La comuna de Paris

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Tercer proceso de la Internacional

Mientras tanto, los obreros del manifiesto antiplebiscitario fueron entregados a los tribunales correccionales, confundidos con acusados a quienes ellos no conocían. El procurador había inventado dos categorías: los jefes y los miembros de una sociedad secreta. «Desde ahora –dice a los obreros– os perseguiremos sin tregua ni descanso», y leyó su requisitoria, publicada la víspera por Le Figaro, en la que el pobre hombre atribuía la Internacional a Blanqui. Chalain habló por sus amigos del primer grupo, demostró que la Internacional era la asociación más conocida y discutida del mundo. «Hija de la necesidad, ha surgido para organizar la Liga internacional del trabajo esclavizado, en París, en Londres, en Viena, en Berlín, en Dresde, en Venecia, en los departamentos franceses... Sí, somos culpables por no aceptar las fórmulas de unos economistas tan ignorantes que califican de leyes naturales los fenómenos industriales resultantes de un estado transitorio y son lo bastante duros de corazón como para glorificar un régimen apoyado en la explotación y el sufrimiento... Sí, los proletarios están hartos de resignarse... A pesar de la nueva ley sobre coaliciones, la fuerza armada está a disposición de los fabricantes. Los trabajadores que se libraron de los fusiles han padecido largos meses de prisión, han recibido de los magistrados los epítetos de bandidos, de salvajes... ¿Qué se podrá obtener con impedirnos que estudiemos las reformas que tienden a asegurar una renovación social? Con eso, solo se logrará hacer la crisis cada vez más profunda, el remedio cada vez más radical...». Theisz habló por las Cámaras sindicales y probó que su organización era distinta de la Internacional, y remontándose a la verdadera causa del debate, dijo: «Todas vuestras constituciones afirman y pretenden garantizar la libertad, la igualdad y la fraternidad. Ahora bien. Cada vez que un pueblo acepta una fórmula filosófica abstracta, política o religiosa, no se concede a sí mismo tregua ni reposo hasta que no hace pasar este ideal al terreno de los hechos. Es preciso que la conciencia del pueblo sea harto generosa para que, afligido sin cesar por la penuria y el paro, no os haya pedido aún cuenta de vuestras riquezas. Todo el que vive de su trabajo, obreros, pequeños industriales y pequeños negociantes languidece, vegeta, mientras que la fortuna pública pertenece a los usureros, a los negociantes, a los agiotistas». Léo Frankel, representante de los extranjeros afiliados residentes en Francia, dice: «La unión de los proletarios de todos los países se ha realizado; ninguna fuerza podrá ya dividirlos». Otros detenidos defendieron su causa. Duval recordó la frase de los patronos durante la huelga de los fundidores de hierro: «Los obreros volverán al trabajo cuando tengan hambre».

Desde la primera audiencia, los abogados, los profesionales del Foro asistían a las sesiones encadenados por la novedad de opiniones, por la claridad y la elocuencia de aquel mundo obrero que no sospechaban. «No hay nada que decir, después de oírles», nos confesaba un joven abogado, Clément Laurier, no menos que Gambetta en el proceso Baudin. Elocuencia de corazón, tanto como de razón. Al principio de una de las audiencias, el tribunal despacha los delitos de derecho común. Comparece un pequeño a quien sus padres abandonan: «¡Dádnoslo! –exclamaron los obreros– lo adoptaremos, le daremos medios de vida y un oficio». El presidente encontró esta fórmula improcedente. Los acusados, Avrial, Theisz, Malon, Varlin, Pindy, Chalain, Frankel, Johannard, Germain, Casse, Combault, Passedouet, etc. fueron condenados de dos meses a un año de cárcel. Solo dos fueron absueltos: Assi, a quien, a pesar de Le Fígaro, fue imposible descubrir relaciones con la Internacional, y Landeck, que renegó.

La candidatura de Hohenzollern

La paz de diciembre ha vuelto. Paz en la calle, agitadores detenidos o en el destierro, periódicos suprimidos o aterrorizados, como La Marseillaise. Paz en el Cuerpo Legislativo, donde la extrema izquierda está aterrada, la oposición dinástica de los Picard. De repente, a principios de julio, se extendieron rumores de guerra. Un príncipe prusiano, un Hohenzollern, se presenta como candidato al trono de España, vacante desde la expulsión de Isabel, y esto constituye, al parecer, un insulto a Francia. Un aturdido, Cochery, interpela al ministro de Asuntos Extranjeros, el duque de Gramont, un fatuo a quien Bismarck llamaba «el hombre más necio de Europa». El duque acude el 5 de julio y declara que Francia no puede dejar que una potencia extranjera «ponga a uno de sus príncipes en el trono de Carlos v». La izquierda exige explicaciones, documentos diplomáticos.

«¡Huelgan los documentos!», aúlla un soldado de caballería salido de un bosque de Gers, llamado Cassagnac, deportador en 1852, rey de los bribones en tiempos de Guizot, jefe de los mamelucos con Napoleón iii, que se desvivía desde hacía veinte años por llenar sus bolsillos sin fondo. «¡Bravo!», exclaman con él los familiares de las Tullerías. Toda ocasión es buena contra esa Prusia que se ha burlado de Napoleón iii.

Su hijo no reinaría, había dicho la emperatriz, si no tomaba venganza de Sadowa. Esta era también la opinión del marido. Este criollo sentimental, cruzado de flemático holandés, peloteado siempre entre dos contrarios, que había ayudado a renacer a Italia y a Alemania, llegó a soñar con ahogar el principio de las nacionalidades, que con tanto calor había proclamado y del que había sido el único en no comprender nada. Prusia, que seguía esta evolución, se armaba desde hacía tres años sin descanso, se sentía preparada, deseaba la agresión. La extranjera, enardecida por su loca camarilla de bailarines de cotillón, de oficiales de salón tan bravos como ignorantes, de neo-decembristas que querían refrescar su 52, empujada por un clero que presentaba como aliados a los católicos de Alemania. Eugenia de Montijo hizo franquear a su débil marido el umbral del sueño a la realidad, le puso en las manos la bandera de «su» guerra,la suya, como decía la camarilla. El 7 de julio, el «hombre más necio» pidió al rey de Prusia que retirase la candidatura de Hohenzollern; el Senado creyó que convenía esperar, y el día 9, declara el emperador «puede conducir a Francia donde él quiera, que solo él debe ser quien pueda declarar la guerra». El mismo día, el rey responde que aprobará la renuncia del Hohenzollern; un día más tarde, Gramont exige una respuesta del príncipe, y, por su parte, añade: «Tomo mis precauciones para no ser sorprendido». El 12 de julio, el príncipe ha retirado su candidatura. «Es la paz –dice Napoleón iii–; lo siento porque la ocasión era buena».

La camarilla, consternada, cada vez más loca por la guerra, rodea, acucia al emperador y logra, sin gran trabajo, encender de nuevo la antorcha. La renuncia de Hohenzollern no basta; es preciso que el propio rey Guillermo firme una orden. Los mamelucos lo exigen, van a interrogar al gabinete sobre sus «irrisorias lentitudes». Bismarck no esperaba tener tan buena suerte. Seguro de vencer, quería aparecer como atacado. El día 13, Guillermo aprueba sin reservas la renuncia del príncipe. No importa; en las Tullerías quieren la guerra a toda costa. Por la noche, nuestro embajador Benedetti recibe orden de pedir al viejo rey que se humille hasta prohibir al prusiano que rectifique su renuncia. Guillermo responde que es inútil una nueva audiencia, que se reafirma en sus declaraciones, y, al encontrarse en la estación de Ems con nuestro embajador, le repite sus palabras. Un telegrama pacífico anuncia a Bismarck que ha sido muy cortés esta entrevista. El canciller consulta a Moltke y al ministro de la Guerra: «¿Estáis dispuestos?». Ellos prometen la victoria. Bismarck amaña el telegrama, le hace decir que el rey de Prusia ha despachado, sin más, al embajador de Francia, lo publica como suplemento en la Gaceta de Colonia, y lo envía a los agentes de Prusia en el extranjero.

La guerra

La emperatriz y los, mamelucos están mucho más entusiasmados que Bismarck. Ya tienen su guerra: «¡Prusia nos insulta!», estampa inmediatamente Le Constitutionnel. «¡Crucemos el Rin! Los soldados de Iéna están listos!». La noche del 14 de julio, bandas encuadradas por la policía recorren los bulevares vociferando: «¡Abajo Prusia! ¡A Berlín!». Benedetti llega al día siguiente. Puede aclararlo todo con una palabra. No le oyen, se hunden cada vez más en la trampa. Gramont y Le Boeuf leen en el Senado una declaración de guerra en que se considera al suplemento de la Gaceta de Colonia como un documento oficial. El Senado se alza en una sola aclamación. Un ultra quiere hacer una observación, le atajan: «¡Nada de discursos! ¡Hechos!». En el Cuerpo Legislativo, los serviles se indignan cuando la oposición exige que se exhiba ese despacho «oficialmente comunicado a todos los gabinetes de Europa». Emile Ollivier, que no puede enseñarlo, invoca comunicaciones verbales, lee telegramas de los que se desprende que el rey de Prusia ha aprobado la renuncia. «Con eso, no se puede ir a la guerra», dice la izquierda, y Thiers: «Rompéis por una cuestión de forma... Yo pido que se nos muestren los despachos que han motivado la declaración de guerra». Se le injuria. «¿Dónde está la prueba –dice Jules Favre– de que el honor de Francia se haya comprometido?». Los mamelucos patalean, 159 votos contra 84 rechazan toda investigación. Emile Ollivier exclama, radiante: «Desde hoy comienza, para mis colegas y para mí, una gran responsabilidad. La aceptamos de todo corazón».

Inmediatamente una comisión finge estudiar los proyectos de ley que van a alimentar la guerra. Llama a Gramont, no exige el despacho que se supone dirigido a los gabinetes. Le hace leer lo que quiere, y vuelve a decir al Cuerpo Legislativo: «Guerra y Marina se encuentran en condiciones de hacer frente, con notable prontitud, a las necesidades de la situación». Gambetta pide explicaciones. Emile Ollivier tartamudea de cólera. La comisión concluye: «¡Con nuestra palabra basta!». Los proyectos de ley se votan casi por unanimidad, solo diez diputados votan en contra. Ese es todo el valor de la izquierda.

 

La izquierda había combatido la guerra, desde luego, pero toda su vitalidad se había refugiado en la lengua. Nadie entró de lleno en el problema. Ni un llamamiento al pueblo, ni una frase dantoniana. Entre todos aquellos jóvenes y viejos, hombres del 48, tribunos irreconciliables, no hubo ni una sola gota de la pura sangre revolucionaria que tantas veces, no hacía mucho, había corrido a torrentes en las épocas heroicas.

El único que se levantó de toda esta alta burguesía descontenta, su verdadero jefe, Thiers, se había limitado a hacer una demostración.

Él, tan veterano en los secretos de Estado, sabía que nuestra ruina era segura, pues conocía bien nuestra espantosa inferioridad en todos los

órdenes. Hubiera podido congregar a la izquierda, al tercer partido, a los periodistas, hacer palpar la locura del ataque y, apoyándose en sus colegas, conquistada la opinión, decir a la tribuna, a las Tullerías:

«Combatiremos vuestra guerra como una traición». Pero no quiso más que descartar su responsabilidad, dejar limpia «su memoria», como él decía. No pronunció las palabras que realmente contenían la verdad:

«No podéis absolutamente nada». Y aquellos opulentos burgueses, que no hubieran expuesto ni una migaja de su fortuna sin formidables garantías, se jugaron las cien mil existencias y los millones de franceses sobre la palabra de un Gramont y las bravatas de un Le Boeuf.

El ministro de la Guerra dijo cien veces a los diputados, a los periodistas, en los pasillos, en los salones, en las Tullerías: «¡Nosotros estamos preparados, Prusia no lo está!». Jamás los Loriquets pudieron atribuir a los generales populares de la Revolución, los Rossignol, los Carteaux, enormidades como las que este tambor mayor, de feroces mostachos, prodiga a todo el que quiere oírle: «¡Niego el ejército prusiano!» «¡Aquí tienen ustedes el mejor mapa militar!», y enseñaba su espalda; «¡No me falta ni un mal botón de polaina!». «¡Le llevo quince días de ventaja a Prusia!». El plebiscito había revelado a Prusia el número exacto de nuestros soldados en filas: trescientos treinta mil; de ellos, solo unos doscientos sesenta mil a lo sumo (cifra transmitida desde hacía tiempo por las embajadas extranjeras), podían oponerse al enemigo. En las Tullerías se almacenaban informes sobre el crecimiento militar de aquella Prusia que, en el 66, podía concentrar doscientos quince mil hombres en Sadowa, y que disponía ahora de medio millón. Solo nuestros gobernantes se negaban a ver y a leer. El 15 de julio, Rouher seguido de un tropel de senadores, fue a decir a Napoleón iii: «Desde hace cuatro años, el emperador ha elevado al máximo poder la organización de nuestras fuerzas militares. ¡Gracias a Vuestra Majestad, Francia está preparada, Señor!».

Las blusas blancas hicieron de jaleadores. Fueron, con la policía, a manifestarse, y embadurnaron con basura la puerta de la embajada alemana. El burgués, ganado por las mentiras oficiales, cerrado a los periódicos extranjeros, creyendo en el ejército desde hacía tantos años invencible, se dejó arrastrar, después de haber ansiado tanto la Italia una, contra la Alemania que buscaba su unidad. La ópera se sintió patriota, reclamó La Marsellesa a petición de un viejo escéptico, Girardin, senador designado, que desde las columnas de su periódico arrojaba a Alemania al otro lado del Rin.

A esto era a lo que Napoleón iii llamaba «el ímpetu irresistible de Francia».

Resistencia obrera

Para honra del pueblo francés, había otra Francia harto distinta. Los trabajadores parisinos quisieron cortar el paso a esta guerra criminal, a esta hez patriotera que agita sus fangosas oleadas. El 15, en el momento en que Emile Ollivier hincha su ligero corazón, algunos grupos que se han formado en la Corderie bajan a los bulevares. En la plaza Cháteau-d’Eau55 se les une mucha gente; la columna, grita: «¡Viva la paz!», canta el estribillo del 48:

Para nosotros, los pueblos son hermanos

Y los tiranos enemigos

Desde Cháteau-d’Eau hasta la puerta de Saint-Denis, barrios populares, los aplausos se multiplican. La gente silba en los bulevares Bonne-Nouvelle y Montmartre, donde se producen riñas con bandas heterogéneas. La columna llega hasta la calle Paix, a la plaza Vendôme, donde es abucheado Emile Ollivier, a la calle Rivoli y al Hôtel-de-Ville. Al día siguiente, se encuentran grupos mucho más numerosos todavía en la Bastilla, y vuelve a empezar la pugna. Ranvier, pintor de porcelanas, muy popular en Belleville, marcha a la cabeza con una bandera. En el bulevar Bonne-Nouvelle cargan sobre ellos los gendarmes y los dispersan.

Impotentes para sublevar a la burguesía, los trabajadores franceses se vuelven hacia los de Alemania: «Hermanos, protestamos contra la guerra; queremos paz, trabajo y libertad. Hermanos, no escuchéis las voces a sueldo que tratan de engañaros respecto al verdadero espíritu de Francia». Su noble llamamiento recibió su recompensa. Los trabajadores de Berlín, respondieron: «También nosotros queremos paz, trabajo y libertad. Sabemos que a un lado y otro del Rin viven hermanos con los cuales estamos dispuestos a morir por la República universal». Grandes y proféticas palabras, escritas en el libro de oro del porvenir de los trabajadores.

Desde hacía tres años, no había estado realmente en la brecha nadie más que un proletariado de espíritu moderno, y con él los jóvenes que de la burguesía se pasaron al pueblo. Solo ellos mostraron algún valor político; ellos son, asimismo, los únicos que, en la parálisis general de julio de 1870, encuentran algún nervio para intentar la salvación. El odio del Imperio no los olvidará nunca, ni aun en lo más encarnizado de la guerra. En esos momentos, los tribunales de Blois juzgan a setenta y dos acusados, a unos del complot urdido contra el plebiscito, a otros de toda clase de crímenes políticos. La mayor parte de ellos no se conocían. Solo treinta y siete serán absueltos; entre ellos, Cournet, Razoua, Ferré. Mégy irá a presidio.

La bestia de la guerra está suelta, los pulmones resuenan en París, que se ilusiona con victorias, y los periodistas bien informados entran en Berlín dentro de un mes; lo malo es que en la frontera faltan víveres, cañones, fusiles, municiones, mapas, zapatos. Un general telegrafía al ministro: «No sé dónde están mis regimientos». No hay nada para equipar y armar a los guardias móviles, ejército de segunda fila. Toda ilusión de alianza es imposible. Austria está inmovilizada por Rusia; Italia, por la negativa de Napoleón iii a ceder Roma a los italianos.

Napoleón sale de Saint-Cloud el 28 de julio, en el ferrocarril de circunvalación, sin atreverse a cruzar por París, a pesar del «ímpetu irresistible»; él, que durante tanto tiempo hizo piafar en la capital a sus cien guardias. Jamás volverá a entrar en sus muros. Su único consuelo será, algunos meses más tarde, ver a sus oficiales, a su servil burguesía, superar cien veces sus matanzas.

El principio del fin

Su caída será fulminante. Su primer parte a Francia trae la noticia de que su hijo ha recibido un balazo en el campo de batalla de Sarrebruck, escaramuza insignificante transformada en victoria. Apenas llegado a Metz, se derrumba; sus lugartenientes no obedecen a sus órdenes y se hacen derrotar a su antojo. Aquel ejército prusiano que negaba el jefe de Estado Mayor Le Boeuf, enfrenta desde finales de julio cuatrocientos cincuenta mil hombres a los doscientos cuarenta mil franceses, penosamente desperdigados por nuestra frontera. Esta es invadida por el enemigo, que nos ataca el 4 de agosto, y destroza en Wissembourg la división Abel Douay; el día 6, en Spickeren-Forbach, a Frossard, el preceptor del joven héroe de Sarrebruck; el mismo día, en WorthFroeschwiller, derrota a todo el cuerpo de Mac-Mahon, cuyos restos huyen atropellándose. El águila de hojalata dorada ha caído de la bandera. Napoleón iii telegrafía a su mujer: «Todo está perdido, tratad de sosteneros en París».

Toda la guerra ofrece una buena presa a la Bolsa. La de Crimea tuvo el canard tártaro; esta otra tuvo, el día 6, el «canard» mac-mahoniano: veinticinco mil enemigos y el príncipe Carlos, prisioneros. París se engalana, la gente se abraza, canta La Marsellesa; a última hora, se acuerda comprobar la noticia. Era falsa; el Ministerio lo anuncia así a las seis de la tarde, dice que sabe –mentira– quién ha sido el falsario y que lo persigue. La verdadera victoria fue una jugada de Bolsa.

El día 7, ya no hubo más remedio que confesar los desastres. Por mucho que Emile Ollivier amañe los partes, por más que la española declame a lo María Teresa: «¡Seré la primera en el peligro!», lo único que ve París es la invasión. La República, el gran recurso de las horas trágicas, la que expulsó a los prusianos de Valmy, está en todas las bocas. Emile Ollivier proclama el estado de sitio, lanza a los gendarmes contra los grupos, no quiere convocar al Cuerpo Legislativo. Sus colegas le obligan a ello; entonces hace anunciar que toda manifestación será considerada como signo de connivencia con el enemigo, y que en el bolsillo de un espía prusiano se ha encontrado este parte: «¡Valor! ¡París se subleva, el Ejército francés será cogido entre dos fuegos!». Algunos diputados de la izquierda y varios periódicos han pedido que se arme inmediatamente a todos los ciudadanos. Emile Ollivier amenaza a los periódicos con la ley marcial. Vana amenaza. Desde que la patria está en peligro, renacen las energías. El 9 de agosto, en la apertura del Cuerpo Legislativo parece lucir, por un momento, la esperanza de salvación.

No fue más que un relámpago. La izquierda siguió siendo la izquierda, desconfiando de un pueblo que, por su parte, se muestra reticente a tomar la iniciativa. El 10 de agosto rechazó lo que se le ofrecía, y dejó que la espada prusiana entrara hasta la empuñadura.

54.- A cuatro (el 14 de junio de 1861). (N. del ed.)

55.- Hoy plaza de la República.