La comuna de Paris

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Capítulo II Cómo los prusianos se apoderaron de París y los rurales de Francia

¡Atrevámonos! Esta palabra encierra toda la política del momento...

informe de saint just a la convención

El día 12 de agosto ya no cabe negar la evidencia, cerrar los ojos a las mentiras de Rouher, de Le Boeuf (destituido a la fuerza), ni a la estupidez del mando general confiado por el emperador a Bazaine, entre el júbilo del público que no ha cesado de decir: «¡Lo que nos hace falta es un Bazaine!». Un día después, algunos diputados piden que se nombre un comité de defensa. «¿Para qué?», dice Barthélemy-Saint-Hilaire, hombre sagacísimo, alter ego de Thiers, «El país se ha tranquilizado».

Los encarnizados del día 9, que se hallan muy lejos de estar tranquilos, recurren a calamidades para agitar los ánimos. En Le Rappel se encuentran los hombres de acción que escaparon de Sainte-Pélagie; los diputados de izquierda son citados en casa de Nestor. Estos señores, tan atolondrados como el día 9, parecen mucho más preocupados ante la idea de un golpe de Estado que ante las victorias prusianas. Crémieux exclama sencillamente: «Esperemos algún nuevo desastre; la toma de Estrasburgo, por ejemplo».

El asunto de La Villette

No había más remedio que esperar. Sin estos fantasmas no se podía hacer nada. La pequeña burguesía parisina creía en la extrema izquierda, ni más ni menos que lo que había creído antes en los ejércitos de Le Boeuf. Los que quisieron ir más allá se estrellaron. El domingo 14, el reducido grupo blanquista que bajo el Imperio nunca había querido mezclarse a los grupos obreros y no creía más que en los golpes de mano, intenta una sublevación. Contra el parecer de Blanqui, a quien se consultó, Eudes, Brideau y sus amigos, atacan en La Villette el puesto de zapadores bomberos, en el que se guardan algunas armas. Hieren al centinela y matan a uno de los gendarmes que acuden al lugar del asalto. Dueños del terreno, los blanquistas recorren el bulevar exterior, hasta Belleville, gritando: «¡Viva la República!» «¡Mueran los prusianos!». Lejos de constituir un reguero de pólvora, hacen el vacío en torno suyo. La multitud los mira de lejos, asombrada, inmóvil, inducida a la sospecha por los policías que la desviaban del verdadero enemigo: el Imperio. Gambetta, pésimamente informado acerca de los medios revolucionarios, pidió que se juzgase a las personas detenidas. El consejo de guerra solicitó seis penas de muerte. Para impedir estos suplicios, algunos hombres de corazón fueron a visitar a George Sand y a Michelet, que les dio una carta conmovedora. El Imperio no tuvo tiempo de llevar a cabo las ejecuciones.

El general Trochu escribió también unas líneas: «Pido a los hombres de todos los partidos que hagan justicia con sus propias manos a esos hombres que no ven en las desgracias públicas más que una ocasión para satisfacer detestables apetitos». Napoleón iii acababa de nombrarle gobernador de París y comandante en jefe de las fuerzas reunidas para su defensa. Este militar, cuya única gloria consistía en unos cuantos folletos, era el ídolo de los liberales por haber criticado al Imperio. A los parisinos les cayó en gracia porque tenía buen tipo, hablaba bien y no había fusilado a nadie en los bulevares. Con Trochu en París y Bazaine fuera, todo podía esperarse.

El día 20 de agosto, Palikao anuncia desde la tribuna que Bazaine ha rechazado a tres cuerpos de ejército en Jaumont el día 18. Se trataba de la batalla de Gravelotte, cuyo último resultado fue dejar incomunicado a Bazaine con París y arrojarle hacia Metz. Pronto se abre camino la verdad: Bazaine está bloqueado. El Cuerpo Legislativo no dice una palabra. Aún queda un ejército libre, el de Mac-Mahon, mezcla de soldados vencidos y de tropas bisoñas; poco más de cien mil hombres. Ocupa Châlons, puede resguardar a París. El propio Mac-Mahon se ha dado cuenta de ello según dicen, y quiere retroceder. Palikao, la emperatriz y Rouher se lo prohíben y telegrafían al emperador: «Si abandonáis a Bazaine, estalla la revolución en París». El temor a la revolución es para las Tullerías una obsesión mayor que el miedo a Prusia. Tanto es así, que mandan a Beauvais, en vagón celular, a casi todos los presos políticos de Sainte-Pélagie.

Sedán

Mac-Mahon obedece. Por contener la revolución, deja Francia al descubierto. El 25 de agosto llegan al Cuerpo Legislativo las noticias de esta marcha insensata que lleva al ejército deshecho entre doscientos mil alemanes victoriosos. Thiers, que vuelve a estar en el candelero después de los desastres, demuestra en los pasillos que eso es una locura. Nadie sube a la tribuna. Todos esperan estúpidamente lo inevitable. La emperatriz sigue mandando sus equipajes al extranjero.

El día 30 por la mañana somos sorprendidos, aplastados en Beaumont, y durante la noche Mac-Mahon empuja al ejército desbandado a la hondonada de Sedán. El 1 de septiembre por la mañana, se ve sitiado por doscientos mil alemanes y setecientos cañones que rodean todas las alturas. Napoleón iii solo acierta a desenvainar su espada para entregársela al rey de Prusia. El día 2, todo el ejército cae prisionero. Europa entera lo sabe aquella misma noche. Los diputados no se movieron. En la jornada del día 3, algunos hombres enérgicos trataron de sublevar los bulevares; fueron rechazados por los gendarmes. Por la noche, una inmensa multitud se apiñaba ante las verjas de la Cámara de Diputados. Hasta media noche, la izquierda no se decide. Jules Favre pide que se constituya una comisión de defensa, la destitución de Napoleón iii, pero no la de los diputados. «¡Fuera!», grita la gente: «¡Viva la República!». Gambetta corre a las verjas y dice: «No tenéis razón. Es menester seguir unidos y no andar con revoluciones». Jules Favre, rodeado por el pueblo al salir de la Cámara, se esfuerza por calmar al público.

El 4 de septiembre

De haber oído París a la izquierda, Francia hubiera capitulado. El 7 de agosto –lo confesaron más tarde–, Jures Favre, Jules Simon y Pelletan, fueron a decir al presidente Schneider: «Ya no podemos resistir; no hay más remedio que entrar en tratos cuanto antes»56. Pero el 4 por la mañana París leyó esta engañosa proclama: «No han sido hechos prisioneros más que cuarenta mil hombres; dentro de poco, tendremos dos nuevos ejércitos; el emperador ha caído prisionero durante la lucha». París acude como un solo hombre. Los burgueses, recordando que son guardias nacionales, se endosan el uniforme, toman el fusil y quieren forzar el puente de la Concordia. Los gendarmes, asombrados al ver a una gente tan distinguida, dejan el paso libre; la multitud sigue adelante e invade el Palais-Bourbon. A la una, a pesar de los desesperados esfuerzos de la izquierda, el pueblo obstruye las tribunas. Ya es hora. Los diputados, ejerciendo de ministros en funciones, tratan de hacerse con el gobierno. La izquierda secunda con todas sus fuerzas esta combinación, y se indigna de que haya quien se atreva a hablar de República. Estallan gritos en la tribuna. Gambetta hace esfuerzos inauditos, conjura al pueblo a que aguarde el resultado de las deliberaciones. Este resultado se sabe de antemano. Es una comisión de gobierno nombrada por la asamblea; es la paz solicitada, aceptada a toda costa; es, para colmo de vergüenza, la monarquía más o menos parlamentaria. Una nueva ola echa abajo las puertas, llena la sala, expulsa o anega a los diputados. Gambetta, lanzado a la tribuna, tiene que pronunciar la destitución. El pueblo quiere aún más: ¡la República! Y se apodera de los diputados de la izquierda para ir a proclamarla al Hôtel-de-Ville.

Este pertenecía ya al pueblo. En el patio de honor se disputaban el campo, la bandera tricolor y la bandera roja, aplaudidas por unos, silbadas por otros. En la sala del Trono, numerosos diputados arengaban a la muchedumbre.

Llegan, entre aclamaciones, Gambetta, Jules Favre y otros diputados de la izquierda. Millière cede su sitio a Jules Favre, diciendo: «Hoy por hoy, lo que urge es una cosa: expulsar a los prusianos». Jules Favre, Jules Simon, Jules Ferry, Gambetta, Crémieux, Emmanuel Arago, Glais-Bizoin, Pelletan, Garnier-Pagés y Picard se constituyeron en gobierno y leyeron sus nombres a la multitud. Hubo muchas reclamaciones. Les gritaron nombres revolucionarios: Delescluze, Ledru-Rollin, Blanqui. Gambetta, muy aplaudido, demostró que solo los diputados de París eran aptos para gobernar. Esta teoría hizo entrar en el gobierno a Rochefort, exrecluso de Sainte-Pélagie, que volvía cubierto de popularidad.

Enviaron a buscar al general Trochu, para suplicarle que dirigiese la defensa. El general había prometido, bajo su palabra de bretón, católico y soldado, «hacerse matar en las escaleras de las Tullerías en defensa de la dinastía». Como las Tullerías no fueron atacadas (el pueblo las desdeñó), Trochu, libre de su triple juramento, subió las escaleras del Hôtel-de-Ville. Exigió que se le encomendase a Dios, y pidió la presidencia. Se le concedió esta, y lo demás.

Doce ciudadanos entraron así en posesión de Francia. Se declararon legitimados por aclamación popular. Tomaron el pomposo nombre de Gobierno de Defensa Nacional. Cinco de estos doce hombres eran los que habían perdido a la República del 48.

Francia era completamente suya. Al primer murmullo levantado en la Concordia, la emperatriz se recogió las faldas, escurriéndose por una escalera de servicio. El belicoso Senado, con Rouher a la cabeza, se había despedido a la francesa. Como pareciera que algunos diputados iban a reunirse en el Palais-Bourbon, bastó enviar a su encuentro un comisario provisto de sellos. Los grandes dignatarios, los empingorotados funcionarios, los feroces mamelucos, los imperiosos ministros, los solemnes chambelanes, los bigotudos generales: todos se escabulleron miserablemente el 4 de septiembre, como una pandilla de cómicos de la legua abucheados.

 

Los delegados de las Cámaras sindicales y de la Internacional se presentaron aquella misma noche en el Hôtel-de-Ville. Durante el día, la Internacional había enviado una nueva proclama a los trabajadores de Alemania, conjurándoles a que se negasen a intervenir en la lucha fratricida. Una vez cumplido su deber de fraternidad, los trabajadores franceses no pensaron más que en la defensa, y pidieron un gobierno que la organizase. Gambetta los recibió muy bien y respondió a todas sus preguntas. El día 7, en el primer número de su periódico La Patrie en Danger, Blanqui y sus amigos, puestos en libertad como todos los detenidos políticos, fueron a «ofrecer al gobierno su apoyo más enérgico y absoluto».

La confianza de París

París entero se entregó a estos diputados de la izquierda, olvidó sus últimos desfallecimientos, los engrandeció con las proporciones del peligro. Asumir, acaparar el poder en semejante momento, pareció uno de esos golpes de audacia de que solo el genio es capaz. Este París, hambriento desde hacía ochenta años de libertades municipales, se dejó imponer como alcalde al antiguo empleado de Correos del 48, Etienne Arago, hermano de Emmanuel, que lloriqueaba frente a cualquier audacia revolucionaria. Él nombró en los veinte distritos a los alcaldes que quiso, los cuales, a su vez, eligieron los adjuntos que les dio la gana. Pero Arago anunciaba elecciones muy pronto, y hablaba de hacer revivir los grandes días del 92; en cambio, Jules Favre, orgulloso como un Danton, gritaba a Prusia y a Europa: «No cederemos ni una pulgada de nuestro territorio, ni una piedra de nuestras fortalezas». Y París aceptaba, entusiasmado, esta dictadura de heroica facundia. El 14 de septiembre, cuando Trochu pasaba revista a la Guardia Nacional, trescientos mil hombres escalonados en los bulevares, la plaza de la Concordia y los Campos Elíseos, prorrumpieron en una aclamación inmensa, llevando a cabo un acto de fe análogo al de sus padres en la mañana de Valmy.

Sí, París se entregó sin reservas a esta izquierda, a la que había tenido que violentar para la revolución. Su impulso de voluntad no duró más de una hora. Una vez por tierra el Imperio, creyó que todo había terminado y volvió a abdicar. Fue en vano que lúcidos patriotas trataran de mantenerle en pie. Inútilmente escribía Blanqui: «París es tan inexpugnable como invencibles éramos; París, engañado por la prensa fanfarrona, ignora lo grande del peligro; París abusa de la confianza». París se entregó a sus nuevos amos, cerró obstinadamente los ojos. Sin embargo, cada día traía un síntoma nuevo. La sombra del sitio se aproximaba, y la defensa, lejos de alejar las bocas inútiles, llenaba la ciudad con doscientos mil habitantes del extrarradio. Los trabajos exteriores no avanzaban. En lugar de hacer que todo París empuñase los picos y, con los clarines a la cabeza, banderas al viento, conducir fuera del casco de la ciudad, en columnas de a cien mil hombres, a los nietos de los desniveladores del Campo de Marte, Trochu confiaba los trabajos a los contratistas ordinarios que, según decían, no encontraban brazos. Apenas se había estudiado la altura de Châtillon, clave de nuestros fuertes del Sur, cuando, el 19 de septiembre, se presenta el enemigo, y barre del llano a una tropa enloquecida de zuavos y soldados que no quisieron batirse. Y al día siguiente, aquel París que los periódicos declaraban imposible de cercar, es envuelto por el ejército alemán y queda aislado de las provincias.

Esta falta de pericia alarmó rápidamente a los hombres de vanguardia. Estos habían prometido su apoyo, no una fe ciega. El 5 de septiembre, queriendo centralizar para la defensa y el mantenimiento de la República a las fuerzas del partido de acción, habían propuesto a las reuniones públicas que nombrasen en cada distrito un comité de vigilancia encargado de fiscalizar la actualización de los alcaldes y de recibir las reclamaciones. Cada comité debía nombrar cuatro delegados; el conjunto de estos constituiría un comité central de los veinte distritos. Esta forma de elección tumultuaria dio como resultado un comité de obreros, de empleados, de escritores conocidos en los movimientos revolucionarios y en las reuniones de los últimos años. El comité estaba instalado en la sala de la calle de la Corderie, cedida por la Internacional y por la Federación de Cámaras Sindicales.

Primeros desacuerdos

La Internacional y la Federación de Cámaras Sindicales habían suspendido sus trabajos ya que la guerra y el servicio de la Guardia Nacional absorbían todas las actividades. Algunos de los miembros de los Sindicatos y de los internacionalistas se hallaban en los comités de vigilancia y en el Comité Central de los veinte distritos, lo que hizo que se atribuyera equivocadamente este comité a la Internacional. El día 15, el comité fijó un manifiesto pidiendo: la elección de las municipales, que se pusiese la policía en manos del comité, la elección y la responsabilidad de todos los magistrados, la libertad absoluta de prensa, de reunión, de asociación; la expropiación de todos los productos de primera necesidad, el racionamiento, que se armase a todos los ciudadanos, y el envío de comisarios para conseguir el levantamiento de las provincias. En todo ello, no había nada que no fuera perfectamente legítimo. Pero París empezaba apenas a gastar su provisión de confianza, y los periódicos burgueses gritaban: «¡Al prusiano!», el gran recurso del que no quería razonar. Sin embargo, los nombres de algunos firmantes eran conocidos en la prensa: Germain Casse, Ch. L. Chassin, Lanjalley, Lefrançais, Longuct, Leverdays, Millière, Malon, Pindy, Ranvier, Vaillant, Jules Vallès.

El 20 de septiembre, Jules Favre vuelve a Ferriéres, donde ha pedido a Bismarck que indique cuáles son sus condiciones de paz. Había ido a Ferriéres como simple amateur, sin que lo supieran sus colegas, según dice en el informe de su entrevista, entrecortada por las lágrimas. Si hemos de dar crédito al secretario de Bismarck, «no derramó ni una sola, aun cuando se esforzase por llorar». Inmediatamente, el comité de los veinte distritos se reunió en masa y mandó a pedir al Hôtel-de-Ville que se procediese a la lucha a todo trance y a la elección municipal, ordenada por decreto cuatro días antes. «Tenemos necesidad –había escrito el ministro del Interior, Gambetta– de ser apoyados y secundados por asambleas directamente nacidas del sufragio universal». Jules Ferry recibió a la delegación, dio su palabra de honor de que el gobierno no negociaría en modo alguno, y anunció las elecciones municipales para finales de mes. Tres días más tarde, un decreto las aplazaba indefinidamente.

Así, este poder, apenas instalado, reniega de sus compromisos, rechaza el consejo que él mismo ha solicitado. ¿Tiene, tal vez, el secreto de la victoria? Trocho apunta: «La resistencia es una locura heroica». Picard: «Nos defenderemos para que no padezca el honor; pero es quimérica toda esperanza». El elegante Crémieux: «Los prusianos entrarán en París como un cuchillo en la manteca»57. El jefe del Estado Mayor de Trochu: «No podemos defendernos; estamos decididos a no defendernos», y en lugar de advertir lealmente de ello a París, en lugar de decirle: «Capitula inmediatamente o dirige tú mismo tu lucha», estos hombres, que declaraban imposible la defensa, reclaman la dirección exclusiva de esta.

¿Qué se proponen, entonces?: Pactar. No tienen otro objetivo, desde las primeras derrotas. Los reveses que exaltaban a sus padres habían puesto a los hombres de la izquierda al nivel de los diputados imperiales. Transformados en gobierno, tocan la misma tocata, mandan a Thiers que recorra toda Europa postulando la paz, y a Jules Favre que se entreviste con Bismarck. Cuando todo París les grita: «¡Defendednos! ¡Expulsemos al enemigo!», aplauden, aceptan, y dicen por lo bajo: «Tú, anda a tratar». No hay en la historia una traición más vil. Los hombres del Cuatro de Septiembre ¿han falseado o no la misión que se les había encomendado? «Sí», dirá el veredicto de los siglos.

El mandato que habían recibido era ciertamente tácito, pero formal de tal modo que todo París se estremeció ante el relato de lo de Ferrières. La simple idea de capitular conmovía a los tenderos más tranquilos. París, de un extremo a otro, había abrazado el partido de la lucha a toda costa. Los defensores tuvieron que avenirse a demorar las cosas, ceder a lo que llamaron la «locura del sitio», considerándose los únicos de París que no habían perdido la cabeza. Se lucharía, puesto que los parisinos no querían cejar; pero se lucharía solamente para que perdiesen su petulancia. El 14, cuando Trochu volvió de ver «lo que jamás no tuvo ante sus ojos a ningún general de ejército: trescientos batallones organizados, armados, rodeados por toda la población que aplaudía la defensa de París». Dicen que se emocionó y anunció que podría sostener los fuertes58. Hasta ahí llegó el colmo de su entusiasmo. Sostenerse, no abrir las puertas. En cuanto a instruir a fondo a aquellos trescientos mil guardias nacionales, unirlos a los doscientos cuarenta mil soldados móviles y marinos amontonados en París, y hacer con todas estas fuerzas un poderoso torrente con el que se expulsaría, hasta el Rin al enemigo, nada. En semejante cosa nunca pensó. Tampoco se les pasó por la mente a sus colegas, que solo discutieron con él acerca del juego que había que hacer con los generales prusianos.

La comedia de la defensa

Trochu era partidario de los procedimientos suaves, como beato poco amigo de escándalos inútiles. Puesto que, conforme a todos los manuales militares, la gran ciudad tenía que caer, ya se encargaría él de que su caída fuese lo menos sangrienta posible. Así, dejando que el enemigo se instalase con toda comodidad en torno a París, Trochu organizó con miras a la galería algunas escaramuzas. Solo en Chevilly tuvo lugar, el día 30, un encuentro serio donde, después de conseguir alguna ventaja, retrocedimos, abandonando una batería falta de refuerzos y de servicios.

El público creyó en un éxito, engañado siempre por aquella prensa que había gritado: «¡A Berlín!». Pero entonces suenan dos toques de rebato: Toul y Estrasburgo han capitulado. Flourens, popularísimo en Belleville, da el empujón. Sin escuchar más que a su propia fiebre, llama a los batallones del barrio y el 5 de octubre desciende al Hôtel-de-Ville, exige el reclutamiento en masa, que se haga una salida, las elecciones municipales, el racionamiento. Trochu que, por distraerle, le había colgado el título de jefe de las fortificaciones, le coloca un hermoso discurso y consigue desembarazarse de él. Como afluían delegaciones pidiendo que París tuviese voz y voto en la defensa, que nombrase su consejo, su comuna, el gobierno acabó por decir que su dignidad le prohibía acceder a tales peticiones. Este malestar produjo el movimiento del 8 de octubre. El comité de los veinte distritos protestó por medio de un enérgico bando. Setecientas u ochocientas personas se estacionaron bajo las ventanas del Hôtel-de-Ville gritando: «¡Viva la Comuna!». La masa no había llegado todavía a perder la fe. Acudió un gran número de batallones. El gobierno los revisó y declaró imposibles las elecciones, teniendo en cuenta la razón irrefutable de que todo el mundo tenía que estar en las murallas.

El gran público se tragaba ávidamente estos bulos. El día 16, Trochu había escrito al compadre Etienne59: «Seguiré hasta el final el plan que me he trazado». Los papanatas volvieron a repetir el estribillo de agosto, cuando lo de Bazaine: «Dejémosle hacer, tiene su plan». Los agitadores fueron acusados de prusianos, y la acusación no encontró el menor obstáculo, ya que Trochu, como buen jesuíta, no había dejado de hablar, repitiendo su proclama inaugural, de «un pequeño número de hombres cuyas opiniones culpables cooperan con los proyectos del enemigo». París se dejó mecer todo el mes de octubre por un rumor de expediciones que empezaban con triunfos y acababan en retiradas. El 13 tomamos Bagneux, y un ataque un poco vivo nos hubiera devuelto Châtillon; pero Trochu no tiene reservas. El día 21, una cuña por encima de la Malmaison traspasa de parte a parte la debilidad del bloqueo y lleva el pánico hasta Versalles; pero, en lugar de empujar a fondo, el general Ducrot no utiliza más que seis mil hombres, y los prusianos lo reducen de nuevo, tomándole dos cañones. El gobierno transformaba estos retrocesos en reconocimientos afortunados, embriagaba a París con la magnífica defensa de Châteaudun, explotaba los despachos de Gambetta, a quien habían enviado a provincias el día 8 porque en París, como creía en la defensa, les molestaba.

 

Los alcaldes alentaban esta dulce confianza. Tenían su sede en el Hôtel-de-Ville con sus adjuntos, a dos pasos del gobierno, y estos sesenta y cuatro hombres no tenían más que abrir los ojos para ver claro. Pero pertenecían, en su mayor parte, al número de los liberales y republicanos doctrinarios tan bien representados por la izquierda60. A veces, arañaban la puerta de los defensores, les dirigían tímidas preguntas, recibían vagas seguridades. No creían en ellas, y querían que París les creyese. «Puestos –dijo Corbon, uno de los más importantes– frente a una población ansiosa que nos preguntaba qué pensaba el gobierno, nos veíamos obligados a respaldar a este, a decir que se consagraba por entero a la defensa, que los jefes del ejército estaban llenos de abnegación y trabajaban con ardor. Decíamos todo esto sin saberlo, sin creerlo; porque la verdad es que nosotros no sabíamos nada»61.

En la Corderie, en los clubs, en el periódico de Blanqui, en Le Réveil de Delescluze, en Le Combat de Félix Pyat, se da publicidad al plan del Hôtel-de-Ville. ¿Qué significan estas salidas parciales, nunca sostenidas? ¿Por qué se deja a la Guardia Nacional mal armada, desorganizada, fuera de toda acción militar? ¿Cómo va la fundición de cañones? Seis semanas de charlatanería, de ociosidad, no dejan lugar a dudas respecto a la incapacidad, pero no respecto a la mala intención de la defensa. El mismo pensamiento despunta en todos los cerebros. ¡Que los convencidos sustituyan a los escépticos! ¡Que se rehaga París!

¡Que la casa común del 92 salve otra vez a la ciudad y a Francia entera! Le Combat, que predicaba la Comuna en apóstrofes hinchados, cuyos oropeles atraían más que la nerviosa dialéctica de Blanqui, lanzó el 27 de octubre una bomba espantosa: «Bazaine va a entregar Metz, irá a negociar la paz en nombre de Napoleón iii; su edecán está en Versalles». El Hôtel-de-Ville desmiente esta noticia, «tan infame –dice– como falsa. Bazaine, el glorioso soldado, no ha cesado de hostigar al ejército sitiado con brillantes salidas». El gobierno pide para el periodista «el castigo de la opinión pública». La opinión pública respondió a esta petición con un diluvio de abucheadores, quemó el periódico y hubiera acuchillado al periodista si este no llega a huir. Al día siguiente Le Combat declaró haber recibido la noticia de Flourens, al cual había llegado por mediación de Rochefort, que se hallaba en inmejorables relaciones con su colega Trochu.

Este mismo día, un golpe de mano afortunado nos entregaba Le Bourget, al noroeste de París, y el Estado Mayor cacareó un triunfo el día 29. Durante todo este día, dejó a nuestros soldados sin víveres, sin refuerzos, bajo el fuego de los prusianos, que volvieron el 30 con quince mil hombres y arrebataron de nuevo el pueblo a sus seiscientos defensores. El 31 de octubre París despertó con tres golpes en mitad del pecho: la pérdida de Le Bourget, la capitulación de Metz y de todo el ejército del «glorioso soldado Bazaine», y la llegada de Thiers, que venía a negociar un armisticio.