Sobre la Universidad

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Que la universidad tenga que ver con la cultura, es de por sí menos claro de lo que tópicamente pueda parecer. Todo depende de cómo se entiendan la cultura y su función, en una determinada situación histórica. Por eso, es equívoco plantear este problema de la cultura como fin primero de la universidad. Con todo, aunque la redacción de esta finalidad primera puede parecer tópica, es, sin embargo, casi necesaria y, además, lo suficientemente indeterminada y abierta. Cerrar y determinar su sentido por lo que se llama filosofía general que anima a la ley, sería un error.

En general, las formulaciones que incitan a la investigación son amplias y nobles. Su única limitación se esconde en lo que la ley está tratando de evitar: la repetición de lo acaecido en los últimos años en la universidad intervenida. Los autores de la ley parecen suponer que la despolitización de la universidad es posible y es necesaria, y que, entre la forma usual de haber hecho política por parte de la Universidad de El Salvador y la negación de toda forma de política por parte de la universidad, no hay posible término superador. Ahora bien, esos dos supuestos son discutibles.

La universidad es, en efecto, una institución pública de tal peso en la marcha de un país pequeño, que apenas cuenta con otra alternativa válida, que no puede menos que entenderse a sí misma como una realidad política. Un planteamiento universitario que no sea explícitamente político irá a parar o a la politización activista o a la dejación politizada de su estricta obligación política. La ley, frente a la politización activista de la anterior universidad, parece proponer la alternativa de una despolitización absoluta. Ahora bien, bastaría con percatarse de que esta despolitización es lo que busca el Gobierno actual, y, en general, todos los que detentan el poder, para entender sin lugar a dudas de que tal despolitización tiene un gravísimo sentido político, pues implica una positiva opción –a pesar de sus apariencias puramente omisivas– en favor de una de las soluciones políticas.

Dado entonces, que la politización de la universidad es un hecho ineludible, al menos en la actual situación del país; más aún, es un derecho y una obligación, pues no nace del deseo de algunos universitarios de hacer política –lo cual podrían y deberían hacerlo por medio de partidos políticos–, sino de que la universidad misma es aquí y ahora una realidad política; dado este planteamiento, lo que urge es afrontar el problema y descubrir la manera universitaria de hacer política. Esta manera universitaria de hacer política implica, desde luego, intervención en la solución técnica de los problemas reales del país –vuelve a salir la necesidad de la profesionalización junto con la de la investigación–, pero no puede ignorar que el gran problema del país, el país mismo como problema, es fundamentalmente un problema político. No puede ignorar tampoco que para el problema político hay necesidad de ciencia e investigación política. No puede ignorar, finalmente, que los problemas políticos y el destino mismo de la universidad exigen un contacto inmediato con la conciencia popular, sin la cual la intervención de la universidad no sería ni técnica ni universitaria.

El problema es, entonces, cuál es la cultura y cuál la investigación que el país necesita para salir de su postración. No implica esto reducir la universidad a tareas inmediatistas, sino que exige una reflexión permanente sobre qué patrones de cultura deben crearse aquí y sobre qué investigación se requiere para realizar esos nuevos patrones. Todo esto supone mucho saber, porque para no repetir hay que saber mucho. La universidad debe estar en vigilia permanente, tanto para no caer en el inmediatismo politizante del que quiere hacer sin saber a fondo qué hacer y cómo hacerlo, como para no caer en el culturalismo escapista que, al ser huida de la realidad, es negación del saber real.

Tal vez, la ley, por proteger a la universidad del peligro primero, puede preparar la caída en el segundo; al menos, puede reducir el servicio universitario a una ayuda puramente técnica y profesional.

5. El servicio social de la universidad

La ley no descuida la función social que debe prestar la universidad, sino que la proclama paladinamente, incluso con formulaciones vigorosas.

El intento de la ley, según la carta de remisión, sería ante todo poner a la Universidad de El Salvador «definitivamente a la tarea de ofrecer todas sus posibilidades técnicas y científicas al servicio de nuestro país». La ley misma, en sus considerandos, es todavía más explícita: «la Universidad está obligada a prestar un servicio social, persiguiendo la elevación espiritual del hombre salvadoreño, la difusión de la enseñanza superior y la investigación científica» (Considerando II); debe contribuir «a la afirmación en El Salvador de una sociedad democrática y libre, que persigue afanosamente alcanzar la justicia social» (Considerando III). Por eso, la misma ley establece entre los fines de la universidad realizar investigaciones «sobre la realidad centroamericana y salvadoreña en particular» (art. 4b).

Respecto de los estudiantes, se propugna que alcancen una formación integral con sentido social (art. 4d). Se establece el servicio social obligatorio como condición previa para la obtención del grado académico (art. 40).

Se propone incluso la directa colaboración con el Estado en el estudio de los problemas nacionales, sin mengua de su carácter esencial de centro autónomo de investigación y cultura (art. 4).

El servicio social que la universidad debe prestar es una seria preocupación de la ley. En ella aparece con suficiente claridad la idea y el ideal de que la universidad está al servicio del país, aunque este servicio se limita un tanto cuando se lo pretende cumplir desde sus «posibilidades técnicas y científicas». Todavía se aclara más este servicio, cuando se lo califica como social y se lo dirige a la elevación del hombre salvadoreño, aunque de nuevo se limita esta «elevación» cuando se le da ese nombre y cuando además se lo específica como «elevación espiritual». Incluso se le propone a la universidad una finalidad estrictamente política cuando se pretende que contribuya a la afirmación de una sociedad democrática y libre, de una sociedad que persigue afanosamente la justicia social.

Formalmente, al menos, la ley ofrece suficiente campo para que la universidad sea lo que debe ser. No haber olvidado esta dimensión esencial de la misión universitaria, es uno de los mayores méritos de sus redactores. Desde esta mayor apertura, deben, por lo tanto, entenderse las críticas que anteriormente hemos hecho de otros aspectos de la ley. Tal vez, la formulación de esta finalidad social podía apurarse más intelectualmente, pero así como está, todavía ofrece un marco lo bastante amplio para que puedan subsanarse los límites de otros apartados. Al aceptarse además que la universidad puede y debe investigar sobre la realidad centroamericana y salvadoreña en particular, la ley está abriendo cauces prácticos para realizar lo que dice querer realizar. Entrados en esta dinámica, los universitarios no podrán menos que radicalizar desde dentro todas las demás funciones y dinámicas de la universidad.

Con todo, no se resalta debidamente que la ciencia universitaria tiene que convertirse en conciencia nacional crítica y operativa del cambio social. En general, se ignora el diagnóstico que merece la actual estructuración de la sociedad. No que la ley debiera formularlo, pero sí tenerlo presente. La ley implica un concepto de universidad y un diagnóstico de la sociedad. Este último no se ha explicitado y el que puede descubrirse como implícito no es satisfactorio: la sociedad está vista como carente del debido desarrollo técnico y a suplir esa carencia parece ir configurada la aportación de la universidad. Tal diagnóstico es bien parcial y puede llevar a graves limitaciones, como las expuestas en apartados anteriores.

Se dirá que hay también un diagnóstico político cuando se insiste en la necesidad, que debe perseguirse afanosamente, de la justicia social, y en la necesidad, asimismo, de constituir una sociedad democrática y libre. Ambas son necesidades urgentes, porque son palmarias y lacerantes ausencias. La observación es, digámoslo de nuevo, justa, pues apunta a uno de los valores más notables de la ley. Silenciarlo sería incorrecto. Por eso, lo resaltamos. Y lamentamos las consecuencias debidas, al no configurar la ley desde este servicio social como determinante del quehacer universitario. Un servicio social que es sustantivamente un servicio político, desde el cual y para el cual debe configurarse toda aportación técnica y profesional. Si ese servicio –por qué no, según los casos– exige investigación inmediata, contacto permanente con la cultura universal, etc., la universidad se abrirá con entusiasmo a todo ello, pero sin perder nunca la clara conciencia y la decidida tendencia a que todo eso contribuya a su fundamental razón de ser. Lo demás sería contribuir a una crasa apolitización politizada de la universidad.

6. A modo de conclusión

En la mesa redonda con que la Universidad Centroamericana «José Simeón Cañas» contribuyó al análisis del Anteproyecto de Ley, y a la que asistió en defensa del mismo el Dr. Juan José Fernández, presidente de la Comisión Normalizadora, tuve ocasión de formular las observaciones y de hacer un enjuiciamiento global del anteproyecto desde la situación histórica en que nació y que es bien conocida.

La ley está fuertemente condicionada por la condición de la que surge. El Dr. Fernández no aceptó que el anteproyecto mostrase una tensión interna entre la voluntad universitaria de sus redactores y la presión política a la que habían sido sometidos. Tal vez malentendió lo que significa presión política, que como tal no implica el que se hayan sometido a indicaciones ni menos a exigencias del poder público. Significa que la situación anterior de la universidad, con su determinada configuración política, presionaba antitípicamente hacia un nuevo tipo de universidad política. Significa que las actividades de la comisión arrancaron de una intervención armada, que exigía una ruptura radical con aspectos muy característicos de la universidad anterior. Significa que muchas de las fuerzas opuestas a la gestión anterior de la universidad desplegaron diligente actividad para hacer de ella un instrumento activo o pasivo, que favoreciera su valoración de la realidad nacional...

 

Dada toda esta suerte de presiones, nos parece un deber reconocer que el anteproyecto es digno de respeto. Dada la intervención recientísima del poder público, podría esperarse una ley que dejara a la universidad despojada de toda autonomía. No ha sido así, y en ello tanto la comisión como el poder ejecutivo se han mostrado prudentes y hasta generosos. La ley podía haber resultado mucho peor; su signo político podía haber sido mucho más entreguista. Haber logrado lo que se logró, en circunstancias tan difíciles, es mérito indiscutible y es prueba suficiente de la vocación universitaria de sus redactores.

Con todo, no sería honesto desconocer los límites de la ley, límites surgidos de la ocasionalidad que le es propia. Todos ellos parecen nacer del miedo a que la inteligencia universitaria contribuya decididamente al cambio social. No es difícil ver que en la situación actual del país, la universidad tiene la ineludible obligación de criticar intelectual y universitariamente la realidad nacional, tanto en sus vertientes técnicas como en sus vertientes políticas. No solo para proponer soluciones y modelos de solución, sino para contribuir a formar una conciencia operativa que potencie o frene, según los casos, las fuerzas operantes en torno al cambio social. Los poderes sociales y políticos debieran ver en la crítica pública de la universidad un elemento indispensable del avance social y el equilibrio social.

La universidad latinoamericana, tal como se la puede apreciar desde esta parcela tan diferenciada de Latinoamérica, como es Centroamérica, tiene un deber ineludible. Ojalá la Universidad de El Salvador acierte a cumplirlo, sacando el máximo partido de la ley que se le ha impuesto.

3 ECA 285 (1972), 435-439. [Nota del editor].

4 Anteproyecto de la Ley Orgánica de la Universidad Autónoma de El Salvador. Texto original publicado en El Mundo, 20 de septiembre de 1972. [Nota del editor].

5 Publicada en el Diario Oficial, tomo n.° 237, pp. 9670-9679. [Nota del editor].

6 Carta de remisión del documento, El Mundo. [Nota del editor].

7 ibidem.

Diez años después, ¿es posible una universidad distinta?

Artículo escrito con ocasión del décimo aniversario de fundación de la Universidad Centroamericana «José Simeón Cañas» (UCA) y publicado en ECA 324-325 (1975), 605-628. Basado en este texto, Ellacuría elaboró una ponencia titulada «La dimensión política de la universidad», leída en Quito, en 1977. En concreto, en la ponencia recogió las secciones primera y tercera. Aquí se incluye un párrafo que no se encuentra en el discurso original, y se han introducido subtítulos entre corchetes.

El 15 de septiembre de 1965 quedaba fundada la Universidad Centroamericana «José Simeón Cañas» con la intención de potenciar la labor universitaria en El Salvador desde lo que pudiera llamarse una inspiración y una vitalidad cristianas. Por múltiples razones no servían, como esquemas orientadores de esta tarea, los estereotipados en las autodenominadas universidades católicas, pero tampoco se contaba con otros distintos, suficientemente explicitados y operativizados. Era más claro el no que el sí: el no a otras formas de hacer universidad, el no a esquemas de solución para el malestar de la universidad latinoamericana, que se estaban mostrando ineficaces para la solución. El camino del no, entendido como proceso creador, es el que iba poco a poco a generar una nueva conciencia y una nueva forma de entender la tarea universitaria.

Fueron primero los hechos, unos hechos balbucientes y ambiguos, ciertamente. Desde esta realidad de los hechos y desde la nueva conciencia liberadora, que desde la década de los sesenta empezó a aparecer en Latinoamérica, fue surgiendo, incipientemente tan solo, una universidad distinta. Este propósito fue formulado oficialmente en el discurso tenido con ocasión del contrato con el BID (8) y fue ampliado en el Manual de organización. (9) Fue también puesto en práctica en una serie de pronunciamientos de los órganos colegiales de la universidad y de las asociaciones estudiantiles, así como en una variada serie de investigaciones y de estudios.

Pasados ahora diez años, vistas las realizaciones y las dificultades, un mínimo sentido de responsabilidad crítica exige reexaminar el camino para ver si los hechos –y no las intenciones– permiten hablar de una universidad distinta. ¿Se ha hecho ya algo en este camino? Las dificultades reales de estos diez años, ¿prueban que es imposible en este medio histórico una universidad distinta, que se dedique efectivamente, desde su propia estructura y tesitura universitaria, a la negación de una sociedad injusta y a la construcción de una nueva sociedad?

Para responder a estas cuestiones, vamos a dividir este trabajo en tres partes: (1) la pretensión de una universidad distinta; (2) el análisis de nuestra universidad desde esa pretensión; y (3) el sentido cristiano de la universidad. En la primera parte, se formulará lo que debiera ser una universidad distinta que pretenda ser fiel, universitariamente, al momento histórico en el que se realiza; en la segunda parte, se discutirá si las condiciones reales en las que se da nuestra universidad permiten realmente acercarse a lo que debiera ser la tarea universitaria; en la tercera, se analizará en qué condiciones una labor universitaria puede decirse cristiana y qué puede aportar la inspiración cristiana al trabajo de la universidad.

1. La pretensión de una universidad distinta

El sentido último de la universidad y lo que es en su realidad total debe mensurarse desde el criterio de su incidencia en la realidad histórica, en la que se da y a la que sirve. Debe mensurarse, por lo tanto, desde un criterio político. Esta afirmación puede parecer, a primera vista, que lleva a una politización desfiguradora de la auténtica labor universitaria, en lo que tiene de esfuerzo teórico por saber y por posibilitar un hacer desde ese saber. Sin embargo, no tiene por qué ser así. Y para que no lo sea, es necesario preguntarse muy explícitamente por la dimensión política de la universidad, porque esta dimensión es un hecho innegable y un hecho de grandísima importancia para su orientación misma. El carácter distinto de la universidad no estará, entonces, en no cumplir con su misión política, sino en cumplirla de otra manera. Esa es la cuestión. Si no se la afronta, además de dar paso a constantes contradicciones internas que tensionan y acaban imposibilitando el trabajo universitario, dejan a la universidad sin norte y, lo que es peor, a merced de presiones incontroladas por ella.

No hay por qué insistir demasiado en la dimensión política de la universidad, en la universidad como uno de los factores de la realidad política. Hablamos primariamente de la universidad aquí y ahora, en El Salvador de 1975, donde solo se dan dos universidades, que controlan en desigual medida y con abismales diferencias de recursos toda la formación estrictamente superior del país. En las condiciones históricas del país, la universidad es uno de los factores importantes de la estructura social, por la cantidad y la calidad de recursos de todo orden que maneja. No es exagerado decir que representa el máximo poder ideológico de la nación, aunque tenga graves dificultades para potenciarlo y para transmitirlo a la conciencia colectiva. Responde en buena medida a lo que en cada caso es la máxima presión social y, o la presión estatal, de modo que queda configurada políticamente por esas presiones, a la vez que, de alguna manera, pueda también servir de presión sobre el poder social y el poder estatal, con multiplicidad de medios directos e indirectos. Constituye de por sí una fuerza considerable, sobre todo si pudiera dar la debida cohesión: tres mil estudiantes universitarios, doscientos cincuenta profesores, tres millones de colones de operación anual, por dar cifras redondas, son, sin duda, en la realidad concreta de El Salvador, una fuerza social de primer orden, al menos en teoría. Son las universidades del país, por otra parte, las grandes productoras de profesionales y, a través de ellos, las grandes contribuidoras a la operatividad del sistema social. Pueden producir los instrumentos operativos, además de los manejadores de esos instrumentos, de las políticas nacionales en el orden económico, en el orden educativo, en el orden técnico, en el orden de la salud pública, etc. Son, finalmente, campo propicio para la actividad de los movimientos políticos, y este carácter propicio muestra indirectamente el carácter politizable de la estructura y de la dinámica universitaria.

La virtualidad política de la universidad es de por sí evidente. Por otro lado, solo ante la incidencia de la universidad en la realidad histórica sociopolítica, se ve lo que ella es realmente. Toda otra consideración es peyorativamente abstracta; negaría lo que es la realidad concreta de la universidad e implicaría la dejación de una de las posibilidades más serias como institución de utilidad pública.

Pero hay dos formas inadecuadas y falsificadas de cumplir con esta misión política. Una, la de contribuir a robustecer el sistema imperante, respondiendo positivamente a sus demandas y, o no perturbando su marcha, mediante un presunto cultivo neutro del saber y de la técnica. Otra, la de enfrentarse con el sistema, sobre todo con esa parte del sistema que es el Estado, según el modo de hacer de un partido político de la oposición o de las organizaciones populares, cuya actividad política está determinada por su objetivo principal de la toma del poder del Estado. La universidad, por su propio carácter crítico, por su necesidad fundamental de racionalidad y de eticidad, no puede reducirse a favorecer indiscriminadamente a ningún sistema político ni a ningún sistema social dado; pero tampoco puede, en el fondo por el mismo talante de racionalidad y de eticidad, abandonar su propio modo universitario de enfrentarse con la realidad política.

Es bastante claro que las universidades latinoamericanas han propendido a caer en una de esas dos formas falsas de politización. Unas veces, por reacción frente a excesivas politizaciones, o, lo que es peor, con el decidido propósito de favorecer a los más favorecidos, se ha dedicado a anestesiar a los estudiantes con la pretensión de un máximo de cientificidad neutra, como si la realidad social no necesitara también de un máximo de cientificidad. Otras veces, por tratar de buscar un máximo de eticidad urgente e inmediatista, se ha ido en busca de una acción política para la cual no se está instrumentalmente preparada y para la cual no cuenta con el poder debido, con menoscabo evidente de la preparación científica y técnica. ¿No será posible una forma distinta de cumplir con la inexorable misión política de la universidad? Es esta pregunta la que nos lleva al tema de una universidad distinta, una universidad que como universidad y universitariamente responda a su misión histórica, una universidad que universitariamente pruebe su eficacia política en la configuración de una nueva sociedad y también en la configuración del poder del Estado.

¿Cuáles serían las características universitarias de esta nueva forma de cumplir con la misión política de la universidad? La misión política de la universidad ya ha quedado definida en los documentos anteriores citados; lo que pretenderíamos ahora es precisar y concretar en qué consiste el modo universitario de realizar una tarea de liberación, para saber si esta tarea es posible de realizar por parte de la universidad y para saber los límites universitarios de su acción. No se puede admitir desde un principio que la única forma pensable de que la universidad realizara una seria acción política en la transformación liberadora de la sociedad, consistiera en dejar de ser universidad al convertirse en organización política revolucionaria. Es ciertamente peligroso referirse a lo no hecho como aquello que no se ha podido cumplir, porque todavía no ha sido posible o porque ha habido dificultades coyunturales que lo han impedido. Pudiera ser que lo que aparece como coyuntural sea, en el fondo, estructural, en cuyo caso las distintas coyunturas imposibilitantes serían tan solo las diferentes máscaras con que se presentaría una misma dificultad estructural. Pero antes de admitirlo, es menester definir con claridad cuáles son las características de la dimensión universitaria, en su obligada necesidad de cumplir con su misión política.

 

El definir estas características tiene la doble ventaja de ayudar a que la universidad vaya en busca de su propia mismidad, de modo que ni presiones ni cantos de sirena la saquen de su propio rumbo, y la de contar con un criterio, según el cual juzgar si desde sí misma, esto es, sin salirse de sí, sin desfigurar su propia realidad, puede contribuir efectiva e insustituiblemente al proceso de transformación nacional, incluso en circunstancias en que las estructuras sociopolíticas dominantes fueran opuestas al modo de esa transformación.

En busca de las características propiamente universitarias de la misión política de la universidad, nos vamos a preguntar: en primer lugar, por el horizonte de la actividad universitaria; en segundo lugar, por el campo propio de esa actividad; en tercer lugar, por su modo de actuación; en cuarto lugar, por su talante fundamental; y finalmente, por su objetivo inmediato.

[1.1. Las mayorías oprimidas como horizonte de la actividad universitaria]

La pregunta por el horizonte de la actividad universitaria es una pregunta por aquello que constituye el punto de vista último y también la finalidad más honda de lo que esa actividad pretende. A esta pregunta podría responderse que es la realidad nacional o, en términos más humanos, el pueblo salvadoreño. Tal respuesta tiene la indudable ventaja de ser estructural y de sobrepasar consideraciones individualistas, pero no tiene en cuenta la actual estructuración de la realidad nacional y del pueblo salvadoreño. La realidad nacional y del pueblo salvadoreño no solo se presentan en términos de injusticia establecida y de violencia estructural, ni solo en términos de dependencia internacional, sino como sociedad dividida, en que las partes tienen intereses contrapuestos, pues la minoría dominante no puede «identificar» los suyos con los de las mayorías oprimidas, pues en su inmediatez contrapuesta, son contrarios, activamente contrarios. Esto no significa necesariamente que no puedan encontrarse entre ambas partes intereses «materialmente» comunes, «coyunturalmente» comunes, pero sí marca una distinción fundamental, respecto de la cual hay que tomar partido.

Pues bien, una universidad de inspiración cristiana no puede tener duda sobre el partido que ha de tomar. No siendo posible, en un determinado momento histórico, la superación anuladora de las diferencias, tiene que ponerse de parte de aquellos sectores que no solo son la mayoría, una mayoría tan aplastante, que ya solo por esta razón cuantitativa puede considerarse como la auténtica representativa de los intereses generales, sino que son la mayoría injustamente deshumanizada. En ese sentido, no pueden ser las clases dominantes el criterio de su orientación, sino los intereses objetivos, científicamente procesados, de las mayorías oprimidas.

Se trata con esto de parcializar la universidad o, por mejor decir, de optar por una de las parcializaciones ineludibles. Cualquier decisión, cualquier acción contribuye al apoyo de una u otra parcialización. Este fenómeno no se da de una manera totalmente pura, pues una misma acción puede servir a intereses contrapuestos, pero el horizonte debe estar claro y asimismo lo debe estar la decisión fundamental para poder acertar en la marcha del proceso histórico. La consideración, en efecto, no puede ser estática ni mecánica; tiene que ser dinámica e histórica, esto es, que atienda al momento presente, pero en cuanto este momento presente prepara un futuro u otro. El futuro pende del presente, pero el presente no se agota en ser preparación del futuro: tiene sus propios derechos y tiene sus propias necesidades. Esta es la razón por la cual puede haber coincidencia de intereses en un presente determinado, pero esta coincidencia no debiera significar la identificación de los procesos. También las líneas que se cruzan tienen su punto de identificación, marchando como van por direcciones opuestas.

De ahí que la universidad ni siquiera deba tener como criterio fundamental y como horizonte último de su actividad los intereses subjetivos de alumnos y profesores, a no ser que estos intereses subjetivos coincidieran con los intereses objetivos de las mayorías oprimidas. El argumento de que los estudiantes pagan no les da derecho absoluto sobre la dirección del trabajo universitario, en cuanto esta dirección implica un horizonte último, por la simple razón de que no financian ni siquiera la totalidad de su educación y, mucho menos, la totalidad de la actividad universitaria; pero, aunque financiaran todo lo que cuestan, tampoco tendrían derecho absoluto –el que no tengan derecho absoluto no significa que no tengan derechos relativos–, pues no tendría esa finalidad de financiación, si no es en función de una determinada estructura de la sociedad que, en definitiva, limitaría y relativizaría ese derecho. Parecido argumento puede hacerse de los intereses subjetivos de los profesores, y todavía con mayor razón, por cuanto ellos reciben un pago por su trabajo y no siempre están identificados con los intereses más generales de la universidad.

Cuestión completamente distinta es cómo se pueden encontrar los intereses objetivos de las grandes mayorías oprimidas desde un punto de vista universitario. En este punto, la aportación de profesores y alumnos debiera ser decisiva, sobre todo si logran ir identificando sus propios intereses privados con los de las mayorías injustamente deshumanizadas.

Si este horizonte de las mayorías oprimidas se toma en serio, si se lo adopta efectivamente como criterio permanente de la organización interna de la universidad en todos sus estratos y de su acción hacia afuera, ya contaría con un elemento esencial para ir encontrando el carácter propio de su misión política. Este horizonte no es, de ningún modo, exclusivo de la universidad; lo debe ser de toda institución que éticamente quiera ponerse en la debida dirección de nuestro proceso histórico, en este momento determinado. Solo que en la universidad repercutirá de un modo propio y la universidad lo servirá conforme a su propia peculiaridad. Los rasgos de su peculiaridad podrán apreciarse en las características que a continuación desarrollamos.

[1.2. La cultura como campo de la actividad universitaria]

El campo o ámbito de actividad universitaria, así como su instrumental propio, es la cultura. La expresión no es muy feliz, porque la cultura propende a ser entendida como el patrimonio de las clases cultas, esto es, de las clases opresoras y de los individuos que están a su servicio y que reciben de aquellas su apoyo y su sustento. Sin embargo, corregida de su carga clasista y de su carga puramente contemplativa, puede y debe mantenerse. La razón de mantenerla es, precisamente, la de subrayar la mismidad de la universidad y de impedir que esta se desvirtúe en su tarea política. La especificidad universitaria, en una correcta teoría de la división del trabajo, debe ser mantenida; de lo contrario, regresamos a un primitivismo absurdamente ahistórico, que privaría a los que no tienen voz de uno de sus puntos de apoyo fundamentales.