Pensamientos y algunos recuerdos

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A veces escribir es solo empezar, dejar que los dedos se deslicen por el teclado, sin tener bien claro adónde me llevan, generalmente suelen ser viajes hacia mis recuerdos, cosas que han pasado y que vuelven a la luz, ahora, me sitúan en el tránsito de la niñez a la adolescencia, de pantalones cortos, avergonzado por los vellos de las piernas, hasta que trabajando pude comprar mi primer pantalón largo, la secundaria nocturna, con amigos que quedaron en el tiempo. Tenía que hacerla así, ya que estaba empleado durante el día, porque era necesario aportar en casa, mi papá cobraba poco en el ferrocarril y era regla traer la mitad del sueldo, uno de mis primeros empleos, en una empresa de café y chocolates, de donde todos los días traía caramelos y bombones, para dejar en el bolsillo del delantal de mi madre, ya no la tengo conmigo, pero recuerdo la sonrisa de ella que, en forma cómplice, sabía dónde encontrarlos. El tiempo fue pasando y como todo joven quería ir al baile, en aquellas épocas los hacíamos en los sótanos de las panaderías, que alquilaban los lunes el lugar, porque ese día no trabajaban, todos mis compañeros iban, pero yo no lo hacía, porque no podía comprar ropa para vestir a la moda y tenía temor de burlas y no ser aceptado, los jóvenes suelen ser crueles en ese tipo de cosas, hoy le dicen bullying, antes existía sin que supiéramos el nombre. Se sufría no ser uno más con el resto. Un mes, había juntado algo de dinero, pude comprar un pantalón de botamanga ancha, una polera blanca y un saco cruzado negro, zapatos de colores y tacos anchos, me sentía como un galán de película, todavía recuerdo la emoción que me produjo traerlos a casa. El día del asalto, así lo llamábamos, con los compañeros decoramos el lugar, preparamos la barra y las luces, creciendo la ansiedad en mí para que llegara la noche. Un buen baño, con el pelo largo como se usaba, perfume, fui por primera vez, entrar tímido, pero con la seguridad de no desentonar con mi ropa nueva, recuerdo los discos de colores, las chicas con minifalda, tomar mi primer trago y tratar de bailar con la que me gustaba, era época de esperar los lentos, después del rock nacional, bailar pegados, abrazar y en un descuido robar el primer beso, inocente, pero dulce como la miel, charlas tontas, risas fáciles, picardías que nos hacían sentir mayores y la alegría de compartir con el grupo de amigos y sentirse un par, aceptado como uno más de todos, me acuerdo regresar a casa triunfante, con esa adrenalina que se siente pocas veces y no querer dormir, para que no terminara el momento y quizás, la magia de esa noche todavía siga viva en mí, busque un álbum de fotos viejas y encontré esta, de aquella época, una linda forma de revivir las sensaciones de ese día. Bueno, nada, para el que le guste leerme, solo otro viaje hacia mis recuerdos volcados al papel.


Hoy leía en mi grupo un escrito sobre la casa de los abuelos, por supuesto me identifiqué con mi familia, donde generalmente los domingos se prende el fuego para el asado y se espera con ansias la llegada de todos mis hijos, nietos, yernos y nueras, que ahora se extrañan por la cuarentena, pero a su vez me trajo añoranzas, me remontó en el tiempo a los veranos con mi abuela. Siendo chico era una época que con mi hermano esperábamos ansiosos, ella, española, que nunca aprendió a leer y a escribir, que fue junto a mi abuelo de aquellos inmigrantes que construyeron esta nación, fue trabajadora en el campo cuando en su querido San Agustín, el pueblo donde se establecieron, se dedicó a la siembra y cosecha de papas y que tristemente tuvo que abandonar cuando enfermó su hija mayor y no había cómo tratarla, así fue como se estableció en Buenos Aires, en un pueblo llamado Merlo, lugar donde en los veranos pasé una de las etapas más lindas de mi vida. Ella, modista y cocinera, vivía en una casa que no tenía energía eléctrica, sin heladera ni televisor, que jamás extrañé mientras estaba ahí, recuerdo sacar el agua con la bomba a mano para beber o enfriar postres que preparaba y dejaba bajo el mueble del comedor, no olvido sus desayunos, los tazones de café con leche y las tostadas molidas con miel, pero sobre todo la libertad, sin la tutela de mis padres, los horarios y las obligaciones. Jugar con muchos amigos que tenía allí, una bodega abandonada que servía de refugio de aventuras, tardes en el pericón, una estancia cercana, el molino y un tanque australiano que hacía las veces de pileta de natación, las charlas interminables en la vereda, donde en una lata de dulce prendíamos fuego para ahuyentar los mosquitos, la escondida, la mancha, la pelota y el grito de la abuela llamándonos a comer, las comidas, de las que conservo su sabor en la memoria, que nunca nadie pudo hacer como ella y que hoy todavía me hacen pensar en los chorizos colorados con huevos fritos, que hubieran horrorizado a mi madre. Melchora, ese era su nombre, una trabajadora que ahorraba su módica jubilación todo el año, para que sus nietos disfrutaran esos días con ella, la de horas sentada en un banco, cuando soñábamos con otra vuelta en la calesita y sacar la sortija, de fuerte carácter, cara de rasgos duros, pero amiga y cómplice, fue un tiempo, una etapa de mi niñez, pero que nunca voy a olvidar y que cuando leí el comentario en el grupo, se hizo presente porque sigue viviendo en mí, en esa carrera al bajar del colectivo para abrazarla, de la sonrisa en su cara al vernos llegar y gritarle “abuela Melchora, ya estamos acá”.

Nada más simple, sencillo y hermoso que la palabra escrita, provoca sensaciones y sentimientos, conmueve, alegra, acompaña y estimula, lleva poder en sí misma, construye corrientes de pensamiento e ideologías, regula sociedades, fija reglas, edifica mitos, religiones o líderes. Lleva magia consigo, destruye o enamora, provoca fantasías, alimenta la imaginación; un escrito puede ser una obra de arte, una triste despedida o una anhelada noticia. Simple pero a la vez compleja, un “te quiero, mamá” de un niño o un tratado de religión o filosofía. Emocionante en una novela que atrapa, o provocar recuerdos y añoranza en alguna descripción. Compañera de desvelo de muchos estudiantes, guardiana de culturas, secretos o testamentos. Capaz en sí misma de hacernos viajar en el tiempo, a través de la descripción de olores, sabores, paisajes que están guardados en nuestra memoria. Puede tocar el alma, enamorar el espíritu, hacernos crecer y conectarnos. Amo escribir, amo la palabra, hoy muchas veces desvalorizada y utilizada con vulgaridad por muchísimas personas, estigmatizada en posteos o wasaps donde suelen deformarse los idiomas. La belleza de un texto bien escrito sin duda produce placer a quien lo lee y quien escribe se nutre de las emociones que provoca. Quizás políticas educativas dejaron de dar importancia a la literatura, la redacción, las faltas de ortografía, y la tecnología contribuyó reemplazando el texto por la imagen, la velocidad y la escasez de palabras, Instagram, Tic toc, Twitter, todo es flash o copiar, pegar y compartir, un reduccionismo que no solamente influyó en lo escrito, sino en la forma de expresarse con limitación en el lenguaje. Creo que esto es directamente una lesión a la cultura de los pueblos y creo que deberíamos tratar de transmitir a los más pequeños el amor por las letras, los libros, la escritura, la lectura como un legado para el futuro, por supuesto es solo mi opinión personal.

Vengo de una generación donde la tecnología no existía, donde el tiempo pasaba más lento, la diversión, los amigos, los juegos sencillos, pero que eran multiplicadores de risas y podían durar por horas, donde aprendimos el valor de la amistad y de compartir. Un tiempo donde dejar volar la imaginación era una constante, corriendo aventuras con un palo de escoba, una capa o una media, que tenía destino de pelota, esperando los Reyes o la Navidad para pedir, si se podía, una real, donde el refugio de volar era un libro, nombres como Emilio Salgari, Richard Kipling o Edgar Allan Poe nos deleitaban con sus novelas y nos veíamos piratas, reyes, caballeros en viajes de fantasía y tardes épicas de hazañas. Añoro esos días, como dice Serrat en una canción, “creo que entonces yo era feliz”, cuántas cosas han perdido los jóvenes de hoy, nos llevan ventaja en tener a Google y preguntarle todo, pero ver un libro y buscar en sus hojas era toda una experiencia. Recuerdo las fogatas, en días de San Pablo y San Pedro, con los chicos asar papas con un palo, los carnavales, cuidándose de los vecinos y sus baldes de agua que nos sorprendían, las Navidades en la calle, compartiendo mesas, cuando el vecino era nuestra familia más cercana y donde podíamos reconocernos en el otro. Hoy, ya grande, me encantaría que mis nietos pudieran sentirlo, pero indudablemente son otras épocas, la inseguridad que debe mantenerlos puertas adentro y que los tiene horas en videojuegos hipnóticos es su destino. Seguramente, por vivir en megaciudades, hemos perdido estas cosas, quizás quienes vivan en pequeños lugares todavía pueden sentir lo fabuloso que era la libertad.

Quizás no esté bien creer que el tiempo pasado fue mejor, pero como lo escribo yo, me doy ese lujo.

Una de las formas que tengo de reflexionar es escribir, pienso y siento lo que escribo, me ayuda leerme a mí mismo, en este tiempo en que decidí compartir mis escritos, siempre digo que lo lea el que le guste, a veces son largos o quizás alguno piense otra cosa y no es mi intención vulnerar su pensar o sentir, ni mucho menos entrar en una discusión.

 

Esta mañana miraba el cielo, en el momento en que la luz disolvía la oscuridad, el sol, magnánimo y brillante, fuente de calor, luz, oxígeno, imprescindibles para nuestra subsistencia, me hacía sentir que solo su presencia era garantía de vida. En cierta medida así somos nosotros, podemos acumular oscuridad, rencor, intolerancia, violencia, temores, traumas a lo largo del camino, vivir apurados, dejarnos atrapar por las preocupaciones y sin duda, con esa carga, vamos a contribuir a incrementar la oscuridad del mundo. Por el contrario, decidir acudir a la luz y la energía para disolverlos siempre es la mejor opción, tomar la decisión de ver lo positivo, buscar la armonía en nosotros, simplemente detenernos un segundo, ser agradecidos, no solo dejar que las cosas sucedan. Cuenta la leyenda que Buda buscó la iluminación siendo un ermitaño, hasta que descubrió que la respuesta no estaba en el aislamiento, sino en el vivir cotidiano y en las cosas simples que se alcanzaban. Muchos creerán que solo la fe basta y no soy yo quien va a discutir creencias, pero dice una fábula que una vez una persona en una inundación pidió a Dios que lo salve y se quedó en oración y un bote que pasó quiso rescatarlo y él contestó que no porque Dios era el que lo haría y al morir ahogado y encontrarse con él, le preguntó por qué no lo había hecho y él le respondió “te mandé un bote, tenías que tomarlo”. Moraleja, más allá de la fábula, existe el libre albedrío de cada uno, la decisión y la voluntad de cambiar, la contemplación, la meditación, la lectura de un libro, volver a la naturaleza o el método en que cada uno crea y comenzar a sentirnos más livianos, tener conciencia del ser, pensar en el otro y no solo en nosotros, dibujar una sonrisa, abrazar y extender la mano, sentir que existe un prójimo y de a poco sin darnos cuenta comenzar a brillar. Ser conscientes, crecer, aprender, evolucionar y como le dicen algunos despertar y, en ese momento, nuestras palabras, nuestra sola presencia al igual que el sol, comienzan a irradiar luz y a actuar sobre la oscuridad a nuestro alrededor o en la persona que nos conecte y quizás, conocernos hoy, aprender cada uno de todos, más allá de mejorarnos como persona, pueda permitirnos algún día juntos poder ser faros para iluminar, constructores de un camino y trabajar por un mundo mejor.

Veo por la ventana de mi oficina un cielo gris, nublado, típico día de invierno, donde los recuerdos afloran y los sentidos surgen, se hace difícil no pensar en aquellos que sufren, tienen miedos, extrañan sus afectos, angustia por su sostén o el de sus familias, enfermedad propia o la de un ser querido, pérdida de alguien sentido, quizás nunca estemos preparados para lo nuevo, para aquello que altere nuestra vida y que nos obligue a replantearnos cada día. Lo cierto es que todos podemos poner un granito de arena, dejemos de juzgar, escuchemos más, una oración, una sonrisa, un gesto solidario, un trato amable y cortés, una palabra de aliento o simplemente un abrazo. El mundo seguirá su curso, los virus seguirán viniendo y pasarán también, la pregunta es si quedará una enseñanza, si la sociedad seguirá en la violencia, la intolerancia, la individualidad, el egoísmo, la disputa de tener la verdad absoluta, la búsqueda del poder por ambición o fama o podremos ver emerger un humanismo que pueda hermanarnos y forjar la convivencia en el diálogo, que pueda convertirnos en mejores personas. Los cambios van a existir, el mundo no será el mismo, muchos países heridos en lo económico, el empleo escaso y la pobreza en aumento, terreno fértil para probarnos como sociedad, si seguimos como hasta hoy o nos convertimos en constructores de un mundo mejor. Seguramente solo nosotros en nuestro interior podemos encontrar la respuesta. No todos pensamos igual, pero yo creo firmemente que si nos propusiéramos cambiar, intentar superar diferencias, tener ideologías, pero con respeto por el otro, practicar la tolerancia, no reaccionar con violencia a lo que no nos gusta, ponernos en el lugar del otro, sé que soy el primero que debe hacerlo, sería el inicio de un camino seguramente muy interesante.

Qué es la vida sino un aprendizaje, una serie de momentos, alegres, tristes, intensos, tranquilos, de adquisiciones o de pérdidas, pero sin duda todos de una forma u otra nos han marcado, nos han construido en la persona que hoy somos, la pregunta sería si estamos conformes, nos quedan metas, tenemos sueños, por años se ha escrito y analizado sobre la felicidad. Qué difícil, ¿no?, teorizar sobre un tema que hace al ser humano, existe una sabiduría que explique los sentimientos y las sensaciones, humildemente creo que no, suelo pensar que son los momentos que vivimos y mucho de la felicidad reside en la memoria de estos. Me cuestiono a veces también, como seguramente harán muchos, sobre mi vida, hoy con 61 años tengo ganas, me siento vivo, a veces hago balances de mi camino, que, gracias a Dios, nunca fue rutinario, desde mis años de ejército, mi paso por lo social, lo sindical y lo político, podría decir que tuve muchos desafíos, una adrenalina que siempre fue mi alimento como típico escorpiano y seguramente cada quien ha vivido de la mano de las circunstancias que le tocó atravesar y habrá acumulado sus propias experiencias. Habrá quien se sienta satisfecho, quien no le guste innovar, que crea que está en el lugar, el tiempo y la realidad que necesita, nunca ha sido mi caso, siempre en la búsqueda de crecer, de superarme, de ampliar horizontes, pero hoy con una familia hermosa, disfrutando de los nietos y después de las últimas campañas políticas, ya me di cuenta de que los años han pasado y el físico no es el mismo y en la inquietud que nunca he podido dejar, decidí que quiero escribir, que quizás habiendo pasado el tiempo de la acción, hoy pueda ser más útil volcando en letras experiencias de vida, que a lo mejor puedan servirle a otro, en su búsqueda, su reflexión o sus deseos. Solo, no como consejo, no soy quién para darlos, sino como comentario, para aquellos que crean que su vida es una rutina, que no encuentran su lugar, sepan que todos tienen algo para dar, una potencialidad que existe en su interior y que es única, un aporte a sí mismo y a los demás, no importa la edad, el momento o las dificultades, búsquenlo, siéntanlo y nunca piensen que no pueden, siempre existirán voces agoreras, personas que se resistan a dejarlos volar, pero sepan que hacer lo que uno siente, lo que se ama, lo que siempre se tuvo ganas, vencer los miedos, atreverse a ser, el desafío de intentarlo, el camino que se transite y lograrlo, quizás sea la mejor definición de felicidad, simplemente un humilde aporte para reflexionar.

Hoy es una tarde gris, llovizna y hace frío, típica del invierno, me siento al teclado, mi cable a tierra, el lugar donde dejo fluir las palabras, escribo y siento a la vez, es como una conexión con mi interior y con quien leerá quizás mi escrito, disfruto de pensar que otro pueda compartir este momento, una intimidad que permiten las palabras, que genera la posibilidad de ser uno con el lector y en un pequeño instante compartir un cálido lugar de espacio y tiempo. Una historia, una reflexión, un comentario, hoy no, nada más tengo ganas de sentirme conectado, sé que hay una luz, una energía que nos une, que se expande y quería gozar de esa sensación, no un goce físico, sino espiritual, el roce de las almas, que nos desnuda y nos muestra tal cual somos, vulnerables a veces, con temores otras, a lo mejor sueños, pero siempre es hermoso descubrirlo. La verdadera belleza reside en el interior y muchos la guardamos en lo profundo y mostramos al mundo una coraza, en casos para sentirnos seguros, fuertes y en otros por miedos, baja estima o quizás traumas, recuerdo haber dejado salir una lágrima hace muchos años cuando murió un amigo, disimulada rápidamente, porque los hombres no lloran, conceptos de crianza y costumbrismo, pero que en definitiva no volví a hacer. Confesión conmigo mismo, seguramente la más difícil, conversar con uno requiere tiempo, porque conocemos nuestros secretos, no existen el engaño o la mentira, el disfraz y menos la complacencia. Qué buen momento para detenernos, solo un instante, cerrar los ojos y sentirnos, un ejercicio de contemplación, que quizás pueda alguien hacer conmigo, en silencio, dejar que el tiempo no corra, que las imágenes como en una película pasen frente a nosotros, ser partes del todo, la energía presente puede sentirse, un calor que recorre el cuerpo y una sensación de paz, equilibrio y armonía. me sumerjo en un océano de luz donde todos podemos ser. Si alguien pudo sentirlo, fuimos uno un segundo. Dice un viejo adagio “yo y mi padre somos uno y uno con Dios es la mayoría y esa mayoría somos todos y a la vez uno con el universo”.

Bueno, solo eso, soy fan de Serrat y él dice “hoy las musas han pasao de mí”, quizás es mi caso o tal vez no...

Miércoles, las seis de la mañana, levantado en el comedor de casa, todos duermen, la costumbre de mi juventud en el ejército se acentúa con los años, quizás requiera menos horas de sueño o pase por no querer privarme de estos momentos. El silencio reina, hay un instante en que la luz comienza a disipar las sombras, todavía los pájaros no comienzan su vuelo, ni su venida a mi fuente de agua, que suele ser baño y descanso para ellos, los hay de todas formas y colores, vivir en un barrio, todavía resguardado de grandes moles de cemento, que si bien están apareciendo de a poco, permiten que la naturaleza y los verdes sigan siendo los que predominan. Me gusta uno de color marrón en sus alas, gran tamaño y porte señorial, que camina por el pasto buscando migajas, que a propósito dejamos caer del mantel cada noche, creo que hasta ya nos hicimos amigos y no me teme, me gusta su proximidad, hasta que Coco, mi perro, lo aleja en su loca carrera, su canto tímido va comenzando a escucharse y a medida que la claridad asoma, el tiempo parece detenerse y correr más lento. El sol tiñe de naranja pequeñas nubes que se mecen con el viento, pincelando un cuadro que quizás la mano del hombre nunca pueda igualar, amanece, la vida parece renovarse cada día, contemplarlo, pagando el costo de no poder dormir, sigue siendo un pequeño placer que me doy cada mañana. Hace muchos años, cuando joven, trabajaba en un edificio detrás de la Casa de Gobierno, la ventana de mi oficina daba al Río de la Plata, en ese entonces zona portuaria, de barcos, camiones y depósitos de baja altura, hoy Puerto Madero, donde se pueden ver los edificios más altos de Buenos Aires, modernidad de concreto, miles de oficinas o departamentos, pero en aquellos tiempos, sin nada que impidiera la visión, yo podía observar todo el río. Comenzaba muy temprano mi trabajo y esperaba el instante en que el sol comenzaba a asomar y su reflejo en el agua la tornaba de un color dorado, aprovechando mi soledad, quizás con vergüenza de que me vieran mis compañeros perder la vista en el horizonte, para contemplar el esplendor de ese regalo de la naturaleza, Dios o el universo, quien alguna vez vio la salida del sol en el río seguramente me entenderá. El color de sus aguas grises parece explotar en una gama de plateados y dorados, una paleta de duración efímera, que incluso lesiona la mirada al fijarla, pero que por un breve segundo me dejaba extasiado por su belleza, aún, pese a los años, recuerdo esa imagen y seguramente es de aquel momento la afición que siento de verlo hoy. Bueno, pasó la hora escribiendo, ya se hizo de día, la luz en su plenitud, el desayuno espera que lo prepare y habrá que partir al trabajo, me gusta agradecer y siempre con la certeza de que cada mañana llegan desafíos y oportunidades que el alba nos invita a vivir, que la nueva jornada renueva nuestro espíritu, potencia los sueños y la esperanza, que volvemos a comenzar, porque la vida es así, un libro con las hojas en blanco y en el que solo nosotros podemos escribir todos los días.

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