La capital del olvido

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6 Lo que contó Ledesma / 3

Los policías nunca dicen adiós. Siempre esperan volver a verle a uno en la fila.

RAYMOND CHANDLER,

El largo adiós

I

A Romeu le costaba aceptar el relato de Ledesma. No porque no fuera posible, sino porque el personaje de la abuela escapaba a todas las normas. Nadie deja abandonado a un hombre en trance de muerte, ni al amante de la nieta ni a un desconocido. Al propio Labastida le habría costado creerlo.

—¿Está seguro de que hizo eso? —admiró Romeu, incrédulo—. ¿De que se negó a salvarlo cuando estaba en sus manos? ¿No le habrá mentido ese cabrón?

—Él sólo fue el primero en decírmelo. Después lo confirmé, ya verá cómo. La cuestión es que lo mataron la misma noche, tan pronto como se cerró el trato. Que lo habían trasladado, me dijo el capitán. Lo trasladaron y nadie se recupera de los traslados, me explicó. Estaría enterrado, o lo habrían arrojado río adentro desde un avión, que es lo que después se supo que hacían.

—Tal vez, aunque me parece que los vuelos empezaron después, cuando se les acumularon demasiados y no sabían qué hacer con ellos. Una solución final. Pero eso no importa, ¿no?

—Ni ahora ni entonces. Sólo contaba el hecho de que fuera tarde. Negociaba mal, el tal Labastida. Podía haber esperado. Podía haber aparecido un comprador. Yo lo era, por ejemplo. Cierto que pensó que sólo era un mandado de su cliente, pero así y todo… yo hubiese contado con la posibilidad de alguna rencilla de familia. Además…

—¿Además, qué?

—No tenía prisa. Tardó cinco meses en entregar a Betty.

—¿Y eso?

—Esperó que pariera. La devolvió a ella, pero no al chico, Romeu. Del pequeño nunca más se supo.

—Entonces, ésa es la historia. Lo que me ha contado hasta ahora es sólo un prólogo.

—Sí, ésa es la historia central en este momento, pero el prólogo fue mucho más largo de lo que usted supone.

—¿No me habrá llamado para pedirme que encuentre a ese niño, que a estas alturas debe de ser un hombre de unos veintitrés años, si no me equivoco?

—No sé lo que le voy a pedir, Romeu. Igual, lo decidimos entre los dos cuando usted conozca todos los detalles. ¿Sabe? Contando, uno aprende, entiende cosas que antes no entendía.

—¿Hacía mucho que no hablaba de esto?

—Años. Y no crea que no me ocupé.

—Doy por sentado que sí, que se ocupó. Y se sigue ocupando. Lo que ocurre es que hay secretos a los que ni el dinero tiene acceso. Y llega el momento en que es preferible abandonar, o apartarse hasta que el tiempo haga lo que tiene que hacer, si quiere. Pero ahora, por favor, siga. No me inquieta que se hagan las seis de la mañana, o que demos toda la vuelta al reloj.

—A mí tampoco.

—Estábamos en que tardaron cinco meses en devolverla. Parta de ese tiempo, Ledesma. ¿Pasó en Buenos Aires todo ese tiempo?

—Sí. La mayor parte de mis negocios se puede resolver telefónicamente. Algo se perdería, algo se dejaría de hacer, pero todo se recupera. Menos la vida, claro está. Preferí quedarme allí. Preparar por mí mismo la salida de Betty. Estar al alcance de Labastida si llegaba a pedir más. La vieja Pilatos pagó lo suyo y se fue. Yo no.

II

Durante los cinco meses siguientes, nos fueron dando citas que siempre acababan en una frustración, en nada. Citas en calles perdidas, a las dos o las tres de la mañana. Calles por las que a esas horas no pasaba nadie, con casas en las que rara vez había una luz encendida o se oía sonar un teléfono. Calles de ésas en las que no hay más luz que la de un modesto farol en cada esquina, ni más ruido que el de algún motor lejano.

Compré una ambulancia, la hice pintar de negro y le puse cristales Douglas. Tenía un aspecto raro, entre furgón fúnebre y transporte de objetos tristes. Le atribuí el nombre de una empresa inexistente, con letras rojas y amarillas. Un cartel pequeño. Me dio tiempo para eso y más, entre cita y cita. A medida que pasaba el tiempo, lo iba perfeccionando. Al final, era una suerte de quirófano completo, con todo lo que el mercado podía ofrecer en aquel momento.

Busqué y encontré un médico joven, Enrique Kramer, y un enfermero de su confianza, Eliseo Vera. Los dos estaban dispuestos a atender emergencias sin hacer preguntas, conscientes de que no trabajaban para el poder. Mejor gente de lo que yo había imaginado. También encontré un piloto, loco, anárquico y con una especie de aparato de volar que se caía a pedazos. Tenía una empresa de fumigación. Le conseguí una avioneta nueva, que daba para mucho más que eso, desde luego, pero era la fórmula para tenerlo a mano y con todos los permisos.

Le cuento todo esto, que no es especialmente relevante para la historia de Betty, porque cuando yo me marché, lo dejé todo en manos del piloto, y él mantuvo en funcionamiento esa línea de salvación hasta el final de la dictadura. Se llama Marcos Ayerra, vive en la provincia, en las inmediaciones de Pilar. Puede contar con él, llegado el caso.

Nos estacionábamos, pues, en una de esas calles tenebrosas, y esperábamos.

Habitualmente, no pasaba nada. De tanto en tanto, nos llegaba algún mensaje, de Labastida o de quien fuera. Una vez nos balearon desde un coche en marcha, que se acercó y se alejó a toda velocidad. Un Ford, por supuesto, sin matrícula. Tiraron muy alto, no pretendían herir ni matar a nadie. Rompieron una ventana, oímos el estrépito de los cristales. Aquella noche no esperamos más.

Pero todo tiene un final, Romeu. Y una madrugada llegó ese final. Aunque esto sea un modo de decir, únicamente, porque sólo fue un final de etapa.

Yo estaba sentado al volante, fumando, que era lo único que se podía hacer. Ni se me ocurría poner la radio de la ambulancia. En una de las casas, al otro lado de la calle, que en esa ocasión era del barrio de Palermo Viejo, había una luz en la planta alta. Me quedé mirando esa ventana. De rato en rato, se movía una cortina, levemente, como si alguien atisbara por un lado. Pensé que nos estaban vigilando, y seguramente era así. Los muchachos estaban hartos del encierro, y fumaban también, afuera, con la espalda apoyada contra el vehículo. Yo los oía perfectamente cuando decían algo. Y oía también una música lejana. Tangos. Gardel. Debía de venir de la ventana iluminada.

—Parece que tampoco vienen hoy —oí decir al médico.

—Todavía es temprano —oí decir al otro, y lo imaginé mirando el reloj a la luz de la brasa del cigarrillo.

Y entonces pasaron dos cosas.

Subió de repente el volumen de la voz de Gardel y el ruido de un motor empezó a hacerse inesperadamente cercano.

Todos nos movimos.

Yo giré la llave y me puse en marcha. Mis acompañantes fueron hacia la trasera del vehículo, porque era por ese lado que se aproximaba el sonido.

A los pocos segundos, giró en la esquina una furgoneta, tan lóbrega como la nuestra, pero sin señales que permitieran identificarla. Sus faros iluminaron la calle de un extremo al otro.

A punto ya de rebasarnos, no se detuvo, pero redujo la velocidad. Se abrió una puerta lateral y quien estuviese en el interior dejó caer o empujó hacia fuera un bulto sucio. Exactamente delante de mí. Aceleraron y se perdieron por la transversal. Fíjese que iba a decir que desaparecieron, no que se perdieron, pero le cobré aversión a ese verbo. Uso cualquier sinónimo, perderse, desvanecerse, esfumarse. Rara vez digo desaparecer, desapareció.

Ellos se perdieron y Betty apareció.

Envuelta en mantas manchadas de sangre, muy golpeada, sucia. Ella.

Vera, el enfermero, estaba a mi lado, con la camilla, cuando yo me incorporé, después de reconocerla.

No tiene sentido que me pregunte qué sentí en ese momento, porque no sentí nada, absolutamente nada.

Entre los tres, la subimos a la ambulancia.

Yo conducía mientras el médico y el enfermero se hacían cargo de su cuerpo. Si alguien podía ocuparse de su alma, ya se vería.

—¿Vive? —pregunté, sin volverme, cuando nos hubimos alejado un par de kilómetros en dirección a la salida norte de Buenos Aires.

—Sí —respondió el enfermero.

El doctor Kramer se asomó por el ventanuco que comunicaba la cabina con la unidad en la que ellos trabajaban.

—Pero la entrega no ha sido completa —dijo—. Había un niño. O una niña. Acaba de parir.

¡Qué hijos de puta!, pensé. Por eso nos hicieron esperar tanto. ¡Y en todo este tiempo, a mí no se me ocurrió ir a ver a Labastida y comprarle el embarazo aparte!

Pero no dije nada de eso. Seguía sin sentir nada.

—Al menos, la tenemos a ella —consolé a Kramer, que volvió a lo suyo.

El resto, hasta Madrid, fue carretera y avión.

A bastantes kilómetros, en el medio del campo, nos esperaba Ayerra.

Betty y yo fuimos con él a Brasil, a otra pista improvisada que después se usaría muchas veces más. Ahí había otra ambulancia, que nos llevó a Porto Alegre.

El último tramo, de Porto Alegre a Madrid, lo hicimos en un avión contratado para eso, con una sola escala para repostar en Recife.

III

En Madrid la estaban esperando. Nos estaban esperando. Pasó del avión al quirófano. Una clínica discreta y con cierta experiencia en asuntos oscuros. No era la primera vez que recibían un caso así. Cuando salió de la operación, o las operaciones, porque fueron varias en aquella ocasión, y hubo otras después, yo estaba junto a la puerta de la antesala de los médicos.

 

—No acabo de acostumbrarme —le oí decir a uno de ellos.

Miré por el cristal. El que había hablado era el de menos edad. A ése no le conocía. El otro era Ladreda, con quien yo venía tratando por interpósita persona desde Buenos Aires. De toda confianza de mi amigo Galdós, a quien le presentaré dentro de poco.

—¿Qué es lo que te impresiona tanto? No es peor que el atropello por un camión —dijo Ladreda.

—Los camiones no tienen propósito, a menos que los conduzca un asesino.

En ese momento entré.

—¿Sobrevivirá? —no me contuve.

—¿Quién es usted? No puede estar aquí —reaccionó el médico al que no conocía.

—Yo la he traído —declaré.

—Eso no le da derecho…

—Le da derecho —intervino Ladreda—. El viaje ha sido muy largo. Puedo decirle que vivirá. Habrá que reconstruirle la cara y tendrá una larga rehabilitación, pero vivirá. Es joven.

—Veintidós años.

—¿Es pariente?

—Amigo de la familia. Y padrino, aunque lo tenga olvidado.

—Los amigos no suelen hacer tanto.

—Los amigos, habitualmente, no pueden hacer tanto. ¿Usted hubiera hecho menos?

—Supongo que no, pero la mayoría… A propósito, ¿cómo se llama mi paciente?

—Por el momento, no tiene nombre. Por razones de seguridad. Bautícela como quiera en los papeles.

—Comprendo.

—Se lo agradezco.

IV

Me había habituado a la espera. Los cinco meses de Buenos Aires habían sido una escuela de paciencia. Ahora, con Betty viva y cuidada, los días pasaban a una velocidad más tolerable. Retomé mis negocios, pero no mi vida. Sólo regresaba a casa para cambiarme. Dormía en el hospital. Un día llamé a la vieja, al monstruo.

—Betty está bien. Viva y cuidada, aunque no consciente.

—¿Dónde está? —quiso saber, sólo por curiosidad, por afán de control.

—¿Se muere usted por verla?

—¿Verla? No. Ya vendrá ella.

—En ese caso, no se lo diré.

—Podré vivir sin saberlo, Ledesma.

Y eso fue todo.

Betty pasó dos meses en otro mundo. Por obra del maltrato, supongo. Pero supongo también que por obra de los calmantes que tuvieron que darle en dosis descomunales hasta que las fracturas se soldaron y las heridas internas se cerraron. Dos meses.

Despertó con el rostro cubierto por los vendajes. Ahora que lo pienso, no tengo idea de lo que sucedió con su cara. Fue un secreto entre ella y el médico. Sólo sé que nunca más volví a ver a la Betty que había conocido. La que salió de aquel capullo fue Giulia.

—¿Estamos en Buenos Aires? —fue lo que preguntó cuando recobró la conciencia.

—En Madrid —le dije—. Desde hace dos meses. Me alegra que hayas regresado. Voy a decírselo al doctor Ladreda.

—Espera, por favor, Joaquín… Dime, ¿he tenido un niño?

—Sí, pero no sé si vivió. Te entregaron sola y muy drogada.

—Pasé mucho tiempo así. No recuerdo gran cosa…

—No pienses en eso ahora. No matan a los niños.

—¿Me has sacado tú?

—Hubo una negociación antes de que yo interviniera. El rescate lo pagó tu familia. Tu abuela.

—Mi abuela no es mi familia, es mi tormento. De alguna forma se lo cobrará. ¿Ha venido a verme?

—No. No sale de su casa. Está muy enferma…

—No digas tonterías para consolarme. No ha venido porque no quiere verme. ¿Y Jaime?

—Para él fue demasiado tarde —mentí.

—¿Está muerto?

—Sí. Pero de todo eso hablaremos luego. Voy a buscar a…

Hablamos, sí. Es demasiado sensible a los matices, de modo que no conseguí engañarla. Tuve que explicarle lo que había ocurrido con Jaime.

El día en que salió de la clínica, en silla de ruedas aún, quiso ir a casa de su abuela.

La acompañé.

La del encuentro fue una escena de melodrama, terrible, llena de crueldad y estupidez. No era culpa de Giulia, ni de nadie, creo: es una gente así, ampulosa, de grandes respuestas. No voy a engañarle diciéndole que Giulia es fácil. Es una diva, como todas las mujeres de la familia, Teresa incluida. Yo amé a Teresa, pero no era muy diferente en eso. Siempre decía frases para la historia. El padre, pobre marido de esa mala bestia, no les iba a la zaga. Hablaba como un cómico de la legua que se supiera de memoria todas las piezas de Echegaray o del duque de Rivas. El último hombre del siglo veinte que decía con naturalidad cosas como pardiez o voto a bríos, como en una traducción de mosqueteros. De modo que no pude evitar ver la escena con ojos de teatro.

Las dos iban en silla de ruedas. Giulia con la cara totalmente envuelta en vendas. La abuela, con unas enormes gafas de sol, a lo Garbo. Fue la vieja la que abrió el fuego.

—Ya está —dijo—. ¿O no?

—¿Ésa es tu bienvenida? —reclamó Giulia.

—No esperarías una fiesta… Simplemente, éste es el final de algo que empezó mal y que nunca debería haber ocurrido. Una historia verdaderamente escandalosa.

—La sola idea de que yo pueda dormir acompañada te saca de las casillas.

—¿Dormir acompañada? Eso depende. Tener un hijo de soltera es otra cosa.

—No sé para qué pagaste un rescate.

—Yo tampoco lo sé. Preferí darte por muerta cuando te esfumaste en Nueva York. Americana, al fin y al cabo, como tu padre. Gente sin pasado. Pero alguna esperanza debo de haber conservado, porque pagué. Tal vez imaginara que el tiempo te cambiaría.

—Pues ya ves… Me ha cambiado, sí, pero no como tú esperabas.

—No, ya lo veo, el esfuerzo no ha servido de nada.

—¿El esfuerzo? ¿Llamas esfuerzo a dejar morir a Jaime? ¿A ignorar que estaba esperando un hijo?

—¡Jaime! ¡Jaime! Ése no era nada, no era nadie… Y si era alguien, no era para ti. Y lo otro… ¡Embarazada! ¡Obligándome a mentir!

—¿A mentir?

—Claro, no pretenderías que me entregara atada de pies y manos a las malas lenguas, contando en qué habías convertido tu vida.

—¿Qué es lo que has contado?

—Algo decente. He dicho que estabas estudiando en América. Nada más. Ahora, casi no hablo de ti.

—Haces bien.

Algo debe de haberse mantenido a prudente distancia en el interior de Giulia: una parte de ella no se había comprometido en aquel espantoso intercambio, que, después de todo, hay que comprenderlo, era y había sido su único lazo desde siempre. Hay gente que está unida por el amor o por el odio. Ellas estaban unidas por una discusión, estaban unidas por todo lo que las separaba. Como tantos. Lo cierto es que ella, en ese instante, concibió una salida. No una salida de esa situación en concreto, que parecía, y era, inacabable, sino una salida de su vida anterior hacia una nueva, distinta.

—¿Realmente no has hablado de mí con nadie? —quiso confirmar.

—Con nadie.

—¿Tanta ha sido tu vergüenza?

—Tanta.

—Pues no vuelvas a nombrarme nunca. Jamás. Me marcho y no volverás a verme. Haz de cuenta que nunca he existido. Olvídame. Yo ya te he olvidado a ti. No mereces mi memoria.

Era una buena idea. Desastrosamente expresada, pero una buena idea. No mereces mi memoria es un fragmento de bolero, o correspondería que lo fuese. Y yo recordaba esa película francesa en la que ella le dice a su amante japonés que ya lo ha olvidado. Estaba preparado para oírla decir eso de pongo a Dios por testigo de Lo que el viento se llevó. Y sin embargo, créame, Romeu, ahí, entre ellas, se estaban jugando sentimientos, todas esas boberías solemnes envolvían intensidades ciertas. Y la idea de borrarse, de desvanecerse, era buena. La vieja no llegó a entender lo que ocurría. Yo mismo tardé en darme cuenta. Pero me di cuenta porque no me obnubilaba la perversa pasión por la nada que la cegaba a ella. Esa mujer, tal vez por una educación casi medieval, de casta y sacristía, tal vez porque la sexualidad se expresa por extraños caminos, vivió en perpetua indignación. Una indignación sin objeto, o con el mundo como objeto, no lo sé. Respiraba con rabia. Hablaba, comía, estafaba, manejaba su silla de ruedas con rabia. A Jaime lo había asesinado por omisión, pero por una omisión rabiosa. Lo hubiera hecho con sus propias manos, de habérselo permitido su idea del reparto social del trabajo: estoy seguro de que pensaba que asesinar era cosa de pobres. Como ya habrá comprendido, aquello era todo lo que yo necesitaba para confirmar lo que Labastida me había dicho sobre el final del muchacho.

Giulia se instaló provisionalmente en un piso que yo había alquilado para ella. Pasó los dos primeros días sola. Al tercero, me llamó. Fui a verla.

—Nunca me he preocupado por las cosas materiales, Joaquín, pero ahora empiezo a valorarlas —fue lo que me dijo.

—No hace falta que me expliques nada. La situación es bien sencilla. Tienes el dinero de tu padre, que no es poco. Pero tu abuela tiene muchísimo, y corres el riesgo de perderlo, o de perder una parte importante. No ha testado, que yo sepa. No descarto la posibilidad de que lo haga…

—No importa, Joaquín, no voy a pelear por eso. Lo único que pretendo ahora es perderme en algún sitio remoto, terminar de recuperarme y comprarme una nueva cara.

—Sobra el dinero. Puedes vivir sin trabajar el resto de tu vida.

—Ni siquiera sueño con eso. Dios me ha dado una garganta para cantar, ¿te acuerdas?

—Claro.

—¿Conoces al mejor cirujano plástico del mundo?

—Averiguaré quién es y le conoceré.

—Por favor. Búscale, pero no le digas mi nombre. No tengo nombre.

—No te preocupes por eso.

V

Cuando finalmente la acompañé a ese médico, en Boston, ya se movía por su propio pie, sin silla ni muletas. Pero llevaba la cara oculta como el hombre invisible. Había costado Dios y ayuda hacerla entrar en los Estados Unidos. Un abogado nos esperó en el aeropuerto, y logró que la identificaran por la huella digital del pasaporte español. Fue un viaje muy caro.

El doctor Kaplan, cirujano plástico experimentado y discreto, fue el único que tuvo el privilegio o la desgracia de ver el rostro de Giulia después de su paso por los sótanos de Labastida.

Yo estaba allí, pero ella me daba la espalda.

Había un espejo, desde luego, pero no quise valerme de ese subterfugio contra la que era su voluntad, no expresa, pero sí evidente. Yo también me giré cuando él retiró las vendas.

La estudió detalladamente durante unos minutos. Es lo que supongo, no lo que vi.

—¿Tiene alguna foto de antes del accidente? —pidió finalmente.

—No —declaró ella—. Y si la tuviera, no se la mostraría. Necesito ser otra. No quiero que me reconstruya, sino que me invente. Hermosa y nueva.

—¿Le gustaría parecerse a alguien? —bromeó él.

—No. Me gustaría ser alguien a quien las demás quieran parecerse.

—No pide poco.

—Originalidad. Usted es un artista.

Y ciertamente, Kaplan fue original. Usted lo sabe, Romeu, porque le encanta esa mujer, y ha visto que no se asemeja a ninguna otra.

Dos años después murió la vieja arpía. Giulia vino al entierro. Sólo al entierro. Pero no se anunció, no saludó a nadie, y nadie la reconoció. No se parecía ya en nada a Betty Pound. No amagó saludarme en el cementerio, ni yo cometí la torpeza de saludarla, para que nadie después pudiera preguntarme quién era. La gente se fue marchando cuando acabó el ceremonial de rigor y finalmente nos quedamos solos. Yo me había rezagado despidiendo a unos y a otros, y ella se había alejado, paseaba por allí. Me acerqué a ella.

—Ha muerto sin testar —le dije.

Se encogió de hombros.

—Me llamó cuando se dio cuenta de que se iba. Después de la extremaunción, me dijo que necesitaba tu perdón, que te lo pidiera…

—Está bien: el final de su vida a cambio del principio de la mía. Las dos nos hemos robado cosas. La perdono. Aunque no se lo podrás decir.

—Tal vez. Nunca se sabe. Lo cierto es que ahora eres más rica que antes y puedes hacer lo que se te ocurra. Ya no me necesitas para nada.

—Aún te necesito, Joaquín —al menos, estaba dispuesta a reconocer eso—. Quiero que todo mi patrimonio se convierta en dinero. Puro, limpio y anónimo dinero…

—El dinero siempre es anónimo, pero nunca es puro ni limpio. Ni siquiera cuando es de uno. ¿Algo más?

 

—Quiero tus contactos en Estados Unidos para tener una nueva identidad, un nuevo nombre, una partida de nacimiento, un carnet de identidad, un pasaporte, una cuenta corriente, todo. Compra todo eso para mí, por favor. Voy a empezar de nuevo. Desde el cero absoluto. Allá.

—El cero absoluto no existe, es una convención de los físicos para negociar no sé qué cosas con la razón. Para ti tampoco existe. Pero veré de conseguirte lo más parecido que haya en el mercado… ¿y después?

—Después, nada. Es cosa mía.

—¿No volveré a verte?

—A mí, no. A la que me suceda en esta piel.

—Que aún no sabemos quién será. ¿Es eso?

—Aproximadamente.

—¿Has pensado en tu nuevo nombre?

—Me parece que ya soy Giulia Brenan. Es un nombre adecuado para una cantante, ¿no?

—Y para una estrella del porno. ¿Por qué no? Llamarse Francesco Sinatra es normal en el sur de Italia. Llamarse Frank Sinatra es un adefesio mafioso de Nueva York, pero él lo convirtió en un nombre. Un nombre no es nada por sí mismo, hay que trabajarlo, llenarlo, hacérselo.

Probablemente haya empezado ahí, entonces. Y probablemente yo me haya equivocado al decirle que la vi nacer dos veces. Fueron al menos tres. En Madrid, en Buenos Aires, en Madrid nuevamente, aquel día.

Hasta ahora, le he contado. Lo que le voy a decir ahora no es relato, es confesión: allí, a unos metros de la tumba de la abuela, descubrí que no quería a Giulia. Y, en consecuencia, empecé a preguntarme si alguna vez había querido a su madre. No, aún no he dado con la respuesta. Pero aquella nieta se parecía demasiado a la abuela.

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