La capital del olvido

Tekst
0
Recenzje
Przeczytaj fragment
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

3 Lo que imaginó Romeu / 1

Durante la noche oigo gemidos y voy a ver qué pasa.

RAYMOND CHANDLER,

El largo adiós

I

Una casa modesta en Buenos Aires, en el barrio de Villa Crespo. Un patio entoldado. Año setenta y seis: los militares están a punto de tomar el poder formalmente, aunque hace mucho que lo ejercen. Mes de febrero: un verano agobiante. ¿Cuál sería la canción tonta de la temporada? No lo sé, yo ya no estaba allí. Sólo recuerdo lo que yo escuchaba en la última época que pasé en la ciudad: Beatles, Jethro Tull, Creedence Clearwater Revival, Simon & Garfunkel, siempre Miles Davis y Piazzolla. Bach. Pero de la canción tonta no sé nada. De la de ningún verano. Digamos, pues, que en el pasadiscos Winco de rigor en ese tiempo y en ese tipo de vivienda, suena Puente sobre aguas turbulentas. Hay gente joven. Dos o tres hembras, dos o tres varones. Una pareja madura, los padres de Jaime, ya cerca de los sesenta años. Una mujer de alrededor de treinta años, Mariana, que según Ledesma tiene un papel importante en la historia de Giulia, o Betty, como se llamaba entonces. También una anciana, abuela de Jaime.

De pronto, se oyen ruidos fuera: motores, pasos rápidos y numerosos, y se abre la puerta, una puerta de latón, endeble, que queda hundida en el centro, vencida hacia un lado. Aparece un grupo de hombres armados, con la cara descubierta, unos con uniforme de soldado raso, otros de paisano, dando voces:

—¡Al suelo! ¡Al suelo! ¡Todo el mundo al suelo! —y dirigiéndose a la anciana: —Vos también, al suelo, no te creas que te vas a salvar porque seás vieja…

Hay un militar al mando. Por Ledesma, sé que se llama Roselli. Se acerca a Jaime, que se ha quedado de pie, le coge por el pelo y le derriba.

—¡Éste! —grita, señalando a Jaime con la metralleta—. ¡Y la piba! —Betty, que aún no era Giulia, que sigue de pie, paralizada. También a ella la abate, con un golpe en el cuello.

—¡Ya está! ¡Estos dos! ¡Vamos!

—¿Y los demás, jefe? —pregunta uno de los invasores, desconcertado.

—Dejalos ahí, no vamos a cargar con toda esta mierda, que ni para enemigos sirven…

Betty se ha desmayado. Jaime está simplemente tendido, no piensa colaborar. Les arrastran hacia fuera, donde aguardan varios vehículos. Jaime es arrojado al interior de un automóvil Ford Falcon de color verde y obligado a echarse en el piso en la parte trasera. Dos individuos ocupan los asientos y se acomodan con los pies sobre el caído. El coche se aleja. Exactamente lo mismo ocurre con Betty, o Giulia, cuyo rostro de entonces desconozco.

Mariana aparece entonces en la puerta y mira la calle ya desierta.

Han pasado menos de diez minutos.

II

Mariana está en su casa, un piso en el Barrio Norte. Fuma y mira la televisión sin verla. Suena el timbre. Ella abre la puerta sin precaución.

—¿Usted? —dice, sin asombro.

Al otro lado está Roselli, a quien reconoce del asalto a la casa y el secuestro de sus amigos.

—¿Siempre abre la puerta así, sin mirar ni preguntar quién es? —averigua él.

—¿Para qué? Si el que llama es un amigo, está bien. Y si no lo es, de nada sirve mirar.

—Recíbame como a un amigo. Es lo mejor en este caso.

—Como quiera. ¿Va a entrar?

—Sí, gracias.

Roselli entra. Como si la casa fuera suya. Se sienta en el mismo sillón que hasta hace un momento ha ocupado Mariana, coge el mando de la mesilla que tiene delante y apaga el televisor. Mariana se queda de pie.

—Lo escucho —anuncia.

—Unos amigos míos tienen a un pariente suyo y a una chica, yanqui o española, eso no está claro.

—Lo sé. Se los llevó usted. Yo estaba ahí, ¿se acuerda?

—¿Yo? Se equivoca, señora. Yo soy sólo un intermediario… Nunca me llevé a nadie de ninguna parte.

—Si lo prefiere así, seguramente me equivoco. ¿Puedo hacer algo por ellos? No son parientes. En eso está mal informado.

—Parientes o amigos, ¿qué más da? Creo que sí, que puede hacer algo por ellos. Me parece que esos chicos tuvieron suerte. Porque hay cosas que se hacen por dinero y cosas que se hacen por política. Las mismas cosas, según quién las haga. Y ellos están en manos de un hombre tan sensible al dinero como a la política. Hay mucha corrupción en este país…

—No lo entiendo. Sea más claro, por favor.

—Mire, la nena esa es de una familia bien, gente de dinero. Y, si esa gente está dispuesta a hacer un esfuerzo, tal vez sea posible obtener su libertad.

—¿La de los dos? —pregunta Mariana.

—¡Es tan asqueroso todo esto! —finge quejarse Roselli—. Estoy convencido de que no me equivoco si le digo que esa gente pedirá una plata por uno y otra plata por los dos. Los tres, porque ella está embarazada, ¿no?

—Sí.

—¿Puedo dejar el asunto en sus manos? ¿Tiene alguna forma de comunicarse con los parientes de esa muchacha?

—Quizá. Tengo un número de teléfono. Lo intentaré.

—Lo intentará. Sin duda, lo intentará. ¿Cuándo podrá decirme algo? Porque no se imagina lo rápido que pasan los días, y ellos… ¿cómo le diría? Las condiciones del encierro no son las mejores para una chica que espera…

—Mañana.

Roselli saca una tarjeta del bolsillo. Una tarjeta sin ningún nombre, sólo un número de teléfono. Se la tiende a Mariana.

—Llámeme.

—¿Por quién pregunto?

—No pregunte. Atenderé yo.

III

Mariana, una vez sola, corre hacia la mesilla sobre la cual está el teléfono. Saca una agenda y un montón de papeles sueltos del cajón. Busca desesperadamente, sin encontrar nada. Va hacia la cómoda y hace lo mismo: lo deja todo como cae, igual que un ladrón. Revisa los armarios, la ropa, los bolsillos de cada prenda. ¿Qué llevaría puesto el día en que Betty le dio ese teléfono? Todavía hacía frío. Busca en los abrigos. Cada vez que descarta algo, lo deja en el suelo, sin ningún orden. Aparecen páginas sueltas de libretas, servilletas arrugadas de bares, envoltorios de azúcar, todos con notas, pero ninguno es. Finalmente, en el fondo de un bolso que hace mucho que no usa, lo encuentra.

Se da cuenta de que se ha olvidado de fumar durante todo ese rato y, como las ideas ridículas son inevitables, piensa que esta podría ser la ocasión para dejarlo. Inmediatamente después se echa whisky en un vaso y enciende un cigarrillo. Con el vaso en una mano y el paquete de tabaco, el encendedor y el papel con el número en la otra, va hacia la cama y se sienta en el borde, delante del teléfono.

Todavía no hay telediscado en Buenos Aires, de modo que pide la comunicación a la operadora. Llama a Madrid.

IV

El teléfono suena en una mansión madrileña, en un inmenso dormitorio, colmado de lujo clásico. Atiende una mujer muy mayor, muy cuidada y con escasas joyas, en silla de ruedas, con una expresión agria en el rostro que no se condice con la amabilidad con que responde la llamada.

—Sí, sí —reconoce—. Soy la abuela de Betty.

Al otro lado de la línea, se supone una disculpa.

—No se preocupe, me levanto muy temprano —dice la anciana—. Sí, la escucho.

El parlamento es largo. Imagino a Mariana buscando las palabras, tratando de resumir una situación que se resiste a la síntesis.

No se ve el menor cambio, la menor alteración en la cara de la abuela. Escucha una proposición comercial como cualquier otra.

—Comprendo. ¿Le han dicho cuánto? —había comprendido.

Mariana niega.

—Es lo mismo. Diga que sí, que me llamen. Yo lo arreglaré. Deme su número, por favor.

Hay una libreta junto al teléfono. En ella apunta.

—Está bien. Gracias.

No quiere detalles, no le interesa saber quién es la mujer que la ha llamado: sabe que le ha dicho la verdad, que las cosas son así, que Betty está en problemas, cómo no, irresponsable, imbécil, si no tuviera tanto dinero.

Marca un número.

—El coronel Irigaray, por favor —pide—. Sí, gracias.

Se entretiene haciendo dibujitos en la libreta.

—José Antonio —reconoce—. Dime, ¿conocemos a alguien importante en Buenos Aires?

Monosílabo afirmativo.

—Ven a verme, pues. Es urgente, muy urgente. Ahora mismo.

No da ocasión a más. Cuelga y hace otra llamada.

—¿Ledesma? —nunca se le ocurriría llamarle Joaquín, a pesar de los años de trato—. Betty está en problemas. Le necesito a usted. Ahora. Venga a mi casa sin perder un minuto.

4 Lo que contó Ledesma / 2

La gente civilizada es así: se dignifica poniendo barreras delante de las cosas a las que está deseando llegar.

F. GONZÁLEZ LEDESMA,

Las calles de nuestros padres

Empezaba a anochecer. Romeu iba por su tercer whisky, tal vez el cuarto. Ledesma había empezado a fumar. Los ceniceros rebosaban, pero el dueño de casa había dado orden de no interrumpir aquella reunión.

—Me dolió la llamada de la señora —confió Ledesma—. No en el primer momento, cuando aún no sabía de qué se trataba, sino después, cuando entendí que Betty había dado a alguien el número de su abuela, y no el mío, como último recurso en una situación difícil. Todo hubiera sido distinto si ella no hubiese intervenido, esa vieja retorcida…

—¿En qué sentido distinto? —quiso saber Romeu.

 

—Tal vez Jaime estuviese vivo.

—¿Dejó fuera al muchacho?

—Como si no existiera. No le interesaba. Debe de haber pensado que así se quitaba de encima un problema.

—¿Usted no pudo intervenir?

—No. Lo arregló de modo que yo no participara en la reunión, aunque viajé a Buenos Aires con ella.

—¿Con quién se reunió?

—Con Labastida. El capitán Labastida. Él era el secuestrador. El jefe. ¿Ha oído hablar de él?

—Sí. Lo peor de lo peor.

—Yo le conocí después. Hablé con él dos días después. Pero no sirvió de nada, ella había cerrado el trato y el muchacho estaba muerto.

5 Lo que imaginó Romeu / 2

Ésa es la diferencia entre el crimen y los negocios. Para hacer negocios, hay que tener capital. A veces pienso que es la única diferencia.

RAYMOND CHANDLER,

El largo adiós

I

Mucho después, pero no cuando Ledesma me metió en el fregado de Giulia Brenan, sino antes, en otra vida, conocí el lugar. Parecía un edificio normal. Durante mucho tiempo, se supuso que ahí había oficinas o algo así, la planta baja funcionaba con normalidad, es decir, entraba y salía gente a la luz del día. Un portero abría después de mirar quién quería entrar. Un tipo amable. Si alguien llegaba hasta allí por error, orientaba al perdido: conocía hasta la última dependencia del último ministerio. «No, eso ya no está acá», decía, «se trasladaron, pero es ahí nomás, mire…» Y daba la dirección precisa. Por la parte de atrás, había una entrada de garaje. Sólo se abría con un mando a distancia o desde dentro. En las plantas superiores, carteles de «se alquila» con un número de teléfono que nadie atendía jamás.

La mayoría de los despachos de la planta baja no se usaban. En uno de ellos trabajaba un tal Recondo, una especie de notario de la infamia que llevaba los expedientes de los desaparecidos, con todo, desde su historia clínica hasta su árbol genealógico y las listas de bienes que se les podían arrebatar. Recondo cuidaba el dinero, el de los rescates, el de las subastas y el de las operaciones de la inmobiliaria que vendía las viviendas de los que ya no las iban a usar, ni tenían parientes vivos que las pudieran reclamar, o estaban a punto de no tenerlos, porque en eso la organización era eficaz y limpiaba las pistas hasta el más remoto deudo. De tanto en tanto, alguien recogía ese dinero y se lo llevaba. A Suiza, suponía Recondo, o a las islas Caimán, por qué no. Él sacaba su parte del país por otra vía y la tenía en una cuenta legal en Alemania. Eso se supo después. Que se haya sabido no significa que se haya hecho nada para recuperarla. El hombre sigue cobrando intereses, es dueño de su casa y, cuando la dictadura se terminó formalmente, alguien le proporcionó un empleo en una filial de la Siemens.

Además del despacho de Recondo, había una habitación grande, con una mesa de comedor para muchos, una buena mesa, incautada en una casa de San Isidro, con sus doce sillas. Nunca se reunían doce. Los grupos eran más reducidos. Con Labastida trabajaban nueve, incluido Roselli. Junto a esa sala, se había montado una cocina. Todos comían bien, y a algunos les gustaba cocinar. De hecho, uno de ellos, al que llamaban Lobito, era dueño de un restaurante. De selecta clientela, probablemente: gente de poder. Por ahí, alrededor de la mesa, junto a las paredes, en las habitaciones de alrededor, se iban acumulando objetos. Botín. El material que, de tanto en tanto, se enviaba a las casas de subastas, debidamente legalizado. Cuadros, platería, loza, instrumentos musicales, binoculares, abrigos de visón, astracán, nutria, mantones tal vez de Manila, esas cosas.

Abajo, en los sótanos, estaba el campo. El territorio del espanto.

Digamos que una noche están reunidos, cenando. La mesa, con mantel de hilo, está generosamente servida. Al fondo, hay un piano de cola. Apoyados en él, dos cuadros de firma, bien enmarcados. Encima de la tapa, una guitarra y un ventilador. No es decoración: es pecado. Sobre una mesilla de noche impar hay una radio y en ella suena una canción de moda. La misma canción tonta del verano que puede haber sonado en casa de la familia de Jaime.

Son seis o siete hombres. Labastida es uno de ellos. Todos conversan entre sí en voz muy alta, casi a gritos. Labastida, que no participa, se pone de pie sin que nadie repare en él, da unos pasos y apaga la radio. Da dos palmadas y se hace un repentino silencio.

—¡A trabajar! —ordena.

Uno de los hombres se le queda mirando, como si no entendiera.

—A trabajar —repite Labastida para él—. ¿O vos no querés hacerte millonario? —se lo dice con una especie de sonrisa.

—Sí, claro —contesta el hombre, levantándose de su silla y sacudiéndose migas del pantalón.

—Andá, entonces —manda el capitán—. Vos, esta noche, con el grupo del Negro, a esa casa de Liniers. Está controlada, ¿no?

—Sí señor.

—Los demás, con el Pelado, a buscar a los del teatrito ése, que termina la función a las doce —lo dice haciendo sonar la uña del índice derecho contra el cristal del reloj—. No quiero que haya público. ¡Vamos, vamos, a trabajar! —se impacienta.

Tras eso, Labastida se acerca a la mesa, bebe un sorbo de vino, se seca la boca con una servilleta y sale de la habitación con ella en la mano. Va hacia el interior del edificio. Los demás se quedan ahí, poniéndose las chaquetas y revisando las armas.

Labastida corre una cortina, dos o tres despachos vacíos más allá, y baja por una escalera de caracol hasta una puerta de metal. En el momento en que la abre, entra en una ola de música de rock atronadora. Era habitual. Batería. Sobre todo, batería. Al capitán no parece molestarle. Tiene delante un corredor lóbrego con puertas a los lados.

Va hacia la primera. Todavía lleva la servilleta en la mano. Descorre la mirilla: al otro lado hay una celda muy pequeña, una especie de cajón, donde el prisionero se ve obligado a permanecer de pie. Labastida le ve los ojos.

—Estás un poquito más abajo. ¿Doblaste las rodillas? ¿Las tenés apoyadas en la pared de enfrente? No te va a durar nada ese descanso. Enseguida duelen las rótulas y hay que estirarse de nuevo. Estés como estés, te va a doler. Ni desmayarte podés, porque algún dolor nuevo te va a despertar —habla en voz muy baja, casi dulce, a pesar del ruido: no le preocupa que el otro no le entienda: sabrá que lo está amenazando. Labastida sonríe y se seca las comisuras con la servilleta. Cierra la mirilla y va hacia otra puerta.

Ésta es la del calabozo grande.

Apenas iluminada por un foco blindado muy alto, en esta especie de cámara de cemento hay varias personas, mujeres y hombres, algunos sentados con la espalda contra la pared, otros tendidos en el piso. Todos tienen la cabeza cubierta con paños sujetos alrededor del cuello. La mayoría lleva la ropa manchada de sangre y vómitos. Un hombre, en el rincón más alejado de la mirilla, solloza inconteniblemente, todo su cuerpo se conmueve.

Labastida observa el conjunto, los mira uno por uno, conoce cada historia pasada y cada futuro, sabe lo que ellos no saben de sí mismos. Intenta echar la mano al bolsillo de la camisa para sacar un cigarrillo y se da cuenta de que aún sostiene la servilleta de la cena. La arroja a un lado y busca el tabaco.

Labastida entra en otra sala revestida de cemento. A un lado de la entrada, sobre un taburete bajo, hay un pasadiscos que suma sus estridencias al ruido general, que se apaga al cerrarse la puerta. En el centro, sobre una especie de mesa de autopsias, metálica y acanalada para el desagote de humores, hay un hombre tendido, encapuchado y desnudo. A la derecha, desde donde mira Labastida, hay un médico, que ausculta al yacente. A la izquierda, está el torturador, más irritado o descontrolado que de costumbre.

—Se quedó —dice el médico.

Labastida se acerca a la mesa y levanta la capucha. Unos centímetros, no necesita ver todo el rostro, sólo quiere asegurarse de la identidad del muerto.

—Retírese —ordena el capitán al médico—. Y vos —al torturador, señalando la radio—, apagá esa mierda y vení para acá.

El médico obedece sin una palabra, el otro apaga el pasadiscos y vuelve a su sitio, y los dos, Labastida y su subordinado, quedan frente a frente, uno a cada lado de la mesa. O del cadáver.

—Ya sé que te gusta tu trabajo, Coria —en la voz del jefe hay un tono de reproche, a la vez que una cierta, temible ternura: que el destino te libre de ser amado por el diablo—. Ya sé que sos un vocacional en lo tuyo. Pero decime, ¿no sabías que por éste ya habían pagado?

—Sí, capitán, pero, por si acaso…

—Por si acaso un carajo, Coria. Estos pibes no tienen nada que contarnos. ¿O crees de verdad que hay algo que ellos sepan que nosotros no sepamos?

—Yo no, pero ellos sí que se lo creen…

—Y vos te divertís con eso, ¿no?

—Un poco, sí.

—Cuidate, nene —y Labastida estira un brazo por encima de la mesa, o del cadáver, para poner la mano en el hombro de Coria—. Tenés mujer y un hijo, y un día vas a irte a casa y no vas a poder parar, vas a seguir haciendo lo mismo que acá… Y eso no es bueno para la familia…

—No, claro… mi hijo… —pretende argumentar Coria.

—No me contés nada, por favor —detiene las palabras del otro también con un gesto; después mira al muerto—. ¡Lástima! —dice—. ¡No vamos a poder cumplir! Que lo devuelvan igual.

—¿Al fiambre?

—Sí, claro. Que no se diga que no hacemos lo que podemos.

Los dos se alejan de la mesa, del cuerpo. Labastida va a hacia la salida y, de paso, da una palmada en el cuello de Coria, como lo haría con un caballo. Entonces, recuerda algo:

—Encargate de que a la nena ésa la devuelvan hoy —dice—. Que lo haga Roselli. Yo me voy.

Más o menos así debían de ser las cosas. Yo conocí el lugar, la celda individual, el calabozo grande, las salas, porque había tres. Cuando lo desmantelaron, en el ochenta y siete, el comedor seguía lleno de piezas de arte, libros, el piano: yo vi el piano. Pero esto, la decisión de devolver a Betty, a Giulia, que puede haber sido así o de otra manera parecida, se tomó después de la negociación que llevó a cabo la abuela, a solas con Labastida, sin la molesta presencia de Ledesma, quien pese a todo lo que ha hecho por dinero, para ella sería un moralista incómodo.

Tiene que haber sido espantoso ese diálogo de monstruos.

II

Es un despacho diáfano, amplio, donde la mayor parte de las paredes está cubierta de ficheros de metal. Desde la ventana se ve el Río de la Plata, a no más de trescientos metros. Nada lo relaciona con el sombrío espacio en que se hace el verdadero trabajo. Labastida se levanta para ir al encuentro de la anciana, que entra en su silla de ruedas. Ella responde a su recepción con desdén y obvia cualquier ayuda: maneja la silla por sí misma y se acomoda ante el escritorio. El capitán regresa a su asiento, frente a ella, de espaldas a la ventana y al río.

—Señora… —intenta saludar Labastida.

—Capitán, me irritan los preámbulos. He venido a verle por mi nieta.

—Comprendo perfectamente su posición, señora, pero no se apure tanto. En este país y en este momento, todo es lento. Yo no sé dónde está su nieta. Todavía tengo que enterarme. Puede pasar tiempo en eso, por ejemplo. Pero desde ya le adelanto que, para sacarla de donde esté, hará falta plata, bastante plata. Por la vía política o judicial, liberarla es complejo. Por un lado, no está detenida oficialmente. Por otro, las acusaciones contra ella son muy graves.

—El dinero no será problema. Para lo demás, confío en su buen criterio. Si hay que hablar con alguien más…

—No, no hace falta, señora, yo me encargaré de todo… ¿Sabe que su nieta no estaba sola cuando… se la llevaron?

—Sí.

—¿Quiere también al muchacho? Se llama Jaime.

—No. Él no me interesa. Bastante desgracia ha traído ya a la familia… No se moleste… ¿Está embarazada mi nieta? —pregunta finalmente, con un brusco cambio de tono.

—No lo sé —finge sorprenderse Labastida—. Pero lo averiguaré.

—Averígüelo.

—¿Los quiere a los dos?

—La quiero a ella con su niño en el vientre. No tardará tantos meses en devolverla, ¿no?

—Se lo he dicho, estas cosas son muy lentas…

 

—Yo no regateo, capitán. ¿Cuánto dinero quiere?

—No soy yo quien la tiene…

—Si le gustan los disimulos, dígame cuánto querría el hombre que la ha secuestrado…

—Tal vez un millón. De dólares.

La abuela hace girar la silla para marcharse.

—Un millón —dice—. En billetes. Vendrá a verle Joaquín Ledesma, una persona de mi confianza. Mañana.

—¿Mañana? —busca confirmar Labastida—. Es demasiado pronto. Tengo que hacer…

—Lo que usted tenga que hacer no me importa. Mañana estará aquí el dinero. Busque el modo. Quiero tener cuanto antes lo que he comprado… ¿No piensa abrirme la puerta?

Labastida corre hacia la puerta y la abre con una reverencia. La vieja parece no advertirlo. Afuera la está esperando el chofer. Ella se va sin despedirse. ¿Para qué? ¿De quién? Le hacen perder tiempo, quiere volver a casa. Mañana temprano cogerá el avión a Madrid.