La comuna de Paris

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Jornada del 31 de octubre

Los defensores, convencidísimos de que París conseguiría la paz, hicieron pegar en las paredes, uno junto a otro, el armisticio esperado y la capitulación indudable, «una noticia buena y otra mala»62.

París dio un respingo, ni más ni menos que a la misma hora Marsella, Toulouse y Saint-Etienne. Una hora después de haber sido pegados los carteles bajo la lluvia, la multitud grita delante del Hôtel-de-Ville: «¡Nada de armisticios!», y a pesar de la resistencia de los guardias móviles, invade el vestíbulo. Etienne Arago, sus adjuntos Floquet y Henri Brison acuden, juran que el gobierno se desvive por la salvación de la patria. La primera oleada de gente se retira, otra llama a la puerta. A mediodía, Trochu aparece en la escalera, cree poner fin al conflicto con una arenga. Le responden: «¡Muera Trochu!». Jules Simon le releva y llega hasta la plaza, a detallar las ventajas del armisticio. Le gritan: «¡Nada de armisticios!». No consigue salir del paso sino pidiendo a la multitud que designe diez delegados que le acompañasen al Hôtel-de-Ville. Trochu, Jules Favre, Jules Ferry y Picard los reciben en la sala del Trono. Trochu demuestra, con una oratoria ciceroniana, que Le Bourget no tiene ningún valor y asegura que acaba de tener noticia de la capitulación de Metz. Una voz: «¡Mentira!». La voz sale de una diputación del comité de los veinte distritos y de los comités de vigilancia, que acaba de entrar en la sala. Otros, para acabar de una vez con Trochu, quieren que continúe; de pronto suena en la plaza un tiro que interrumpe el monólogo y hace que el orador desaparezca. Le sustituye Jules Favre, que reanuda el hilo de su demostración.

Mientras Jules Favre pronuncia un discurso, los alcaldes deliberan en la sala del Consejo Municipal. Para calmar la agitación proponen la elección de las municipalidades, la formación de los batallones de la Guardia Nacional, y su unión al ejército. El lacrimoso Etienne va a llevar estos paños calientes al gobierno.

Son las dos y media. Una multitud enorme, contenida de mala manera por los guardias móviles, invade la plaza y grita: «¡Muera Trochu! ¡Viva la Comuna!», tremolando banderas con el letrero: «¡Nada de armisticio!». Las delegaciones que han entrado en el Hôtel-de-Ville no acaban de salir, a la muchedumbre se le agota la paciencia, atropella a los móviles, lanza a la sala de los alcaldes a Félix Pyat, que había ido allí de curioso. Pyat se agita, protesta porque aquello es cotrario a las normas, porque él quiere entrar allí «por elección, no por irrupción». Los alcaldes le apoyan lo mejor que pueden, anuncian que han pedido las elecciones de las municipalidades, que el decreto está disponible para la firma. La multitud sigue empujando, sube hasta la sala del Trono, donde pone fin a la oración de Jules Favre, que va a reunirse con sus colegas. Estos en principio votan la proposición de los alcaldes, salvo en lo que se refiere a fijar la fecha de las elecciones.

Aproximadamente a las cuatro, la gente invade el salón. Rochefort promete las elecciones municipales. La multitud lo transmite a los demás defensores. Uno de los delegados de los veinte distritos se sube a la mesa, proclama la destitución del gobierno, pide que se encargue a una comisión hacer las elecciones en un plazo de cuarenta y ocho horas. Los nombres de Dorian, el único ministro que tomó en serio la defensa, Louis Blane, Ledru-Rollin, Victor Hugo, Raspail, Delescluze, Blanqui, Félix Pyat, Millière, son aclamados.

Si esta comisión hubiera podido hacer evacuar y guardar el Hôtel-de-Ville, fijar una proclama, la jornada hubiera terminado bien. Pero Doriat se negó y Louis Blanc, Victor Hugo, Ledru-Rollin, Raspail, Félix Pyat se callaron o volvieron la espalda. Flourens tiene tiempo de acudir. Irrumpe en el local con sus tiradores de Belleville; sube a la mesa en torno a la cual se hallan los miembros del gobierno, los declara prisioneros, y propone la formación de un comité de salud pública. Unos aplauden, otros protestan, declarando que no se trata de sustituir una dictadura por otra. Flourens gana la partida, lee los nombres, el suyo el primero, seguido de los de Blanqui, Delescluze, Millière, Ranvier, Félix Pyat, Mottu. Se entablan discusiones interminables. Los hombres del Cuatro de Septiembre se sienten salvados a pesar de los guardias na-cionales que les tienen presos, y sonríen a estos vencedores que dejan que la victoria se les escape de las manos.

A partir de este momento, todos se pierden en un dédalo de embrollos. Cada sala tiene su gobierno, sus oradores, sus tarántulas. Tan negra es la tormenta, que, hacia los ocho, algunos guardias nacionales reaccionarios pueden, en las mismas narices de Flourens, liberar a Trochu y a Ferry. Otros se llevan a Blanqui, que es libertado por los francotiradores. En la sala del alcalde, Etienne Arago y sus adjuntos convocan para el día siguiente a los electores, bajo la presidencia de Dorian y de Schoelcher. Hacia las diez, se fija su proclama en todo París.

Durante toda la jornada, París se mantuvo en actitud expectante.

«El 31 de octubre por la mañana –dice Jules Ferry–, la población parisina era, de lo más alto a lo más bajo de la escala, absolutamente hostil a nosotros63. Todo el mundo decía que merecíamos ser destituidos». Uno de los mejores batallones, llevado a apoyar al gobierno por el general Tamisier, comandante supremo de la Guardia Nacional, alza las culatas de sus fusiles al llegar a la plaza. Todo cambió en cuanto se supo que el gobierno había sido hecho prisionero; sobre todo, al conocer los nombres de los que le sustituían. La lección pareció demasiado fuerte. Unos, que hubieran admitido a Ledru-Rollin o a Victor Hugo, no podían tragar a Blanqui ni a Flourens. La llamada había resonado inútilmente todo el día. Por la noche, la generala dio resultado. Los batallones, refractarios por la mañana, llegaron a la plaza Vendôme; aunque es verdad que la mayor parte de ellos fueron creyendo que las elecciones eran cosa concedida. Una asamblea de oficiales reunidos en la Bolsa no consintió esperar el voto regular hasta que no vio el pasquín Dorian-Schoelder. Trochu y los evadidos del Hôtel-de-Ville volvieron a encontrar a sus fieles. El Hôtel-de-Ville, en cambio, quedaba desamparado.

La mayor parte de los batallones que estaban en favor de la Comuna, creyendo las elecciones decretadas, se habían vuelto a sus cuarteles. Quedaban apenas un millar de hombres sin armas, y los ingobernables tiradores de Flourens que vagaban en aquel caos. Blanqui firmaba y firmaba. Delescluze trató de salvar algún resto de este movimiento. Buscó a Dorian, recibió la confirmación formal de que las elecciones de la Comuna se celebrarían al día siguiente y las del gobierno provisional el día posterior. Registró estas promesas en una nota en la que el poder insurreccional declaraba esperar a las elecciones y la hizo firmar por Milliére, Blanqui y Flourens. Milliére y Dorian fueron a dar cuenta de este documento a los miembros de la defensa. Milliére les proponía que saliesen juntos del Hôtel-de-Ville, dejando a Dorian y a Schoelcher proceder a las elecciones, con la condición expresa de que no se ejercería ninguna persecución. Los miembros de la defensa aceptaron y Milliére les dijo: «Señores, quedan ustedes en libertad», cuando los guardias nacionales pidieron que los primeros se comprometiesen por escrito los prisioneros se indignaron de que se dudase de su palabra. Milliére y Flourens no pudieron convencer a los guardias de la inutilidad de las firmas.

De pronto, Jules Ferry ataca la puerta de la plaza Lobau. Se ha aprovechado de su libertad, ha reunido algunos batallones; uno, sobre todo, de móviles bretones que apenas entienden el francés. Delescluze y Dorian marchan delante, anuncian el arreglo que creen concluido, convencen a Ferry de que espere. A las tres de la mañana, baten en la plaza los tambores de Trochu; el batallón bretón penetra en el Hôtel-de-Ville por el subterráneo del cuartel Napoleón, y sorprende y desarma a muchos tiradores; Jules Ferry invade la sala del gobierno. Los indisciplinados no opusieron resistencia. Jules Favre y sus colegas fueron libertados. El general Tamisier, recordó a los amenazantes bretones los acuerdos debatidos durante la noche y, como garantía de un olvido recíproco, sale del Hôtel-de-Ville entre Blanqui y Flourens. Trochu recorre las calles y los muelles rodeado de enardecidos batallones.

Plebiscito y elecciones

Así se desvanecía en humo esta jornada que hubiera podido dar nueva vida a la defensa. La incoherencia de los hombres de vanguardia rehizo al gobierno su maltrecha virginidad septembrina. El gobierno explotó aquella misma noche el suceso, arrancó los pasquines de Dorián-Schoelcher, concedió las elecciones municipales para el día 5, pero las hizo pagar con un plebiscito, planteando la cuestión imperialmente: «Los que quieran sostener al gobierno votarán sí». De nada sirvió que el comité de los veinte distritos lanzase un manifiesto, ni que Le Réveil, La Patrie en Danger y Le Combat expusieran las mil razones por las que había que votar no. París, por miedo a dos o tres hombres, abrió un nuevo crédito a este gobierno que acumulaba ineptitudes sobre insolencias, y le dijo «te quiero» 322.900 veces. El ejército, los móviles, dieron 237.000 síes. No hubo más que 54.000 civiles y 9.000 militares que dijeran que no.

¿Cómo es posible que estos sesenta mil hombres lúcidos, tan rápidos, tan enérgicos, no supieron gobernar nunca a la opinión? Porque se fraccionaron en cien corrientes. La fiebre del sitio no era como para disciplinar al partido revolucionario, tan dividido algunas semanas antes. Nadie trataba de imponer esa disciplina. Delescluze y Blanqui vivían encerrados en su círculo de amigos o de partidarios. Félix Pyat, que ofrecía un fusil de honor a quien matase al rey de Prusia o patrocinaba la hoguera en que debía asarse al ejército alemán, solo se convertía en hombre práctico cuando se trataba de salvar el propio pellejo. Los demás, Ledru-Rollin, Louis Blanc, Schoelcher, etc., la esperanza de los republicanos bajo el Imperio, habían vuelto del destierro asmáticos, comidos de vanidad y de egoísmo, irritados contra la nueva generación socialista que ya no hacía caso de sus sistemas. Los radicales, inquietos por su porvenir, no iban a comprometerse en el comité de los veinte distritos. Por eso la sección de los Gravilliers de 1870-71 no pudo ser nunca más que un foco de impresiones, en lugar de un centro director, y todo lo arreglaba con manifestaciones como la de 1793.

 

Mas allí, por lo menos, había vida, una lámpara, aunque humosa, siempre vigilante. ¿Qué dan los pequeños burgueses? ¿Dónde están sus jacobinos, sus cordeliers? En la Corderie veo perfectamente a los hijos perdidos de la pequeña burguesía que esgrimen la pluma o toman la palabra, pero ¿dónde está el grueso de su ejército?

Todo calla. Fuera de los faubourgs, París es la alcoba de un enfermo, donde nadie se atreve a levantar la voz. Esta abdicación moral es el verdadero fenómeno psicológico del sitio, fenómeno tanto más extraordinario, cuando coexiste con un admirable ardor de resistencia. Unos hombres que dicen: «Preferimos poner fuego a nuestras casas antes que rendirlas al enemigo», se indignan de que haya quien se atreva a disputar el poder a los miedosos del Hôtel-de-Ville. Si temen a los aturdidos, a los febriles, a las colaboraciones comprometedoras, ¿por qué no asumen ellos la dirección del movimiento? Y se limitan a gritar: «¡Nada de motines ante el enemigo! ¡Nada de exaltados!», como si valiese más una capitulación que un motín, como si el 10 de agosto, el 31 de mayo, no hubiesen sido otros tantos motines ante el enemigo, como si no hubiese una solución entre la abdicación y el delirio.

El 5 y el 7 repitieron su voto plebiscitario, nombrando entre los veinte alcaldes a doce criaturas de Etienne Arago. Cuatro de los nuevos, Dubail, Vautrain, Desmarest y Vacherot, demócrata intransigente bajo el Imperio, eran unos burgueses intratables. La mayor parte de los adjuntos, de tipo liberal; apenas algunos internacionalistas muy moderados: Tolain, Murat, Heligon, y unos cuantos militantes: Malon, Jaclard, Dereure, Oudet y Léo Meillet.

Los barrios, fieles, eligieron a Delescluze por el xix y, por el xx a Ranvier, Milliére, Flourens, que no pudieron asistir ya que la gente del Hôtel-de-Ville, violando la convención Dorian-Tamisier, habían cursado órdenes de detención contra los manifestantes del 31 de octubre64.

Les acusaron, naturalmente, de haber sido agentes a sueldo de la policía imperial. Dijeron que acababan de descubrirse sus expedientes en la Prefectura. En la Alcaldía central, Jules Ferry sustituye a Etienne Arago, demasiado comprometido el 31 de octubre, y ponen al mando de la Guardia Nacional a Clément Thomas, el que cargó contra los proletarios en junio del 48, en vista de que Tamisier, indignado por la violación de los acuerdos, había dimitido.

A principios de noviembre, no había nada perdido. El ejército, los soldados de a pie, los marinos, daban, según el plebiscito, 246.000 hombres y 7.500 oficiales. Se podían entresacar cómodamente en París

125.000 guardias nacionales capaces de hacer la campaña, y dejar otros tantos para la defensa interior. Las transformaciones de armas, los cañones, debían procurarse en algunas semanas; los cañones sobre todo, dando cada cual lo que podía para dotar al batallón de magníficas piezas de artillería, orgullo tradicional de los parisinos. ¿Dónde encontrar mil artilleros? decía Trochu. En cada mecánico de París hay madera de artillero, cosa que la Comuna puso bien de relieve. Y en todos los órdenes la misma superabundancia. En París, hormigueaban ingenieros, contramaestres, jefes de taller, equipos con los que podían formarse todos los cuadros. Tenían, esparcidos por el suelo, todos los materiales necesarios para una victoria.

París, engañado

Los pedantes del ejército regular no veían en todo esto más que barbarie. Aquel París para el que ni Hoche, ni Marceau, ni Kléber hubiesen sido demasiado jóvenes, ni demasiado creyentes, ni demasiado puros, tenía como generales a los peores guiñapos del Imperio y del orleanismo: al Vinoy de diciembre, a Ducrot, a Suzanne, a Leflô. Un fósil presuntuoso como Chabaud-Latour mandaba como genial jefe. En su amable intimidad, les divertía mucho esta defensa, pero encontraban la broma demasiado larga. El 31 de octubre les exasperó contra la Guardia Nacional, y hasta última hora se negaron a utilizarla.

En lugar de coordinar las fuerzas de París, de dar a todos los mismos cuadros, la misma enseña, el hermoso nombre de Guardia Nacional, Trochu dejó en pie las tres divisiones: ejército, infantería, civiles. Esto era consecuencia natural de su opinión acerca de la defensa. El ejército, amotinado por los estados mayores, aborrecía a aquel París que le imponía, según decían, fatigas inútiles. Los soldados de provincias, empujados por sus oficiales, flor y nata de hidalgüelos, se agriaron también. Todo el mundo, al ver despreciados a los guardias nacionales, también los despreciaban, los llamaban los «a todo trance», los «treinta sueldos». Desde el comienzo del sitio, los parisinos recibían un franco cincuenta céntimos –treinta sueldos o sous– de indemnización. Todos los días se temían colisiones.

El 31 de octubre no trajo ningún cambio en cuanto al fondo de las cosas. El gobierno rompió las negociaciones que no hubiera podido llevar adelante sin sucumbir, a pesar de su victoria.Decretó la creación de la fundición de cañones pero no por eso creyó más en la defensa, y siguió navegando con la proa definida hacia la paz. Su gran preocupación, como él mismo ha escrito, era el motín. No era solamente de la locura del sitio de lo que quería salvar a París, sino, ante todo, de los revolucionarios. Los grandes burgueses arrojaron esta magnífica sospecha. Antes del 4 de septiembre habían declarado, dice Jules Simon, «que si se armaba a la clase obrera y esta tenía alguna probabilidad de imponerse, no se batirían de ningún modo», y la noche del 4 de septiembre, Jules Favre y Jules Simon fueron al Cuerpo Legislativo a tranquilizarlos, a decirles que los defensores no estropearían la casa. La fuerza irresistible de los acontecimientos había armado a los obreros; era preciso inmovilizar al menos sus fusiles. Desde hacía dos meses, la gran burguesía buscaba el momento oportuno. El plebiscito le dijo que ese momento había llegado ya. Trochu tenía a París en sus manos, y la burguesía, por medio del clero, tenía en sus manos a Trochu, tanto más cuanto que este creía no depender más que de su conciencia. Curiosa conciencia de infinitos fosos, con más artilugios que los de un teatro. Trochu creía en los milagros, mas no en los prodigios; en las Santas Genovevas, pero no en las Juanas de Arco; en las legiones del más allá, pero de ningún modo en los ejércitos que brotan de la tierra. Por eso, desde el 4 de septiembre consideraba como un deber engañar a París. Pensaba: «Voy a rendirte, pero es por tu bien». Después del 31 de octubre creyó su misión doblada, vio en sí mismo al arcángel, al San Miguel de la sociedad amenazada. Este es el segundo período de la defensa, que se sostiene tal vez en un gabinete de la calle Postes, porque los jefes del clero vieron, con más claridad que nadie, el peligro de un advenimiento de los trabajadores. Sus manejos fueron muy hábiles. Una especie de obispo a lo Turpín, calzado, barbudo, jovial, gran vaciador de botellas y trenzador de cotillones, de mano ancha y lengua expedita, Bauer, no se separaba de Trochu y atizaba sus recelos en contra de la Guardia Nacional. Supieron poner en todas partes el grano de arena en el punto vital, penetrando en los estados mayores, en las ambulancias, en las alcaldías. Como el pescador que forcejea con un pez demasiado grande, ahogaron a París en su fluido, le extrajeron su savia a tirones. El 28 de noviembre dio Trochu el primero de estos tirones: una salida de gran espectáculo. El general Ducrot, que mandaba las fuerzas, se anunció cual un nuevo Leónidas: «Lo juro ante vosotros, ante la nación entera: no volveré a París si no es muerto o victorioso. Podréis verme caer, pero no me veréis retroceder». Esta proclama exaltó a todo París. Se creyó en vísperas de Jemmapes, cuando los voluntarios parisinos escalaban las crestas guarnecidas de artillería, porque esta vez la Guardia Nacional iba a hacer fuego.

Hubiéramos debido abrirnos paso por el Marne para unirnos a los ejércitos de provincias y pasar el río Nogent. El ingeniero Ducrot había tomado mal las medidas; los puentes no estaban en condiciones. Hubo que esperar hasta el día siguiente. El enemigo, en lugar de ser sorprendido, pudo ponerse a la defensiva. El 30, con un magnífico impulso, ganamos Champigny. Al día siguiente, Ducrot permaneció inactivo, mientras el enemigo, desguarneciendo Versalles, acumulaba sus fuerzas sobre Champigny. El 2 de diciembre, reconquistó una parte del pueblo.

La lucha fue ruda durante toda la jornada. Los miembros del gobierno, a quienes su grandeza retenía en el Hôtel-de-Ville, se hicieron representar en el campo de batalla por una carta de su muy querido presidente. Por la noche acampamos en nuestras posiciones, pero helados. El «querido presidente» tenía dada orden de que se dejasen las mantas en París, y habíamos partido sin tiendas ni ambulancias. Al día siguiente, Ducrot declaró que debíamos retirarnos, y ante París, ante la nación entera, este bravucón deshonrado se volvió a la capital a reculones. Volvíamos, entre muertos y heridos, con ocho mil bajas de cien mil hombres, de los cuales habían entrado en combate cincuenta mil.

Trochu descansó veinte días sobre estos laureles. De este ocio se aprovechó Clément Thomas para disolver y difamar al batallón de tiradores de Belleville, poco disciplinado, sin duda, pero que había tenido muertos y heridos. Basándose en el simple informe del general que mandaba en Vincennes, difamaba igualmente al 200° batallón. Echaban el guante a Flourens. El 21 de diciembre, estos encarnizados depuradores se dignaron, por fin, a preocuparse un poco por los prusianos. Los móviles del Sena fueron lanzados, sin cañones contra las murallas de Stains, y al ataque contra Le Bourget. El enemigo los recibió con una artillería aplastante. La ventaja conseguida por la derecha en Ville-Evrard no fue aprovechada. Los soldados regresaron desmoralizados. Algunos gritaron: «¡Viva la paz!». Cada nueva empresa acusaba al plan Trochu, fatigaba a las tropas, pero no podía nada contra el valor de los guardias nacionales. Estos, durante dos días, en la explanada de Avron, casi al descubierto, sostuvieron el fuego de sesenta piezas. Cuando los muertos eran ya muchos, Trochu descubrió que la posición no tenía ninguna importancia y mandó evacuarla.