La muralla rusa

Tekst
Z serii: Historia
0
Recenzje
Przeczytaj fragment
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

5.

El siglo de las Luces en Rusia

CATALINA II, INSTALADA SOBRE EL TRONO de Rusia, debía ante todo hacer frente a una dificultad considerable: ¿cómo asentar su legitimidad? ¿Cómo asegurar un poder sin discusión? Su situación personal era triplemente incómoda. Llevada al trono por un golpe de Estado, parecía una usurpadora. A pesar de sus debilidades personales y su impopularidad, Pedro III disponía de una legitimidad indiscutible, era el nieto de Pedro el Grande y su accesión al trono era conforme a las reglas tradicionales de sucesión establecidas. En lo que la concernía, Catalina II no tenía ningún título para ocupar el trono de Rusia, pues no era Romanov ni rusa. A este problema se añadía otro, el de la exclusión de los posibles sucesores, Iván VI y Pablo, hijo de Pedro III. La hipótesis de su instalación en el trono bajo la regencia de su madre se había considerado brevemente, rechazada enseguida por Catalina. Aunque, en 1762, ella consiguió imponerse como soberana, su hijo se resintió siempre de esta desposesión que envenenará durante todo el reinado las relaciones entre madre e hijo, pues el resentimiento de Pablo respecto a su madre tendrá como contrapartida la desconfianza de la emperatriz para con él. Cuando desaparezca Catalina, la hondura de este conflicto se manifestará en las disposiciones que tomará Pablo, suprimiendo el testamento de Catalina referente a la sucesión, organizando un entierro injurioso para ella, y sobre todo restableciendo la ley sálica que apartaba a las mujeres del trono.

Estos problemas impusieron a Catalina afirmar constantemente su autoridad. Extranjera a la dinastía Romanov, respondió con un principio que va a informar toda su política, su fidelidad a Pedro el Grande, en la vía que él decidió seguir en política interior y exterior. Muy pronto, la usurpadora que denunciará a placer el rey de Francia va a oponer a ese título insultante una postura contraria, el de continuadora de Pedro el Grande.

Para comprenderlo, hay que pararse un momento en la personalidad de la nueva emperatriz. Todos los que la trataron antes de 1762, mientras no era aún más que la esposa del heredero, están de acuerdo en sus cualidades intelectuales —inteligente, cultivada, curiosa— pero también maniobrera y ambiciosa. Ciertamente, su vida privada era como para escandalizar mientras era la esposa del heredero. Los amantes se sucedían, y eran pocos los que atribuían la paternidad de Pablo, el primogénito de la pareja, a Pedro III. ¿Pero cómo ignorar todo lo que la separaba de Pedro? Físicamente, ante todo. La primera vez que estuvo en presencia de Pedro de Holstein, él era un guapo adolescente bien construido, que se parecía un poco a su abuelo. En revancha, durante el matrimonio, su rostro quedó destruido por la viruela. Ella no le reconoció y no pudo nunca acostumbrarse a él. Sobre todo, ¿cómo esta mujer joven tan sutil, reflexiva, alimentada con todo lo que el siglo de las Luces ofrecía a su curiosidad hubiese podido acomodarse a un marido de inteligencia mediocre —se le consideraba a veces retrasado—, desprovisto de espíritu, no interesado más que en juegos infantiles, únicamente cautivado por el manejo de soldados de plomo y las maniobras de su regimiento de Holstein sometido a las reglas del ejército prusiano? Un foso separaba a estos dos seres, que se exasperaban mutuamente y buscaron muy pronto apaciguar sus frustraciones volviéndose hacia otras parejas. Indiferente ante las aventuras de Catalina, Pedro había encontrado una consoladora, y más aún un consuelo en la certeza de que podría un día desembarazarse de ella relegándola a un convento. Hasta 1762, estuvieron unidos por una sola preocupación, manejar a Isabel, ofrecerle la imagen de una pareja estable bajo pena de ser rechazados por ella. Y se sabe que Isabel había pensado apartarlos un día de la sucesión en beneficio de su hijo Pablo. De ahí el sentimiento constante de inseguridad en que vivió Catalina hasta 1762.

Catalina d’Anhalt era una gran lectora, francófona, había absorbido todo lo que el genio francés producía en este siglo XVIII en que brillaba en el mundo y en que el mundo, o al menos Europa, hablaba francés. Muy aficionada a las novelas francesas, Catalina encontraba allí la materia para alimentar su imaginación, sus frustraciones —un matrimonio desastroso—, sus ensoñaciones sentimentales, para justificar su escandalosa conducta. Pero, sobre todo, se deleitaba con las obras de los filósofos. Las Luces brillan gracias a Montesquieu, a Voltaire, a la Enciclopedia. Catalina los ha leído a todos, meditado, y van a inspirar sus proyectos cuando esté en condiciones de poner sus ideas en práctica.

Catalina II no se contentaba con leer a estos filósofos que tanto admiraba, ella los quiso —como Federico II— en su Corte. La Harpe, d’Alembert y sobre todo su favorito Voltaire se excusaron. Pero intercambió con este último, a partir de 1763, cientos de cartas, su correspondencia no cesó hasta la muerte del filósofo. Diderot, a quien ella había propuesto su ayuda para publicar al Enciclopedia aceptó ir a Rusia en 1773-1774 y Grimm, editor de la Correspondencia literaria, compraba para ella muchos objetos de arte francés, más aún fue su agente de influencia en Europa y su muy fiel corresponsal.

El Imperio sobre el que va a reinar Catalina a partir de 1762 le ofrece materia de reflexión, pues está muy lejos del universo que describen sus lecturas. Por su pensamiento, Catalina vive en el siglo de las Luces, y no le cuesta comprender cómo se ve a Rusia desde fuera. Un país bárbaro —el juicio vuelve siempre a la pluma del rey de Francia que domina la Europa de las Luces. Su juicio tiene una justificación, la servidumbre que sobrevive en Rusia mientras que ha desaparecido ya de casi toda Europa, es una manifestación de barbarie. La lectora sabe, a través de los relatos de viajeros —y el más reciente de ellos es el sacerdote Chappe d’Auteroche, enviado a la Rusia de Isabel por Luis XV para darle cuenta de su estado—, que Rusia se presenta a toda Europa como el país donde una parte de la población es propiedad de los nobles y de propietarios acomodados, pero donde más ampliamente domina un pueblo pasivo, acostumbrado a la violencia de sus gobernantes y cuyo consuelo es la bebida destructora del alma y del cuerpo. El relato de Chappe d’Auteroche está lleno de ilustraciones de suplicios diversos, de los que el más corriente es el del knut. La impresión que surge de esta lectura es la de un país extraño, exótico, que no pertenece a la civilización europea, ni incluso a la humanidad. ¿Cómo puede aceptar eso la aficionada a los filósofos franceses? Este universo, este mundo ruso que le presentan las miradas extranjeras no es tampoco conforme con el proyecto modernizador de Pedro el Grande. Él quería que sus súbditos fuesen europeizados, tuvieran un aire europeo, los rusos descritos por los viajeros están bastante lejos de eso. Catalina comprende que, para reivindicar el título de heredera de Pedro el Grande, necesita retomar la obra de modernización y en primer lugar reflexionar sobre la cuestión tabú de la servidumbre. Ciertamente, Isabel I había tenido también la ambición de modernizar su país. Lo logró para la Corte donde importó la lengua y los usos franceses. Pero, al mismo tiempo, había querido contactar con Rusia, tan despreciada por su padre. Bajo su reinado, la Corte se trasladaba periódicamente a Moscú, capital rechazada por Pedro el Grande, y esta tentativa de reconciliación entre las dos Rusias, tan necesaria, no había contribuido a una europeización en profundidad.

Catalina busca asegurar su precaria legitimidad mostrando su fidelidad al gran emperador, pero también, como Isabel, glorificando lo que es ruso. En este capítulo, va a encontrarse en ruptura con Pedro el Grande, pero se imponía esa elección, pues la impopularidad de Pedro III se debió en buena medida a su voluntad de imitar un modelo extranjero, a su rechazo de todo lo que simbolizaba Rusia y ante todo la religión. Catalina, que había adquirido un excelente dominio de la lengua rusa como atestiguan sus escritos, mostró enseguida que ella pretendía defender el carácter ruso del país. Afirmó su adhesión a la religión ortodoxa. Mientras que Pedro el Grande había sometido a la Iglesia al Estado, condenado a su hijo por sus relaciones con la Iglesia tradicional, y que Pedro III pretendía reformarla para acercarla al protestantismo, Catalina proclamó en voz alta su fidelidad a la Iglesia rusa nacional.

Para ella, su misión, que legitimará así que se apoderase del trono, es la restauración y la defensa del interés nacional de Rusia. Esta será igualmente la definición de toda su política extranjera.

Cuando Catalina sube al trono, Rusia está bajo la mirada de Europa y particularmente de Francia, árbitro del protocolo de los Estados, como un país marginal, por la geografía y por su estatuto. Geográficamente, Rusia no está considerada como un Estado europeo, y estatutariamente se la ve como un Estado de tipo intermedio entre gran potencia celosa de su interés nacional y Estado de naturaleza incierta, cuya vocación es asociarse a otros, y contribuir a sus proyectos. Esa es muy particularmente la visión francesa. Rusia debe ser contenida territorialmente, impedida de jugar un juego propio en el resto de Europa y mantenida en su estatuto marginal. Y los Estados de la «barrera oriental», que debían en su origen contener la potencia de los Habsburgo, tienen por misión en el siglo XVIII jugar este papel frente a Rusia. Para Catalina —tan apegada intelectualmente al mundo francés, al espíritu de las Luces—, la barrera que Francia opone a Rusia es inaceptable. El símbolo de esta relación desigual con Francia es el título imperial que Versalles se arroga el derecho de conceder o no a Rusia, y que Catalina le disputará ardientemente en lo sucesivo.

 

Tal es el paisaje interior y exterior que se alza ante la joven emperatriz el 28 de junio de 1762. Quienes la observan desde el exterior y los embajadores extranjeros, particularmente Bérenger, serán los intérpretes; hay que retener de sus primeros pasos de emperatriz su extrema vulnerabilidad —ilegítima, usurpadora, criminal— y su dudosa capacidad para mantenerse en el trono. Está también, al menos así lo escriben estos observadores malévolos, su inexperiencia que la someterá a distintas influencias, y a la tradición política rusa. Las Cortes europeas están, sin embargo, curiosas sobre la orientación internacional que tomará Rusia. La guerra de los Siete Años continúa, salvo para Rusia que ha hecho la paz con Prusia. ¿Cuáles serán las decisiones de Catalina, o más bien se cree, de los que la aconsejan? Y ante todo ¿cuál es el entourage sobre el que todas las miradas están fijas?

Al principio, su entorno ha cambiado poco en apariencia. Es el que ha acompañado a la emperatriz Isabel e incluso a Pedro III: el canciller Vorontsov, el vicecanciller Golitsin y el exiliado Bestujev-Riumin, llamado a la capital, pero que, al comenzar el reinado, no ha llegado todavía. En verdad, este equipo está poco seguro de sí mismo, desconcertado por el golpe de Estado, pensando que el nuevo reinado es precario, cosa que ninguno de ellos se atreve aún a manifestar. El canciller brilla por su ausencia, pretendiendo estar desbordado por los expedientes, mientras que el vicecanciller responde a todas las preguntas que está esperando instrucciones. Esas instrucciones faltan a sus colaboradores, pero Catalina se ha comunicado desde los primeros días de su reinado mediante dos manifiestos. El primero, publicado el 28 de junio, día del golpe de Estado, menciona una paz concluida al precio de tremendos esfuerzos, de sangre derramada sin cuento y recuerda que Rusia «ha sido entregada como esclava a sus peores enemigos». La conclusión es que la emperatriz recupera su libertad de acción. Este manifiesto se interpretó como un rechazo a la alianza concluida por Pedro III. La emperatriz María Teresa, siempre en guerra con Federico II, esperó que Rusia volviese al combate y la aliviaría. No habrá nada de eso. Este manifiesto parecía condenar el acercamiento entre Pedro III y Federico II, pero una serie de escritos, publicados en los días siguientes y que sirvieron como instrucciones indicaban claramente que, aunque Catalina aprobaba la paz que había sacado a Rusia de la guerra de los Siete Años, aunque la tenía por definitiva, ella rechazaba la idea de un acuerdo con Federico II. Asegurada la paz, Rusia había recuperado su libertad y no entraría en el conflicto en curso bajo ningún pretexto. Establecido este balance, Catalina dio un nuevo paso declarando que Rusia, liberada de todas sus obligaciones anteriores, estaba dispuesta a ayudar a los beligerantes a emprender el mismo camino, a ayudarles a entablar negociaciones de paz. No sorprende, si se piensa en su posición tan débil en Europa, que esta propuesta no encontrase eco.

María Teresa manifestó con tacto su poco interés en la mediación propuesta, y más aún en el Congreso de paz que Catalina deseaba ver reunido. En Versalles el rechazo fue más brutal. Solo Federico II manifestó una atención cortés, pero, habiendo hecho ya la paz con Rusia, esperaba más bien las reacciones de los que seguían siendo sus enemigos.

La guerra que no terminaba se presentaba mal para Austria y para Francia. Privadas del apoyo ruso, estas dos potencias, solas frente a Federico II, sabían que no estaban en condiciones de ganar, pero las declaraciones tan firmes de Catalina les indicaban que ella estaba decidida a quedar apartada del conflicto. Al comenzar su reinado, sin embargo, los consejos que le prodigaba su entorno no anunciaban una actitud tan resuelta. Vorontsov defendía la concepción que había caracterizado el reinado de Isabel, la alianza con Austria era necesaria para Rusia, en primer lugar para romper a su enemigo común, el Imperio otomano. Del mismo modo, se imponían unas buenas relaciones con Francia para impedirle privilegiar su alianza con el Imperio otomano, tan nefasta para Rusia. Cuando Bestujev volvió a la capital, se pudo creer por un momento que iba a recuperar su papel. Catalina dio muestras de una visible deferencia hacia él con grandes demostraciones de gratitud. Le envió la orden de San Andrés, le nombró general mariscal de campo, siendo así que no tenía ninguna experiencia militar, y expresó públicamente en un manifiesto su reconocimiento por los servicios que había prestado. Pero con eso, él no recuperó la función de canciller. Creyó su autoridad restablecida y prodigó sin moderación sus consejos a la emperatriz. Siguiendo el ejemplo de Vorontsov y con aún más insistencia, defendió que había que dar la espalda a la política de Pedro III, volver a lo que había sido la obsesión constante de Isabel, la coalición ruso-austriaca ampliada, en la medida de lo posible, a Francia. Aunque Bestujev estaba obligado a admitir que la paz firmada con Federico II tenía sus méritos —era consciente también de que al cabo de un cierto tiempo todos los beligerantes llegarían a convencerse de que la guerra de los Siete Años no podía seguir indefinidamente—, él añadía que al volver la paz, habría que combatir la arrogancia de Federico II, y volvía así a la voluntad de Isabel de destruir la potencia prusiana que ella juzgaba insoportable. La vuelta a la política de Isabel implicaba encontrar los mismos aliados, Viena y Versalles, y que se combatiera a los mismos adversarios, Berlín y Constantinopla. Todos los colaboradores de Catalina defendían, con sus matices, este programa. Sin embargo, ella no los escuchó y emprendió otro camino.

Después del acontecimiento de Catalina y a pesar de la paz ruso-prusiana, la guerra continuaba. Los austriacos arrinconados en Sajonia y en Franconia retrocedían sin cesar bajo la presión de los ejércitos prusianos. En el frente franco-prusiano, la situación no era más brillante, a pesar de los esfuerzos de las tropas conducidas por el mariscal de Soubise, los príncipes d’Estrée y de Condé. Por todas partes estaban en derrota y, como los austriacos, los franceses debieron capitular al cabo de algunos meses, y pedir condiciones de paz. Después de difíciles negociaciones, Austria y Prusia acordaron condiciones de paz bajo la égida mediadora de Sajonia, papel que Catalina había deseado asumir. Austria y Prusia pusieron sus firmas al pie de un acuerdo de paz el 15 de febrero de 1763 en un pabellón de caza de Sajonia. En este tratado, Austria renunciaba definitivamente a Silesia y a Glatz a cambio del compromiso de Federico II de respetar los derechos de los católicos en Silesia. En una cláusula secreta prometía también apoyar al archiduque José en la designación del emperador del Sacro Imperio romano.

Francia había firmado la paz con Inglaterra en París cinco días antes, paz costosa porque le dejaba Canadá, la parte occidental de la Luisiana, mientras España heredaba la Luisiana oriental a cambio de la Florida que entregaba a Inglaterra. A eso se añadía para Francia la pérdida de islas en el océano Índico, una gran parte del Senegal en África; en India no le quedaban más que cinco establecimientos, mientras España obtenía los beneficios de una guerra que le había resultado poco costosa apoderándose de Cuba. Finalmente, Francia debía retirar sus tropas de Hanover donde el rey de Inglaterra debía reinar sin contrapartida.

Francia pagaba un precio considerable por este largo conflicto, pero considerando el comportamiento de la Corte y el discurso público, se hubiese creído que la guerra se había acabado en su beneficio. Luis XV no perdía nada de su soberbia. Catalina experimentó una viva amargura por el rechazo que recibieron sus ofertas de mediación. Constataba que los países que tuvieron necesidad de Rusia en la guerra, a los que ella había aportado su ayuda, le negaban, una vez terminada la guerra, que recogiera los frutos y reconocerla como potencia europea igual a las demás.

Por las condiciones en que se acabó la guerra de los Siete Años, las lecciones que sacó la emperatriz permiten comprender mejor su elección de un consejero que tuviera una visión cercana a la suya de la política que convenía a Rusia, y que fue, durante cerca de veinte años, el maestro de obra, Nikita Panin. El nombre del conde Panin aparece muy pronto en la correspondencia de Bérenger, que entrevió su ascensión. Nikita Panin no era desconocido ni de Catalina ni de los medios diplomáticos europeos. Descendía de una vieja familia rusa y muy directamente de un compañero de Pedro el Grande; había representado a Rusia en Dinamarca, luego en Suecia, imponiéndose como verdadero experto en estos países cuya vecindad pesaba sobre Rusia. Fue luego encargado de la educación de Pablo Petrovich, hijo de Catalina y futuro Pablo I, destinado un día a gobernar Rusia. En esta función, pudo observar de cerca la joven Corte, la pareja gran-ducal y pronto estuvo convencido de que la subida al trono de Pedro de Holstein dejaba prever un porvenir catastrófico para Rusia. A pesar de inmensos esfuerzos, había fracasado en hacer de Pablo un heredero aceptable. No había podido centrar su atención sobre los asuntos políticos, ni desarrollar su espíritu y su curiosidad. Al mismo tiempo que su pupilo le desesperaba, observaba a la futura emperatriz y, constatando sus cualidades, se había acercado a ella. Aunque no la hubiera imaginado apoderándose del trono, la veía ejerciendo la regencia y pensaba que su proximidad le permitiría guiar a la joven mujer. Eso explica que muy pronto, en el curso de sus conversaciones, compartiera con ella su visión de Rusia, de sus intereses y de la política internacional en general. Aunque no formó parte de su entorno a la hora del golpe de Estado, ni en el periodo que le siguió, le dejó en el verano una nota en que le exponía sus concepciones. Para empezar, Panin no dejaba de repetir, como lo hacía Catalina refiriéndose a Pedro el Grande al que llamaba a veces fríamente «querido abuelito», que después de la guerra de los Siete Años, Rusia, que jugó en ella un papel indiscutible, había ganado su puesto —un puesto independiente de todos— en el concierto europeo. La política de Catalina debería tener como única finalidad el interés nacional de Rusia. Este interés nacional, solo Catalina tendría que definirlo, y no debería actuar más que en función de él. A partir de este presupuesto sobre el que estaban de pleno acuerdo, Panin expresaba seis principios que debían presidir la definición del interés nacional de Rusia.

Partía de un hecho, Rusia dispone de un espacio inmenso, insuficientemente poblado, que ella no tiene ninguna necesidad de agrandar, ninguna necesidad, pues, de conquistar territorios. Pero este espacio de recursos considerables debe ser puesto en valor, para eso Rusia necesita paz, vivir en paz con el mundo para centrarse en su desarrollo. Así que toda guerra, con excepción de la que suponga una amenaza para el país, es injustificable. Sin embargo, no estando el mundo en paz, Rusia debe disponer de aliados sinceros para prevenir los peligros y para reforzarse. Estas alianzas no pueden ser acuerdos unilaterales que supongan crear desigualdad. Para ser eficaces, deben asegurar a las dos partes que tienen en ellas un mismo interés. Solo las alianzas entre iguales son conformes al interés nacional. Finalmente, Panin insistió en la reputación y prestigio del país, factores que, en las relaciones entre Estados, pueden pesar tanto como la potencia militar. Rusia no debía hacer ninguna concesión a este respecto.

Panin señalaba así una dirección para la acción privilegiando la paz y excluyendo, salvo peligro extremo, la acción militar. Este propósito iba en el mismo sentido de las reflexiones de la emperatriz, coincidía con su rechazo a dejarse atraer de nuevo a la guerra de los Siete Años, mientras que sus colaboradores inmediatos la empujaban invocando sus obligaciones derivadas de las alianzas contraídas, o de eventuales beneficios territoriales. Nadie, salvo Panin y la misma Catalina, comprendía que Rusia había alcanzado ya un grado de potencia que la protegía de tales presiones. Para Panin, este programa de paz se inscribía en su concepción de la ruta que Rusia debía seguir y que expondría a la emperatriz. Para Catalina, discípula de Voltaire y de Diderot, vocación que ella se disponía a afirmar, la paz era también la condición indispensable para poder dedicarse a la otra parte de la misión heredada de Pedro el Grande, modernizar su país.

Mientras no es más que un consejero entre otros, sin función precisa, Panin le propone un sistema internacional, el sistema del norte. Hasta la retirada definitiva de Bestujev y las vacaciones de Vorontsov, Panin debió contentarse con su papel oficioso. A partir de octubre de 1763, llega para él el tiempo de las responsabilidades. Primero nombrado primer miembro del Colegio de Asuntos Exteriores deviene poco después primer presidente. Nunca tuvo el título de canciller, pero estuvo por encima del vicecanciller Golytsin. ¿Por qué tardó Catalina en confiarle una misión oficial? ¿Por qué le negó el título de canciller? La explicación sobre el primer punto está probablemente ligada a su sobrina, la princesa Dáshkova. Muy cercana a Catalina antes del golpe de Estado, tendía a atribuirse los méritos de la ascensión de Catalina, diciendo a todos que ella había jugado el papel principal en el complot y esforzándose por eso en influir en su política. Catalina no era mujer que aceptase este comportamiento, y se puede pensar que Panin pagase durante un tiempo el precio de la arrogante ambición de su sobrina. Pero él no podía compartir mucho tiempo su desgracia, pues encarnaba todo lo que Catalina quería traer a Rusia, el espíritu de las Luces, una visión y una honradez escrupulosa. Se sabía que él era imposible de corromper, virtud rara en este tiempo en que la práctica de los sobornos, de los regalos reales de toda especie se consideraba un instrumento útil en política extranjera. Catalina estimaba a Panin, pero no le amaba. No podía olvidar tampoco que se había opuesto a su subida al trono y había defendido la legitimidad de Pablo. En cuanto al rechazo de nombrarle canciller, es fácil también comprender su actitud. Instalada en el trono mediante un golpe de Estado, ella sabía que su legitimidad era discutida y que su entorno la creía débil e influenciable. Pero desde el principio, ella quiere ejercer sola el poder, lo prueba negándose a casarse con su amante Gregori Orlov y, más tarde, cuando se casa probablemente en secreto con Potemkin, le ofrecerá un virreinato en el sur del país, apartándole así del trono. Su voluntad de ejercer el poder totalmente, su rechazo de las influencias fueron una constante de su existencia.

 

Aunque Panin no fue nunca canciller, Catalina no le respetaba menos y compartía sus puntos de vista; adoptó sin reservas el sistema del norte. El sistema defendido por Panin tenía por clave la voluntad de asegurar a Rusia una posición a la medida de su potencia en el concierto europeo, de permitirle participar efectivamente, en su nombre y en función de sus intereses, en los asuntos del continente. Para lograr esto, había que elegir los aliados. El sistema Panin descansaba sobre una coalición Rusia-Dinamarca-Suecia-Polonia-Inglaterra-Prusia, que debía permitir contrarrestar las ambiciones de los Habsburgo y los Borbones. Para eso, Polonia debía ser sometida a la influencia rusa, mientras que Suecia y Dinamarca lo estarían a Inglaterra. Francia, tradicionalmente apoyada por estos países, se encontraría así privada de una gran parte de los países que formaban su barrera oriental y de su influencia en el norte de Europa. El punto de equilibrio de este sistema era la entente ruso-inglesa. Para Panin, siendo Inglaterra una potencia marítima y Rusia una potencia continental, los dos países se complementaban: «Inglaterra tiene necesidad de nuestros ejércitos —escribe Panin—, mientras que el concurso de una flota nos es necesario».

Pero los ingleses no compartían la visión de Panin, el concurso de los ejércitos rusos les importaba menos entonces que en tiempos de guerra, mientras que las ambiciones de Catalina en Polonia y en Turquía les inquietaban. Las negociaciones fueron muy arduas y Panin deplorará a menudo la «mentalidad de tenderos» de los ingleses. Para terminar, Rusia —que deseaba concluir un acuerdo político entre los dos países— se contentó con un tratado comercial firmado el 20 de junio de 1766 por veinte años. En lo que siguió, teniendo necesidad de la ayuda rusa en América, Inglaterra lamentará sus reservas, pero el tiempo en que Rusia estaba dispuesta a concesiones para sellar la alianza con Londres había ya pasado. Catalina no cederá más.

Las relaciones con Prusia eran también para Rusia un objetivo difícil de realizar. Federico II era hostil a la coalición querida por Panin pues el acercamiento entre los Estados que debían formar parte le parecía contrario a sus intereses. Pero al recordar los reveses pasados, su capital ocupada por tropas extranjeras, comprendió el interés de un acuerdo con Rusia, más valía entenderse con esta potencia que oponerse abiertamente. Por eso, a pesar de sus reservas, entró en negociaciones con Rusia, negociaciones que, decía Catalina, debían desarrollarse entre iguales; y tener la paz como objetivo, aumentaba el prestigio de Panin. Un tratado de alianza defensiva se firmó por Panin y el conde Solms el 31 de marzo de 1763. Panin hizo que se añadiera una cláusula secreta que dejaba a Rusia libre para actuar en Polonia. Al tratado con Prusia seguirían dos tratados del mismo tipo firmados con Dinamarca en 1766 y con Polonia en 1767.

En Versalles se observaban estas gestiones con perplejidad esperando sobre todo que la alianza ruso-prusiana, que había iniciado todo el sistema, encontraría pronto obstáculos que la desacreditarían. El duque de Choiseul-Praslin escribía secretamente a Bérenger: «La alianza entre el rey de Prusia y la emperatriz de Rusia es contraria a la naturaleza y fundada ante todo en exigencias momentáneas más que en un sistema pensado. Los asuntos de Polonia pueden conducir al hundimiento de esta alianza». El ministro francés, que contaba con Polonia para arruinar una alianza poco conforme al interés francés, no había percibido que era precisamente el interés común de Catalina y Federico II por Polonia lo que iba a consolidar su alianza.

Polonia era lo que más interesaba a Catalina en ese momento y lo que movilizaba la atención de Europa, que esperaba, reteniendo el aliento, que se abriera una vez más la sucesión al trono. El evento sobrevino el 30 de octubre de 1763 —y como siempre esta sucesión suscitó la concurrencia ruso-francesa—. En cuanto le llegó la noticia, Catalina convocó la Conferencia para debatir el problema y designar al candidato que le convenía a Rusia.

En Francia, la agitación no fue menor, aunque el debate se tenía ya por resuelto. En 1757, en vida de Isabel, los tres países aliados de guerra, Francia-Austria-Rusia, debatiendo su elección tras la muerte de Augusto III cuya salud decadente sugería la necesidad de prever lo que seguiría, se pusieron de acuerdo para designar a su hijo mayor, Cristián Federico. En verdad, esta unanimidad se prestaba a las dudas. Austria había apostado a favor de este candidato, pero Francia prefería a otro hijo del rey, el príncipe Javier, general del ejército francés. En cuanto a los polacos, cuya opinión no interesaba apenas a las potencias, su simpatía iba en 1763 al tercer hijo del rey, Carlos, príncipe de Curlandia. Poco antes, había sido depuesto de su trono por Catalina II, donde ella había enviado a Biron, al que había llamado del exilio para afirmar así su autoridad sobre Curlandia. Los polacos habían denunciado un abuso de poder, Francia se negó a reconocer a Biron como príncipe de Curlandia, pero se estaba a la espera de la muerte de Augusto III y nada se movió. Cuando la sucesión se abriese, Catalina contaba con extender la autoridad adquirida en Curlandia a Polonia. Al comenzar su reinado, ella se preguntaba sobre el candidato que convendría a Rusia en Polonia; lo había debatido con sus consejeros. Bestujev, presente en estos conciliábulos, había recordado que en 1757 los tres países aliados estaban de acuerdo sobre un candidato. Pero Catalina objetó que Polonia necesitaba un soberano polaco, tesis propia para seducir a los polacos que verían así en ella al abogado más seguro de su causa. Ella dudaba entre dos candidatos de igual mérito a sus ojos. Uno era Poniatowski, que había sido su amante, al que había intentado un largo tiempo retener en Rusia y luego hacerle volver. El otro candidato era el príncipe Adam Czartoryski. Los dos eran populares en Polonia, y Catalina les creía dispuestos a defender los intereses de Rusia. Su elección recayó finalmente sobre Poniatowski. En recuerdo de la relación pasada, es decir, por una razón política que ella explicó así: «Es el que tiene menos posibilidades de ser elegido. Lo será por voluntad rusa, nos deberá por tanto su corona y nos será fiel más que cualquier otro».

To koniec darmowego fragmentu. Czy chcesz czytać dalej?