El bosque

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4

Muse y yo permanecimos un rato callados.

Cal y Jim. Esos nombres nos desanimaban.

El puesto de investigador jefe normalmente lo ostentaba algún hombre de por vida, un tipo brusco, que soltaba suspiros profundos y bastante quemado por todo lo que había visto con los años, con un buen barrigón y un abrigo gastado. Era tarea de ese hombre ayudar al candoroso fiscal del condado, un cargo político como yo, a esquivar los escollos del sistema legal del condado de Essex.

Loren Muse medía metro y medio y pesaba como un alumno normal de cuarto. Mi elección de Muse había causado bastante conmoción entre los veteranos, pero yo tenía mis propios prejuicios: prefiero contratar a mujeres solteras de cierta edad. Trabajan más y son más leales. Lo sé, lo sé, pero he descubierto que casi siempre es cierto. Encuentras a una mujer soltera de, digamos, más de treinta y cinco años y vive para su carrera y te dedicará horas y la devoción que las casadas con hijos nunca te darán.

Para ser justo, Muse era también una investigadora increíblemente preparada. Me gustaba discutir los casos con ella. Diría que los «musitábamos» juntos, pero es malísimo. En ese momento estaba mirando fijamente el suelo.

—¿Qué estás pensando? —pregunté.

—¿Tan feos son mis zapatos?

La miré y esperé.

—En resumidas cuentas —dijo—, si no encontramos una forma de explicar lo de Cal y Jim, estamos jodidos.

Miré al techo.

—¿Qué? —dijo Muse.

—Esos dos hombres.

—¿Qué pasa?

—¿Por qué? —pregunté por enésima vez—. ¿Por qué Cal y Jim?

—No lo sé.

—¿Has vuelto a interrogar a Chamique?

—Lo hice. Su historia es terriblemente consistente. Utilizaron esos dos nombres. Creo que tienes razón. Lo hicieron para disimular, para que la versión de ella pareciera más tonta.

—Pero ¿por qué esos nombres?

—Probablemente porque sí.

Hice una mueca.

—Estamos pasando algo por alto, Muse.

Ella asintió.

—Lo sé.

Siempre he sido muy bueno compartimentando mi vida. Todos lo hacemos, pero yo soy especialmente bueno. Puedo crear universos separados en mi propio mundo. Puedo afrontar un aspecto de mi vida sin que interfiera en otro de ninguna manera. Algunas personas ven una película de gángsteres y se preguntan cómo puede el mafioso ser tan violento en la calle y tan cariñoso en casa. Yo lo entiendo. Tengo esa habilidad.

No es que esté orgulloso. No es necesariamente una gran virtud. Te protege, eso sí, pero también he visto los actos que esto puede justificar.

Así que durante la última media hora había apartado la pregunta obvia: si Gil Pérez había estado vivo todo ese tiempo, ¿dónde había estado? ¿Qué había sucedido aquella noche en el bosque? Y por supuesto, la pregunta más importante: si Gil Pérez había sobrevivido a aquella horrible noche...

¿Había sobrevivido también mi hermana?

—¿Cope?

Era Muse.

—¿Qué pasa?

Quería contárselo. Pero no era un buen momento. Primero tenía que aclararme yo. Entender qué era qué. Asegurarme de que ese cadáver era realmente el de Gil Pérez. Me levanté y me acerqué a ella.

—Cal y Jim —dije—. Debemos descubrir de qué va esto y rápidamente.

La hermana de mi esposa, Greta, y su marido, Bob, vivían en una mansión como tantas de una rotonda nueva sin salida que era exactamente igual a cualquier otra rotonda sin salida de Estados Unidos. Las parcelas son demasiado pequeñas para los enormes edificios de ladrillo que les han colocado encima. Las casas tienen una variedad de formas y contornos y aun así parecen iguales. Todo está demasiado limpio, intenta parecer antiguo y sólo parece falso.

Antes que a mi esposa, conocí a Greta. Mi madre se marchó antes de que yo cumpliera los veinte, pero recuerdo algo que me contó unos meses antes de que Camille se adentrara en ese bosque. Nosotros éramos los más pobres de aquella ciudad más bien variopinta. Éramos inmigrantes llegados de la antigua Unión Soviética cuando yo tenía cuatro años. Empezamos bien, porque llegamos a Estados Unidos como héroes, pero las cosas se pusieron feas muy rápidamente.

Vivíamos en el piso más alto de una finca de tres plantas de Newark, aunque íbamos a la escuela en Columbia High, en West Orange. Mi padre, Vladimir Copinsky (lo adaptó al inglés y se puso Copeland), que era médico en Leningrado, no pudo obtener la licencia para ejercer en el país. Acabó trabajando de pintor de casas. Mi madre, una belleza frágil llamada Natasha, antes la hija bien educada de un aristocrático profesor de universidad, cogió varios trabajos de asistenta para las familias ricas de Short Hills y Livingston, pero nunca le duraron mucho tiempo.

Ese día en particular, mi hermana Camille volvió de la escuela y dijo, en su tono burlón habitual, que la chica rica de la ciudad estaba loca por mí. A mi madre le emocionó la noticia.

—Deberías invitarla a salir —me dijo mi madre.

Hice una mueca.

—¿Que no la has visto?

—La he visto.

—Pues ya sabes que no la invitaré —dije, con todo el orgullo de mis diecisiete años—. Es una bruta.

—En Rusia tenemos un dicho —contraatacó mi madre, levantando un dedo para apoyar su postura—: Una chica rica es bonita cuando está sobre su dinero.

Eso fue lo primero que me vino a la cabeza cuando conocí a Greta. Sus padres —mis ex suegros, supongo, y todavía abuelos de Cara— están forrados. La familia de mi esposa era rica. Todo está puesto en una cuenta para Cara. Yo soy el albacea. Jane y yo discutimos mucho a qué edad debía poder cobrar su herencia. Por un lado no es deseable que una persona muy joven herede tanto dinero, pero por otro es su dinero.

Mi Jane se volvió muy práctica cuando los médicos le comunicaron su sentencia de muerte. Yo no podía escucharla. Aprendes mucho cuando alguien a quien amas empieza su cuenta atrás. Aprendí que mi esposa tenía una fuerza y un valor asombrosos que no habría podido imaginar antes de su enfermedad. Y descubrí que yo también.

Cara y Madison, mi sobrina, estaban jugando en el jardín. Los días empezaban a alargarse. Madison estaba sentada en el asfalto y dibujaba con pedazos de tiza que parecían puros. Mi hija jugaba con uno de esos minicoches lentos que están tan de moda últimamente entre los menores de seis años. Los niños que los tienen nunca juegan con ellos. Sólo juegan las visitas en las Citas de Juegos. Citas de Juegos. Qué espanto de término.

Bajé del coche y grité:

—¡Hola, niñas!

Esperé a que las dos niñas de seis años dejaran lo que estaban haciendo y se lanzaran sobre mí para comerme a besos. Sí, y qué más. Madison miró de soslayo, pero no habría parecido menos interesada si le hubieran practicado cirugía de desconexión cerebral. Mi propia hija fingió que no me oía. Cara conducía el Jeep de Barbie en círculos. La batería se estaba gastando rápidamente, y el vehículo eléctrico avanzaba a menos velocidad que mi tío Morris para ir a cobrar su talón.

Greta abrió la puerta mosquitera.

—¡Eh!

—Eo —dije—. ¿Cómo ha ido el resto de la función?

—No te preocupes —dijo Greta, haciendo visera con la mano a modo de saludo—. Lo tengo todo en vídeo.

—Qué bien.

—¿Qué querían esos dos polis?

Me encogí de hombros.

—Trabajo.

No se lo tragó, pero no insistió.

—Tengo la mochila de Cara dentro.

Dejó que se cerrara la puerta. Había obreros por todas partes. Bob y Greta estaban instalando una piscina y arreglando el jardín. Llevaban años pensándolo, pero querían esperar a que Madison y Cara fueran mayores para saber nadar.

—Venga —dije a mi hija—, tenemos que irnos.

Cara volvió a ignorarme, fingiendo que el zumbido del Jeep Barbie rosa le obstaculizaba las facultades auditivas. Fruncí el ceño y me dirigí hacia ella. Cara era ridículamente terca. Ojalá hubiera podido decir «como su madre», pero mi Jane era la mujer más paciente y comprensiva que se pueda imaginar. Era asombroso. Uno ve cualidades buenas y malas en los hijos. En el caso de Cara, todas las cualidades negativas parecían proceder de su padre.

Madison dejó la tiza.

—Venga, Cara.

Cara también la ignoró a ella. Madison se encogió de hombros y suspiró como una niña de mundo.

—Hola, tío Cope.

—Hola, cariño. ¿Has disfrutado de la cita de juegos?

—No —dijo Madison en jarras—. Cara nunca juega conmigo. Sólo juega con mis juguetes.

Intenté parecer comprensivo.

Salió Greta con la mochila.

—Ya hemos hecho los deberes.

—Gracias.

Hizo un gesto tranquilizador.

—Cara, cielo. Tu padre está aquí.

Cara la ignoró también a ella. Supe que se avecinaba una pataleta. Eso también le viene por parte de padre, supongo. En nuestro mundo inspirado por Disney, la relación de un padre viudo con su hijo es mágica. Sólo hace falta ver películas infantiles —La sirenita, La bella y la bestia, La princesita, Aladín— para entender lo que digo. En las películas, no tener madre parece algo más bien positivo, lo cual si se piensa bien es bastante perverso. En la vida real, no tener madre es casi lo peor que puede pasarle a una niña.

—Cara, nos vamos —dije en mi tono de voz firme.

Su expresión era obstinada y me preparé para la confrontación, pero afortunadamente los dioses intercedieron. La batería del Jeep de Barbie se acabó del todo. El Jeep rosa se paró. Cara intentó impulsar con el cuerpo el vehículo un metro más, pero Barbie no se movió. Cara suspiró, bajó del Jeep, y se fue hacia el coche.

 

—Despídete de la tía Greta y de tu prima.

Lo hizo con una voz tan malhumorada que habría sido la envidia de cualquier adolescente.

Cuando llegamos a casa, Cara encendió la tele sin pedir permiso y se puso a mirar un episodio de Bob esponja. Me da la sensación de que lo ponen a todas horas. Me pregunto si habrá un canal de Bob esponja. Encima parece que sólo existan tres episodios diferentes de la serie. Pero eso no parece desanimar a los niños.

Iba a decir algo, pero lo dejé pasar. En ese momento sólo quería que estuviera distraída. Todavía estaba intentando aclarar el caso de violación de Chamique Johnson y ahora tenía la repentina aparición y asesinato de Gil Pérez. Confieso que mi gran caso, el más importante de mi carrera, estaba sacando la pajita más corta.

Empecé a preparar la cena. Casi todas las noches cenábamos fuera o encargábamos la comida. Tengo una niñera-ama de llaves, pero era su día libre.

—¿Te apetecen perritos calientes?

—Me da igual.

Sonó el teléfono y lo cogí.

—¿Señor Copeland? Soy el detective Tucker York.

—Sí, detective, ¿qué se le ofrece?

—Hemos localizado a los padres de Gil Pérez.

Sentí que apretaba más fuerte el teléfono.

—¿Han identificado el cuerpo?

—Todavía no.

—¿Qué les ha dicho?

—Mire, sin ánimo de ofender, señor Copeland, pero esta no es la clase de cosa que se puede decir por teléfono, ¿no le parece? «Su hijo muerto puede haber estado vivo todo este tiempo, pero mire, acaban de asesinarle.»

—Lo comprendo.

—Así que hemos sido más bien vagos. Vamos a traerlos aquí para ver si pueden identificarle. Pero hay otra cosa, ¿hasta qué punto está seguro de que se trata de Gil Pérez?

—Bastante seguro.

—Comprenderá que esto no es suficiente.

—Lo comprendo.

—De todos modos es tarde. Mi compañero y yo hemos terminado el turno. Así que mañana enviaremos a alguien a recoger a los Pérez por la mañana.

—¿Y esto qué es? ¿Una llamada informativa?

—Algo parecido. Comprendo que tiene interés en el asunto. Tal vez usted también debería venir mañana, por si surgen nuevas preguntas.

—¿Dónde?

—En el depósito. ¿Necesita que le recojan?

—No, iré por mi cuenta.

5

Unas horas después acosté a mi hija.

Nunca he tenido problemas con Cara a la hora de acostarla. Tenemos una rutina estupenda. Le leo. No lo hago porque todas las revistas de padres lo recomienden. Lo hago porque le encanta. Nunca se duerme. Le leo cada noche y lo máximo que he conseguido es que se adormezca un momento. En cambio yo sí me duermo. Algunos de esos libros son espantosos. Me duermo en la cama de ella. Y ella me deja dormir.

No podía estar a la altura de su deseo voraz de libros para leer y empecé a comprar audiolibros. Yo le leía y después ella podía escuchar una cara de una cinta, unos cuarenta y cinco minutos, antes de que fuera la hora de cerrar los ojos y dormir. Cara entiende esta norma y le gusta.

Ahora mismo le estoy leyendo a Roald Dahl. Tiene los ojos muy abiertos. El año pasado, cuando la llevé a ver la producción teatral de El rey león, le compré un muñeco, Timon, excesivamente caro. Lo tiene cogido con su brazo derecho. Timon también es un ávido oyente.

Acabé de leer y besé a Cara en la mejilla. Olía a champú de bebé.

—Buenas noche, papá —dijo.

—Buenas noches, bicho.

Niños. Un momento son como Medea en plena ira, y al siguiente son como ángeles tocados por la gracia de Dios.

Encendí el reproductor y apagué la luz. Bajé a mi despacho y encendí el ordenador. Tengo una conexión con mis archivos del trabajo. Abrí el caso de violación de Chamique Johnson y me puse a repasarlo.

Cal y Jim.

Mi víctima no era de las que despiertan la simpatía de un jurado. Chamique tenía dieciséis años y tenía un hijo sin padre. La habían arrestado dos veces por prostituirse, y una por posesión de marihuana. Trabajaba en fiestas como bailarina exótica, y sí, eso es un eufemismo de estríper. La gente se preguntaría qué había ido a hacer a aquella fiesta. Esa clase de cosas no me desaniman. Hacen que me esfuerce más. No porque me preocupe la corrección política, sino porque me importa —me importa mucho— la justicia. De haber sido Chamique una rubia vicepresidenta del consejo de estudiantes del idílico Livingston y los chicos negros, el caso estaría ganado.

Chamique era una persona, un ser humano. No se merecía lo que Barry Marantz y Edward Jenrette le habían hecho.

Y yo pensaba encerrarlos por ello.

Volví al principio del caso y lo repasé de nuevo. La fraternidad era un lugar lujoso con columnas de mármol, letras griegas, la pintura fresca y alfombras. Revisé las facturas del teléfono. Había muchísimas, porque cada chico tenía su línea privada, por no hablar de móviles, mensajes de texto, correos electrónicos y BlackBerrys. Uno de los investigadores de Muse había rastreado todas las llamadas salientes de aquella noche. Había más de cien, pero no había sacado nada en limpio. El resto de las facturas eran corrientes: electricidad, agua, la cuenta de la tienda de bebidas, servicios de limpieza, televisión por cable, servicios de telefonía, alquiler de vídeos Netflix, entrega de pizzas vía Internet...

Un momento.

Pensé en eso. Pensé en la declaración de mi víctima... no necesitaba volver a leerla. Era repugnante, y bastante específica. Los dos chicos habían obligado a Chamique a hacer cosas, la habían puesto en diferentes posiciones, habían hablado todo el rato. Pero algo de aquello, la forma cómo se movían, la colocaban...

Sonó mi teléfono. Era Loren Muse.

—¿Buenas noticias? —pregunté.

—Sólo si es cierta la expresión «No tener noticias son buenas noticias».

—No lo es —dije.

—Vaya. ¿Has encontrado algo? —preguntó.

Cal y Jim. ¿Qué se me estaba escapando? Estaba allí, fuera del alcance. Es esa sensación, cuando sabes que algo está a la vuelta de la esquina, como el nombre del perro de una película o cómo se llamaba el boxeador que interpretaba Mr. T en Rocky III. Era esa sensación. Fuera del alcance.

Cal y Jim.

La respuesta estaba allí, en alguna parte, oculta, a la vuelta de esa esquina mental. Maldita sea, pensaba seguir corriendo hasta que pillara a esa hija de puta y la acorralara contra la pared.

—Todavía no —dije—. Pero sigamos buscando.

A primera hora de la mañana, el detective York estaba sentado frente a los señores Pérez.

—Gracias por venir —dijo.

Hacía veinte años, la señora Pérez trabajaba en la lavandería del campamento, pero desde la tragedia sólo la había vuelto a ver una vez. Hubo una reunión de familiares de las víctimas —los ricos Green, los más ricos Billingham, los pobres Copeland, los más pobres Pérez— en un lujoso bufete de abogados no muy lejos de donde estábamos ahora. Presentábamos el caso de las cuatro familias contra el propietario del campamento. Aquel día los Pérez apenas hablaron. Se quedaron callados, escuchando y dejaron que los otros se desahogaran y llevaran la voz cantante. Recuerdo que la señora Pérez tenía el bolso en el regazo y lo estrujaba. Ahora lo tenía sobre la mesa, pero seguía agarrándolo con ambas manos.

Estaban en una sala de interrogatorios. A petición del detective York, yo observaba al otro lado del cristal. No quería que me vieran todavía. Me pareció lógico.

—¿Por qué estamos aquí? —preguntó la señora Pérez.

Pérez era robusto, y llevaba una camisa demasiado pequeña y abotonada hasta arriba oprimiéndole el cuello.

—No es fácil de decir. —El detective York miró hacia el cristal y aunque su mirada no estaba enfocada supe que me miraba a mí—. O sea, que tendré que decirlo sin tapujos.

Los ojos del señor Pérez se entrecerraron. La señora Pérez apretó más fuerte el bolso. Me pregunté tontamente si sería el mismo bolso de hacía quince años. Es increíble las cosas que se piensan en momentos así.

—Ayer se cometió un asesinato en la sección de Washington Heights de Manhattan —dijo York—. Encontramos el cadáver en un callejón cercano a la calle 157.

Mantuve los ojos fijos en sus caras. Los Pérez no delataban nada.

—La víctima es un hombre y parece estar entre los treinta y cinco y los cuarenta años. Mide metro sesenta y pesa setenta y seis kilos. —La voz del detective York había adquirido una cadencia profesional—. El hombre utilizaba un alias, así que tenemos dificultades para identificarlo.

York calló. Técnica clásica para ver si decían algo. La señora Pérez lo hizo.

—No entiendo qué tiene que ver eso con nosotros.

Los ojos de la señora Pérez fueron hacia su marido, pero el resto de su cuerpo no se movió.

—Enseguida se lo explico.

Casi pude ver las ruedas de York poniéndose en marcha, decidiendo cómo enfocarlo, si empezar hablando de los recortes, del anillo, o de qué. Me lo podía imaginar ensayando las palabras en su cabeza y comprobando lo tontas que parecían. Recortes, un anillo, no demuestran nada de nada. De repente yo mismo tuve dudas. En aquel momento el mundo de los Pérez iba a ser destripado como el de un ternero en el matadero y me alegraba de estar detrás del cristal.

—Trajimos a un testigo para identificar el cuerpo —siguió York—. Ese testigo cree que la víctima podría ser su hijo Gil.

La señora Pérez cerró los ojos. El señor Pérez se puso tenso. Por un momento nadie habló, nadie se movió. Pérez no miró a su esposa. Ella no le miró a él. Se quedaron paralizados, como si las palabras siguieran suspendidas en el ambiente.

—A nuestro hijo lo mataron hace veinte años —dijo por fin el señor Pérez.

York asintió, no sabiendo qué decir.

—¿Nos está diciendo que finalmente han hallado su cadáver?

—No, no es eso. Su hijo tenía dieciocho años cuando desapareció, ¿no es así?

—Casi diecinueve —dijo el señor Pérez.

—Este hombre, la víctima, como he dicho antes, probablemente se acercaba a los cuarenta.

El señor Pérez se echó hacia atrás. La madre todavía no se había movido.

York aprovechó para intervenir.

—Nunca hallaron el cuerpo de su hijo, ¿correcto?

—¿Intenta decirnos que...?

A la señora Pérez le falló la voz y nadie intervino para decir: «Sí, eso es precisamente lo que intentamos decir, que su hijo Gil ha estado vivo todo este tiempo, veinte años, y no se lo dijo ni a ustedes ni a nadie, y ahora que por fin tenían la posibilidad de volver a reunirse con su hijo desaparecido, le han asesinado. La vida es bella, ¿eh?»

—Esto es una locura —dijo el señor Pérez.

—Sé que les parecerá una locura...

—¿Por qué cree que es nuestro hijo?

—Como he dicho antes, tenemos un testigo.

—¿Quién?

Era la primera vez que oía hablar a la señora Pérez. Casi me agacho.

York intentó mostrarse tranquilizador.

—Sé que están angustiados...

—¿Angustiados?

Otra vez el padre.

—¿Sabe lo que es... se puede imaginar...?

No pudo acabar. Su esposa le puso una mano en el brazo y se sentó un poco más erguida. Se volvió un momento hacia el cristal y tuve la sensación de que podía verme. Después miró a York a los ojos y dijo:

—Doy por supuesto que tienen un cadáver.

—Por eso les hemos hecho venir. Queremos que le vean y nos digan si es su hijo.

—Sí.

La señora Pérez se puso de pie. Su esposa le miró y parecía pequeño e indefenso.

—De acuerdo —dijo ella—. ¿Por qué no hacemos eso?

El señor y la señora Pérez bajaron por el pasillo.

Los seguí a una distancia discreta. Dillon iba conmigo. York iba con los padres. La señora Pérez mantuvo la cabeza alta. Seguía agarrando con fuerza el bolso como si temiera que le dieran el tirón. Caminaba un paso por delante de su marido. Es muy sexista pensar que debería ser al revés, que la madre debería hundirse y el padre aguantar el tipo. El señor Pérez había sido el fuerte durante la parte «expositiva». Ahora que la granada había explotado, la señora Pérez tomaba las riendas mientras su marido parecía encogerse un poco más a cada paso.

Con su suelo de linóleo gastado y las paredes de cemento desconchadas, el pasillo no podría haber parecido más institucional ni con un funcionario aburrido apoyado en la pared tomando un café. Oía el eco de sus pasos. La señora Pérez llevaba brazaletes pesados. Los oía sonar al ritmo de su balanceo.

 

Cuando giraron a la derecha hacia la misma ventana en la que yo había estado el día anterior, Dillon colocó una mano frente a mí, casi de forma protectora, como si yo fuera un niño en el asiento delantero y él me amortiguara el golpe. Nos quedamos unos diez metros atrás, y nos colocamos de forma que no estuviéramos en su campo visual.

Era difícil verles las caras. El señor y la señora Pérez estaban de pie, uno al lado del otro. No se tocaban. Vi que el señor Pérez bajaba la cabeza. Llevaba una americana azul. La señora Pérez llevaba una blusa oscura casi del color de la sangre seca. Llevaba mucho oro. Vi que una persona diferente, esta vez un hombre con barba, empujaba la camilla hacia el cristal. El cadáver estaba cubierto con una sábana.

Cuando lo tuvo colocado, el hombre miró a York y éste asintió. El hombre levantó la sábana con cuidado, como si debajo hubiera algo muy frágil. Me daba miedo hacer ruido, pero aun así incliné el cuerpo un poco a la izquierda. Quería ver algo de la cara de la señora Pérez, al menos una parte del perfil.

Recuerdo haber leído que las víctimas de tortura quieren controlar algo, lo que sea, y por eso se esfuerzan por no gritar, por no hacer muecas, por no mostrar nada, por no dar a sus torturadores ninguna satisfacción. Algo en la cara de la señora Pérez me hizo pensar en ello. Se había preparado para el momento. Recibió el golpe con un ligero estremecimiento, pero nada más.

Miró un rato. Nadie habló. Me di cuenta de que estaba conteniendo la respiración. Volví mi atención hacia el señor Pérez. Tenía los ojos posados en el suelo. Los tenía húmedos. Vi que le temblaban los labios.

Sin apartar la mirada, la señora Pérez dijo:

—No es nuestro hijo.

Silencio. No me esperaba eso.

—¿Está segura, señora Pérez? —dijo York.

Ella no contestó.

—Era un adolescente la última vez que le vio —continuó York—. Entonces llevaba los cabellos largos.

—Sí.

—Este hombre va rapado. Y lleva barba. Han pasado muchos años, señora Pérez. No se apresure.

Por fin, la señora Pérez apartó los ojos del cadáver. Volvió la cabeza hacia York y éste calló.

—No es Gil —volvió a decir.

York tragó saliva y miró al padre.

—¿Señor Pérez?

Él asintió con la cabeza y se aclaró la garganta.

—Ni siquiera se parecen. —Cerró los ojos y otro temblor le sacudió la cara—. Sólo es...

—Sólo coincide la edad —acabó la señora Pérez.

—No sé si le entiendo —dijo York.

—Cuando pierdes a un hijo de esta manera, siempre haces cábalas. Para nosotros siempre será un chico. Pero de haber vivido, sí, tendría la misma edad que este hombre fornido. Te preguntas cómo sería. Si estaría casado. Si tendría hijos. Qué aspecto tendría.

—¿Y están seguros de que este hombre no es su hijo?

Ella sonrió de la forma más triste que había visto en mi vida.

—Sí, detective, estoy segura.

—Siento haberles hecho venir —se disculpó York.

Iban a darse la vuelta, cuando yo dije:

—Enséñeles el brazo.

Todos se volvieron a mirarme. La mirada de láser de la señora Pérez se clavó en mí. Había algo en ella, una extraña expresión de astucia, casi de desafío. El señor Pérez habló primero.

—¿Quién es usted? —preguntó.

Yo tenía los ojos puestos en la señora Pérez. Volvió a sonreír tristemente.

—Es el chico de los Copeland, ¿no?

—Sí, señora.

—El hermano de Camille Copeland.

—Sí.

—¿Es usted quien ha hecho la identificación?

Quería hablarles de los recortes y del anillo, pero tenía la sensación de que se me acababa el tiempo.

—El brazo —dije—. Gil tenía esa fea cicatriz en el brazo.

Asintió.

—Uno de nuestros vecinos tenía llamas y las guardaba dentro de una verja de alambre espinoso. Gil siempre había sido bueno escalando. Cuando tenía ocho años intentó meterse en el corral. Resbaló y el alambre se le clavó en el hombro. —Se volvió a mirar a su marido—. ¿Cuántos puntos le pusieron, Jorge?

Jorge Pérez también sonrió tristemente.

—Veintidós.

Aquello no era lo que nos había contado Gil. Se había inventado un cuento de una pelea con navajas que sonaba como una mala producción de West Side Story. Entonces no le creí, ni siquiera de niño, así que esa inconsistencia no me sorprendió.

—La recuerdo del campamento —dije. Señalé con la barbilla hacia el cristal—. Miren su brazo.

El señor Pérez meneó la cabeza.

—Pero si ya hemos dicho...

Su mujer le puso una mano en el brazo, haciéndole callar. Estaba claro que ella era la que llevaba la voz cantante. Movió la cabeza en mi dirección antes de girarse hacia el cristal.

—Enséñemelo —dijo.

Su marido parecía confundido, pero se colocó al lado de ella, tras el cristal. Esta vez ella le cogió la mano. El hombre barbudo ya se había llevado la camilla. York golpeó el cristal. El hombre barbudo se sobresaltó. York le hizo señas para que volviera a traer la camilla a la ventana y el hombre obedeció.

Me acerqué más a la señora Pérez. Olía su perfume. Me resultaba vagamente familiar, pero no recordaba de dónde. Me coloqué a un palmo de ellos, mirando entre sus cabezas.

York apretó el botón blanco del intercomunicador.

—Por favor, enséñeles sus brazos.

El hombre barbudo retiró la sábana, con la misma técnica respetuosa de antes. La cicatriz estaba allí, un mal corte. La señora Pérez volvió a sonreír, pero una sonrisa indefinible: ¿triste, contenta, confundida, falsa, ensayada, espontánea? Ni idea.

—El izquierdo —dije.

—¿Qué?

Se volvió hacia mí.

—Esa cicatriz en el brazo izquierdo —dijo—, la tenía Gil en el derecho. Y la de Gil no era tan larga ni tan profunda.

El señor Pérez se volvió hacia mí y me puso una mano en el brazo.

—No es él, señor Copeland. Comprendo que desee que sea Gil. Pero no lo es. No volverá con nosotros. Y su hermana tampoco.