La comuna de Paris

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La confianza se quebranta

Estos fracasos empezaron a gastar la credulidad parisina. El hambre picaba cada vez más. La carne de caballo era ya un manjar. La gente devoraba perros, ratas y ratones. Las mujeres, con un frío de 17 grados bajo cero, o entre el barro del deshielo, esperaban horas enteras una ración de náufrago. En vez de pan, una masa negra que retorcía las tripas. Las criaturitas se morían sobre el seno exhausto de sus madres. La leña valía a peso de oro. El pobre no tenía para calentarse más que los despachos de Gambetta anunciando los éxitos conseguidos en provincias. A finales de diciembre, se encendieron los ojos, agrandados por las privaciones. ¿Iban a sucumbir con las armas intactas?

Los alcaldes seguían sin moverse, se acantonaban en su papel de despenseros, vedándose a sí mismos toda pregunta indiscreta, evitaban abrir procesos verbales para evitar hasta la apariencia de una municipalidad65. Jules Favre les ofrecía pequeñas reuniones semanales, en las que se charlaba amistosamente acerca de las interioridades del sitio. Solo hubo uno que cumpliese con su deber: Delescluze. Había adquirido una gran autoridad por sus implacables artículos contra la defensa, publicados en Le Réveil. El 30 de diciembre interpeló a Jules Favre, dijo a los alcaldes y adjuntos: «Vosotros sois los responsables» y pidió que se agregase el consejo a la defensa. La mayor parte de sus colegas protestaron, sobre todo Dubail y Vacherot. El 4 de enero, Delescluze volvió a la carga presentando una proposición radical: dimisión de Trochu y de Clément Thomas; movilización de la Guardia Nacional; institución de un consejo de defensa; renovación de los comités de guerra. Tampoco fue escuchado.

El comité de los veinte distritos apoyó a Delescluze e hizo aparecer el 6 un cartel rojo, redactado por Tridon y por Jules Vallès: «¿Ha cumplido con su misión el gobierno que se ha encargado de la defensa nacional?... No... Con su lentitud, su inercia, su indecisión, los que nos gobiernan nos han conducido al borde del abismo... No han sabido ni administrar ni combatir... La gente se muere de frío, ya casi de hambre... Salidas sin objeto, mortales luchas sin resultado, fracasos repetidos... El gobierno ha dado la medida de su capacidad, nos mata. La perpetuación de este régimen es la capitulación... La política, la estrategia, la administración del 4 de septiembre, continuación del Imperio, están juzgadas. ¡Paso al pueblo! ¡Paso a la Comuna!». Por impotente que el comité fuese para la acción, su pensamiento era justo, y él siguió siendo, hasta el fin del sitio, el mentor sagaz de París.

La masa, que quería nombres ilustres, se apartó de los carteles. Algunos de los firmantes fueron detenidos. Trochu, sin embargo, se sintió lastimado, y aquella misma noche hizo escribir en todos los muros: «E1 gobernador de París no capitulará».

Cuatro meses después del 4 de septiembre, París volvió a aplaudir. Pareció muy extraño que, a pesar de la declaración de Trochu, dimitieran Delescluze y sus adjuntos.

Era preciso, sin embargo, taparse los ojos para no ver el nuevo Sedán hacia el que la defensa conducía a París. Los prusianos bombardeaban las casas por encima de los fuertes de Issy y de Vanves, sus obuses jalonaron de cadáveres algunas calles. El 30 de diciembre, Trochu declaraba imposible toda nueva acción, invocaba la opinión de todos los generales, y acababa pidiendo ser sustituido. Los días 2, 3 y 4 de enero del 71, los defensores discutieron la elección de la asamblea que habría de sobrevivir a la catástrofe. París no duraría ni hasta el 15, a no ser por la indignación de los patriotas.

Los barrios no llamaban ya a los hombres de la defensa más que la banda de Judas. Los grandes lamas democráticos que se habían retirado el 31 de octubre, volvían a la Comuna. La Alianza Republicana, en la que el antiguo Ledru-Rollin oficiaba ante una media docena de turiferarios, la Unión Republicana y las demás capillas se volvían a ella, pidiendo enérgicamente una asamblea parisina que organizase la defensa. El gobierno se sintió acuciado en extremo. Si la pequeña burguesía y la clase media se unían al pueblo, era imposible capitular sin una protesta formidable. Aquella población, que lanzaba hurras bajo los obuses, no se dejaría entregar como un rebaño. Antes, había que mortificarla, que curarla de su «enfatuamiento», según la frase de Jules Ferry, había que purgarla de su fiebre. «La Guardia Nacional no estará satisfecha, hasta que haya tumbados en tierra diez mil guardias nacionales», decían en el Hôtel-de-Ville. Acosados por Jules Favre, y Picard por un lado, y por el otro, por los sencillos Emmanuel Arago, Garnier-Pagés, Pelletan, el emoliente Trochu se decidió a dar una última representación.

Buzenval

Se resolvió como una farsa, preparada paralelamente a la capitulación. En la noche del 18 al 19 de enero, los defensores reconocían que un nuevo fracaso traería consigo la catástrofe. Trochu quiso asociar así a los alcaldes para lo referente a la capitulación y al aprovisionamiento. Jules Simon, Garnier-Pagés se avienen a que se rinda París, solo oponen reservas en lo que concierne a Francia. Garnier-Pagés propone que se nombren en unas elecciones especiales los mandatarios encargados de capitular. Tal fue su vela de armas66.

El 18 ponen a París en pie y a los prusianos alerta, con gran estruendo de trompetas y tambores. Para este esfuerzo supremo, Trochu no ha sabido reunir más de 84.000 hombres, entre ellos 19 regimientos de la Guardia Nacional, a los que hace pasar la noche, fría y lluviosa, en los barrizales de los campos del monte Valerien.

El ataque iba contra las defensas que cubren Versalles por la parte de La Bergerie. El 19, a las diez de la mañana, con un arranque de tropas veteranas, según lo confesó Trochu en la tribuna versallesa, los Guardias Nacionales y los móviles que formaban la mayoría del ala izquierda y del centro ganaron el reducto de Montretout, el parque de Buzenval, una parte de Saint-Cloud, llegaron hasta Garches; ocuparon, en una palabra, todas las posiciones que les fueron señaladas. El general Ducrot, que mandaba el ala izquierda, llegó con dos horas de retraso, y por más que su ejército estuviese integrado principalmente por tropas de línea, no avanzaba.

Habíamos conquistado algunas alturas capitales. Los generales no las artillaron. Los prusianos pudieron barrer a sus anchas dichas crestas. A las cuatro, lanzaron sus columnas de asalto. Al principio, los nuestros flaquearon, pero después se rehicieron y detuvieron el movimiento del enemigo. A eso de las seis disminuyó el fuego de este; Trochu ordenó la retirada. Sin embargo, quedaban intactos cuarenta mil hombres de la reserva entre el monte Valérien y Buzenval. Hablaron de ciento cuarenta piezas de artillería, treinta, a lo sumo. Los generales, que apenas se habían dignado comunicar con la Guardia Nacional, declararon que no soportarían una segunda noche, y Trochu hizo evacuar Montretout y todas las posiciones conquistadas. A la vuelta, algunos batallones lloraban de rabia. Todos comprendieron que se les había hecho salir para sacrificarlos67.

París, que había creído en la victoria, se despertó al toque de difuntos de Trochu. El general pedía un armisticio de dos días para recoger los heridos, enterrar a los muertos y, además, «tiempo, arruajes y muchos camilleros». Entre muertos y heridos, las bajas no pasaban de 3.000 hombres.

Esta vez, por fin, París vio el abismo. Los defensores, dejando de disimular por más tiempo, reunieron a los alcaldes y les dijeron que toda resistencia era imposible. Trochu añadió, para consolarles, que «desde el cuatro de septiembre por la noche había declarado que sería una locura intentar sostener un sitio contra el ejército prusiano»68. Pronto la siniestra noticia corrió por la ciudad.

Durante cuatro meses de sitio, París lo había aceptado todo por anticipado: el hambre, la peste, el asalto, todo menos la capitulación. En este punto, el 20 de enero del 71, París seguía siendo, a pesar de su credulidad y de su debilidad, el de septiembre del 70. Cuando estalló esta noticia, hubo primero una estupefacción enorme, como ante los crímenes monstruosos, contra natura. Las llagas de los cuatro meses se avivaron clamando venganza. El frío, el hambre, el bombardeo, las largas noches en las trincheras, los niños que morían a millares, los muertos sembrados en las salidas, ¡todo esto para caer en la vergüenza, para dar escolta a Bazaine, para convertirse en un segundo Metz! París creía oír la burla prusiana. En algunos, la estupefacción se transformó en furor. Los mismos que suspiraban por la rendición adoptaron actitudes encrespadas. El pálido rebaño de alcaldes se encabritó. El 21 por la noche les recibió de nuevo Trochu y les dijo que todos los generales consultados, e incluso los oficiales de menos graduación, habían convenido aquella misma mañana en la imposibilidad de una nueva salida. En pie, de espaldas al fuego, con apuestos ademanes, les demostró matemáticamente la absoluta necesidad de entablar negociaciones con el enemigo, declaró que por su parte no quería intervenir en ellas, y, con aquella lengua suya de incontables revoluciones, insinuó a los alcaldes que capitulasen por él. Los alcaldes hicieron algunos gestos, llegaron hasta a protestar, imaginándose que no eran responsables de la solución.

Al salir de allí, los defensores deliberaron. Jules Favre pidió a Trochu que dimitiera. El apóstol pretendía que se le destituyese, queriendo aparecer incapitulable ante la historia, ofreciéndoles, por lo demás, una frase digna de Escobar: «Detenerse ante el hambre es morir, no capitular»69. Los defensores se caldearon un poco cuando, a las tres de la madrugada, se anunció que la prisión de Mazas acababa de ser forzada. Flourens y otros detenidos políticos han sido libertados por una tropa de guardias nacionales. Nuestros defensores, que olfateaban un 31 de octubre, precipitan sus resoluciones y reemplazan a Trochu por el general Vinoy. El bonapartista se hizo rogar. Jules Favre y Leflô, ministro de la Guerra, le hicieron ver al pueblo en pie, la inminente insurrección, y al prefecto de policía que presentara su dimisión. Los hombres del 4 de septiembre del 70 estaban suplicando a los del 2 de diciembre del 51. Vinoy se dignó ceder. Empezó, como buen bonapartista, por armarse contra París, desguarneció sus líneas frente a los prusianos, llamó a las tropas de Suresnes, Gentilly, Les Lilas, puso en pie a la caballería y a la gendarmería. Un batallón de móviles de Finistère se hizo fuerte en el Hôtel-de-Ville, mandado por un coronel de la Guardia Nacional, Vabre, cruelísimo reaccionario. Clément Thomas, en una furibunda proclama, «Los facciosos se unen al enemigo» y conjuró a la Guardia Nacional a «levantarse como un solo hombre para destrozarlos». No la había alzado como un solo hombre contra los prusianos.

 

El 22 de enero

Flotaban en el aire signos de cólera, pero no de una jornada seria. Muchos revolucionarios, entre ellos Blanqui, sintiendo que las cosas estaban llegando ya al fin, no admitían un movimiento que, de resultar victorioso, hubiera salvado a los hombres de la defensa y ocupado el lugar de estos para capitular. Otros, cuya razón no iluminaba al patriotismo, enardecidos aún por los ardores de Buzenval, creían en la salida en masa y decían: «hay que salvar el honor». En algunas reuniones la víspera, votaron que se opondrían con las armas a la capitulación, y se dieron cita delante del Hôtel-de-Ville.

Al mediodía, el tambor redobla en Batignolles. A la una y media, aparecen algunos grupos armados en la plaza del Hôtel-de-Ville. La multitud se apelotona. El adjunto del alcalde, G. Chaudey, recibe a una diputación; desde el 31 de octubre el gobierno moraba en el Louvre. El orador expone las quejas de París, pide que se implante la Comuna. Chaudey afirma que la idea de la Comuna es una idea falsa, que él la ha combatido y la combatirá enérgicamente. Era hombre de naturaleza muy violenta y terriblemente ergotista. Llega en esto una nueva diputación más fogosa. Chaudey se enfada, insulta, incluso. La emoción crece; el 101, que llegaba de la orilla izquierda, grita: «¡Mueran los traidores!». El 207, de Batignolles, que ha recorrido los bulevares, desemboca en la plaza por la calle del Temple y se alinea delante del Hôtel-de-Ville, cuyas salidas están todas cerradas.

Suenan disparos; las ventanas del Hôtel-de-Ville se envuelven en humo. Resguardados detrás de los faroles y de los montículos de arena, algunos guardias nacionales, mandados por Sapia y Raoul Rigault, hacen frente al fuego de los móviles. Otros disparan contra las casas de la avenida Victoria. El tiroteo sonaba desde hacía muchas horas, cuando aparecieron los gendarmes por la esquina de la avenida. Detrás iba Vinoy. Los insurrectos se baten en retirada. Fueron aprehendidos una docena de ellos y conducidos al Hôtel-de-Ville, donde Vinoy quería fusilarlos. Jules Ferry los hizo reservar para los consejos de guerra. Los manifestantes, la multitud inofensiva, tuvo treinta bajas entre muertos y heridos; las del Hôtel-de-Ville no pasaron de un muerto y dos heridos.

El gobierno cerró los clubs y lanzó numerosas órdenes de detención. Ochenta y tres personas, inocentes en su mayor parte, según ha dicho el general Soumain, fueron detenidas. Se aprovechó esta ocasión para enviar a Delescluze, a pesar de sus sesenta y cinco años y de la bronquitis aguda que le minaba, a reunirse en Vincennes con los detenidos del 31 de octubre, arrojados, en revuelta confusión, a la húmeda fortaleza. Le Réveil y Le Combat fueron suprimidos.

Una indignada proclama denunció a los insurrectos como «partidarios del extranjero», único recurso de los hombres del 4 de septiembre en sus vergonzosas crisis. Solo en esto fueron jacobinos. ¿Quién servía al extranjero, el gobierno, dispuesto en todo momento a capitular, o los prisioneros, siempre encarnizados en la resistencia? La historia dirá que en Metz un numeroso ejército, debidamente dotado de oficialidad, instruido, con soldados veteranos, se dejó entregar sin que un mariscal, un jefe de cuerpo, se levantase para salvarle de Dazaine, mientras que los parisinos, sin guías ni organización, ante doscientos cuarenta mil soldados y guardias móviles ganados para la paz, retrasaron tres meses, con su sangre, la capitulación y la venganza.

Esta indignación de traidores hizo perder aliento a la gente. Ninguno de los batallones antes fieles a Trochu respondió a la llamada de Clément Thomas. Este gobierno, defendido mientras se le creyó gobierno de defensa, aprestaba a todos a la capitulación. El mismo día de la refriega, hizo su última jesuitada. Jules Simon reunió a los alcaldes y a una docena de altos oficiales, y ofreció el mando supremo al militar que propusiera un plan.

Los hombres del 4 de septiembre abandonaron –otros lo hicieron en cuanto lo dejaron exangüe– el París que habían recibido exuberante de vida. Ninguno de los asistentes vio la ironía. Se limitaron a repudiar aquella herencia desesperada. Allí les esperaba Jules Simon. Alguien –el general Leconte– dijo: «Hay que capitular». Los alcaldes comprendieron, por fin, para qué se les había convocado, y algunos se enjugaron una lágrima.

París, entregado

Desde entonces, París vivió como el enfermo que espera la amputación. Los fuertes seguían tronando, continuaban llegando muertos y heridos; pero se sabía que Jules Favre estaba en Versalles. El día 27 a media noche, enmudeció el cañón. Bismarck y Jules Favre se habían entendido «por su honor». París estaba entregado.

Al día siguiente, la defensa dio a conocer las bases de las negociaciones: armisticio de quince días, reunión inmediata de una asamblea; ocupación de los fuertes; todos los soldados y guardias móviles, menos una división, desarmados. La ciudad quedó sumida en una lúgubre tristeza. Las largas jornadas de emoción habían aquietado la cólera. Solamente algunos chispazos cruzaron París. Un batallón de la Guardia Nacional fue a gritar ante el Hôtel-de-Ville: «¡Abajo los traidores!» Por la noche, cuatrocientos oficiales firmaron un pacto de resistencia, eligieron por jefe al comandante del 107°, Brunel, exoficial expulsado del ejército en tiempos del Imperio por sus opiniones republicanas, y resolvieron marchar sobre los fuertes del Este, mandados por el almirante Saisset, a quien los periódicos atribuían una reputación de heroísmo. A media noche, la llamada y el rebato sonaron en los distritos x, xiii y xx. Pero la noche era glacial, y la Guardia Nacional estaba demasiado fatigada para intentar un golpe desesperado. Solamente dos o tres batallones acudieron a la cita. Dos días después, Brunel fue detenido.

El 29 de enero del 71, la bandera alemana ondeaba sobre los fuertes. El pacto estaba firmado desde la víspera. Cuatrocientos mil hombres armados con fusiles, cañones, capitulaban ante doscientos mil. Los fuertes y las defensas, fueron desarmados. Todo el ejército (doscientos cuarenta mil soldados, marinos y móviles) quedaba prisionero. París debía pagar doscientos millones en quince días. El gobierno se jactaba de haber dejado las armas a la Guardia Nacional; pero todos sabían que hubiera sido preciso saquear París para arrebatárselas. En fin, no contento con entregar la capital, el gobierno de la defensa nacional entregaba al enemigo Francia entera.

El armisticio se aplicaba a todos los ejércitos de provincias, excepción hecha del de Bourbaki, cercado casi por completo, el único a quien realmente hubiera beneficiado el armisticio. Cuando llegó un poco de aire fresco de provincias, se supo que Bourbaki, empujado por los alemanes, había tenido que lanzar su ejército a Suiza, después de una comedia de suicidio.

Las elecciones

La fiebre electoral sustituyó a la fiebre del sitio. El 8 de febrero debía enriquecer a Francia con una nueva Asamblea Nacional, y París se preparó para ello. De los hombres de la defensa, Gambetta fue el único inscrito en la mayor parte de las listas, por no haber perdido la esperanza en la patria, sobre todo cuando fue esparcida la proclama que fustigaba la vergonzosa paz y su explosión de decretos radicales.

Algunos periódicos ensalzaban a Jules Favre y a Picard, que habían tenido suficiente osadía para hacerse pasar por los elementos más extremistas del gobierno; nadie se atrevió a llegar hasta Trochu, Jules Simon, Jules Ferry. El partido de vanguardia multiplicó las listas que explicaban su impotencia durante el sitio. La gente del 48, se negó a admitir a Blanqui; pero aceptó, con el fin de aparentar lo que no era, a varios miembros de la Internacional, y su abigarrada lista de neojacobinos y de socialistas tomó el nombre de los Cuatro Comités. Los clubs y los grupos obreros hicieron listas cerradas: en una de ellas figuraba el socialista alemán Liebknecht. La más definida vino de la Corderie.

La Internacional y la Cámara Federal de Sociedades Obreras, mudas durante el sitio, volvieron a alzar su programa: «Es necesario que figuren trabajadores entre las gentes del poder». Se entendieron con el comité de los veinte distritos, y los tres grupos publicaron un manifiesto común. «Esta es la lista –decía– de los candidatos presentados en nombre de un mundo nuevo por el partido de los desheredados. Francia va a reconstituirse nuevamente: los trabajadores tienen derecho a hallar y ocupar su puesto en el orden que se prepara. Las candidaturas socialistas revolucionarias significan denegación a quienquiera que sea, de poner a discusión la República; afirmación de la necesidad del advenimiento político de los trabajadores; caída de la oligarquía gubernamental y del feudalismo industrial». Aparte de algunos nombres familiares al público, como Blanqui, Gambon, Garibaldi, Félix Pyat, Ranvier, Tridon, Malon, Lefrançais, Vallès, Tolain, los candidatos socialistas no eran conocidos fuera de los medios populares: empleados, mecánicos, zapateros, obreros siderúrgicos, sastres, carpinteros, cocineros, ebanistas, cinceladores. Los pasquines fueron escasos. Disponían de muy pocos periódicos para hacer competencia a las trompetas burguesas. Ya les llegará el momento dentro de unas semanas, cuando se elijan los dos tercios de la Comuna. Hoy solo los aceptados por los periódicos burgueses obtendrán un acta. En total, cinco –Garibaldi, Garnbon, Félix Pyat, Tolain y Malon.

La lista que salió el 8 de febrero fue un arlequín de todos los matices republicanos y de todas las fantasías. Louis Blanc, que había sido una buena comadre durante el sitio, y a quien presentaban todos los comités, salvo la Corderie, abrió la marcha con 216.000 votos, seguido de Victor Hugo, Gambetta y Garibaldi. Delescluze, al que hubiera sido preciso aliarse antes, reunió 154.000 sufragios. Luego contaban con un baratillo de jacobinos, radicales, oficiales; alcaldes, periodistas, excéntricos. Uno de ellos fue elegido por haber inventado una cañonera; otro, por místico. Un solo miembro del gobierno se escurrió entre ellos, Jures Favre, al que Millière acababa de denunciar, con pruebas auténticas en la mano, de falsificación, de bigamia, de suplantación de estado. Millière, es cierto, fue elegido. Por una cruel injusticia, el vigilante centinela que durante todo el sitio había demostrado tan gran sagacidad, Blanqui, no obtuvo más que 52.000 votos –aproximadamente los de los opositores del plebiscito– mientras que Félix Pyat sacó 145.000 por sus cantinelas de Le Combat.

Este escrutinio confuso y descabellado daba testimonio, por lo menos, de la idea republicana. París, derrumbado por el Imperio y los liberales, se aferraba a la República, que volvería a abrirle el camino hacia el porvenir. Pero he aquí que, aun antes de haber visto proclamar su voto, se oyó salir de las urnas de provincias un salvaje grito de reacción. Antes de que uno solo de sus elegidos hubiese abandonado la ciudad, vio encaminarse hacia Burdeos una tropa de campesinos, de Pourceaugnacs70, de sombríos clericales, espectros de 1815, de 1830, 1849, que llegaban pavoneándose, furiosos, a tomar posesión de Francia, por medio del sufragio universal. ¿Qué era esta siniestra mascarada? ¿Cómo había podido subir, cual subterránea vegetación, a la superficie y desplegarse en la cumbre del país?

 

Fue preciso que París y las provincias fuesen aplastados, que el Shylock prusiano se llevara nuestros millones y cortase dos jirones en nuestros flancos, que el Estado de Sitio se abatiese durante cuatro años sobre cuarenta y dos departamentos, que cien mil franceses fuesen borrados de la vida o del suelo natal, que las cucarachas echasen a la calle sus procesiones en toda Francia, para que se reconociese la existencia de aquella gran maquinación reaccionaria que, desde el primer momento hasta la explosión final, los republicanos de París y de provincias, infatigables, denunciaron a los poderes traidores o languidecientes.