Las leyes del pasado

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4

El viaje hasta Varsovia fue largo. En el carro y en el tren hacía tanto frío como en Voljovetz. Sólo en el tramo que recorrieron en automóvil se sintió Hannah más abrigada. Ganitz no hablaba ni la tocaba. Comieron antes de abordar el tren. Hannah nunca había estado en una fonda, y no sabía leer, de modo que él le dijo lo que había para elegir.

—¿Puedo comer lo que me apetezca?

—Y dos, y tres platos, si quieres. Hay que engordarte. Como estás, no le gustarás a nadie.

—A mi padre le dijiste que te gustaba.

—Mentí.

—Me di cuenta. No voy a ser tu mujer, ¿no? Quiero decir…

—Te he comprado, y te usaré cuando me venga en gana. O te usarán otros, si pagan. Ahora, come y calla.

—Elige tú. Yo no conozco esta comida.

—Ni ésta, ni otra. Pero, para comer, no hace falta saber.

Y eso fue todo. Hannah estaba acostumbrada a que no la quisieran, y a servir a los hombres sin preguntar cómo, por qué ni para qué. Disfrutó de aquella cena como nunca había disfrutado en su vida, y la recordó siempre. No hubo para ella momento más feliz.

5

En Varsovia estaba Myriam Frenkel. Ganitz ni siquiera las presentó. Simplemente, cuando abrió la puerta del piso, se encontraron con ella, una rubia escuálida, casi desnuda, apenas si cubierta con un peinador de gasa rosa, y descalza. Fue una recepción triste, sin efusiones, casi sin palabras. Hannah reconoció el miedo en los ojos de Myriam.

—Preparadme el baño —ordenó él, abandonando su maleta junto a la entrada.

—Ayúdame —pidió Myriam. Hannah fue tras ella.

Cubo a cubo, llenaron la tina de agua caliente. La temperatura de la casa era agradable, con la estufa siempre encendida.

No fue necesario avisar a Ganitz. Cuando todo estaba a punto, entró él, sin cuidarse de cubrir parte alguna de su cuerpo. Era el primer hombre al que Hannah veía así. Sintió asombro y rechazo, no por la carne del varón, que era físicamente hermoso, sino por su ostensible indiferencia ante la mirada de las muchachas. Percibió una íntima asociación entre la falta de pudor y la crueldad helada de la que ya había recibido, si no pruebas terribles, sí abundantes señales.

La ceremonia del baño fue breve. Mientras se enjabonaba, Ganitz dio instrucciones.

—Quítate el vestido, tú —dijo.

Hannah miró a Myriam. No valía la pena negarse. Obedeció.

—Sigue —mandó Ganitz—. Quítatelo todo.

Hannah se preguntó si él la tomaría allí, delante de la otra. Pero no, no era por eso que lo hacía.

—Myriam, recoge esa ropa y llévala a mi dormitorio. Dale algo para que se abrigue. La bata blanca.

Ganitz se estaba secando cuando Myriam regresó con un peinador blanco, semejante por todo lo demás al que ella misma vestía.

—Quiero que esta noche me esperéis despiertas las dos —informó entonces el amo.

Salió sin esperar respuesta.

Tan pronto como se quedaron solas, Myriam se echó a llorar calladamente: con una mano, tendía la bata a Hannah; con la otra, se cubría los ojos.

—¿Quién eres? —quiso saber Hannah, cogiendo la prenda, sin ponérsela.

—Myriam. Esclava, como tú.

—¿También te ha comprado? ¿También se ha casado contigo?

—Claro —Myriam mostró los ojos húmedos: ya no lloraba—. Es así como lo hacen. ¿Qué esperabas?

—No sé… Una sonrisa.

—¿Una sonrisa? ¿Acaso te ha sonreído tu padre?

—Sonrió al firmar el contrato —confesó Hannah—. Pero no me sonreía a mí… ¿Quieres decir que él sabía…?

—Sé que duele —aceptó Myriam, poniendo una mano en el cuello de su compañera—. Pero mi padre sabía. Y el tuyo también. Saben para qué nos llevan. Yo también sabía.

—Y yo. Pero él…

—Olvídalo. Olvida todo lo que te haya sucedido hasta ahora. Y mañana, olvida el día de hoy, y la noche…

—¿Qué va a pasar esta noche? ¿Por qué tenemos que esperarle despiertas? ¿Por qué no escapar?

—¿Escapar? No tenemos ropa.

—Así, con estas batas.

—Nos atraparía algún policía. Y nos devolvería a Ganitz. Para eso cobran. No somos las únicas a las que se les ha ocurrido la idea.

Hannah bajó la vista.

—¿No hay esperanza?

Myriam no respondió. Se limitó a ponerse de pie, volverse y dejar caer el peinador: decenas de trazos, unos rojos, otros verdosos, otros con una costra de sangre seca, obra de un látigo fino, escrupulosamente metódico, inescrupulosamente reiterativo, se repartían en un orden geométrico perfecto por toda su espalda.

—Esto es lo que va a pasar esta noche —dijo.

—¡Dios nos ha abandonado! —concluyó Hannah.

—Hace mucho. Cuando permitió que naciéramos donde nacimos. Porque tú también vienes de un shtetl, ¿no?

—Sí. De Voljovetz.

—Lo mismo da dónde se encuentren, son las mismas aldeas de mierda, la misma miseria. Hablamos yidish, como nuestros padres y como nuestros rufianes —dijo Myriam, volviendo a taparse la espalda—. Las que pasaron por aquí antes de nosotras, también hablaban yidish. Shulamit, que estuvo en esta casa hasta hace quince días, me sujetaba para que él me azotara y susurraba en yidish sus consejos: aguanta, bonita, aguanta porque, si no, será peor. No sé qué podía ser peor…

—¿Y qué ha sido de ella?

—Se la llevaron. Debe de estar en un barco, en viaje a Buenos Aires.

—¿Buenos Aires? ¿Dónde queda eso?

—Cerca del fin del mundo.

—¿Hace calor allí?

—El mismo que aquí, supongo —dijo Myriam.

—¿Tú me sujetarás a mí esta noche?

—Tal vez. Pero no te diré majaderías al oído.

—Yo pensaba… —aventuró Hannah.

—¿Que Ganitz se iba a acostar contigo?

—Sí…

—No le interesa. Yo no le he interesado, al menos. Y Shulamit tampoco. Se marchó tan virgen como llegó. Y yo sigo igual.

—Conmigo pudo hacerlo y no lo hizo —confió Hannah.

—Ni lo hará.

—Sólo me pegará. ¿Por qué?

—Según dice, para que aprendamos. Para que, en Buenos Aires, todo nos parezca bien. Pero yo creo que lo hace porque es lo que realmente le gusta. Se desnuda antes de coger el látigo. Y me parece que le pasan cosas…

—¿Qué le pasa?

—Lo que les pasa a los hombres cuando se ponen locos con una mujer… ¿Nunca lo has visto?

Hannah bajó los ojos.

—Vi a mis padres una vez…

—Y al final, él se quedaba sin aliento, ¿no?

—Me pareció que quería gritar.

—Ganitz grita —dijo Myriam—. Pero no me hagas mucho caso… Quizá fuesen cuentos de Shulamit. Yo nunca le he visto. Siempre le he dado la espalda. Sólo que le oigo. Habla en polaco, cada vez más fuerte. Hasta que se queda callado, casi ahogado, y suelta el látigo y se va.

—¿En polaco? Yo no sé polaco. ¿Qué dice?

—Puta —murmuró Myriam—. Eso dice: puta.

—¿Sólo eso?

—No. También me ha dicho que me hará montar por millones de hombres, y que todos ellos pagarán por usar mi sucio culo de puta judía… Y que él será rico y que, cuando yo me ponga vieja y horrible, y nadie más pague por mi sucio… —Las lágrimas cerraron la garganta de Myriam.

—¿Qué hará? ¿Qué hará entonces? —urgió Hannah: su curiosidad era más fuerte que la piedad que pudiera sentir por el llanto de la otra.

—Me azotará hasta matarme y me olvidará —gimió Myriam.

—¡Dios mío!

—¡No! ¡No lo nombres! —La ira borró el espanto de la frente de la mujer—. ¡Ese Dios no existe! ¡Nosotras no existimos! Sólo está Ganitz. Él nos ha inventado porque, lo mires como lo mires, es el único que nos necesita: para nadie más somos útiles.

—Sólo servimos para el infierno.

La noche de Ganitz, aquélla, fue la primera de la maldita, estéril eternidad de Hannah, quien recibió el castigo, y el placer del rufián, como la única justicia posible en un destino de paria.

6

Pero el verdadero tormento, que duraría hasta el final, se inició a bordo.

El Marseille era un vapor de carga, con espacio para media docena de pasajeros —sólo varones—, que hacía el trayecto desde Le Havre hasta Valparaíso. Ganitz tenía un camarote y había arreglado con el contramaestre el viaje clandestino de Hannah y Myriam en un estrechísimo compartimiento anejo a la sentina, una cámara húmeda, maloliente e invadida por el ruido perpetuo de las bombas que arrojaban las aguas servidas de la nave al mar, una cámara en que no había más lugar en que dormir que dos atados de lonas viejas, ásperos y manchados. Las muchachas recibían cada noche, muy tarde, un plato con restos del rancho de la marinería, ya fríos. Los viajeros comían con la tripulación.

El rufián, como de costumbre, había comprado un billete hasta Montevideo, que solía alcanzarse en algo más de un mes de navegación: allí bajaría, con sus pupilas, para emprender el último tramo del camino a Buenos Aires con los documentos en regla: en Montevideo, los dieciséis años de Hannah y de Myriam se convertirían en veinte. Todos los demás continuarían hacia Chile.

Las cosas fueron de acuerdo con lo convenido hasta el duodécimo día de viaje, cuando el capitán invitó a Ganitz a tomar una copa de ron. Se habían quedado solos, uno a cada lado de la mesa, después del almuerzo.

—Yo sé perfectamente a qué se dedica usted —dijo el capitán.

—¿Sí? —fingió asombrarse Ganitz.

—No lo niegue. Lo sé todo. No pretendería que dos personas, en un espacio tan reducido como el del Marseille, me pasaran desapercibidas. Ni que ignorase que mi contramaestre hiciera negocios por su cuenta… Hasta he visto a las mujeres… a decir verdad, son niñas… muy, muy jovencitas. Anoche les llevé yo la comida. Algo caliente, para variar.

 

—Ahora me dirá que le gustaron mucho.

—Desde luego —confirmó el capitán, con una sonrisa—. A los navegantes nos gustan mucho las mujeres. Todas, de todos los tipos y categorías. No hacemos ascos a ninguna porque vemos pocas y tocamos menos. Pasamos meses en el mar, y apenas días en los puertos, y en esos días hay una enormidad de trabajo. Por eso yo sólo acepto hombres en el pasaje. Una dama representa un peligro. Para ella misma, porque mi gente no es lo que se dice considerada… vamos, que llevo aquí un hatajo de bestias, capaces de cualquier cosa si huelen a hembra. Y un peligro para mí, por la posibilidad de un motín si pretendo defender alguna virtud…

—En este caso, no hay nada que defender —argumentó Ganitz.

—Se equivoca. Y quien tiene que defenderlo es usted. Se trata de su dinero. Porque se arriesga a llevarlas de contrabando para que trabajen y le enriquezcan, ¿no es así?

—Hmmm…

—Para que pongan el cuerpo. Las necesita enteras. Y puedo asegurarle que, si la tripulación las descubre por sí misma, no se servirá de ellas en forma medida.

—Las violarán —Ganitz se encogió de hombros.

—Las harán pedazos. Créame: si las ofrezco yo, y organizo el servicio, le estaré haciendo un favor…

—¿Organizar el servicio? ¿Cómo?

—Como en cualquier burdel, sólo que gratis. Aunque tendrán que esforzarse un poco más, porque no hay más que dos botellas de alcohol en este barco y las tengo yo, de modo que los hombres no habrán bebido, estarán más fuertes, no se quedarán dormidos y querrán repetir.

—¿Y si me niego?

—Ni ellas ni usted llegarán a América. Haga cuentas. Yo ya las he hecho. Tengo contratados veinte hombres, y hay cinco pasajeros que tal vez quieran participar. Si visitan a sus chicas dos veces por día, harán el equivalente de cincuenta clientes. Como son nuevas, las pondrá usted a sudar en tierra a cuatro o cinco pesos argentinos por barba. Digamos cinco. Doscientos cincuenta pesos por jornada, y no veremos costa hasta dentro de veinte, poco más o menos. Cinco mil pesos.

—Es una cifra importante.

—Es el precio de su vida, y de la de ellas. ¿Le parece mucho?

—Siendo eso lo que compro, no.

—Pues voy a avisar.

—Espere… Déme un par de horas. Quiero prepararlas. Para que no se resistan.

—Bien que hace. Dentro de dos horas, las subiré a un camarote.

7

El viaje de Ganitz con sus dos esclavas duró aún veinticuatro días. La iniciación de Hannah y de Myriam corrió a cargo de su dueño quien, en las dos horas concedidas por el capitán y valiéndose de un objeto de caucho con las formas de un pene de considerable tamaño, hizo lo que en otros casos hacen, sin dolor ni violencia, la pasión, la ternura o el deseo. Lo único que le movía era la ira por el despojo del que se sentía víctima: las cuentas del marino no incluían el precio de dos virginidades en el mercado del sur, bocados cardenalicios para los que había buenos y conocidos clientes, y Ganitz no quería hacer regalos a nadie: si su vida era estimada en cinco mil pesos, no iba a pagar por ella el doble, lo supieran o no quienes le cobraban: le parecía preferible desperdiciar el mayor de los méritos de su mercancía, dañándola por propia mano, a entregarla intacta sin recibir nada a cambio.

Después, empezaron a pasar los hombres. En su mayoría, eran de apetencias simples y actuaciones breves, de modo que, aunque los olores y, en ocasiones, los dolores, resultaban a menudo escandalosos, lo efímero de los contactos acababa por hacerlos tolerables. Pero el capitán había visto en la forzosa sumisión de las hembras la oportunidad de hacer alguna ganancia, y ofreció a sus clientes, ya que nada iba a sacar de la tripulación, servicios especiales. Así que Hannah y Myriam volvieron a ser azotadas, aunque ya no por Ganitz y fueron obligadas a ceder todas las entradas de su cuerpo y hasta se vieron empapadas en orines y otras miserias. Durante veinticuatro días. Hannah lo resistió mejor.

Al amanecer del día veinticinco, cuando casi todos los marineros dormían, el capitán, empleando la menor cantidad posible de hombres, hizo detener los motores y echar el ancla. Después, fue a buscar a Ganitz.

—Hemos llegado —le dijo—. Vístase, busque a sus putas y suba a cubierta con el equipaje.

Ganitz obedeció. Subió a cubierta con sus dos pequeñas maletas, seguido por las muchachas, que no llevaban más que lo puesto. Se sorprendió al comprobar que no había ninguna ciudad a la vista: sólo una costa pelada, de arenas extensas y escasas hierbas, barrida por el viento helado.

—No estamos en Montevideo —se limitó a constatar.

—No —le confirmó el capitán—. Estamos al sur de Buenos Aires. —No precisó a qué distancia—. Usted se baja aquí. Y ellas —señaló—. Nosotros vamos a Chile.

El contramaestre traidor fue el encargado de bajarles en un bote y dejarles en la playa. Nadie pronunció palabra en el curso de la operación. Cuando Hannah, Myriam y Ganitz pisaron tierra, el marino, sin abandonar el bote, que inmediatamente después haría girar para regresar al Marseille, señaló al norte, una dirección obvia si se daba por sentado que habían dejado atrás el Río de la Plata.

—Buenos Aires está allá —dijo.

—La cabeza todavía me da para eso —se despidió el rufián.

Mientras el bote se alejaba, Ganitz abrió una maleta y sacó el látigo.

Lo hizo chasquear en el aire y miró a las mujeres.

—También aquí hace frío —murmuró Hannah, acomodándose la poca ropa que llevaba.

—Vamos —dijo Ganitz—. En marcha.

Echaron a andar hacia el norte. Era el comienzo de un camino de varios cientos de kilómetros.

Sanofevich aún no había entrado en el destino de Hannah.

2. La Bestia

¡Pobrecilla! Lleva las faldas muy arremangadas. En vida, se hubiese ruborizado.

Raymond Queneau, Siempre somos demasiado buenos con las mujeres

Ammazzavano… mai erano buoni, coragiossi. Non uccidevano per cattiveria. Ammazzavano perché sapevano che sarebbero morti, che erano destinati a morire. Quei ragazzi erano nati sotto una cattiva stella e infatti sono finiti ammazzati tutti quanti.

Antonino Calderone, mafioso

1

El de Sanofevich era un nombre adquirido en un bar de marineros, en el puerto de Santos, en Brasil. Acababa de llegar de Europa y no tenía ni siquiera nombre. O tenía uno y lo había olvidado. O prefería olvidarlo. O aspiraba a que quien lo hubiese conocido, lo olvidara.

Entró en el Marabú como había bajado del barco: con lo puesto. Iba a beber. Alguien pagaría. Seguramente, alguna de las mujeres que aguardaban junto a la barra el advenimiento de un destino. O un borracho sentimental.

Pidió un ron y siguió hacia el fondo del local. Los servicios —una pared mohosa con una canaleta en declive al pie y una suerte de choza diminuta con una turca, ambas cosas agresivamente malolientes— estaban al otro lado de un patio en el que se apilaban cajas con botellas vacías y cubos de basura antigua. Si no había nadie dispuesto a pagar, siempre se podía salir por allí, saltar la verja de madera que cerraba el lugar y perderse en la oscuridad. Orinó conteniendo la respiración para que el amoníaco no le lastimara la garganta.

Cuando regresó al interior, su copa estaba servida. La vació de un trago y pidió otra, acodándose en aquel punto de la barra. Una negra cuarentona, rolliza y con el pelo alisado y teñido de platino, se instaló a su izquierda. A su derecha había un marinero rubio que hablaba con el camarero en inglés, una lengua que él no comprendía.

La negra le habló en portugués.

—¿Buscas mujer? —preguntó.

—No entiendo —contestó él, en ruso.

El marinero rubio le oyó.

—Yo hablo ruso —declaró, girando a medias la cabeza—. ¿Necesita ayuda?

—Habla ruso pero no es ruso —afirmó el recién llegado—. Y no puedo pagar por su ayuda.

—No le he pedido nada a cambio —protestó el marinero.

—Nadie hace nada sin esperar algo —terminó él, volviéndose y dando la espalda al rubio.

La negra musitó su reflexión de solitaria.

—No le interesa la gente —concluyó.

El marinero apoyó el comentario.

—Déjalo estar —dijo, ignorando al ruso.

La negra intentó ahondar el vínculo así establecido.

—¿Tú buscas mujer? —preguntó, inclinándose sobre la barra para seguir el diálogo, como si aquel al que primero había abordado ya no existiese.

Pero existía. Y estaba alerta. Y, aunque no sabía de qué se estaba hablando, daba por sentado que le involucraba. Se sintió molesto, casi ofendido por el aislamiento al que le sometían su propia ignorancia y su propio egoísmo, los motores verdaderos de sus actos: llevó la mano al interior de la chaqueta y sujetó el mango de la daga, corta y filosa, que llevaba, envainada, en el cinturón.

El marinero no quería comprometerse sin haber visto bien a la negra. Le gustaba su cara, pero sólo apartándola de la barra podría contemplarla entera y decidir si le interesaba.

—Busco a alguien —generalizó—. ¿Quieres fumar? —acompañó la oferta con un gesto, empujando su paquete de cigarrillos por encima de la barra, por delante del ruso, hacia ella, rozando la copa de su vecino con el antebrazo.

Llegó exactamente hasta ese punto. La entrada de la daga, por veloz, no le provocó dolor, pero se puso pálido al ver cómo la mano le había quedado clavada a la madera de la barra.

Son of a bitch —dijo, mirando al ruso, que fijó los ojos en los suyos sin soltar el arma.

Sanofevich —remedó Sanofevich, sonriendo—. No sé lo que quieres decir, pero me gusta: parece un apellido ruso: me quedo con él.

—Quiero decir que eres un hijo de puta —explicó el otro.

—¿Sanofevich? ¿Significa eso? ¿Hijo de puta?

Vio la confirmación en los ojos del marinero, llenos de desesperación.

—Entonces, me gusta todavía más —dijo—. Me llamaré así desde ahora.

Levantó la daga con la misma velocidad con que la había bajado, liberando la mano del inglés, que entonces empezó a sangrar de verdad.

Sanofevich se volvió hacia la negra: le bastó un movimiento de la cabeza para que ella le siguiera, callada y con los ojos bajos.

2

Sanofevich y la negra estaban sentados en la cama, en el dormitorio de ella. Él se señaló el pecho.

—Sanofevich —dijo.

—Lo sé —confirmó ella—. Es cierto.

Él negó con la cabeza. No era una respuesta así lo que esperaba. Insistió.

—Sanofevich —se señalaba el pecho y después señaló el de ella con una interrogación en la mirada.

—Sybila —entendió la mujer, y lo repitió, apuntándose con el índice.

—Sybila —repitió él. Y puso un dedo sobre la mano de Sybila, apoyada sobre la sábana.

—Mano —dijo ella.

—Mano —rumió él. Y sacó la daga de la cintura y la mostró.

—Cuchillo —dijo ella.

—Cuchillo —sonrió él—. Sanofevich cuchillo, Sybila mano —concluyó. Y movió los dedos sobre su propio pecho, los dedos juntos, con golpes ligeros y reiterados.

—Corazón —reconoció Sybila, imitando el gesto.

—Sanofevich cuchillo, Sybila corazón —asoció él.

—Sanofevich corazón —acusó ella.

Él negó una vez más con la cabeza.

—No —enseñó ella, remedando el gesto del hombre.

—Sanofevich corazón no —confirmó él. Y fue hacia la ventana y señaló hacia abajo.

Sybila comprendió y dijo: «Calle». Y siguieron con otras palabras: dinero, casa, cama, trabajo, pierna, abrir, cerrar, clavar, hombre, mujer, bebida, comida, cigarrillo, todas las que hicieran falta para expresar los requerimientos elementales del ruso y los deberes de ella para con él.

—Sybila calle hombre dinero —resumió él al final—. Casa Sybila, casa Sanofevich. Sanofevich casa, comida, cigarrillos, bebida. Sanofevich cuchillo. Sybila corazón. Sanofevich corazón no.

 

—Salir —completó Sybila, yendo hacia la puerta.

—Callar —recordó él—. Sanofevich cuchillo, Sybila lengua.

Sybila dejó la casa y Sanofevich, desde la ventana, la vio andar hacia la esquina y girar, perderse de vista, escapar al control.

—Ésta me quiere joder —concluyó él, en ruso.