Teoría y práctica del análisis de conflictos ambientales complejos

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Las ciudades del Sur, para lograr el anhelado progreso y civilidad moderna, no solo deben seguir cumpliendo con las funciones socioeconómicas productivas y extractivas atadas a las relaciones poscoloniales bajo la esfera de poder de las nuevas potencias (Inglaterra, Alemania y Francia), sino además disciplinarse y aclimatar la producción discursiva urbanista del Norte. De acuerdo con Valdivia (2000), la Town Planning Conference, de 1910, combinaba elementos de las tradiciones alemana (Städtebau), francesa (la École des Beaux-Arts) y anglosajona (planning). El city planning se encargaría de producir ambientes urbanos y subjetividades que cultivaran en las poblaciones citadinas unas ciertas formas de movilidad, civilidad y urbanidad, ligadas a la producción de los nuevos espacios urbanos: bulevares amplios y arborizados, galerías comerciales, parques y coliseos para incentivar la práctica de deportes y servicio de transporte urbano (tranvía y tren) para garantizar la movilidad como principio rector de la modernidad, etc.

A partir de 1920, el movimiento modernista gravitó alrededor de los Congresos Internacionales de Arquitectura Moderna (CIAM). Sus principios fueron más tarde reunidos por Le Corbusier, en 1943, en la Carta de Atenas, redactada en el IV CIAM. Sus claves se dieron en cuatro funciones principales, que pueden rotularse como biopolíticas:

Garantizar alojamientos sanos […]; organizar los lugares de trabajo […]; prever las instalaciones necesarias para la buena utilización de las horas libres, buscando que sean benéficas y fecundas […]; establecer una red circulatoria que garantice los intercambios respetando las prerrogativas de cada una. (Le Corbusier, 1989, p. 119)

Sin embargo, a pesar de los repetidos intentos hechos para disciplinar las urbes del Sur, sus ciudades eran, y continúan siendo, el resultado de la necesidad y de las actuaciones de otras fuerzas que las modelan con mayor eficacia, como planteó Aprile (1991, 1992) para el caso colombiano. En este mismo sentido, Puente Burgos anota:

La forma más característica de desarrollo urbano desde los tiempos pre-coloniales hasta el presente en América Latina, como lo expresan (Gilbert et al., 1982, p. 5) [sic] ha sido la vivienda no planificada, ya que el planeamiento formal ha sido reservado para los edificios y áreas urbanas dedicadas a las funciones religiosas, administrativas, ceremoniales y de vivienda de la élite. (2005, p. 6)

Las dinámicas socioeconómicas actúan de dos maneras paralelas y articuladas en la construcción de la ciudad: una parte de ella, la ciudad de la élite, es construida formalmente bajo los parámetros urbanos importados en boga en las metrópolis, la otra parte, la más grande, pobre y excluida, debe ocupar las periferias y los bordes al margen de los procesos de planeación, sujeta a los viejos dispositivos coloniales segregacionistas —el denominado dispositivo de blancura20 y la segregación socioespacial.

La informalidad urbana como anormalidad

La ilegalidad urbana —como es, en muchos casos, todavía vista y rotulada por la disciplina urbanista— es, en realidad, el resultado de la búsqueda de satisfacción de la necesidad fundamental de un techo en la ciudad, la base mínima para el agenciamiento del sustento (Torres, 1993). Lo que los urbanistas han percibido como un problema, para los pobres es una solución (Turner, 1988), la autoproducción del hábitat. La construcción “espontánea” de las ciudades en Colombia ha sido consecuencia de la acción combinada de distintas dinámicas culturales, económicas, políticas, sociales e institucionales que operan en varios niveles (Martínez, 2007).

La informalidad urbana se ha conceptualizado desde los saberes del urbanismo a partir del análisis de un conjunto de “falencias”. Puente Burgos (2005) sintetizó tres grandes rasgos de los asentamientos autoproducidos:

Inconformidad con las normas: los asentamientos autoproducidos no cumplen con las normas, ya sea porque: a) se encuentran ubicados en áreas no planificadas para expansión urbana, fuera del perímetro urbano, b) ocupan áreas de riesgo por inundación o remoción en masa, entre otros, o c) se hallan en áreas de interés para la conservación (Puente Burgos, 2005, p. 20).

Inconformidad con la planeación y la situación legal: esto se asocia al incumplimiento de las regulaciones del uso del suelo, de allí la denominación de ilegal o pirata.21 No obstante, la ilegalidad puede tener distintos orígenes, como: la ocupación de la tierra, el registro de la propiedad, las formas de subdivisión, la regulación de uso del suelo y la naturaleza o tipo de construcción (Organización de las Naciones Unidas y Comisión Económica para América Latina y el Caribe, 1996, p. 102).

La forma de crecimiento originada: la vinculación a alguna de las teorías urbanísticas y el concepto de ciudad tienen que ver con las deficiencias de las características físicas y los procesos constructivos realizados, los materiales utilizados y el precario acceso a servicios y equipamientos. Puente Burgos (2005) anota que al fenómeno de la urbanización informal se le han dado numerosas denominaciones asociadas a juicios de valor y cargas valorativas.

Por ello, es común que los conceptos surjan de posiciones ideológicas o construcciones epistemológicas producidas por grupos sociales que tienen interés en que las cosas se vean de una cierta manera. Las categorías anormales implican una fuerte violencia simbólica, al producir ciertas subjetividades “desviadas” —“los ilegales”— como una percepción generalizada y validada en la sociedad en el ejercicio de violencia sobre actores dominados, quienes, a su vez, a través de tácticas paternalistas y de formación de clientelas, legitiman y perpetúan esta dominación. El dominador asume que su posición es justa y, ante todo, necesaria para mantener un orden social determinado, por eso a través del loteo ilegal y los tierreros se configuran y articulan las redes clientelistas entre las comunidades y los caciques políticos, en las que se comparten fidelidades y “beneficios” para las poblaciones marginalizadas en los barrios informales de las periferias y los bordes, a través de las JAC, materializadas en servicios, infraestructuras y programas asistencialistas.

La informalidad ha sido percibida y producida desde las estructuras de poder y saberes hegemónicos, como el urbanismo y la planeación del desarrollo urbano, como algo “anormal” o “incompleto”. Así, desde mitad del siglo XX, se produjeron los conceptos y categorías de urbanización informal,22 espontánea,23 ilegal, pirata, clandestina, subnormal, progresiva o incompleta.

Estas categorías anormales se alinean con el concepto de subdesarrollo planteado por Arturo Escobar (1998) en La invención del Tercer Mundo, que, como explica Bourdieu, por efecto del poder simbólico, construye narrativas y escenificaciones que se transforman en discursos de verdad. Sus denominaciones corresponden a lo que Escobar ha llamado la producción económica y sociocultural del subdesarrollo, percibido este como la ausencia de algo, la carencia de algo, incivilizado, ligado a la pobreza, a la marginalidad y a la ausencia de recursos y capacidades (Escobar, 1992; Esteva, 1992).

Por lo mismo, deben ser intervenidos por mecanismos de seguridad, para lograr ser completados o, por lo menos, “mejorados” bajo los parámetros formales, de la misma manera que los proyectos de planeación del desarrollo en los denominados “países subdesarrollados”. De esta forma, los barrios deben ser intervenidos y regularizados para ser mejorados, sin tener en cuenta que desde el mismo surgimiento de las ciudades en Latinoamérica la ciudad formal se construyó para los “blancos” peninsulares, mientras que el obtener un techo en esa misma ciudad para un migrante mestizo, negro o indígena era responsabilidad propia.

Transformación de las percepciones sobre la informalidad

Durante los años sesenta, en medio del auge del modelo intervencionista y de planeación del desarrollo y en el contexto de la Guerra Fría, se evidencia en las ciudades del Sur un auge de la informalidad, así como de la protesta y de los movimientos reivindicativos populares asociados a los movimientos políticos de izquierda, tanto rurales como urbanos; esto estuvo acompañado de una gran producción académica en torno a los barrios populares, con importantes impactos sobre los cambios en las percepciones sobre esta forma de construcción de ciudad (véase Harvey, 1977; Lefebvre, 1978; entre otros).

Este fenómeno tendría sus antecedentes en la incorporación, desde los años cincuenta, en los Estados Unidos, de las ciencias sociales aplicadas y el descubrimiento de “lo cultural”, que poco a poco fue permeando las iniciativas desarrollistas y de planeación urbana; precisamente el carácter instrumental de esta última exigía y se legitimaba en las ciencias sociales. Elementos como la identidad compartida asociada a la pertenencia a un territorio; el papel de origen cultural de la población, los contextos, tejidos sociales y cotidianidades en los barrios marcados por la pobreza, la exclusión y la búsqueda del sustento, y la necesidad de indagar sobre fenómenos como los procesos organizativos dirigidos al logro de objetivos comunes —en el caso de los “informales”, fundamentalmente, la búsqueda de la legalización como pasaporte a la obtención de servicios básicos indispensables para la comunidad— son elementos tenidos en cuenta por los discursos sociotécnicos moderados y radicales, como ya se pudo apreciar.

Por esta misma época, los planificadores urbanos modernos dejan de percibir y entender la ciudad como un sistema cerrado susceptible de ser ordenado, para tratarlo como un sistema funcional abierto que incorporaba flujos, interacciones y entradas y salidas en cada una de sus dimensiones; en palabras de Jacobs (1973, p. 453), “las ciudades son problemas de complejidad organizada”. Las dinámicas sociales, para sorpresa de los expertos, producen efectos identificables sobre el territorio; emerge en consecuencia el denominado giro espacial, que se consolidará a partir de los años ochenta, así como surgen o se rescatan conceptos como el de hábitat, que son progresivamente enriquecidos con los nuevos aportes de la sociología, la antropología y el trabajo social.

 

Así, el hábitat es entendido

como un conjunto complejo de articulaciones entre los atributos y dimensiones que tienen lugar en los territorios. Los atributos son: suelo, servicios públicos, vivienda, equipamiento urbano, transporte, espacio público físico y patrimonio arquitectónico. Por su parte, las dimensiones se encuentran constituidas por: política, económica social, ambiental y estético cultural. (Giraldo, Bateman, Ferrari y García, 2006, p. 28)

La autoproducción del hábitat, vista en parte como la autoproducción de vivienda y un componente importante del sustento y los medios de vida, por parte de grupos pobres, migrantes y vulnerables en la ciudad, comienza a ser indagada y a ser vista por la academia ya no como una anormalidad, sino como una regularidad articulada a fenómenos estructurales políticos, económicos y sociales en otras escalas.

En palabras de Torres-Tovar, la autoproducción del hábitat

es un fenómeno generalmente negado o rechazado por quienes definen las políticas de vivienda, y en consecuencia se malogra un enorme potencial social, una gran capacidad popular, una fuerza creativa y participativa presente en las comunidades urbanas, lo cual podría servir para que las familias tuviesen mejores viviendas en una ciudad mejor. (2007, p. 68)

Sin embargo, para Vernez se constituía en una forma propia de solucionar un problema que al tiempo era resultado de las fallas de la política pública en Latinoamérica: los asentamientos informales no debían percibirse como obstáculos o defectos de la planificación, sino como un hábitat propio de comunidades en procesos de transición de sociedades rurales a urbanas, más aún, declaraba cómo tanto las políticas erradas como el laissez faire habían estimulado el crecimiento de urbanizaciones clandestinas (Ramírez Ríos, 2011, p. 123).

Las ideas y nociones de derecho a la ciudad y al hábitat se asociaron con la transformación y enriquecimiento de las nociones sobre pobreza y los mecanismos de seguridad, que pasaron de la simple medida de las necesidades básicas insatisfechas, las carencias económicas y la incapacidad de consumo a conceptualizaciones mucho más complejas y multidimensionales. La concepción del hábitat está implícita en el derecho a la ciudad enunciado por Harvey (1977) y Lefebvre (1978), y definido por este último como: “El derecho a una vida urbana transformada y renovada donde se recobren e intensifiquen las capacidades de integración y participación de sus habitantes” (1978, p. 138).

En la actualidad, y desde las perspectivas de la ONU-Hábitat, el abordaje de la ciudad se dirige hacia el concepto de hábitat que busca concebirla de una manera holística. El hábitat es un referente simbólico y social que piensa al ser humano desde una perspectiva multidimensional (Giraldo et al., 2009, p. 24). Desde esta perspectiva, la complejidad del fenómeno urbano se puede analizar “a partir del conjunto de las múltiples interrelaciones existentes entre los elementos que estructuran el espacio urbano histórica y socialmente” (Giraldo, 1999, p. 171).

Sin embargo, a pesar de estos cambios en las percepciones de las dinámicas de autoproducción del hábitat en la ciudad, las categorías informal e ilegal, entre otras similares, se siguen utilizando y generan conflictos ambientales como el que ocupa a este trabajo, los cuales se tornan aún más complejos cuando las dinámicas de agenciamiento del techo y el sustento se articulan al dispositivo de la gubernamentalidad, a través de redes clientelistas que irónicamente las mantienen y estimulan. Estos conflictos también se agudizan frente a nuevos fenómenos, como la desregulación de la planeación urbana o las fuertes dinámicas de regulación y gestión de los recursos naturales, a partir de los años ochenta, y la puesta en marcha de estrategias de ordenamiento territorial derivadas del “giro espacial”, las cuales terminan por complejizar el conflicto con nuevos ingredientes problemáticos, en particular cuando las dinámicas de expansión informal concurren en predios situados en los bordes urbanos que están afectados ya sea por situaciones de riesgo o por haber sido declarados como áreas de conservación.

El clientelismo como dispositivo de articulación a la normalidad y la gubernamentalidad

Las juntas de acción comunal

El clientelismo ha sido estudiado como mecanismo clave para explicar el funcionamiento de los partidos tradicionales (Liberal y Conservador) en Colombia. Puede definirse como un sistema de intercambios asimétricos e informales que distorsionan el sistema político (Aunta-Peña, 2009). Algunos de los investigadores del tema en Colombia han sido Losada (1984) y Ocampo (2003), entre otros.

La participación como estrategia política de integración fue instaurada de arriba hacia abajo tanto en los ámbitos urbanos como en los rurales. De acuerdo con Alfonso Torres, durante el Frente Nacional24 la gubernamentalidad, al crear la figura de las JAC, en 1958, buscaba controlar las formas organizativas ciudadanas. En Bogotá tuvieron especial impulso,

convirtiéndose a lo largo de las dos décadas siguientes en la única forma asociativa barrial reconocida por las autoridades y en el único vínculo de los pobladores con el Estado para la consecución de sus demandas. Así, al comenzar la década de los ochenta existen más de mil JAC con más de medio millón de afiliados. (1993, p. 49)

Gilbert y Ward (1987) coinciden con Torres en que las JAC, como estructuras derivadas del Frente Nacional, buscaban, por una parte, reducir los conflictos políticos entre los dos partidos tradicionales y, por otra —frente a la situación muchas veces desesperada en términos de servicios básicos fundamentales para la sobrevivencia y equipamiento en los barrios informales—, facilitar las dinámicas de agenciamiento comunitario para lograr un mínimo de provisión de infraestructura básica. Lo que sucedió en la práctica fue que se terminó por instaurar un dispositivo clientelista como canalizador de las demandas de los grupos más pobres de población a través de los líderes políticos tradicionales, las juntas ejercían la vocería de las demandas de los barrios, al tiempo que legitimaban la vocería política de los partidos, es decir que el clientelismo emergió, precisamente, por cuenta de la propia gubernamentalidad.

Arango (1981) denunciaba, caso por caso, las prácticas de los urbanizadores piratas, sus enormes beneficios, las estafas generalizadas, la corrupción de los funcionarios y las pirámides clientelistas a las que se adscribían las JAC de los barrios de Bogotá en los años setenta. Según cifras citadas en Vernez (1974), en 1970 el 45,3 % de las familias bogotanas vivían en barrios piratas, en 1977 el 45 % de las urbanizaciones eran ilegales, el negocio de la urbanización ilegal era tan beneficioso para todos que para 1978 ya el 70 % de los barrios eran informales (Arango, 1981, p. 280).

Gloria Ocampo, en un estudio hecho en la ciudad de Montería a propósito de la vigencia de las redes clientelistas en la actualidad, establece que

en los barrios populares el centro de la actividad política es la negociación de los votos, y en las calles se observan las hojas de zinc —para los techos— y los túmulos de balasto que depositan, frente a las casas o en las calzadas, las volquetas contratadas por los políticos para distribuir el material con que pagan los votos […]. Por su parte, la comunidad cumple retribuyendo al político con el voto. Prestaciones y contraprestaciones posteriores refuerzan la relación entre ambos y la prolongan en el tiempo, dando lugar a redes de clientelas que incluyen políticos de distintos niveles según la organización piramidal del sistema político, así como redes de parentesco o vecindad. Para referirse al comercio de votos la gente habla de dar el voto; el voto se le da a alguien, quien debe devolver algo tangible a cambio. (2003, pp. 253-255)

El modelo clientelista continúa vigente en virtud de la insoslayable necesidad de articular los barrios autoproducidos al dispositivo de gobierno de la ciudad. En principio, y de acuerdo con Duhau (2002), son dos las principales funciones que debe cumplir el aparato de la gubernamentalidad con respecto a los barrios informales. La primera, incorporar y legitimar la integración de estos asentamientos a la ciudad, mediante el otorgamiento de validez jurídica al loteo de predios y la estructura urbana resultante del proceso de urbanización. La segunda, otorgar validez jurídica a los actos de posesión de predios por parte de los pobladores. Es claro que el clientelismo como dispositivo de articulación a la gubernamentalidad encuentra en la urbanización informal un campo muy provechoso de acción.

Los giros en las lógicas del urbanismo y la agudización de la intratabilidad

Un efecto no previsto de las dinámicas y políticas dirigidas a construir barrios obreros a mediados de siglo en el Norte, y durante los años sesenta y setenta en el Sur, fue el deterioro paulatino de los centros de las ciudades. A partir de los años ochenta estos barrios serán gestionados con el fin de producir grandes proyectos de renovación urbana y grandes plusvalías. Las intervenciones dirigidas a “rescatar” los centros de las ciudades de la marginalidad y la pobreza —el movimiento de ciudad bella25 en Europa, por ejemplo— han generado un provechoso ciclo de expansión inmobiliaria denominado gentrificación.26

En adelante, y hasta la fecha, muchos de los antiguos barrios obreros o autoproducidos, una vez legalizados serán objeto de procesos de gentrificación y en consecuencia “reciclados”, con grandes beneficios, para ser ofrecidos a grupos sociales de ingresos altos. El considerable aumento de los precios de finca raíz en sectores como Chapinero Alto, estimulados por las enormes deficiencias del transporte público, ha impulsado progresivamente este fenómeno de gentrificación; los barrios, una vez legalizados mediante gran esfuerzo por parte de las JAC, son negociados en su totalidad o en parte por grandes empresas constructoras, irónicamente, por intermedio de los líderes de las mismas JAC, tal como ha sido el caso de grandes proyectos inmobiliarios llevados a cabo en predios de los barrios antes ilegales de Juan XXIII, Los Olivos y Bosque Calderón (véase Valenzuela, 30 de septiembre de 2014, y Valenzuela y Téllez, 23 de junio de 2014).

Debe resaltarse que durante la década de los ochenta se evidenciaron cambios en el accionar del aparato de la gubernamentalidad en apariencia contradictorios: por una parte, se producen un gran número de normas ambientales, por otra, la planeación del crecimiento urbano entra en una clara fase de desregulación y transferencia de funciones públicas a privados, como es el caso de las curadurías, la salud, la educación y los servicios públicos (véase Cortés Solano, 2007).

Si bien con el “giro espacial” y las consideraciones ambientales en la planeación urbana a partir de finales de los años ochenta se comenzaron a involucrar consideraciones sobre el uso de recursos naturales, los patrones de consumo y la huella ecológica de las ciudades,27 se fueron desdibujando los estudios sobre barrios populares, tan en boga en la década anterior, desde la perspectiva del realismo crítico y el marxismo, justo cuando el reciente triunfo del neoliberalismo evidenciaría su pertinencia para explicar sus graves efectos sobre la sociedad y la naturaleza (Brand, 2001).

Se produce un gradual replanteamiento del papel y la función de las ciencias sociales en la gestión del territorio y sus recursos, ligado a las nuevas normativas de ordenamiento territorial. El viraje de los intereses académicos se dirige ahora a estudios locales micro, donde se profundizará en las identidades y los lugares construidos por grupos de población particulares según etnia, origen, religión, etc. Emergen como campos académicos una multiplicidad de teorías interpretativas, construccionistas y “antifundacionalistas”, dirigidas a identificar significados en contextos inmediatos, y se interpretan los datos desde nuevas teorías sociales centradas en la identificación y el análisis de las prácticas cotidianas, las actitudes, las etnografías y los análisis discursivos (Brand, 2001; Connolly, 2013).

 

En las academias la emergencia de las teorías posmodernistas, de la teoría sistémica y el posicionamiento del discurso del desarrollo sostenible sustituyeron los estudios sobre marginalidad, segregación socioespacial, el papel del Estado, la lucha de clases, la crítica al capital y los grandes poderes, así como la crítica a las prácticas políticas, el clientelismo y la corrupción asociada a ellos, de manera que desaparecen gradualmente como categorías de análisis del panorama académico. En el caso colombiano, la planeación urbana a continuación se limitará al cumplimiento de normas jurídicas, como por ejemplo la Ley 388 de 1997: “Las necesidades del conocimiento experto se reducen a las prácticas de la gestión de proyectos y la administración de empresas (el Sisbén o el downsizing de las administraciones territoriales)” (Brand, 2001, p. 23).

Más aún, con la entrada del pensamiento posmoderno se da lugar al abandono de la tradición crítica basada en la economía política marxista. Las ciencias sociales dejan de ser importantes y toman el mando las disciplinas asociadas a lo espacial y territorial, lo que genera enormes vacíos analíticos y sesgos académicos en el análisis y tratamiento de este tipo de conflictos, así como de las dinámicas sociales urbanas y sus relaciones con problemáticas estructurales.

A partir de los años noventa los programas de atención a los “barrios marginados” serán parte de las políticas de lucha contra la pobreza urbana.28 Los recursos de los municipios y los proyectos de mejoramiento se dirigirán, preferencialmente, al norte de la ciudad, lo que deja al sur y al occidente en manos de la “autoorganización”, la organización comunitaria y el clientelismo, otra forma más de extraer recursos como el trabajo y, en muchos casos, materiales de las comunidades en los proyectos de construcción de vías barriales, escuelas, salones comunitarios, alcantarillado y acueducto.

La planeación urbana como práctica social del Estado capitalista en adelante guardará como función principal garantizar las condiciones generales necesarias para la reproducción del capital, incapaz de incidir significativamente en el mejoramiento de las condiciones generales de las crecientes poblaciones de desposeídos urbanos producidos por el paradigma neoliberal (Brand, 2001).

Esta situación ha tenido como consecuencia sumar otro obstáculo a la ya difícil tarea de transformar los conflictos ambientales causados por los desarrollos informales, la débil capacidad de los profesionales y funcionarios para comprender las dinámicas sociales, económicas y culturales alrededor de temas como la pobreza y la autoproducción del hábitat, y, más aún, para comprender los conflictos y sus complejas interrelaciones, así como el desdibujado papel del Estado y la función de este, no solo en la provisión de bienestar, sino en la prevención y transformación de los conflictos.

En últimas, quienes configuran el territorio son sus actores, según su grado de poder y su nivel de acceso a recursos y a su control. En los bordes y las periferias, como ya se vio, la capacidad de control del aparato de la gubernamentalidad es, por múltiples razones, muy limitada, en consecuencia, son “otros” los actores que con sus agenciamientos configuran el territorio. Como se estableció al presentar la noción de intratabilidad, Azar identificó el papel que desempeña la lucha por necesidades fundamentales en la permanencia y recurrencia del conflicto, desafortunadamente no es posible llegar a negociaciones o acuerdos respecto a las necesidades fundamentales. Desde la perspectiva de las comunidades asentadas en San Isidro, la causa principal del conflicto es la ausencia de reconocimiento y atención en sus necesidades fundamentales como ciudadanos, por lo cual no han tenido más opción que agenciar sus limitados recursos utilizando distintas tácticas, que han evolucionado en el tiempo, en asocio con redes clientelistas, la Iglesia católica, fundaciones sociales y ONG, entre otras.

En este trabajo, el enfoque de medios de vida es articulado, como se vio en la sección correspondiente al territorio y los bordes, en la medida en que se considera que el territorio es consecuencia y efecto directo de las características, magnitud y orientación de los agenciamientos de los actores presentes en él. Por esta razón, se hizo énfasis especialmente a la identificación y análisis de los agenciamientos comunitarios de los recursos físicos y naturales a disposición de los pobladores, y de sus efectos conjuntos sobre la configuración del territorio, como uno de los objetivos planteados al inicio de la investigación, teniendo en cuenta que las comunidades están asentadas en un territorio de ricos recursos naturales y, además, en uno de los suelos más costosos y demandados de la ciudad, a diferencia de otras comunidades de barrios informales ubicadas en áreas fuertemente deterioradas, como corresponde, por ejemplo, a comunidades del Mochuelo, en las inmediaciones del relleno sanitario Doña Juana, o las comunidades de Ciudad Bolívar o Cazucá.

Estrategia metodológica en tres niveles para analizar los conflictos ambientales con rasgos de intratabilidad

El nivel macro: discursos hegemónicos, poder simbólico e intratabilidad

El orden bipolar del poder que emergió con el fin de la Segunda Guerra Mundial fue progresivamente socavado a partir de una serie de sucesos cuyo hito final fue la caída del Muro de Berlín, en 1989, y el posterior colapso de la Unión Soviética, con repercusiones globales sobre los órdenes cultural, político y económico, así como sobre las relaciones entre los países del Norte y el Sur. Sucesos que marcarían el inicio de una nueva era de capitalismo feroz neoliberal y globalizado, que mercantiliza todas las esferas de la existencia humana e instrumentaliza un “ambientalismo” y “participación” resignificados por el capital.

Estocolmo y la emergencia del discurso de la conservación

El movimiento ambientalista de los años setenta promovía el discurso del desarrollo alternativo a partir del reconocimiento de tres graves problemáticas mundiales: 1) los agudos procesos de deterioro de los recursos naturales y ecosistemas, 2) la incapacidad del planeta para mantener los acelerados niveles de crecimiento económico y demográfico manifiestos —el Club de Roma y Limits to growth (de Meadows et al., 1972)— y 3) el escalamiento de la pobreza. A pesar de sus intentos de cambio y de abogar por la conservación, el crecimiento económico se mantenía como la medida de la salud nacional y social. Sin embargo, para mantener la dinámica de expansión capitalista es necesario involucrar cada vez más territorios, personas y recursos a los circuitos de producción y consumo, y este proceso de “integración” de “nuevos territorios”, con sus recursos y pobladores, ha generado y continúa generando conflictos.29

Ahora que la conservación y las formas de alcanzarla emergieron en Estocolmo como herederas de una construcción cultural orientalista,30 su pretensión es que para conservar es fundamental aislar un espacio natural de su entorno como si se encontrase en una campana de Boyle. Esta idea se concibió sin tener en cuenta las interrelaciones e interdependencias entre las partes que conforman los ecosistemas como un todo, lo que llamamos naturaleza, donde todo está interrelacionado; por no tenerse en cuenta este aspecto, se han desatado las actuales crisis civilizatorias.31