo que es la realidad que se quiere cultivar y elevar a conciencia. Pero la dificultad de la tarea no obsta para que se reconozca en la cultura y en la cultura del pueblo, el campo y el instrumental propio del trabajo universitario. No hay conciencias ni culturas absolutas, sueltas y sustantivadas; son siempre conciencias y culturas de alguien; y en cada caso, se debe estar muy claro de quién es ese alguien.

Esta cultura debe ser promovida radicalmente y desde todos los campos. No se puede dejar la historia de un pueblo en las manos exclusivas de los cultivadores políticos del pueblo, de los cultivadores que buscan el poder para el pueblo, ya no digamos de cultivadores de otro corte político. La cultura es mucho más que eso, la cultura es aquello de que se vive y no aquello por que se muere. Deberá ser una cultura que rompa con todo vínculo de dominación, una cultura que avanza hacia una liberación siempre mayor, pero una cultura realmente vivida en cada paso del proceso. La meta final condiciona los caminos, pero no anula su autonomía y, desde luego, no evita los pasos de cada día. Si la universidad hace algo importante en este campo de la cultura, habrá contribuido muy seriamente a dar vida al pueblo.

[1.3. La palabra eficaz como método de la acción universitaria]

El modo de actuación, el método fundamental de la acción universitaria, podría formularse como el de la palabra eficaz. Tal vez pudiera parecer que esto es poco, que lo que necesitan nuestros pueblos no son palabras, sino acciones, que las palabras poco pueden en un mundo determinado por poderes bien definidos y por estructuras bien fijas, frente a las cuales la ciencia y la conciencia, así como su transmisión por la palabra, poco tienen que decir. Se podrá reconocer cierta eficiencia de la palabra, de la cultura hecha palabra, respecto a las conciencias personales, pero es difícil ver su eficacia respecto de la marcha estructural de la historia.

Todo dependerá de lo que se entienda por palabra eficaz y de lo que se aprecie como posibilidad real de la acción universitaria. [Marx escribió un día: «es evidente que el arma de la crítica no puede suplir la crítica de las armas, que el poder material tiene que ser derrocado por el poder material, pero también la teoría se convierte en un poder material, siempre y cuando se adueñe de las masas». (12) Hay, pues, posibilidades, reconocidas por los más vigorosos materialistas, de convertir la palabra en fuerza social, en poder material; cuanto más por quienes no profesamos un materialismo tan reduccionista. (13) ]

Por palabra se entiende aquí la comunicación recibida y comprendida de la cultura reelaborada en la universidad, tal como se describió el término en el apartado anterior. Cultura y palabra son así inseparables. La cultura de la universidad no puede quedarse dentro de ella, sino que es, desde un principio, cultivo, acción o, al menos, principio de acción. ¿Quién o qué puede asegurar que esa palabra sea eficaz, que haga lo que dice?

 

Por lo pronto, se necesita que la palabra sea poderosa. El poder de esa palabra se apoyará, ante todo, en lo que tenga de racionalidad y, en su caso, de cientificidad. El saber es cada vez más un poder, sobre todo si ese saber es, por su propia naturaleza, efectivo; y será efectivo cuando proponga los mejores medios y los más eficaces para determinados fines, cuando proponga las mejores soluciones para problemas apremiantes.

Este saber comunicado y recibido muestra su eficacia en diversos órdenes. En el orden técnico, donde respecto de diversas realizaciones prácticas, puede mostrarse como inapelablemente mejor. En el orden del análisis de la realidad, del juicio que esa realidad merece y de los medios para transformarla; este orden es ya más difícil de aceptar, porque pueden hacerle resistencia intereses e ideologías. En el orden del enjuiciamiento ético, tanto de orientaciones generales como de determinadas acciones públicas. Una universidad reconocida por su objetividad teórica, por su imparcialidad respecto de los intereses de las clases dominantes y de los poderes públicos, puede suponer un peso importante frente a acontecimientos importantes.

Más, en general, si va logrando una cultura, tal como fue descrita en el apartado anterior y se va logrando comunicar esa cultura a la realidad y a la conciencia nacional, la eficacia será innegable. Podrá ser lenta, porque la historia tiene su propio paso, que no es el de las vidas individuales, pero hará historia. Y lo que no llega a convertirse en historia, más en concreto en estructura histórica, corre el peligro de ser flor de un día para los demás, aunque para uno mismo cobre singular relieve.

La palabra hecha historia tiene así su modo propio de ser eficaz, cuando se trata de una palabra universitaria. Supone una comunicación a eso que, un tanto indiscriminadamente pero con alguna verdad, puede llamarse conciencia colectiva, cualesquiera sean los mecanismos de funcionamiento de esa conciencia; supone también el que tome carne en esas estructuras históricas, generadoras de acciones nuevas, de actitudes nuevas, de realizaciones nuevas. Si se logra algo así como una conciencia colectiva y paulatinamente se va logrando objetivar esa conciencia en instituciones, la eficacia está asegurada. No es esto un idealismo de la historia, que privilegiará exclusivamente la autonomía de la conciencia; y no lo es, porque la universidad debe entenderse a sí misma tan solo como uno de los factores de la estructura social, al que le competen no tanto las realizaciones ni técnicas ni políticas, sino los principios de la realización, donde por principios se entienden los instrumentos dinámicos de la realización y no puros planteamientos teóricos.

[1.4. La beligerancia como talante fundamental de la actividad universitaria]

El talante fundamental de la actividad universitaria, que tiene por horizonte la situación real de las mayorías oprimidas, no puede ser el del conformismo o el de la conciliación. Tiene que ser un talante beligerante. La beligerancia es, en nuestra situación, una característica importante del quehacer universitario. La universidad es, en nuestra situación, una de las pocas instituciones que puede de verdad ser beligerante. Y debe serlo.

La razón, en efecto, es de por sí beligerante frente a la irracionalidad reinante, esto es, ante una estructuración de la realidad histórica en términos de flagrante irracionalidad, la universidad como cultivadora crítica de la razón no puede menos que ser y sentirse beligerante. Su beligerancia, desde este punto de vista, consistiría en la denuncia de la irracionalidad y en el esfuerzo por superar esa irrealidad de lo irracional. No es que lo irracional no exista, no es que todo lo real sea racional; es que su existencia es tan falsa, que solo una realización nueva podría acabar con su falsedad. No se trata de una pura ausencia de razón, lo cual no suscitaría beligerancia positiva; se trata de positiva irracionalidad y una irracionalidad configuradora de la sociedad y de la historia, y, a través de ellas, de las conductas personales.

Si esta situación, además de irracional, es de positiva injusticia, la beligerancia está todavía más exigida. Y este es el caso de nuestra situación. Voces pacíficas y muy autorizadas han hablado repetidas veces de violencia institucional, de injusticia institucionalizada. El pequeño reducto de idealismo que puede representar la universidad, por la juventud idealista de su alumnado y por la relativa segregación de sus profesores respecto de las estructuras directamente dominantes, hacen más posible que no solo personalmente, sino como grupo institucional, pueda la universidad mostrarse beligerante contra la injusticia reinante.

Si, además, se sostiene que el horizonte de la universidad es el de las mayorías oprimidas, y este horizonte no se reduce a ser un puro marco teórico, sino una realidad vivenciada, entonces, la beligerancia es inevitable.

Este talante que hemos llamado beligerante, que puede expresarse en términos de lucha, no es una llamada a la irresponsabilidad ni al uso de elementos no universitarios. No estamos definiendo los medios de acción, sino el talante de la actividad universitaria. Es respecto de la cultura y a través de la palabra eficaz como el universitario debe ser beligerante. La protesta universitaria, para ser protesta, no necesita de alaridos y de acciones violentas. Pero es todo lo contrario de una actitud pasiva y contemplativa; es activa y esperanzadora; quiere luchar por un futuro mejor y sabe de antemano que ese futuro no le será regalado. Sabe que va a entrar en permanentes conflictos con quienes defienden otros puntos de vista y, sobre todo, otros intereses, y no puede arredrarse ante las presiones y ante las dificultades. Es en este contexto de la rebeldía contra la injusticia y la irracionalidad, de la resistencia contra quienes no permiten a la universidad cumplir con su misión, como debe verse la necesidad del talante beligerante. No estamos en una sociedad desinteresada y en equilibrio; al contrario, estamos en una sociedad tensionada y en pugna, cuya solidaridad solo es posible pensarla en una superación dinámica y procesual de sus contraposiciones, y solo es posible realizarla en una marcha en que la objetividad no esté reñida con la beligerancia activa.

[1.5. El cambio estructural de la sociedad como objetivo de la actividad universitaria]

El objetivo donde se concretan el horizonte y la finalidad de la actividad universitaria es la transformación estructural de la sociedad. Esto quiere decir que su actividad no va fundamentalmente dirigida a la transformación de las personas, sino a la transformación de las estructuras. No son, en principio, dos misiones contrarias, que se excluyan entre sí, la referencia a las personas y la referencia a las estructuras; pero, de poner el acento en una de ellas, cambiará notoriamente la dirección del trabajo universitario. Y lo que aquí se propone es cargar decididamente el acento sobre el problema estructural.

La razón es obvia, por más que obviamente se haya dado por cierto que la universidad deba ir dirigida primordialmente a personas y a la formación de personas, sean estas los profesionales en el ejercicio de su profesión. Si, efectivamente, la universidad busca últimamente la transformación de la realidad nacional y la realidad nacional es formalmente de índole estructural, quien no busque directamente la acción sobre las estructuras no encontrará la realidad. Esto es así desde un punto de vista, si se quiere, general, independiente de una experiencia determinada, aunque fundado en cualquier experiencia posible; la realidad en general es estructural y la realidad social es especialmente estructural. Pero es así también por razones comprobadamente empíricas. No hay otra posibilidad de alcanzar una dimensión como es la de la realidad nacional, que la de ir en busca de sus estructuras; de lo contrario, la realidad nacional, perseguida a través de sus partes o de sus individuos, es evidentemente inalcanzable, y aunque fuera alcanzable, resultaría inoperable.

Este punto es de singular importancia para la orientación de todas y cada una de las actividades universitarias y, sobre todo, para la unificación –estructural, también– de la labor universitaria. Su consecuencia más llamativa es la de negar que el objetivo principal de la universidad fuera la formación de profesionales. En nuestro país, hay claras razones éticas para mantener esa negación. No se puede invertir una notoria porción de los escasos recursos nacionales en favor aún más –y con inversión de dineros públicos no devueltos– de los poquísimos favorecidos del sistema social. La única justificación del enfoque de la universidad hacia la formación de profesionales como dirección primaria de su actividad, sería la de entender que solo con profesionales bien formados podría llegarse a la transformación estructural del país; con lo cual estaríamos reafirmando la prioridad de la transformación estructural. Pero como en el actual sistema no puede esperarse de una universidad, orientada primariamente a la profesionalización, que contribuya seriamente a la profunda y rápida transformación estructural, ni siquiera puede darse por válida esa justificación derivada. (14) Lo cual no obsta para que la formación de profesionales sea una necesidad estructural de la universidad, que puede y debe ser enfocada hacia una transformación estructural del país.

Otra de sus consecuencias es que tanto la investigación como la proyección social de la universidad, esto es, su proyección en la sociedad, deben quedar orientadas por este objetivo de lo estructural y de lo estructural en trance de transformación. Una transformación que no se reduce, evidentemente, a transformación de conciencia, aunque también la conciencia colectiva participe de un cierto carácter estructural, sino que debe llegar a la transformación de estructuras de toda índole hasta culminar en la transformación de las estructuras socioeconómicas y políticas.

Este acento de lo estructural puede poner en peligro lo personal; pero, por otro lado, la salvación de lo personal no puede concebirse realísticamente al margen de lo estructural. La pregunta, entonces, es qué estructuración de la sociedad permite el desarrollo pleno y libre de la persona humana y qué acción personal, en la transformación de las estructuras, debe ser la de quienes en ella participan. Los grandes instrumentos con que trabaja la universidad son de índole colectiva y de implicaciones estructurales; lo es la ciencia, lo es la técnica, lo es la profesionalización, lo es la composición misma de la universidad, etc. Personalizar este instrumental no significa desestructurarlo y privatizarlo; significa tan solo buscar la realización de sí mismo, en una praxis histórica de transformación de estructuras y, en esta objetivación de amor universal efectivo, recobrar el ámbito real para una auténtica entrega personal.

Considerados a una las grandes mayorías oprimidas como horizonte, el cultivo de la realidad nacional como campo, la palabra eficaz como modo propio de acción, la beligerancia como talante y la transformación estructural como objetivo, no es difícil reconocer una clara misión política y un estricto carácter universitario a esta definición de la actividad de la universidad. Si efectivamente se pone en marcha tal universidad, si se objetivan y verifican tales propósitos en estructuras internas adecuadas y en adecuados canales de comunicación con la sociedad, puede con razón hablarse de una universidad distinta, capaz de cumplir eficientemente con una importante misión política.

La realidad histórico-política es el lugar adecuado para interpretar correctamente el trabajo universitario; si no se le enfoca desde esa absoluta concreción, la universidad estaría desempeñando irreflexivamente su papel y utilizando irresponsablemente su gran potencial. Por otra parte, si no busca decididamente ser fiel a su propia esencia universitaria, se podría hablar de la misma irreflexión y de la misma irresponsabilidad. De ahí que nos hayamos detenido en esbozar lo que es típica y específicamente una labor universitaria en lo que tiene de tal y en lo que tiene de política. No hay contradicción alguna entre universidad y política; al contrario, ambas se necesitan mutuamente y se potencian. Hoy por hoy y en nuestra concreta situación, sería igualmente suicida abandonar las posibilidades universitarias en la búsqueda de la transformación nacional y no utilizar debidamente el potencial político de esas posibilidades universitarias.

 

Esto es claro en principio. ¿Lo es en nuestra realidad concreta? Las condiciones reales en que se desenvuelve nuestra universidad, ¿permiten realizar lo que acabamos de proponer como necesidad histórica, como obligación ética? ¿Hay condiciones reales que lo posibilitan o solo evasiones intencionales? ¿Qué nos muestran diez años de la Universidad Centroamericana «José Simeón Cañas»?

2. ¿Puede nuestra universidad ser distinta?

Cuando se habla aquí de «nuestra» universidad, se habla de la Universidad Centroamericana «José Simeón Cañas», y cuando se habla de «distinta», se tiene en cuenta la universidad que se acaba de describir en el apartado anterior. No se trata, sin embargo, de una cuestión particular. Aunque la discusión tiene por objetivo inmediato analizar críticamente si esta universidad puede cumplir con la misión que se ha considerado como la propia de cualquier universidad en países del Tercer Mundo, su alcance es mayor y tiene en cuenta a cuantas universidades están en condiciones reales semejantes. Ceñirse a un caso concreto como punto de apoyo, no significa necesariamente particularizarse. Y esto no porque el caso concreto sirva o no de paradigma, sino por la razón más honda de que solo en una praxis histórica es posible desempeñar la verdad de la historia. ¿Qué nos enseñan estos diez años transcurridos? ¿Han cumplido algo de lo que se ha sostenido como misión propia de una universidad distinta? Y si no lo han cumplido o lo han cumplido mediocremente, ¿a qué se ha debido? ¿Será posible con los mismos condicionamientos actuales hacer algo distinto de lo que se ha hecho hasta aquí? Estamos ante una cuestión fundamentalmente ética. Si la universidad no puede justificar en la realidad su propia pretensión, refugiarse en la buena voluntad sería grave hipocresía, tras la que se esconderían intereses bastardos. Si en realidad no hace lo que dice ser, aunque esto sea debido a presiones externas, continuar con ella solo estaría justificado desde una teoría del mal menor. Pero la apelación al mal menor, como fundamentación de la dedicación de una vida, sería una de las más tristes justificaciones.

En dos secciones se dividirá esta parte: en la primera, se analizarán las dificultades, y en la segunda, las posibilidades reales. Del choque de unas contra otras deberá desprenderse el juicio.

2.1 Impedimentos coyunturales y estructurales de la misión universitaria

Esta sección querría ser un análisis crítico de lo que han sido las dificultades reales de la labor universitaria durante estos diez años. Pero no un análisis puramente coyuntural. Lo que ha ocurrido, más allá de las coyunturas, descubre un entramado estructural. Lo importante es este entramado estructural, aunque se presente siempre con máscara coyuntural. El carácter de realidad social de la universidad con su dependencia necesaria de la sociedad en la que se encuentra, la fundamental estructura «burguesa» de tipos de universidad como la nuestra y los tanteos de un proceso de búsqueda, pueden agrupar el conjunto de dificultades estructurales y coyunturales, que han hecho y hacen difícil la misión universitaria, entendida como lucha por la transformación radical de un pueblo.

[2.1.1. Los condicionamientos sociales de la universidad]

Es absolutamente obvio que la universidad es una realidad social y que, por serlo, está condicionada por la estructura de esa realidad, que es la sociedad. El intento de entenderse a sí misma como algo fuera de la sociedad, como algo inmune a las solicitaciones y a las presiones de la sociedad, es un intento ideologizado y, en definitiva, contraproducente para lograr de veras una cierta separación de lo que es la sociedad, en un momento dado. La universidad en un país socialista es algo distinto esencialmente a lo que es la universidad en un país capitalista, por más que muchos de sus elementos sean comunes y en apariencia los mismos.

Entre los factores que condicionan, en nuestro caso, la realidad de la universidad, pueden señalarse tres como más evidentes.

En primer lugar, su dependencia de factores económicos que, como tales, son, en nuestra situación, retardatarios de la misión universitaria. La universidad necesita de alguna abundancia de recursos económicos. Estos recursos pueden venir del aporte del alumnado, del Estado y de entidades financieras privadas. En los tres casos, tiende a ser un dinero retardatario. No sería justo decir que durante estos diez años, la procedencia de los recursos económicos –incluido el empréstito del BID– haya supuesto una coacción directa de la labor universitaria, una especie de drástico do ut des. Pudiera entenderse así por parte de los estudiantes, en cuanto estos, con sus recursos, lo que están exigiendo es una preparación puramente profesional para incorporarse a la sociedad; pero esta presión de los estudiantes, desde este punto de vista –luego consideraremos la cuestión desde otro punto de vista–, no tiene o no ha tenido un peso decisivo. Por parte del capital privado, su aporte inicialmente importante no exigió condicionamientos especiales; el intento fallido de dar un patronato a la universidad puede considerarse hoy como un fallo providencial.

Por otro lado, no puede decirse que la Universidad Centroamericana «José Simeón Cañas» enseñase a nadie. Se abrió para dar servicio desde un punto de vista cristiano al pueblo salvadoreño, y por su propia estructura universitaria y por su propia inspiración cristiana, no podía recibir del capital las directrices de cómo entender ese servicio al pueblo salvadoreño. Finalmente, por parte del Estado tampoco ha habido intentos directos de presión, aunque en alguna ocasión se ha visto en la «necesidad» de no contribuir al servicio, prácticamente indispensable, que la Universidad Centroamericana «José Simeón Cañas» presta al país. Nuestra universidad se ha visto forzada a protestar en alguna ocasión por la discriminación flagrante de la que ha sido víctima, pues, si no tiene derechos legales a una ayuda por parte de los bienes nacionales, los tiene reales. Pero el que la presión no haya sido muy grande no aclara demasiado el futuro: sin recursos económicos, la universidad no puede funcionar, y las fuentes de los recursos económicos no van a trabajar contra sí mismas; podrá aclarárseles la racionalidad de la acción universitaria, pero los intereses no tienen por qué coincidir con las razones, al menos a corto plazo. ¿Podrá ser libre una universidad que depende de recursos económicos provenientes de fuentes, que pueden cerrarse a discreción? ¿Podrá una universidad que busca la transformación radical apoyarse en quienes no ven ventaja alguna para ellos en los caminos de esa transformación radical?

En segundo lugar, la resistencia sociopolítica de los intereses dominantes. Es de índole distinta a la dependencia de los factores económicos; más sutil, si se quiere, pero muy efectiva. Hay siempre una amenaza potencial por parte de quienes detentan el poder respecto de todos aquellos que ponen en jaque a ese poder. Esa presión puede presentarse en formas muy distintas: desde campañas sistemáticas en contra de la institución y contra algunas personas de esa institución hasta medidas más directamente coercitivas y atemorizantes. Son múltiples las formas en que puede ser invadida la autonomía universitaria, tanto a nivel institucional como a nivel personal. Con el pretexto de evitar los excesos de la autonomía universitaria, se cae en el peor de los excesos, el de coartar por intereses de clase o por intereses partidistas la autonomía universitaria.