Teoría y práctica del análisis de conflictos ambientales complejos

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Las necesidades son claves en los conflictos con rasgos de intratabilidad, y así se han citado por la literatura clásica (Azar, 1985, 1986, 1990, 1991, 2002), pues corresponden al mínimo que cada actor debe obtener. Con necesidades fundamentales, como identidad, seguridad y supervivencia, no se debe, ni se puede, negociar. De hecho, el satisfacerlas debe ser el objetivo del manejo del conflicto, así como también suavizar o transformar las posiciones de los actores a través del diálogo de saberes y, en definitiva, la interculturalidad.

El conflicto solo es resuelto cuando todas las partes satisfacen sus necesidades; cuando esto no sucede de manera simultánea y acordada, los conflictos tienden a la intratabilidad, se tornan de larga duración, se hacen recurrentes y de difícil transformación.

Por otro lado, cuando la parte más vulnerable ignora y pasa por encima de sus propias necesidades (acomodación), presionada por el poder ejercido por parte de los actores más poderosos o por la actuación de dispositivos y estructuras sociales —como resultado, por ejemplo, de las distintas formas de violencia ejercidas consuetudinariamente, habitus, como la violencia cultural o simbólica—, el conflicto tiende a aplazarse o evadirse, pero nunca a resolverse o transformarse. Esta situación ocurre en virtud de la reproducción histórica de las asimetrías de poder, por lo cual la parte más débil tiende a ceder sobre temas que, en principio, no debería ni podría ceder, lo que hace que el conflicto no se transforme, sino que se posponga, se complejice, se aplace o se evada, con graves consecuencias y costos crecientes a futuro.

En los conflictos en los que las partes tienen poderes relativamente simétricos, la contradicción se define en gran medida por la oposición entre los objetivos que cada una persigue. En una relación asimétrica de poder, como corresponde al caso de estudio, la contradicción es definida no solo por los intereses de cada parte, sino por el tipo de relacionamiento que existe entre ellas y por el conflicto de intereses que es inherente a las características de estas relaciones (Ramsbotham, Woodhouse y Miall, 2005, pp. 58-222).

El conflicto como motor del cambio social: relaciones entre agenciamiento y estructura

Mientras las escuelas europeas que estudian el conflicto se concentran en la necesidad de transformar las estructuras sociales y las relaciones de poder, las norteamericanas —desde una perspectiva más pragmática e instrumental— plantean la resolución, es decir que a medida que se va desenvolviendo el conflicto es necesario gestionarlo con los instrumentos adecuados para prevenir su potencial destructivo y, principalmente, el desencadenamiento de la violencia.

Bajo el contexto de Guerra Fría en que emergieron las escuelas de estudios de paz, los estudiosos centraron sus esfuerzos en utilizar métodos estadísticos y modelamiento dinámico con el fin de predecir las posibles dinámicas de los conflictos y, sobre todo, calcular su potencial destructivo mediante el uso de distintos tipos de variables. Se construyeron plataformas de información que permitieron contar con estadísticas y modelos matemáticos experimentales y cuasiexperimentales, así como predecir y evaluar tanto la gravedad como la magnitud y resonancias e implicaciones geopolíticas de acciones consideradas amenazantes a lo largo de las dinámicas de desenvolvimiento de los conflictos armados, además de las implicaciones y el cálculo de los costos estimados de su desatención, tanto en vidas como económicos.

El uso de nociones como resolución —por parte de las escuelas norteamericanas, centrada en el uso de técnicas pragmáticas de resolución (Lewicki et al., 2003)— o transformación —por parte de las escuelas europeas, centrada en la transformación de las estructuras sociales para generar cambio sociales (Galtung, 1998)— está claramente determinado por el alcance previsto para las intervenciones.

Por otra parte, el uso y definición del concepto de estructura, así como la noción de agenciamiento —vista por algunos como su opuesto— ha sido fuente de numerosas discusiones y elucubraciones para las ciencias sociales, en particular desde las disciplinas de la antropología, por Levi-Strauss, y de la sociología, por Bourdieu (1977, 2000) y Giddens (1979, 1981), algunos de los autores más conocidos. Sin embargo, es preciso resaltar que sobre el concepto de estructura no existe un completo acuerdo, por lo que es percibido como ambiguo y difícil de definir o explicar; por ello, en este trabajo se prefiere trabajar con la noción de dispositivo de poder, aunque al citar algunos autores —como, por ejemplo, Giddens— tengamos que referirnos a estructuras, dado que el concepto de dispositivo data de los años ochenta, por lo que es mucho más reciente.

Giddens señaló en sus textos la necesidad de tener en cuenta el carácter interdependiente de las estructuras —de la misma manera lo presentó luego Bourdieu (2000) como una relación dialéctica—, al ser “medio y resultado de las prácticas que constituyen los sistemas sociales” (Giddens, 1981, p. 27). Al respecto, Sewell (1992) afirma que las estructuras o dispositivos limitan o expanden el acceso a los recursos de la sociedad y, en consecuencia, la posibilidad de agenciarlos mediante un conjunto de prácticas; al tiempo, estas están restringidas por los dispositivos, los cuales determinan las condiciones de posibilidad de su agenciamiento bajo la forma de prácticas, por ejemplo. Los agenciamientos, vistos como conjuntos de prácticas que responden a una lógica particular, están embebidos de las posibilidades que ofrecen las estructuras; de hecho, se presuponen unas a otras, agenciamiento y dispositivos son parte de una misma unidad dialéctica.

Los dispositivos no solo limitan los agenciamientos en términos de regular el acceso a los recursos, sino que a la vez legitiman y determinan los niveles de acceso a estos entre los grupos que componen una sociedad, lo que tiene una relación directa con la noción de clases sociales; en este sentido, las clases privilegiadas dispondrían de mayores y mejores recursos que las menos privilegiadas y, por tanto, de mayor capacidad de agenciamiento. A pesar de esto, en este trabajo no se utilizará el concepto de clase social. En cada sociedad las características, los componentes y las lógicas de los dispositivos con funciones de control o regulación social, cultural, económica, política, etc., actúan a través de distintos mecanismos con lógicas predefinidas que legitiman el acceso a los recursos con que cuenta una sociedad. Es importante no olvidar que estos pueden ser de carácter material o inmaterial; pueden ser incluso derechos, titularidades, reconocimiento social, redes, prestigio o distinción, como planteó Bourdieu (2000).

En efecto, en este orden del discurso, por ejemplo, las pautas culturales vistas como dispositivos de poder, tal como corresponde al poder simbólico, así como los mecanismos que componen la gubernamentalidad, tienen como función regular la apropiación, el acceso, la regulación y la distribución de los recursos disponibles para que los agentes los agencien. En consecuencia, como se ha planteado dialécticamente, los recursos son parte de los dispositivos, así como vehículos para su transformación.

En momentos particulares de conflicto, inflexión o crisis, los dispositivos son forzados, por las dinámicas de revoluciones sociales, movilizaciones y acciones colectivas, a dar paso a transformaciones en la totalidad o en parte de sus componentes, un ejemplo de ello son las llamadas revoluciones científicas (como la de Newton), técnicas, económicas (industrial, posindustrial) y políticas (Revolución francesa) (Kuhn, 1962).

El concepto de agenciamiento, ligado al de capacidades (Nussbaum, 2011), se considera teoréticamente más neutro que otros, como intencionalidad o racionalidad, aunque, por lo mismo, es percibido como un tanto más vago. Sin embargo, para facilitar su comprensión, para esta investigación se ha definido como “la capacidad de un agente para actuar en el mundo”. Por su parte, Barandiaran, Di Paolo y Rohde (2009) lo definieron más específicamente como “la organización autónoma que adaptativamente regula sus asociaciones con el medio ambiente de manera que en consecuencia contribuya a su propio sostenimiento” (Barandiaran, Di Paolo y Rohde, 2009, p. 367). Esta definición es importante porque lleva implícitos y se articula muy bien con dos enfoques: el de territorio, para el análisis a nivel meso, como veremos más adelante, y el de medios de vida, el cual se seleccionó como enfoque y método central para el análisis a nivel micro.

En síntesis, los niveles de acceso, control y distribución de recursos generan, en función del grado de acceso que tengan los individuos o grupos de individuos, las condiciones para poner en marcha conjuntos de prácticas para su agenciamiento, con el fin, por ejemplo, de configurar su sustento, como en el caso de la forma más básica y simple de agencia: la supervivencia.

En el caso de estudio, a nivel micro, las comunidades, dada su condición nominativa de ilegalidad, han debido organizarse, ya sea para resistir, exigir titularidades o, en un caso específico como el del agua, agenciar sus limitados recursos para materializar el acueducto comunitario. Es así como también han autogestionado, o cogestionado —muchas veces a través de redes clientelistas, pero también con la ayuda de la institucionalidad distrital (como la Secretaría de Salud y la Fundación Santa Fe)—, guarderías, transporte, centros educativos, energía eléctrica, telefonía, etc., como veremos en detalle.

La forma integral de gestionar los conflictos es la transformación no solo de las causas objetivas, sino también de las subjetivas, evidenciadas, por ejemplo, en las percepciones de causas subjetivas (pautas culturales, poder simbólico, entre otras) que los actores enfrentados han construido sobre sí mismos y sobre los otros a lo largo del conflicto, y que con el transcurso del tiempo han sido naturalizadas. Por ello, es necesario generar nuevas situaciones de balance en los niveles de apropiación, control, acceso y distribución de recursos, lo que solo es sostenible mediante la trasformación de los dispositivos que regulan su posibilidad de agenciamiento, que por lo regular son el origen de los enfrentamientos, es decir que se debe actuar sobre las causas estructurales del conflicto y no sobre sus efectos.

 

En este trabajo se privilegia el enfoque y la visión de la función del conflicto como fuerza transformadora de las relaciones sociales. El conflicto puede ser una fuerza destructora o creadora de un nuevo orden social, para cubrir las necesidades de grupos cada vez mayores de población y generar oportunidades nuevas, así como también para estimularnos a crear y generar capacidades e instrumentos que permitan comprenderlos y transformarlos en aras del bienestar colectivo. En la figura 5 se presenta un esquema de Francis que busca sintetizar las vías de transformación en los conflictos.

Figura 5. Transformando conflictos asimétricos


Fuente: Ramsbotham, Woodhouse y Miall (2005, p. 27).

No obstante, como corresponde al caso en cuestión, los dispositivos de poder así como las prácticas culturales no son fácilmente transformables, por estar hondamente instaurados en la sociedad, cuyas raíces se remontan a la historia, la formación de la cultura y sus estructuras sociales: la identidad, el habitus y el poder simbólico, así como sus efectos en la configuración del territorio, visto este como resultado de unas ciertas maneras de apropiar, percibir, gestionar, distribuir y acceder a los recursos presentes en él. Lo que a la postre se traduce en gobierno, instituciones, normas, regulaciones y pautas de orientación de la conducta, que en los conflictos se manifiestan en tres de los principales rasgos de intratabilidad: larga duración, recurrencia y fracaso o elusión de los repetidos intentos de transformación.

Los procesos de cambio social o cultural toman décadas o siglos de reconocimiento y enfrentamiento, para dar curso a cambios cualitativos o cuantitativos en las relaciones sociales que luego puedan ser amparadas y legitimadas por los distintos dispositivos de poder, en particular por los jurídicos, de modo que se resignifiquen las formas de ver, conocer e identificar el mundo (poder simbólico) y se construyan nuevas formas de percibirlo, por medio de la incorporación de las visiones, necesidades e intereses de grupos tradicionalmente segregados, excluidos o marginados.

Tal ha sido el caso de la construcción de nociones teóricas contrahegemónicas, como la autoproducción del hábitat, el derecho a la ciudad, el buen vivir y, en general, los procesos dirigidos a cambiar los patrones inadecuados de asignación de los recursos naturales.

Quizás, como resultado y consecuencia de las permanentes luchas y las protestas por un techo en las grandes ciudades del Sur, o frente a declaratorias de numerosas áreas de conservación sin consulta alguna con los actores involucrados, se han dado cambios generados en las formas de declarar las áreas protegidas, así como en las estrategias para conservarlas y gestionarlas. Lo mismo ha sucedido con las prácticas dirigidas a regularizar los asentamientos informales, permitiendo una mayor participación de la población local y de los denominados beneficiarios; incluso han cambiado las formas como son concebidas las prácticas mismas de normalización de los barrios informales. Ejemplos de estas luchas son los movimientos brasileños Sin Techo o Sin Tierra, las luchas de numerosas comunidades étnicas de los países del Sur y las propuestas y apuestas discursivas alternativas al desarrollo, pluriversos, nuevas ontologías, epistemologías del Sur, etc., como exponen en sus textos Escobar y Porto-Gonçalves, entre otros.

En las últimas décadas, los conflictos alrededor de los recursos naturales en los países del Sur se han ampliado y agudizado como consecuencia, por una parte, de la intensificación del uso de los recursos naturales por presiones de orden económico y demográfico, lo que ha generado variados tipos de problemas ambientales, y, por otra, de los efectos del poderoso discurso neoliberal.

La adopción de medidas de ajuste estructural y la creciente dinámica de mercantilización de todas las esferas de la acción humana, apoyada en una estrategia de apertura de los mercados e inversiones externas dirigidas a explotar a las personas y los recursos naturales intensivamente, se han convertido en un eficiente mecanismo de integración de territorios a la esfera económica mundial globalizada y a sus dinámicas de acumulación de riqueza y crecimiento económico (Serje, 2005). Esto ha generado inequidades en la distribución de los costos y los beneficios y ha arrasado con los recursos naturales de los países del Sur; además ha limitado las posibilidades de los grupos menos poderosos de la sociedad para día a día configurar su sustento, generando dinámicas de pobreza y elevando su vulnerabilidad, lo que ha propiciado, a fin de cuentas, la emergencia de distintos tipos de enfrentamientos por recursos naturales y ha configurado numerosos conflictos ambientales con diferentes grados de intratabilidad, como veremos a continuación.

Los conflictos por recursos naturales vistos desde distintas disciplinas y campos de estudio

Las dinámicas actuales de continuado e intensivo uso de los recursos naturales y su deterioro inciden de manera negativa en la calidad de vida de amplios grupos de la sociedad. Esto genera grandes desafíos tanto para el mantenimiento del bienestar de la población como para el mantenimiento de sus actividades productivas y reproductivas y, en últimas, para la sostenibilidad.

Los conflictos ambientales emergen cuando los problemas ambientales se tornan en motivo de preocupación para grupos específicos, lo que origina disputas, entre al menos uno o más actores; estas disputas están asociadas al papel que desempeñan la estructuras sociales en las formas como se valoran, apropian, asignan, usan, distribuyen y controlan los recursos naturales (Valencia, 2007).

En las dinámicas y formas de valoración y de uso de los recursos naturales, es importante resaltar la diferencia entre los países del Norte y los del Sur, y en particular las prioridades de unos y otros en su asignación. En los países del Sur persisten y se han intensificado las prácticas neoextractivistas, hoy prioridad de la mayoría de los Gobiernos, lo que se evidencia en los discursos alrededor del crecimiento económico, la competitividad y las locomotoras de crecimiento económico. Prácticas de gobierno expresadas en políticas y grandes proyectos que se enfrentan a la protección y la garantía del acceso a recursos naturales claves para agenciar el sustento —como son el agua y el suelo, etc.— y determinantes en la configuración de los medios de vida de los pobladores locales, y a la posibilidad real de agenciarlos, por lo que se generan graves conflictos redistributivos (Ulloa, 2017).

El enfrentamiento es el elemento clave que diferencia un problema ambiental de un conflicto ambiental. El conflicto surge cuando se presentan tensiones, molestias e inconformidades respecto a las formas como se apropian, usan, controlan o distribuyen los recursos naturales entre diferentes actores, o como resultado de los daños ecológicos percibidos y sus causantes. El enfrentamiento puede escalar hasta llegar, en casos extremos, a generar violencia o, por lo menos, a causar antagonismos expresados socialmente de distintas maneras, como, por ejemplo, la puesta en marcha de movilizaciones, protestas, acciones colectivas, contiendas políticas, movilización de recursos o denuncias (Ramírez, 2009).

La disciplina económica y sus numerosas escuelas han estudiado ampliamente los conflictos que involucran los recursos naturales. Una de las explicaciones más aceptadas es la competencia entre distintos actores por la apropiación, distribución y control de recursos naturales, en función de su escasez, abundancia o valor. A continuación, se presentan los enfoques más importantes y se señalan los principales aportes de cada concepto y sus relaciones y paralelos con el caso en cuestión.

El conflicto visto como competencia por recursos naturales

La competencia por recursos naturales, valiosos, estratégicos, escasos o abundantes, ha sido identificada por la economía y los estudios sobre conflicto como una fuente recurrente de enfrentamientos que, incluso, ha llegado al uso de la violencia. Los actores se enfrentan por su apropiación, acceso, control o distribución, ya sea por considerarlos una fuente futura de riqueza, por su valor geoestratégico, de uso, por su futuro valor de cambio o, incluso, con el objeto de limitar su acceso al enemigo por la vía del sitio o el despojo; en los casos de posconflicto, con el fin de asegurar a futuro las mayores ganancias por su control, explotación y comercio. En este sentido, el control de los territorios se configura como una estrategia de poder y de control sobre todos los “recursos” presentes en ellos: imaginarios, redes, personas, instituciones, identidad y recursos naturales, entre muchos otros.

En la mayoría de los países independizados durante la segunda posguerra en Asia, África y algunas islas del Caribe, han sido comunes los enfrentamientos por la apropiación y control de los recursos naturales, los cuales han desempeñado un papel clave como motor del conflicto armado interno, ya sea como un recurso valioso en disputa, como fuente de financiación de la guerra o, en últimas, como víctima silenciosa, como le corresponde a la naturaleza (Homer-Dixon, 1994).

Los recursos naturales pueden convertirse en recursos estratégicos para la supervivencia: agua, cosechas, fuentes de energía, etc.; por ello son utilizados como botín estratégico de guerra o son destruidos y contaminados en la geopolítica de la guerra, ya sea para limitar los recursos del bando enfrentado y debilitarlo; obtener más recursos para la guerra, o garantizar futuras expectativas extractivas, productivas o reproductivas, legales o ilegales, tal como ha sido el caso del petróleo, los diamantes, la coca, el opio, el coltán y el oro, entre otros (Ramsbotham, Woodhouse y Miall, 2005, p. 96).

Sin embargo, en la actualidad, la disciplina económica ha explicado las causas del conflicto por recursos naturales y las formas de dirimirlos desde distintas perspectivas, las cuales veremos muy brevemente a continuación.

La economía ambiental, neoliberalismo y precio correcto

La economía ambiental, de origen neoclásico, bastante promovida por las entidades multilaterales desde los años ochenta, aborda la discusión sobre cómo proteger a la naturaleza al tiempo que se mantiene el crecimiento económico, desde la perspectiva del desarrollo sostenible y el paradigma neoliberal, que imponen al mercado como mediador absoluto de las relaciones hombre-naturaleza, así como entre hombres y mujeres e incluso entre unas sociedades y otras.

Desde este enfoque, la emergencia del conflicto es explicada como consecuencia de “las imperfecciones del modelo”, ilustrada por la ocurrencia de externalidades negativas, la presencia de fallas de mercado, las formas como los agentes toman sus decisiones dadas las asimetrías de la información con que cuentan, los efectos de sustitución y los costos de transacción, entre otros factores.

Su principal preocupación reside en contar con instrumentos económicos adecuados que corrijan dichas imperfecciones; además hace énfasis en el uso de indicadores y medidas de los costos ambientales para desarrollar incentivos o castigos que modifiquen la conducta negativa de los agentes, por ejemplo: el que contamina paga. Por lo tanto, se ha fijado como meta elaborar cuentas ambientales, determinar los precios de los servicios ambientales, identificar disponibilidades a pagar por los recursos naturales, diseñar tasas retributivas por su contaminación o uso, así como incentivos a la protección, incluido el pago de servicios ambientales, entre otros (Caicedo, 2009).

 

Desde este enfoque, es fundamental encontrar “el precio correcto” de los recursos naturales y los daños ambientales, con el fin de incluirlos en los costos económicos productivos y reproductivos, por ello se ocupa de producir modelos e indicadores que permitan valorarlos. Sus críticos, desde la economía ecológica, por ejemplo, aducen que los procesos de valoración son subjetivos y que están asociados a las pautas de valores y a los sistemas culturales y relaciones de poder presentes en cada sociedad, por lo que asignarle un valor a la naturaleza, o compensar un daño, se vuelve algo complejo. Estas valoraciones, desde luego, no son neutrales y propician la priorización de unos recursos naturales sobre otros, según los marcos valorativos involucrados (Martínez-Alier, 2004).

En esta dirección, los mecanismos económicos y jurídicos diseñados para abordar la problemática en la Reserva del Bosque Oriental de Bogotá, como el pago de servicios ambientales o compensaciones, han tenido poco éxito hasta ahora (véase Camargo, 2005a).

Desde esta perspectiva, y en lo que respecta, por ejemplo, a la urbanización informal, se ha propuesto, por una parte, el pago de incentivos a los propietarios de los predios en los Cerros Orientales para que los protejan; por otra, cobrar tasas retributivas a quienes los habitan por los servicios ambientales que disfrutan y reciben, es decir, mercantilizar los cerros y generar recursos a partir de la comercialización de su disfrute como “recurso productivo”.

En el caso del déficit de vivienda, se ha propuesto también crear incentivos privados para ampliar el mercado de vivienda de interés social —en adelante, VIS—, lo que, de paso, vale la pena afirmar, tampoco ha sido efectivo (Martínez, 2007).

Los críticos de este enfoque se preguntan qué sucedería en caso de que se aplicaran los pagos por cuidar de los recursos naturales y luego, por alguna razón, fueran suspendidos; así como qué sucedería si compitieran en el mercado distintos tipos de recursos, ¿cuál ganaría? En síntesis, la economía ambiental es criticada porque: 1) está sujeta al nivel de conocimiento, certezas y valoraciones sobre los “servicios” que presta la naturaleza; 2) establecería una “competencia” entre unos y otros ecosistemas, se pagaría por proteger a aquellos “que más servicios presten o mejor se valoren” sobre otros; 3) existe la posibilidad de que en el momento en que se deje de pagar por los servicios ambientales cese su protección y, en consecuencia, se destruyan o se sustituyan por otros “aparentemente más rentables” en el mercado, y 4) los sistemas culturales y las relaciones de poder limitan la efectividad del modelo (McCarthy y Prudham, 2004).

La economía de los recursos naturales, neoinstitucionalismo y recursos de uso común

Respecto a la compleja relación entre abundancia y conflicto violento en los países del Sur, algunos autores se han referido a la maldición de los recursos naturales y las posibles estrategias para superarla por medio del mejoramiento de la calidad de sus instituciones (Humphreys, Sachs y Stiglitz, 2007).

Esta rama económica se centra en las tendencias del uso, la apropiación y el control de los recursos de libre acceso y es denominada economía de los recursos naturales. Desde una aproximación neoinstitucionalista, vincula el conflicto con la apropiación privada y la depredación de ciertos tipos de recursos naturales con características de recursos de uso común —en adelante, RUC—.

Ostrom, Gardner y Walker (1994) identificaron las diferentes formas de apropiación entre varios tipos de recursos naturales teniendo como eje de análisis el libre acceso, la sustractibilidad y la posibilidad de exclusión (Ostrom, 2000). Esta perspectiva busca encontrar instrumentos para transformar conflictos que emergen por la competencia entre actores con asimetrías de poder para apropiarse, contaminar y agotar recursos de libre acceso, en principio los bienes públicos y los RUC (Ostrom et al., 1994; Ostrom, 2000).

Los bienes públicos son aquellos a los que no se puede restringir el acceso; por lo general, son percibidos como ilimitados (una señal de radio, el aire para respirar, la seguridad nacional, etc.), por lo tanto, el uso por parte de un agente, en principio, no limitaría su disponibilidad para los demás.

Los RUC, por su parte, aunque son de libre acceso, la utilización por parte de un agente restringe o limita su disponibilidad, uso o aprovechamiento por parte de otros agentes (como sucede con la pesca, la caza, el uso del espacio público, etc.). Sus características de propiedad indeterminada y de libre acceso permiten que sean apropiados por los actores más poderosos o que se depreden a causa de la ausencia de reglas consensuadas y operantes para su gobierno. Si cada unidad de recurso no es extraída cuando se tiene la oportunidad, es posible que que en el futuro no esté disponible por haber sido apropiada por otro agente, en consecuencia los agentes tienden a maximizar la utilidad individual extrayendo la mayor cantidad posible de unidades del recurso en el plazo inmediato. A este fenómeno se le denominó la tragedia de los comunes.11 Frente a esta problemática, Ostrom presenta como alternativa la acción colectiva dirigida a la protección y gobierno de los RUC y la aceptación de normas, reglas y castigos de manera consensuada entre los usuarios del recurso.

Ahora que el uso del concepto de RUC en el caso de los Cerros Orientales y sus recursos, si bien puede dar luz sobre instrumentos de política pública, presenta algunas limitaciones debido a que, por una parte, no hay completo libre acceso y, por otra, una tercera parte de los predios afectados por la declaración de la Reserva son de propiedad privada, por lo cual no se cumplirían la característica de recurso publico y de libre acceso (véase Camargo, 2005b; Maldonado, 2005).

No sobra tener en cuenta que un importante número de conflictos por recursos naturales están relacionados con la ausencia o bajo cumplimiento de normas para su gobierno, conservación y uso, o, por el contrario, por el exceso y superproducción de normas, situaciones que, a fin de cuentas, producen el mismo efecto. Sin embargo, y como ha planteado Ostrom (2000), un número importante de conflictos por recursos naturales con características de RUC han surgido, precisamente, como resultado de la imposición de procesos de nacionalización impuestos por los Estados nacionales (muchos poscoloniales) y la obligatoriedad de adoptar ciertos mecanismos de ordenamiento y control, o de instituir uno u otro sistema de gestión, mediante la promulgación de normas, instrumentos y procedimientos estandarizados, los cuales a menudo se enfrentan con las normas consuetudinarias y lógicas que han guiado las prácticas de gobierno de estos recursos por parte de los grupos conformados por sus usuarios tradicionales (indígenas, afrodescendientes, campesinos).

A este respecto, Ostrom, en sus investigaciones alrededor del mundo, encontró que los sistemas institucionalizados de gestión de los RUC: 1) no resultan adecuados a las características y complejidad de los recursos que pretenden regular; 2) no son lo suficientemente flexibles en relación con las fluctuaciones en las demandas y la disponibilidad de los recursos —estacionalidades o incertidumbre respecto a su abundancia o escasez (pesca, caza, entre otros)— y no son consecuentes con el contexto histórico y sociocultural de las comunidades que hacen uso de ellos, o 3) peor aún, no son reconocidos, ni valorados o percibidos por los usuarios del recurso como legítimos, elementos que por lo general resultan contraproducentes para el logro de sus objetivos, que consisten en garantizar la sostenibilidad del recurso y su provisión, así como en prevenir o dirimir los conflictos por su utilización o apropiación (Ostrom, 2000).