Bioética recobrada

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No es el único sentido que tiene la expresión, ya que puede ejercerse la medicina a nivel privado o institucional con un alto talante moral y la libertad propia del buen profesionista. Es el caso de tantos médicos y enfermeras(os) que generosa y libremente ejercen la buena práctica médica en la atención de sus pacientes. Sólo hay que percatarse de la intencionalidad que los mueve para saber si su conducta es éticamente plausible o no.

La ética del cuidado es una aportación contemporánea particularmente aplicable al campo de la medicina y en concreto a la enfermería, por el esmero vigilante y amoroso de estos profesionales de la salud. Sus antecedentes se remontan a las investigaciones de Jean Piaget seguido por Lawrence Kohlberg, quien desde la psicología trabajó en mostrar que había seis etapas del desarrollo moral (la más elevada es la posconvencional), sin tomar en cuenta a las mujeres. La respuesta de Carol Gilligan, filósofa y psicóloga estadounidense, no se hizo esperar y refutó lo sostenido por Kohlberg con una serie de estudios e investigaciones con mujeres en donde llegó a la conclusión de que, en cuanto razonamiento moral, no tiene por qué haber diferencia entre hombres y mujeres, ya que ambos somos seres humanos: la diferencia está en que las mujeres atienden al detalle, con cuidado y afecto, y son más intuitivas en lo concreto que los varones,15 lo cual de ningún modo merma su capacidad racional ni su valía como personas. Simplemente las enfermeras brindan atención a las personas concretas, como el ama de casa, cuyo hogar —por la atención a los detalles— es, o tendría que ser, luminoso y alegre. De esta manera, “la incorporación de la experiencia femenina en la teoría moral le llevará a proponer una ética del cuidado con énfasis en las cuestiones del afecto y cuidado entre los humanos”.16

El humanismo clásico, por su parte, lo que desea es conocer y respetar la naturaleza de lo existente, y en el caso del ser humano, reconocer, respetar y potenciar, en la medida de lo posible, la grandeza de la vida de cualquier mujer u hombre a nivel personal y colectivo, y consecuentemente proyectar una observancia irrestricta a sus derechos fundamentales, sean de primera, segunda, tercera o cuarta generación, así como a sus consiguientes deberes. Entre estos derechos se encuentran el derecho a la vida, la salud, la atención médica, la alimentación, un trabajo digno, un hogar donde vivir, la educación, la cultura, el derecho a participar como sujeto activo en la vida civil ejerciendo una libertad responsable, y ser proactivos en la creación de una civilización más humana.

En el campo de los profesionales de la salud este humanismo se manifiesta en “el amor al semejante” como sostenía Hipócrates, y en la sabiduría, competencia profesional y científica, compasión, solidaridad e integridad en su trato con los pacientes salvaguardando sus derechos, entre ellos la confidencialidad de la información y el consentimiento informado, orientados por los principios de beneficencia, no maleficencia, justicia, libertad y responsabilidad en el ejercicio de su práctica médica.

Sintetizando las ideas precedentes, todos estos enfoques tienen, en cuanto a la investigación bioética y científica, consecuencias en sus principios, su modo de proceder y en sus finalidades, como ha podido apreciarse.

¿Eso indica que estas posiciones rivalizan entre sí? Se trata de posiciones distintas que surgen de planteamientos doctrinarios diferentes, lo que significa que tienen sus propias trincheras conceptuales y pueden divergir radicalmente entre sí, sin embargo, en la práctica pueden conducir, en algunos aspectos, a conclusiones semejantes, por ejemplo, las corrientes bioéticas inspiradas en el deontologismo y el liberalismo dan primacía —en muchos casos— a la autonomía del sujeto, incluso sobre la vida humana, como puede acontecer en situaciones extremas donde está en juego el derecho a la vida —por ejemplo, en casos de aborto, eutanasia o suicidio asistido—, dejando de lado la ley natural y la tendencia instintiva de conservar y proteger la vida. En este tenor, sus defensores buscan la protección de la ley (positivismo jurídico), y a nivel social el consenso de la población para que avale sus propuestas, mediante campañas publicitarias con esa finalidad.

En contextos como los descritos en el párrafo precedente, tal planteamiento se vuelve complejo al grado de que llegan a violentarse o ponerse en colisión diver-sos derechos fundamentales, como, por ejemplo: “¿qué es primero: el derecho a la libertad o el derecho a la vida?”; para quienes se encuentran bajo el influjo de tales corrientes éticas, el dilema se resuelve por aquello que les resulte más útil o sus consecuencias sean las buscadas, como acontece en situaciones extremas, como las prácticas abortivas o eugenésicas.

En asuntos tan serios como el derecho a la vida, desde una posición autárquica y liberal se puede justificar casi cualquier cosa en nombre de una sesgada interpretación “de respeto a la dignidad de las persona”, y si se trata de enfermos graves o en estado terminal, apoyados en la tesis de “su libre decisión a morir con dignidad”, lo que puede indicar la aceleración voluntaria de su propia muerte, fenómeno que encontramos entre los defensores de la eutanasia activa, que es una forma de suicidio asistido17 o, en los casos de limpieza étnica y eugenesia,18 como ocurrió en los trágicos experimentos biotecnológicos de los nazis con enfermos mentales y judíos, y los distintos grupos o gobiernos que buscan el control natal indiscriminado, como se revisará en otros capítulos de esta obra. Esto sucede en nuestros días. Es por eso que el debate en tales asuntos no es cuestión menor, sino de una enorme relevancia filosófico-científica y humanística-cultural.

En este sentido podemos afirmar que detrás de toda postura bioética hay un modelo de persona, de sociedad, de naturaleza y de consideración de la propia tarea y de las finalidades de la ciencia, en virtud de que la bioética, como disciplina de orientación filosófica, desea tender un puente entre las ciencias de la naturaleza y las ciencias humanas, y se relaciona en una de sus vertientes más relevantes con las ciencias de la vida y la salud, las biotecnologías, la investigación farmacológica, genética, genómica, entre otras.

Eso indica que, en la interrelación entre antropología filosófica, bioética y el campo científico específico, que es el centro de su atención y regulación axiológica (por ejemplo, ciencias médicas, ambiente, nutrición, ética de la ciencia y la tecnología), se tiende “un primer puente”, como es la interdisciplinariedad, donde ocurre el encuentro analítico de campos de estudio y áreas de trabajo comunes y problemáticas diversas de enorme relevancia, que conducen a un “segundo puente”, como es el diálogo y cooperación entre las mismas disciplinas a través de expertos y científicos, donde no podemos soslayar que su finalidad, en cuanto a la investigación, foco de estudio y logros obtenidos, debe estar al servicio de la persona concreta, y de la humanidad en general sin distinción de género, raza, origen socio-económico o creencias, sin obviar ni mucho menos socavar, el respeto y cultivo de la naturaleza física y el ambiente, a fin de garantizar el avance y progreso humanos en esos ámbitos, así como la sustentabilidad del planeta.

Estas concepciones tamizadas de novedad (la bioética ha sido un gran suceso en las últimas décadas), pero también de conocimiento de lo real (en este caso del ser humano y la naturaleza física y ambiental) plantea multitud de inquietudes y retos que impulsan a su desentrañamiento, pero también traen consigo hallazgos que merecen una atención ponderada de sus beneficios y riesgos, así como una multitud de interrogantes por responder con solvencia filosófica, científica y moral. Esta sinergia —en su recíproco trabajo interdisciplinar y creativo— forma parte del fecundo camino de la ciencia que, en sus múltiples hallazgos, puede traducirse en conocimiento práctico de tipo bioético, al servicio de la humanidad.

¿Qué hace falta para que así sea? Falta que las motivaciones, finalidades o intereses de quienes lo cultivan (gobiernos, centros de investigación, hospitales, laboratorios, instituciones internacionales), sea la búsqueda del bien común para la humanidad, con un desarrollo sostenido apoyado en la justicia y la paz a fin de preservar la supervivencia del planeta

En el campo bioético esto se concreta en el ámbito médico, en la promoción de la salud y la prevención de la enfermedad, que es el fin central de tan noble actividad, que trae como consecuencia el alivio del dolor y sufrimiento causados por las enfermedades, el cuidado y curación de quienes padecen enfermedad y atención solícita de quienes no pueden ser curados, como recuerdan J. Hanson y Daniel Callahan en su relevante The Goals of Medicine. The forgotten issues in health care reform (1999).

Esto nos conduce a la siguiente pregunta: ¿quiénes somos para ambicionar esas metas y tener la ilusión de trabajar para conseguirlo, aun con los tropiezos y errores propios de la condición humana?

2. El ser humano como persona

La bioética, como disciplina científico-filosófica, aborda cuestiones de gran complejidad y relevancia, sobre todo cuando se vincula a las ciencias de la vida y la salud. En estos ámbitos algunas de las preguntas centrales son: ¿por qué es necesario enfocarse en el ser humano? ¿Quién es el paciente? ¿Acaso enfermos desconocidos con un expediente por su enfermedad o un caso de interés clínico para el médico, un simple número de cama o uno de tantos enfermos sin rostro, incluso cuando ya ha salido del hospital?

Si esa fuera la respuesta, sería muy pobre, casi funcional. Pero no es así, en los hospitales se atiende a personas concretas con una historia singular: todas tienen un pasado, un presente y un futuro entreverado de esperanzas y proyectos, en donde se incluye la recuperación de la salud, pero también de preocupaciones, como lo es su enfermedad.

 

Pero, ¿qué es ser “persona”? ¿Cuál es su diferencia con “individuo?”, o más aún, ¿cuál es su diferencia con “cosa”? Cuando se usa la voz “persona” claramente se hace referencia al ser humano, a quien puede aplicársele en sentido amplio el calificativo de “individuo”, sin que este nombre represente su caracterización más propia ni esencial. El término “individuo” indica que algo o alguien es uno, pero la unidad —en el caso del ser humano— no le otorga personalidad, sino solamente una identidad numérica: cualquier persona es en relación con otra, que en su singularidad también es “una”.

Cuando decimos “es persona” estamos reconociendo en otros congéneres un peso y una dignidad que no tienen otros seres vivos, sean animales o plantas. Los seres humanos —mujeres u hombres— somos personas; hay equivalencia entre estos modos de referirnos a nosotros mismos. ¿Tal calificativo, sin embargo, ha tenido el mismo sentido a lo largo de la historia de la humanidad? La respuesta es negativa, pero lo que sí podemos afirmar es que en tiempos primitivos no se conocía la expresión aplicada al ser humano como la identificamos en la actualidad, aun cuando a lo largo de su historia el concepto haya ido decantándose y teniendo diversos niveles de concretización conceptual.

En la historia del concepto encontramos de manera inmediata dos hitos relevantes: a) El origen de la palabra entre las culturas antiguas y su aplicación al teatro entre los griegos; b) Su significado real, que es el de su aplicación antropológica vinculada a la dimensión ontológica, jurídica, política, moral, médica y social del ser humano. Lo interesante en todas es no perder de vista el referente directo, que son el hombre y la mujer en su realidad singular.


Imagen 2.2. La palabra persona entre los latinos proviene de “personare”, sonar fuerte, para que el actor transmitiera su mensaje y se hiciera oír.

El origen de la palabra “persona” parece descubrirse inicialmente entre los etruscos y los griegos, y tiempo después fue empleada por los romanos, donde adquiere un perfil jurídico;19 luego, entre los cristianos de los primeros siglos de nuestra era, es conocida su connotación filosófica y teológica, que proyecta un carácter e identidad trascendente. Esto es: los etruscos empleaban la expresión phersu (persona) para referirse a “máscara” y los griegos usaban prosopon20 para hacer alusión a las caretas (o máscaras) que usaban los actores en el teatro a fin de representar un determinado personaje.

La misma expresión, “persona”, es usada entre los latinos con dos sentidos: a) el vinculado al verbo personare, que significa “sonar fuerte”, “hacerse oír”, que remite a la máscara del actor trágico griego, que al ponérsela debía hablar fuerte para que el auditorio escuchara; b) el que hacía referencia al nombre “persona”, término al que los romanos civilizados del imperio le atribuían ya un sentido antropológico-jurídico para mencionar a los hombres libres, que eran los ciudadanos romanos, y nunca aplicable a los esclavos ni a los bárbaros (o extranjeros), a quienes no consideraban personas.21

En los primeros siglos del cristianismo el término “persona” tiene igualmente, una doble significación: a) un fuerte sentido antropológico/filosófico como lo muestra el caso de Boecio, filósofo del siglo v d.C. y la tradición que le continúa;22 b) un perfil de carácter filosófico/teológico, si exploramos el pensamiento de san Agustín (siglo iv d.C.) en su meditación del misterio de Dios uno y trino,23 y el de Tomás de Aquino;24 en el Renacimiento a Giovanni Pico della Mirándola con su importante estudio sobre la dignidad humana.

La formulación y refinamiento de la expresión “persona” fue paulatinamente acuñándose y su punto de partida fue la metáfora teatral, hasta llegar a la noción filosófico, antropológica y jurídica, sin dejar de lado su inspiración teológica. Se trata de una de los conceptos más relevantes que en el conocimiento de la realidad humana, se aplica a mujeres y hombres —la especie humana—; es una noción autorreferente repleta de sentido que le hizo escribir a Tomás de Aquino en el siglo xiii que “la persona es lo más noble y digno que existe en la naturaleza”25 y a Kant en el siglo xviii: “Los seres humanos no somos cosas sino fines en sí mismos […]; el hombre no puede ser utilizado únicamente como medio por ningún hombre, sino siempre a la vez como fin, y en esto consiste precisamente su dignidad”.26

3. Qué significa ser persona humana en el pensamiento clásico

La esencia del ser humano es ser persona: “alguien”, que está integrado por cuerpo y espíritu, en la unidad de su ser,27 composición que ha sido examinada desde la Antigüedad hasta nuestros días por diversos pensadores y científicos. Entre los filósofos se encuentran Platón, Aristóteles, Boecio, san Agustín, Tomás de Aquino, Scoto, Ricardo de san Víctor, Pico della Mirándola, Pascal, Kierkegaard, Max Scheler, Xavier Zubiri, Martin Buber, Charles Taylor, Leonardo Polo, Carlos y Alejandro Llano Cifuentes. Entre los científicos está el médico griego Hipócrates y su juramento de importancia en la defensa de la vida humana; el francés Jérôme Lejeune, el padre de la genética moderna y descubridor en los cromosomas humanos de la trisomía del par 21, causante del síndrome de Down.28


Imagen 2.3. Jérôme Lejeune, padre de la genética moderna.

Ser persona remite a la pregunta por la naturaleza del hombre, a lo que el ser humano es esencialmente29 y lo distingue de todo lo que no es humano, por ejemplo, de los animales y las plantas, aun cuando como mujeres y hombres podamos caer en un estado vegetativo, o tener reacciones instintivas o irracionales como los animales, o —en lo mental— sufrir deficiencias o trastornos en la psique humana, por razones diversas, entre ellas una enfermedad, un golpe, nacer con una psicopatía, etcétera. Esos hechos no suprimen nuestra dignidad de personas, de allí el respeto irrestricto y sagrado que debemos tener para cualquier ser humano, entre ellos todo tipo de enfermo, particularmente los más necesitados.

Saber quiénes somos es una de las primeras claves que se deben tener en cuenta para conocer qué significa ser una persona, conocimiento que hunde sus raíces en el ser y esencia de la realidad de las mujeres y hombres concretos y singulares.

Al analizar este tópico desarrollaremos algunas ideas inspiradas en el pensamiento clásico occidental, con el fin de descubrir posibilidades inéditas al repensarlas para aportar un matiz a tan relevante tópico. Con ello quedará clara su vigencia y la vitalidad de sus propuestas. En este sentido, tomamos en cuenta las tres grandes tradiciones30 culturales que contribuyen a la configuración actual de lo que significa persona: la griega, el pensamiento judeo-cristiano y las aportaciones de Kant; tres enfoques totalmente influyentes hasta nuestros días.

Ya hemos hecho alusión al pensamiento griego al hablar del origen de la palabra “persona” aplicada a las máscaras que usaban los actores que representaban personajes, de allí que del uso de la metáfora teatral se transitó paulatinamente hacia el ámbito real. Los actores son personas que representar ¡un personaje!

Otro ejemplo relevante lo encontramos en Boecio, quien inspirándose en Aristóteles y su noción de sustancia, dice que el ser humano es una persona, es decir, un “sujeto individual de naturaleza racional”.31 Trasladar esta abstracta definición al mundo real indica que cualquier ser humano, al ser fecundado y tener los cuidados necesarios para su viabilidad y desarrollo, tiene entidad propia aun cuando sus padres en esos momentos desconozcan su existencia o —en un ejemplo distinto— no sea un niño deseado aun cuando su madre lo albergue en su vientre.

Tal estado embrionario le hace ser sujeto de derechos a pesar de la polémica de quienes defienden lo contrario; ese problema no suprime los legítimos derechos que una legislación inspirada en la ley natural les otorga. En este tenor es correcto hablar de los derechos del nasciturus,32 en quien se descubren otras características, como lo es su ser único y con identidad personal propia de tipo ontológico, aun tratándose de gemelos, porque cada uno de ellos es distinto.

Ese carácter sustantivo y original hace de cada ser humano un sujeto individual, único e irrepetible, en la unidad de su propia existencia, de su propio ser, que no será nunca pasivo, sino eminentemente activo, como lo muestra toda la etapa de gestación y de desarrollo biológico, anatómico, genético y de crecimiento personal a lo largo de la vida, debido, entre otros factores, a la naturaleza corpóreo-espiritual que le es propia. Los seres humanos siempre estamos en movimiento y en ese dinamismo esencial se manifiesta nuestra vida y personalidad, así como la libertad que al golpe de nuestras acciones va forjando nuestro destino, que no implica predeterminación sino autodeterminación en su ejercicio.


Imagen 2.4. El ser humano desde el vientre materno es una persona.

Por ello la expresión “sujeto individual de naturaleza racional” aplicada al ser humano tiene un sentido ontológico, y es la base para hablar con sentido de “sujeto moral” o “sujeto jurídico” en la vida político-social, sin que sea la única fuente de inspiración para hablar así de los seres humanos, sin embargo, sí es un antecedente relevante.

Nuestro planteamiento, que se inscribe en una filosofía abierta a la verdad, proyecta un alto aprecio hacia el ser humano en su doble dimensión individual y colectiva, e impacta necesariamente en ámbitos como el de la ética, en donde podemos hablar plausiblemente de “sujeto moral”, haciendo referencia al ser humano que mediante sus acciones conscientes y libres es sujeto de responsabilidad, compromiso y solidaridad, y es capaz de ser un hombre o una mujer honesto, justo, responsable, bueno… o, si se lo proponen —en el uso de su libertad no orientada por la verdad— cometer acciones que les alejan del bien y de la verdad e incluso caer en la delincuencia y en aberraciones morales de índole diversa, entre las que se encuentran los crímenes de lesa humanidad o diferentes tipos de esclavitud moderna, como la trata de personas y la prostitución.

Algo semejante acontece en el terreno del derecho, donde es muy frecuente el uso de la expresión “sujeto jurídico” para hacer referencia a los derechos y obligaciones que —a priori— otorga la ley a las personas en un Estado de derecho. En el campo del lenguaje, cuando se habla del “sujeto” ocurre algo similar, porque el sujeto o sustantivo de la oración continúa desempeñando una función principal y no adjetiva, como acontece con el predicado, que es algo que se dice del sujeto.

Esto nos permite afirmar que, en los diferentes casos mencionados, hablar de sujeto humano en el sentido que lo hemos hecho, es referirnos a su alta jerarquía como existente real en la aldea global. Esto indica que empleamos la expresión con un sentido ontológico específico referido a alguien personal, que puede ser cualquier ser humano: mujer, hombre, niño, niña, sano, enfermo, en plenitud de facultades o discapacitado, pobre o rico, de cualquier raza, creencia, país o condición, a quien se atribuyen una serie de características esenciales que emergen de su propio ser y personalidad.

¿Y qué sucede con la segunda parte de esta formulación boeciana, que es la idea de que “la naturaleza humana es racional”? Con ello queda manifestada otra nota esencial propia del hombre como especie humana. Para entenderlo, no ha de olvidarse la conexión semántica que se da entre logos y ratio.

Logos es un vocablo griego que admite múltiples sentidos: espíritu, razón, palabra, concepto y tratado, o estudio en su sentido gramatical.33 Ratio es su traducción latina, que casi siempre está referida a la razón humana, en el sentido del animal racional aristotélico con lo que —si le damos ese único uso y sentido— perdemos la enorme riqueza del logos griego que incluye al espíritu. ¿Es esto lo que quiso expresar Boecio? No podemos afirmarlo con certeza, porque en la interpretación del medievalista Clemente Fernández, lo que dice es ambiguo,34 y por lo mismo puede admitirse que al expresar que “la persona es sustancia individual de naturaleza racional”, la voz logos, en su plurisignificatividad en sentido griego se pierde, o al menos se limita. Es por esto que sostengo que la formulación más completa del ser humano a nivel ontológico-estructural es la de un ser integrado de cuerpo y alma en la unidad de su propia existencia, y a quien de modo propio llamamos persona, posición que nada tiene que ver con el dualismo cartesiano.

 

Este carácter corpóreo-espiritual otorga al ser humano trascendencia, apertura, comunicación, relacionalidad con otros seres humanos, el cosmos físico y Dios. Le permite ser heredero de grandes civilizaciones, como la griega, la china, la egipcia, y prehispánicas como la azteca, la maya y la inca, por ejemplo; asimismo, le potencia para el conocimiento y la innovación en el campo de la ciencias y la tecnología; le vuelve creador de arte y cultura; descubridor, apreciador y forjador de valores; artífice de su presente y constructor del futuro que todavía no existe, es decir, le abre un horizonte intemporal y eterno, un mundo de posibilidades infinitas, que deberá concretar con sus decisiones. En suma, el ser humano es inventor de proyectos e innovador permanente en el campo de la ciencia, la tecnología, el arte, y la cultura, en el ámbito político, social, etcétera.

En esta línea de exposición, entonces, una persona es:


3.1. Sujeto, no objeto

El sujeto humano —la persona— no es un objeto, no es cosa que pueda ser usada al arbitrio de otra, lo que indica un deber moral de no manipular, instrumentalizar, cosificar o descartar a un ser humano como acontece en tantas situaciones de injusticia, como el maltrato y abuso en cualquiera de sus manifestaciones: físico, verbal, psicológico, en la familia, en la escuela (bullying), en el trabajo (mobying), en las redes sociales (ciberbullying);35 en la comunidad política, laboral y social; promoviendo el trabajo infantil o la carencia de empleo en quienes debieran tenerlo; a escala interregional, e incluso global, el narcotráfico, el comercio de personas, las amenazas de funcionarios públicos a países más débiles en el escenario mundial, y muchas otras situaciones inaceptables que nos recuerdan el deber moral de tratar a los seres humanos —hombres o mujeres, niños o personas de la tercera edad, pobres o ricos, sanos o enfermos— como fines y nunca como medios.

Este carácter de ser tratados como fines es una manifestación de la dignidad de las personas, y lo apreciamos de manera práctica en los hospitales cuando médicos y enfermeras, una y otra vez, venciendo el cansancio y la rutina, atienden solícita y generosamente a los pacientes, a fin de que recuperen la salud. ¿Qué pueden esperar de estas personas sufrientes estos profesionales de la salud? Quizá una sonrisa, cierta empatía, y —no es descartable— agradecimiento por la atención y cuidados tributados.

Esto indica que, para estos profesionales de la salud, los pacientes son seres humanos, personas, a quienes hay que tratar con la solicitud propia de quien espera de sus servicios salir de la enfermedad. Otra actitud (atenderlos por el frío cumplimiento de deber profesional, o “porque no pude estudiar otra cosa”), no es digna de la nobleza de esas profesiones que tienen como inspiración el deseo de colaborar en la recuperación de la salud de los pacientes que como el don de la vida— son regalos invaluables que debemos custodiar, cultivar y valorar. Quizá por esto Séneca expresó: Homo, sacra res homini,36 lo que significa que el hombre es —o debería ser— alguien sagrado para los demás hombres.

3.2. Alguien, no algo

Ante este panorama otra forma legítima de referirse a las personas es preguntar por “alguien” y no por “algo”. El pronombre indefinido alguien se usa únicamente para aludir a personas,37 como cuando se llega a casa después de trabajar y se pregunta “¿hay alguien en casa?” o al entrar al hospital y preguntar “¿hay alguien de guardia?”; esto muestra que al hablar del ser humano, nunca podremos calificarlo como algo, expresión que hace alusión a cosas, a instrumentos, que no tienen un nombre propio sino común; las personas somos “alguien”, porque desde esa expresión se habla de seres humanos que son originados, originales y originantes.

Originados, porque el ser humano —de manera natural— ha sido engendrado por sus padres y la existencia que posee es un don que debe apreciar y agradecer.38 Por ello, es mejor “ser que no ser”, es mejor decir “existo a no existo” porque sin la vida no puedo pensar ni realizar cosa alguna. Alguien podría objetar “pero la vida ya no la quiero, ha representado mucho sufrimiento para mí”. Aun considerando un contexto vital así, hay que luchar por erradicar esa visión pesimista de la existencia humana, de la que se deriva un mayor sufrimiento y una actitud derrotista que aniquila las esperanzas y vitalidad humanas. Por ello, el precepto sabio, “es mejor ser que no ser” es una divisa de orientación existencial de la vida.

Originales: cada ser humano que viene al mundo es alguien nuevo y original, totalmente novedoso, porque no hay otro como él o ella a nivel existencial aun cuando se tenga un gemelo; por lo mismo, es único e irrepetible con una identidad personal indiscutible en la singularidad de su propio ser, como lo muestra, a nivel biológico, por ejemplo, su código genético que solo a él (ella) le pertenece y a nivel personal, su insustituibilidad existencial se hace evidente, por ejemplo, ante la realidad de la muerte, donde nadie podrá reemplazarlo(a) como la persona única e irrepetible que ha sido y fue. En el campo operativo/funcional, sin embargo, otra persona sí puede realizar la tarea o labor que desempeñaba el ser humano que muere, por ejemplo, en una oficina, si muere el jefe nombrarán a otra persona en el cargo, en el hospital pasa igual, alguien sustituirá al médico, a la enfermera…

La opción a favor de la vida humana será siempre plausible, como lo muestran las razones siguientes: a) sólo los hombres vivos garantizan vitalmente la supervivencia de la humanidad; b) representan el capital humano, la riqueza, de los distintos pueblos y naciones; c) en la jerarquía de los derechos humanos fundamentales, el derecho a la vida se convierte incuestionablemente en el primer derecho que imperativamente debe ser custodiado por el orden jurídico y social en las sociedades democráticas, ya que sin él no existirían los demás derechos, sin el cual ni siquiera se tiene la opción de decidir.

En este sentido, los defensores de la eutanasia y sus impulsores suelen invertir la jerarquía colocando la libertad de elección sobre el derecho a vivir; para ello se amparan en la realidad del sufrimiento extremo en enfermos graves o incurables a los que —dicen— hay que darles la oportunidad de “escoger el tipo de muerte que desean a fin de que no sufran más”, planteamiento al que se suman –casi siempre— motivos emocionales (“hay que tener compasión”), pragmáticos (“al fin y al cabo tiene que morir”), intereses económicos (“para qué seguir gastando, no tiene caso”) y —siempre— una visión materialista de la vida, como lo ejemplifican las agrupaciones suizas “prosuicidio asistido” y el médico originario de Michigan, Jack Kevorkian, apodado “el Doctor Muerte” por impulsar, desde muy joven, el suicidio asistido; él “ayudó” a morir a más de 130 personas, y luego de ser descubierto pasó encarcelado el resto de sus días.39

Para la Asociación Médica Mundial (amm), casos como los descritos son ejemplos de “mala práctica médica”. En situaciones de enorme fragilidad para enfermos graves o desahuciados, lo mejor es tributarles los cuidados médicos, humanos y espirituales requeridos en la medida de lo posible, sin caer en el “encarnizamiento terapéutico” (distanasia), que prolonga su sufrimiento; ante enfermos así, la amm sugiere “la buena práctica médica”,40 que consiste en el acompañamiento solícito y el mejor tratamiento médico, en concordancia con su estado de salud y posibilidades de tratamiento.