Teoría y práctica del análisis de conflictos ambientales complejos

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Con las “independencias”, las instituciones de gobierno, creadas de manera superpuesta al aparato de administración colonial y luego vinculadas a un nuevo dispositivo poscolonial extractor, permanecieron bajo la tutela de los saberes y nociones eurocéntricas, manteniendo las concepciones hegemónicas de superioridad cultural y racial y de desprecio por la población aborigen local, su supervivencia, bienestar o el uso adecuado de los recursos naturales (Quijano, 2000).

Los países de Latinoamérica se alinearon al modelo de gobierno republicano francés en boga y al discurso económico liberal eurocéntrico, el cual mantuvo y ratificó al Sur como exportador neto de recursos naturales y concretó unas formas asimétricas de intercambio desigual y de dominación que permitieron su articulación al modelo poscolonial de división internacional del trabajo, papel que hoy bajo la lógica neoliberal ha sido reactivado y potenciado.

Toda esta reflexión tiene por objeto poner de relieve la incapacidad de la gubernamentalidad y de sus mecanismos en los países del Sur para desmarcarse de este pasado colonial y del acoplamiento de tecnologías de poder (modernas y premodernas), cuyas consecuencias en las dimensiones económica, social, política, institucional y cultural15 son el mantenimiento de un conjunto de pautas y regularidades culturales (habitus) que depreda los recursos naturales, con poco interés por la supervivencia de las poblaciones locales y que se ampara en la excusa actual de la búsqueda del “desarrollo económico”, la competitividad o la internacionalización de sus economías, basadas en la extracción minero-energética o en la producción de commodities (Quijano, 2000).

En efecto, desde los estudios eurocéntricos del conflicto, los abordajes a la intratabilidad no han tenido en cuenta el papel que cumplen en su emergencia la colonialidad del saber, el poder simbólico, los discursos hegemónicos —como los de desarrollo, desarrollo sostenible o conservación— y sus prácticas en el Sur, ingrediente central de los conflictos por recursos naturales con rasgos de intratabilidad.

Conflictos por recursos naturales generados por iniciativas de desarrollo

Este campo de estudios, como su nombre lo indica, aborda las relaciones entre la puesta en marcha de distintas iniciativas dirigidas a promover el desarrollo y la emergencia de conflictos por recursos naturales.

En la actualidad, un creciente número de conflictos por recursos naturales emergen por causa de los efectos de megaproyectos, cuyas externalidades negativas, costos y beneficios, son repartidos inequitativamente entre los actores involucrados y terminan por destruir la base natural de la que dependen grandes grupos de población para su supervivencia.

En repetidos casos, los megaproyectos de infraestructura y comunicaciones, productivos petroquímicos, mineroenergéticos, entre otros, desatan graves problemas de salud pública por causa de la contaminación con sustancias nocivas del agua, el suelo o el aire, como ha sido documentado por la economía y, sobre todo, por la ecología política, que los ha definido como conflictos redistributivos.

La literatura académica desde este campo de estudio ha investigado y analizado numerosos conflictos causados por la minería, la explotación de hidrocarburos y la construcción de megaproyectos productivos. En su trabajo han registrado sus efectos sobre la naturaleza y los grupos de población locales, usualmente los menos poderosos pero los más afectados negativamente (Alimonda, 2002, 2011; Gudynas, 2005, 2007; Martínez-Alier, 2004, 2006; Sabatini, 1997a, 1997b).

En efecto, este grupo de autores, por ejemplo, ha examinado numerosos conflictos socioambientales, o también denominados conflictos redistributivos, en los países del Sur, que han sido la base para elaborar una tipología de conflictos por recursos naturales asociados a iniciativas productivas “de desarrollo”, y de los movimientos sociales que buscan detenerlas.

Este campo de estudios interdisciplinario, que combina elementos de la ecología, la economía política, la antropología y la teoría crítica posestructuralista al desarrollo, utiliza como conceptos centrales las categorías de conflictos ambientales, conflictos socio-ambientales, conflictos redistributivos o ambientalismo de los pobres (Alimonda, 2002, 2011; Martínez-Alier, 2004; Gudynas, 2005, 2007).

Es importante resaltar de manera especial los conflictos generados por megaproyectos de extracción minera y de hidrocarburos que se han tomado a Latinoamérica, y, en particular, a Colombia en las últimas dos décadas. Se puede decir que, en el actual contexto neoliberal, los proyectos de los que dependen las economías del Sur o son extractivos o dependen en gran medida del sector primario (Alimonda, 2002, 2011).

En este sentido, el Atlas de Justicia Ambiental ha identificado la intensidad y recurrencia de los conflictos asociados a prácticas extractivistas en Colombia. Así en marzo del 2014 se reseñaron 73 conflictos ambientales en Colombia, y en 2018 se reseñan más de 110. Según estos datos,

las exportaciones de origen primario, incluyendo las manufacturas basadas en recursos naturales pasaron de representar el 77 al 80 % del total entre 1990 y 2011. Pero además esta reprimarización tiene un gran sesgo hacia el sector minero-energético. Por un lado, este sector incrementó su participación en el PIB de 2 % al 11 % entre 1975 y 2012. Por otro lado, crecía su dinámica exportadora. En el caso del petróleo y sus derivados, las exportaciones pasaron de 8 % a comienzos de los setenta, hasta más del 50 % del total de ventas al exterior en 2012. Por su parte, el carbón y el ferroníquel alcanzan en este año el 12 y 2 % respectivamente. En síntesis, para los últimos años cerca del 64 % de los productos exportados provienen del sector minero-energético. (Justicia Ambiental, 2014)

En los conflictos socioambientales los actores se enfrentan para exigir una distribución más equitativa de los costos y beneficios de las actividades extractivas y productivas, y la eliminación, disminución, mitigación o compensación de los impactos sociales y ambientales negativos generados, tales como el aumento de la inseguridad, los impuestos y el costo de vida, asociados al incremento en las demandas de alimentos, vivienda, salud, educación y recreación, entre otros, los cuales acarrean la llegada de un gran número de población trabajadora o flotante, así como las dinámicas de ruidos, malos olores y contaminación del aire, la tierra y el agua; impactos negativos que, en su conjunto, disminuyen la calidad de vida y el bienestar de la población local (Boyce, 1994; Duraiappah, 1998; Gudynas, 2005, 2007).

Algunos estudios especializados desde esta perspectiva asocian el conflicto al débil papel que desempeñan los megaproyectos en el desarrollo local y territorial, caracterizados, generalmente, por actuar como economías de enclave. Desde la perspectiva de la función que cumplen las comunidades y los Gobiernos locales y regionales, estos tienen un papel frágil y limitado, en particular en la planeación de las actividades y la toma de decisiones.

Adicionalmente, y por lo general, hay un bajo cumplimiento de normas y responsabilidades sociales, laborales y ambientales; las autoridades tienen un bajo control y monitoreo de los impactos negativos, así como poca o ninguna incidencia en la toma de decisiones o sobre los mecanismos para la redistribución. Es claro que los débiles Gobiernos locales son rebasados por relaciones de poder asimétricas con el Gobierno central y grandes transnacionales, lo que limita su capacidad real de gobierno, comando y control, así como su labor de asegurar el acceso a la información para garantizar la transparencia en la toma de decisiones y en la rendición de cuentas a la ciudadanía.

Las decisiones “de desarrollo” son legitimadas por estructuras, pautas culturales y sociales históricamente construidas y aceptadas (habitus), como el centralismo, el caciquismo o la formación de clientelas políticas como única forma de acceder a recursos, servicios básicos fundamentales o a algún tipo o participación en las regalías de las dinámicas extractivas recibidas por los megaproyectos. En ocasiones, las asimetrías de poder pueden comprometer la supervivencia de uno u otro grupo social, como es el caso de grupos minoritarios, excluidos, segregados y sometidos por otros más poderosos, que pueden llegar a participar en procesos de genocidio, como sucede en este momento con la mayoría de los pueblos indígenas colombianos, hoy al borde de la extinción. Un ejemplo dramático actual es el de las etnias wayuu, awa o nukak makú, en Colombia, y de muchas otras alrededor del mundo (Duraiappah, 1998; Boyce, 1994; Serje, 2003).

Así las cosas, son las comunidades, por regla general, quienes afrontan los efectos perjudiciales de las actividades productivas y extractivas dirigidas al desarrollo, y no solo reciben los impactos negativos sobre los recursos naturales de los que dependen, sino también los que les propinan las políticas, en términos de corrupción y captura de rentas. Adicionalmente, deben soportar fuertes flujos de migración, el aumento del costo de vida, de los impuestos, las burbujas especulativas con el suelo urbano y rural y fenómenos como el de la enfermedad holandesa, que conducen al encarecimiento de los medios de vida, que termina por expulsarlos de sus territorios (Serje, 2010; Martínez-Alier, 2004, 2008; Sabatini, 1997a, 1997b; Sabatini y Sepúlveda, 1997).

Margarita Serje (2010), en la introducción del texto Desarrollo y conflicto, ilustra cómo el desarrollo, como punta de lanza del proyecto civilizador, se presenta como prescripción y requisito para alcanzar la paz y el bienestar, como panacea para prevenir y dirimir conflictos, cuando en realidad debería verse como parte del problema, ya que en muchos casos las iniciativas producen efectos diametralmente opuestos a los que se propusieron y generan no solo graves dinámicas de pobreza, sino que además se constituyen en factores de conflicto. Entre los casos de carácter urbano presentados en el libro comentado se destacan: el caso de los procesos de adecuación e intervenciones hidráulicas del río Tunjuelito y sus nefastos efectos ecológicos y sociales sobre las comunidades indígenas de Bosa, en Bogotá (Martínez-Medina, 2010); el conflicto que enfrentó mediante una acción popular a la JAC del barrio Niza Sur y al Distrito Capital a través de las actuaciones de reordenamiento del uso del área del humedal emprendidos por la EAAB, como parte del proyecto de renovación urbana y conservación ambiental del Humedal Córdoba, en Bogotá, que pretendía talar y transformar el humedal en un parque longitudinal (Serrano-Cardona, 2010).

 

Entre los ejemplos de proyectos de desarrollo desastrosos, que generan pobreza y deterioro ambiental en Colombia, se encuentra la construcción y puesta en marcha de grandes centrales hidroeléctricas —como corresponde a Hidroituango (en Antioquia), El Cercado (en La Guajira), Betania y El Quimbo (en el Huila), Salvajina (en el Cauca), La Miel (en Caldas), Sogamoso (en Santander), El Guavio y Chivor (en Boyacá) y Urrá, en sus fases I y II (en Córdoba)— que han tenido, en distintos momentos, graves efectos ecológicos y socioeconómicos sobre las comunidades, que habitaban parte de los territorios que fueron inundados (para el caso de Urrá I y II y la comunidad embera, véase Rodríguez, 2008; Durango Álvarez, 2008). Otro ejemplo fue la apertura de la vía al mar con la construcción de la carretera Barranquilla-Ciénaga en los años setenta, que prácticamente destruyó el delta exterior del río Magdalena (Ciénaga Grande de Santa Marta) e impactó seriamente a las comunidades de pescadores asentadas dentro de la zona, que dependían de los recursos de la ciénaga para su sustento (Botero y Mancera, 1996; Vilardy, 2007; Vilardy y González, 2011).

Green grabs

Respecto al tema de la delimitación de áreas protegidas, Robbins (2004), por la vía deconstructivista, sostiene en sus análisis que, con la excusa de la conservación, la “sostenibilidad”, “la comunidad” y “la naturaleza”, se ha arrebatado a las comunidades y pobladores locales (por clase, género o etnicidad) el control de sus territorios y recursos, fenómeno acuñado en inglés como green grabs. En efecto, los grupos más poderosos, so pretexto de conservar el medioambiente, adoptan ciertas prácticas discursivas y escenificaciones que terminan por desarticular los medios de vida de grupos locales, su cultura y sus formas de organización, y terminan por despojarlos de sus derechos consuetudinarios, sus territorios y sus recursos (véase Fairhead, Leach y Scoones, 2012).

Lo ambiental, el poder y la intratabilidad

La noción de lo ambiental como la categoría epistemológicamente más amplia incorpora todo lo que nos rodea, lo que construimos, las relaciones que establecemos entre nosotros mismos como seres humanos y con la naturaleza, por esta razón el conflicto ambiental se inscribe dentro de lo que se ha acuñado como lo complejo (Ángel Maya, 1996; Capra, 1996). Para Ángel Maya (1996, p. 2) lo ambiental “abarca la totalidad de la vida, incluso la del hombre mismo y la de la cultura”. Esta definición es muy rica e interesante, sin embargo, al definir lo ambiental como una totalidad se hace difícil identificar las partes que lo componen, jerarquías, niveles y relaciones organizadoras fundamentales.

Por otra parte, el poder es un componente fundamental de los conflictos, desde sus elementos más toscos a los más sofisticados. Es así como

una gran mayoría de los conflictos se originan en la manera como los individuos o grupos de individuos concretan y ejercitan el poder o tácticas de dominación ya sea por razones egocéntricas, para que sus intereses y deseos prevalezcan, o para que otros individuos cambien sus acciones para obtener ventajas. (Rettberg y Nasi, 2005, p. 76)

El concepto de poder, desde los estudios sobre conflicto, es considerado ambiguo y, podría decirse, poco profundo; se ejerce poder duro o poder suave, para ilustrar se cita a Boulding (1989) cuando habla de formas de ejercicio de poder; “poder amenazante (haz lo que quiero o yo haré lo que tú no quieres), el poder suave se dividiría en dos: 1) intercambio de poder (haz lo que quiero y yo haré lo que quieres), o 2) poder integrado (juntos podemos hacer algo mejor para ambos) como forma de transformación positiva” (Ramsbotham, Woodhouse y Miall, 2005, p. 15). Es claro que en los conflictos que involucran los recursos naturales, como en la mayoría de los conflictos, estos están anclados en las distintas esferas y ámbitos de ejercicio, actuación, representación y materialización del poder.

Como se anotó en el acápite sobre conflicto armado y recursos naturales, los recursos naturales son, por lo regular, objeto de disputa en los países del Sur por ser abundantes, valiosos y apetecidos como fuente de riqueza “disponible” o “motor” del desarrollo, pero muchas veces generan el efecto contrario: espirales virulentas de conflicto, pobreza y depredación de la naturaleza y genocidio, como ha sido documentado en los estudios referentes a la “maldición de los recursos naturales” alrededor el mundo.

Es frecuente que en los países del Sur el poder simbólico actúe privilegiando el uso de los recursos naturales para “el desarrollo”, asociado a prácticas como la amenaza, la violencia y el despojo, lo que genera fuertes círculos viciosos de conflicto y pobreza que sufre la población local.16

Ahora que la dimensión institucional, y en particular las prácticas de la gubernamentalidad y sus mecanismos como dispositivos de poder, tiene la función de jerarquizar y mediar el acceso, control y distribución de los recursos en el territorio, de acuerdo con una cierta racionalidad,17 y, por consiguiente, otorgar la posibilidad de agenciarlos, es común que la gubernamentalidad anteponga las metas de desarrollo y crecimiento económico a corto plazo a la satisfacción de las necesidades del grueso de la población, el bienestar o la sostenibilidad de los patrones de uso de los recursos presentes en el territorio.

Cuando la contradicción involucra relaciones asimétricas de poder o elementos culturales como el reconocimiento, la identidad o las necesidades fundamentales, lo que se pone en juego es la lógica y los fundamentos de las estructuras de poder. Estos conflictos presentan fuertes rasgos de intratabilidad, pues “la raíz de los conflictos asimétricos no reposa en los temas o necesidades que dividen a las partes, sino en la estructura de quiénes son y su relación que no puede ser cambiada sin conflicto” (Ramsbotham, Woodhouse y Miall, 2005, p. 12).

Desde la perspectiva posestructuralista, Castro-Gómez (2007) señala que el poder es multidireccional, funciona en red y es ejercido en distintos niveles. Acorde con la teoría heterárquica del poder, de Michel Foucault, la vida social está compuesta de diferentes cadenas de poder que actúan en distintos niveles con lógicas distintas y conectadas parcialmente. La sociedad está caracterizada y atravesada por una multiplicidad de dispositivos de poder que no pueden establecerse ni funcionar sin una acumulación, circulación y funcionamiento, por ejemplo, de los discursos y sus prácticas. El poder necesita “producir verdad” para funcionar; la verdad hace ley, elabora discursos de verdad que, en alguna medida, transmiten o producen “efectos de poder” (Ávila Fuenmayor, 2006).

El tejido de las redes de poder no es perfecto, hay fisuras e intersticios que se evidencian en las dinámicas de resistencias, tácticas, agenciamientos individuales o colectivos y movimientos sociales. Teniendo en cuenta los rasgos reseñados de intratabilidad en los conflictos y su relación con las distintas formas y esferas de actuación de los dispositivos de poder, debe relacionarse la larga duración, la recurrencia y la elusión de la resolución con la dificultad para transformarlos y producir el cambio social.

Poder simbólico, discursos hegemónicos y función de los dispositivos en los conflictos ambientales

El poder en los conflictos actúa en diferentes niveles y de formas tanto abstractas como concretas. Desde la perspectiva cultural se destacan las elaboraciones sobre estructuras estructurantes, el poder simbólico y el habitus, documentadas por Bourdieu (1990, 2000). Los conflictos ambientales están asociados, en primer lugar y desde esta dimensión, a la actuación del poder simbólico, entendido como la “potestad para la construcción y escenificación de la realidad, imponiendo un orden gnoseológico que es invisible y genera ‘concensus’ (doxa) sobre el orden y sentido del mundo social” (Bourdieu, 2000, p. 25).

En la introducción de Poder, derecho y clases sociales (Bourdieu, 2000), GarcíaInda afirma que “Bourdieu propone tomar como esquema para el análisis social la dialéctica de las estructuras objetivas y las estructuras incorporadas” o, más concretamente, “la relación dialéctica de las estructuras y el habitus” (Bourdieu, 2000, p. 13). El habitus constituye uno de los dispositivos de poder más potentes, por actuar sobre las posturas de los grupos en pugna respecto a la contradicción, sus causas y las maneras de resolverla. De acuerdo con los estudios posestructuralistas, el poder simbólico se materializa en todos los niveles, en particular en la formación de subjetividades enfrentadas.

Es claro que existe una relación dialéctica entre las estructuras y el habitus que se traduce en un conjunto de normas, regulaciones y pautas de orientación de la conducta históricamente construidas. Más aún, el habitus corresponde a

las estructuras que son constitutivas de un tipo particular de entorno (v. g., las condiciones materiales de existencia de un tipo particular de condición de clase) y que pueden ser asidas empíricamente bajo la forma de regularidades asociadas a un entorno socialmente estructurado, producen habitus, sistemas de disposiciones duraderas, estructuras estructuradas predispuestas a funcionar como estructuras estructurantes. (García Inda, 2000, p. 25)

Ahora que el poder simbólico está directamente ligado con los regímenes de representación, que imponen unas ciertas formas de conocer, ordenar, valorar y entender la realidad (doxa) que son consideradas no solo normales, sino deseables. El juego de la relación dialéctica entre los agenciamientos y las estructuras sociales, el poder simbólico y el contexto de un habitus resulta proclive al conflicto, cuando una cosmovisión, una doxa o una cierta forma de ver y relacionarse con el mundo y comprenderlo se opone a otra; lo cual hace muy difícil la transformación de los conflictos porque los actores involucrados se sitúan en ontologías casi antagónicas. Un caso extremo pero ilustrativo se evidenció en el conflicto que generó la negativa de la comunidad indígena u’wa a permitir la exploración petrolera en su territorio, argumentando que el petróleo es la sangre de la madre tierra, por lo cual no podían permitir su extracción, mientras que para los occidentales el petróleo es simplemente un recurso energético natural no renovable (Fontaine, 2004; Serje, 2003; Uribe, 2005).

Las pautas culturales han sido reseñadas como las que más fuertemente inciden en la intratabilidad y en las formas como se construye: la otredad y los valores que producen subjetividades enfrentadas, las representaciones que hace cada una de las partes sobre el “oponente”, las formas de ver el mundo y de relacionarse con él, y, en últimas, las epistemologías y cosmovisiones. Es de resaltar que la larga duración de este tipo de enfrentamientos y las permanentes resistencias a la transformación dan lugar a que estas representaciones y construcciones se consoliden y validen por los actores enfrentados.

Se puede decir que en los países del Sur se ha construido un habitus “proclive al conflicto”, pues, por estar ligado a una larga tradición de dispositivos funcionales con respecto a las dinámicas de extracción colonial y poscolonial de recursos, su actuación tiende a limitar, monopolizar o capitalizar, en beneficio de pequeños grupos de poder, el acceso, control o distribución de los recursos (Acemoglu y Robinson, 2012).

Esto se evidencia en la recurrente emergencia de conflictos por causa de la minería en Latinoamérica (Percíncula, 2012; Pereira y Segura, 2013) y de los conflictos por agua (Sneddon, Harris, Dimitrov y Özesmi, 2002; Gudynas, 2005, 2007), entre muchos otros.

 

El diálogo y la noción de interculturalidad, por ejemplo, plantean la oportunidad de incidencia o transformación en las formas como se ponen en práctica estas ideas paradigmáticas y las posibilidades de incidir y permear en las formas de aplicarlas, lo que nos conduce al siguiente nivel de análisis: las formas y características que adquieren los mecanismos de la gubernamentalidad como importadores de discursos y disciplinas, y como perpetradores de iniciativas de ordenamiento, así como de sus complejos y, a veces, contradictorios efectos sobre la configuración del territorio de la ciudad, como se verá en la historia de las intervenciones urbanísticas de Bogotá en el último siglo.

El urbanismo, dispositivo de poder aclimatado en el Sur

La gubernamentalidad urbano-colonial

Las ciudades hispanoamericanas fueron herederas de los saberes y lógicas de la gubernamentalidad europea y laboratorio de sus prácticas. En 1544 llegaron a Santa Fe las “leyes nuevas”, que establecían el protocolo para fundar ciudades, las cuales solo podían ser habitadas por vecinos “blancos” y su servidumbre. Las normas definían minuciosamente su funcionamiento bajo el orden real colonial. Ya desde el siglo XVII, el papel, las características, las funciones y la planeación de la ciudad europea se habían transformado durante el Renacimiento como fase intermedia del Medioevo a la Modernidad, los cambios en la lógica de gobernar eran promulgados y “mercadeados”, como se puede ver en detalle en El príncipe, de Maquiavelo, que como un manual de gobierno develaba sus artes.

La racionalidad que debe imperar en el arte que debe ser dominado por el príncipe es la “razón de Estado”, como expone Foucault en “Omnes et singulatim: hacia una crítica de la razón política” (2008). La lógica soberana y pastoral de la gubernamentalidad colonial, como base de la apropiación y producción de riqueza, determinó minuciosamente el modo de organizar y racionalizar la vida social (lo público) y la individual (lo privado), así como las interacciones entre las dos. Las leyes reales coloniales españolas establecían en detalle los procedimientos para fundar poblaciones en ultramar, las pautas de su organización, la disposición de los solares dentro de la retícula ortogonal, de acuerdo con el rango social de las familias españolas “blancas”, la demarcación de la Calle Real, la plaza mayor, el centro cívico, militar y político, y a su alrededor las instituciones religiosas y las de gobierno: cabildos, consejos, audiencias, etc., así como las encargadas del proyecto civilizatorio, evangelizador católico y productivo-extractivo: las órdenes religiosas, sus instituciones educativas, los templos y los claustros18 (Giraldo, Bateman, Ferrari y García, 2009; Mejía Pavony, 2012).

Es claro que las ciudades del Sur han tenido un origen y una evolución distinta a las de sus pares del Norte; estas ciudades deben cumplir con funciones extractivas y de control para el afianzamiento y legitimación del orden colonial, además deben contribuir a la construcción de un habitus acorde con su proyecto civilizador. En cuanto a su papel y funciones, Casimir sostiene que

la autoridad política en Europa, inicialmente dispersa, se centraliza, pero permanece móvil y se desplaza con la corte del rey; después se fija en una “vylle capital”. La autoridad política en América Latina surge en una unidad y con una sede determinada. La burocracia europea nace lentamente; la administración pública latinoamericana precede la constitución de un cuerpo de administradores. No integra las unidades locales, las crea […]. La ciudad latinoamericana es una avanzada del universo europeo en expansión. Se sitúa en los mercados de los imperios coloniales y está a cargo de organizar los territorios conquistados. (1970, p. 1500)

Los estudios realizados desde la geografía política vinculan el origen de la teoría urbana en los países del Norte a los estudios poscoloniales y a los estudios posestructuralistas. Los trabajos realizados por Jennifer Robinson (2002, 2005, 2011) develan las relaciones de dependencia y subordinación del urbanismo de los países del Sur frente al de los países del Norte. El urbanismo como saber solo puede explicarse desde las teorías del Norte. En últimas, los avances de la teoría urbana y sus pilares están arraigados en las experiencias, conocimientos y tradiciones intelectuales de las ciudades del Norte. La historia de las prácticas urbanistas en las ciudades del Sur se puede trazar a partir de la trayectoria y hallazgos de las teorías y dinámicas de los procesos de urbanización en el Norte, pero no al contrario.

Aprile (1992), a propósito del nacimiento y muerte de las ciudades colombianas, su surgimiento, desenvolvimiento y decadencia, estableció con total lucidez que sus ciclos de nacimiento, auge y decadencia han estado ligados, en primer lugar, a las formas de apropiación, control, acceso y explotación de los recursos naturales asociados a booms económicos, pero, sobre todo, y en segundo lugar, a las formas como se han establecido las relaciones de poder entre las grandes metrópolis de los centros económicos del Norte y las demás ciudades colombianas, en el marco de unas relaciones jerárquicas: nacionales internas, coloniales, transnacionales y poscoloniales.

En síntesis, en las ciudades del Sur la puesta en marcha de las teorías urbanistas ha dependido de las orientaciones y postulados del Norte, pero además el modelo de ciudad, como se verá en el capítulo siguiente, debe acoplarse a ciertas funciones extractivas y de mercado poscoloniales. En Colombia, la lógica de la gubernamentalidad en lo que se refiere al urbanismo será adoptada y aclimatada lentamente dentro de un sistema primero colonial y luego poscolonial —los dos de carácter segregacionista y con una orientación racista, extractiva y depredadora— como lógica dominante de la actuación de sus instituciones, dirigida a extraer la mayor cantidad de recursos y a transferir sus innumerables costos a los actores con menor poder, lo que llevó a la consolidación de muchos de los rasgos de intratabilidad presentes en conflicto en San Isidro Patios.

El urbanismo y el city planning como disciplinas biopolíticas

El urbanismo y el city planning, como herramientas de la naciente modernidad urbana, debían fijar las pautas y criterios para planificar y producir ciudades limpias, sanas, organizadas y productivas, sin crimen o malestar social; es decir que este saber actúa como un dispositivo biológico-conductual que permite controlar las poblaciones. La biopolítica como tecnología de poder actúa desde una lógica distinta a la soberana (colonial), pero no es menos violenta, pues busca “hacer vivir” a un tipo particular de población —aquella capaz de producir riquezas, mercancías, bienes e incluso otros sujetos— funcional al sistema de producción capitalista y dejar morir a quienes no cumplan cabalmente con las funciones asignadas por este mismo sistema (Castro-Gómez, 2010).

La ciudad moderna deviene en dispositivo privilegiado para modelar al ser humano como especie; sus espacios deben regular la conducta (Kasson, 1999), controlar los hábitos, las maneras y las formas de actuar y generar entornos y subjetividades propicias para el gobierno de sí: el cuidado, la anticoncepción, la gestión del ser, la civilidad y el adiestramiento, cualidades necesarias en la población para generar el crecimiento económico y privilegiar las relaciones de acumulación y producción capitalista19 bajo un ideal de limpieza, prosperidad y orden (Castro-Gómez, 2009).