La comuna de Paris

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Las elecciones del 69

París no quiere más periódicos dictadores de elecciones. Encuentra él mismo candidatos y frecuentemente contra los diputados del 63, a quienes los mejores oradores de las reuniones públicas, Lefrançais, Briosne, Langlois, Tolain, Longuet, etc., provocan en vano a controversias públicas. Frente al viejo Carnot, Belleville alza al joven tribuno Gambetta, que acepta las reivindicaciones de los electores y enarbola la bandera «irreconciliable» frente a Jules Favre, a Rochefort. Contra Garnier-Pagés, afrontando la competencia de Raspail, los obreros presentan a Briosne, uno de los suyos, con el fin de afirmar «el derecho de las minorías, la soberanía del trabajo». Guéroult será combatido por el abogado Jules Ferry, autor de un bonito juego de palabras sobre el prefecto Haussmann. Jules Simon, Pelletan, tendrán también contrincantes. Emile Ollivier, que ha acumulado odios, quiere medirse en una reunión pública del Châtelet con Bancel, joven diputado del 52 que vuelve rejuvenecido del destierro. «¡Viva la libertad!», gritan al renegado. La policía desenvaina y persigue a los republicanos que suben a la Bastilla cantando La Marsellesa.

El 24 de mayo salen elegidos Gambetta, Bancel, Pelletan, Picard y Jules Simon. En el segundo turno, los señores Thiers, Garnier-Pagés y Jules Favre. Este último nombre arranca gritos de «¡Viva La Lanterne!», y comienzan en el bulevar las manifestaciones, que ganan Belleville y Saint-Antoine. La policía desliza por ellas bandas de forajidos infiltrados revoltosos disfrazados con blusas blancas, que derriban los quioscos, rompen los cristales de los escaparates y provocan detenciones en masa. Los redactores de Le Rappel y de Le Réveil y los oradores de los mítines son detenidos. Las prisiones y los fuertes de Bicêtre albergan a mil quinientos presos. Un habitual de las Tullerías, Jules Amigues, escribe: «Hay que descapitalizar París».

El material electoral de provincias dio al Imperio, reconciliado con los obispos después de lo de Mentana, bajo la presión de la tuerca administrativa, una gran mayoría. Sin embargo, los orleanistas se habían infiltrado. Una cuarentena formaba la oposición izquierdista. De 280 diputados, Napoleón iii disponía de las dos terceras partes, bastantes para responder ásperamente a los poco perspicaces que hablaban de reformas, y para escribir que no cedería «ante los movimientos populares». El tiroteo de La Ricamarie subraya estas frases. El 17 de junio, la tropa dispara sobre los mineros huelguistas, mata a once hombres y a dos mujeres, y tiende en tierra a numerosos heridos, entre ellos a una muchacha a la que Palikao impidió que fuera socorrida. Era el primer éxito en Francia de aquella maravilla de fusil Chassepot. Un senador, general de la gendarmería, propuso una especie de fusilamiento en bloque y que se llegase a un acuerdo con los demás gobiernos para suprimir todas las asociaciones y ligas obreras.

El Imperio y los obreros

Aquel bellaco no era tonto más que a medias; las sociedades obreras no auguraban nada bueno a este gobierno sin principios que jugaba con dos barajas, tolerando la huelga de los broncistas y condenando la de los sastres, suprimiendo el bureau de la Internacional y alentando las reuniones del pasaje Raoul, tan pronto autorizando a los delegados de las cámaras sindicales a reunirse, como persiguiéndolos. Estas cámaras sindicales, formadas desde hacía algún tiempo en muchas industrias, querían constituirse en federación. Sus delegados, Theisz, Avrial, Langevin, Varlin, Dereure, Pindy, que erraban de local en local, acabaron, en el verano del 69, por encontrar uno grandísimo en la calle de La Corderie, que más tarde había de hacerse célebre. La Federación subarrendó una parte del local a diferentes círculos y sociedades: las del bronce, los carpinteros, el círculo mutualista, integrado en gran parte por el primer bureau de la Internacional: D’Alton-Shee, Langlois, etcétera. Es decir, el círculo de estudios sociales que había reorganizado la Internacional después del primer proceso. La comunidad local hizo creer en la identidad de la Asociación Internacional y la Federación de Cámaras Sindicales. Era un error. Varios de los delegados de la Federación solo formaban parte de la Internacional personalmente; las sociedades que representaban no querían comprometer su existencia ligándose a la Internacional y algunos de sus miembros, por esta razón, no eran muy partidarios de estas sociedades.

El público no tomaba muy en serio estas agrupaciones sindicales; le sugestionaba más aquella misteriosa Internacional que contaba, según se decía (y el bureau de París lo dejaba decir), por millones sus afiliados y sus fondos. En septiembre del 69, celebró en Basilea su cuarto congreso. Entre los delegados franceses figuraban Tolain, Langlois, Varlin, Pindy, Longuet, Murat, Aubry de Rouen. Se discutió sobre colectivismo, individualismo, abolición del derecho de herencia, etc.;y se proclamó la misión militante del socialismo, ya que le había salido una rival: la Alianza Internacional de la Democracia Socialista, fundada el año anterior por el anarquista Bakunin. Un delegado alemán, Liebknecht, felicitó a los obreros de París: «Sabemos que habéis estado y seguiréis estando en la vanguardia del ejército revolucionario». Se proclamó el «París libre» como sede del próximo congreso.

Se podía haber dicho, en efecto, que París era libre, a juzgar por sus periódicos y por lo que se hablaba en las reuniones. El Cuerpo Legislativo se clausuró sin fijar fecha de apertura, después de una carta del emperador concediendo algunos menudos derechos a los diputados. Esto hacía que las voces de la calle se oyesen mucho más. Se consideraba al hombre de las Tullerías como moralmente acabado y físicamente quebrantado. Le Réveil, analizando su enfermedad, no le concedía más que tres años de vida; la emperatriz, la corte, los funcionarios, eran acribillados por flechazos mucho más agudos que los de La Lanterne de otro tiempo. Los mítines se orientaban hacia la política y en Belleville los hubo que fueron disueltos a sablazos. En las vallas de los nuevos edificios de las Tullerías, donde el contratista había mandado escribir: «Aquí no entra el público», una mano escribió: «Sí, algunas veces».

Los tribunales de justicia no funcionaban. Y como Rouher había sido mandado al Senado y los nuevos ministros eran desconocidos, se creyó en un nuevo régimen. Se aprovechaba cualquier ocasión para atacar. El emperador convocó al Cuerpo Legislativo para el 29 de noviembre. Un diputado de la izquierda, Kératry, se permite sugerir que debería convocarse el 26 de octubre, que había violado la Constitución, y que era preciso que los diputados fueran el 26 a la plaza de la Concordia a reconquistar, aunque sea a la fuerza, su sitio en el PalaisBourbon. La Réforme se apodera de la idea. Gambetta escribe desde Suiza: «¡Allí estaré!». Raspail y Bancel lo mismo. Jules Ferry declara que responderá al «insolente decreto».

El tiroteo de Aubin habla también de forma elocuente; el 8 de octubre, son muertos por las tropas catorce obreros huelguistas y heridos cincuenta más. París se caldea. El 26 puede convertirse en una jornada memorable; la izquierda se asusta y firma un manifiesto concienzudamente razonado para cubrir su retirada. Los hombres de vanguardia van a increparla para que explique esta doble actitud. Jules Simon, Ernest Picard, Pelletan, Jules Ferry, Bancel se dirigen a la convocatoria recusada por Jules Favre, Garnier-Pagés y otros que pretenden no depender más que de su conciencia. En la sala hay apenas doscientos militantes, jóvenes y viejos, escritores, oradores de reuniones públicas, obreros y socialistas conocidos. La presidencia recae en Millière, recientemente despedido por una gran compañía que no admite empleados socialistas. Los diputados dan un espectáculo lamentable, excepto Bancel, envuelto en sus palabrerías del 48, y Jules Simon, que conserva toda su sangre fría. Este último disculpa la ausencia de Gambetta, al que califica de «reserva para el porvenir», expone las razones estratégicas que hacen de la plaza de la Concordia un lugar peligroso y fustiga al Imperio, que finge ignorar que allí están todos para entablar su proceso. Les interrumpen, les recuerdan lo ocurrido en junio. Los diputados salieron llenos de un resentimiento que tuvieron que tragarse. No volvió a hablarse del 26 de octubre pero el gobierno hizo formidables preparativos, de los que se burló París como en el año anterior.

Dos oposiciones

Desde este momento, hay ya dos oposiciones: la de los parlamentarios de izquierda y la de los socialistas, a los que se adhiere un gran contingente de obreros, de empleados, de la pequeña burguesía. Estos dicen: «Los más hermosos discursos no han impedido nada, nada nos han dado; es menester hacer algo, sacudir el Imperio hasta descuajarlo». Se presenta la ocasión para ello. El 21 de noviembre, París tiene que sustituir a cuatro diputados: Gambetta, Jules Favre, Picard y Bancel, que han optado por las provincias. Belleville pasa de manos de Gambetta a manos de Rochefort. El autor de La Lanterne acepta los votos de Gambetta, llega de Bélgica y provoca en las reuniones un entusiasmo descabellado. Sus competidores, salvo Carnot, se retiran. Para abofetear al emperador se admite que Rochefort preste el juramento obligatorio. En todos los demás sitios, el partido de acción no exige juramentos, designa a Ledru-Rollin, Barbès, Félix Pyat. El viejo tribuno se niega a ir, el segundo muere en La Haya, Félix Pyat no tiene el menor deseo de dedicarse a resolver rompecabezas. Solo Rochefort es elegido: en las otras tres circunscripciones triunfan los hombres del pasado, dos del 48, Emmanuel Arago, el atravesado Crémieux, y un viejo y gárrulo republicano, Glais-Bizoin.

 

Los tres se unieron a la izquierda, que acaba de fustigar en un manifiesto el mandato imperativo: «La libertad de discusión –decían estos señores–, el poder de la verdad, son las armas con que cuentan para recurrir los abajo firmantes; no emplearán otras, salvo en el caso de que la fuerza trate de ahogar sus voces». Tuvieron que oír lo suyo. «La izquierda no ha sido formada para reivindicar las libertades que el tercer partido obtendrá más fácilmente. Al aislarse del pueblo, se incapacita uno de antemano para tomar otras armas, deja de cooperar al advenimiento de la República y se convierte en conservador del Imperio».

Esto era leer en el alma de muchos. Se dibujaban dos izquierdas, una llamada cerrada, bajo la presidencia del dragón Jules Grévy, custodia de los principios puros; la otra, abierta a un tercer partido, conglomerado de híbridos, liberales, orleanistas, imperialistas incluso, amasada por el amigo de Emile Ollivier, Ernest Picard, víctima de la comezón ministerial.

El Ministerio Emile Ollivier

Como la lesión imperial se hacía cada vez mayor, Emile Ollivier suplicó a Napoleón iii que releyese cierto capítulo de Maquiavelo, en el que se habla de la necesidad de afrontar con nuevos ministros cada nueva situación. Napoleón iii lo leyó, y encargó constituir un ministerio a este maquiavélico Ollivier, que se comprometía, aun garantizando la libertad, a luchar «cuerpo a cuerpo con la Revolución». «¡Del orden, respondo yo!», había dicho el emperador al Cuerpo Legislativo. El año 1870 se abrió bajo la doble constelación de estas potencias. Emile Ollivier, presidente del Consejo de Ministros; en Hacienda, un reaccionario del 48, Buffet; el general Le Boeuf, en Guerra; un cualquiera, en el Interior, donde según el general Fleury, perro viejo del 2 de diciembre, hacía falta «una mano de hierro».

Después de la elección de Belleville, el partido de acción no se detuvo. Las reuniones públicas no eran más que fiebre, hasta el punto de inquietar a Delescluze, que constataba la existencia de una avalancha de exaltados desconocidos. Su Réveil y Le Rappel se quedaban bastante más atrás que La Marseillaise, fundada en diciembre por Rochefort, ametralladora que disparaba sin descanso, y cuya redacción, por la que desfilaba desde la mañana hasta la noche la multitud, parecía un campamento. Los redactores están dispuestos a todo. Un primo del emperador, el príncipe Pierre Bonaparte, fiera encerrada en Auteuil, atacó violentamente, en L’Avenir de la Corse, al periódico corso La Revanche, cuyo corresponsal parisino, Paschal Grousset, respondió en La Marseillaise. El príncipe provoca a Rochefort, pero Paschal Grousset se ha anticipado y ha enviado a Auteuil a dos de sus colaboradores, Ulric de Fonvielle y Victor Noir, buen mozo de veinte años, valiente en extremo. Pierre Bonaparte responde brutalmente que se batirá con Rochefort, no con dos instrumentos. Habla de carroñas. Un disparo. Victor Noir va a caer al patio con el corazón atravesado por un balazo. París en pleno recibe el tiro. Aquel joven muerto, aquel Bonaparte asesino, conmueven a todos los hogares, despiertan la piedad de la mujer y la pasión del marido. Cuando al día siguiente La Marseillaise grita: «Pueblo francés, ¿no crees que decididamente esto es ya demasiado?», el motín fue cosa fuera de duda, y hubiera estallado de no haber retenido la policía el cadáver en Auteuil.

El 12 de enero del 70, doscientos mil parisinos suben por los Campos Elíseos para hacer grandes funerales a su hijo. El ejército, reforzado con las guarniciones vecinas, ocupa todos los puntos estratégicos, y el mariscal Canrobert, olfateando el tufo de diciembre, promete el tiroteo. En Auteuil, Delescluze y Rochefort, que ven inminente la matanza, obtienen la promesa de que se llevará el ataúd al cementerio, en contra de Flourens y de los revolucionarios que quieren llevarlo a París. No hubiesen franqueado la barrera, que apenas dejó pasar a Rochefort y al frente de una columna, rápidamente rechazada a la altura de los Campos Elíseos. Los mamelucos se quejaron de que no se hubiera aprovechado la ocasión para hacer la sangría que estimaban indispensable.

El primer acto del liberal Emile Ollivier fue pedir que se persiguiese a Rochefort. Obtiene el voto afirmativo el día 17, a pesar, es preciso decirlo, de la oposición de la extrema izquierda. La multitud que rodeaaba el Palais-Bourbon, reprimida a golpes, gritó: «¡Viva la República!», ante la terraza de las Tullerías por donde se paseaba el emperador.

El segundo acto liberal del ponente de la ley sobre las coaliciones fue dirigir al ejército contra los obreros de Creusot, que pedían administrar por sí mismos su caja de retiro, alimentada con su propio dinero.

El presidente del Cuerpo Legislativo, Schneider, jefe de este coto feudal, había expulsado a los miembros del comité obrero, que llevaban a Assi a la cabeza. Schneider abandonó el sillón presidencial, acudió a su baronía con tres mil soldados y dos generales, volvió a toda su gente a las canteras y envió un gran número de sus obreros al Tribunal de Autun.

El bureau de la Internacional, formado de nuevo con otro nombre, protestó contra la «pretensión de los capitalistas que, no contentos con detentar todas las fuerzas económicas, quieren además disponer, y disponen, de hecho, de todas las fuerzas sociales, ejército, policía, tribunales, para el mantenimiento de sus inicuos privilegios». El rumor de la huelga fue ahogado por la marea ascendente de París.

Rochefort, condenado a seis meses de cárcel, es entregado por los diputados. La noche del 7 de febrero lo detienen ante la redacción de La Marseillaise. Flourens grita: «¡A las armas!», echa la zarpa al comisario y, seguido por un centenar de manifestantes, se dirige a Belleville y levanta una barricada en el Temple. La tropa llega, Rochefort se ve abandonado y encuentra a duras penas un refugio. Al día siguiente, París se entera de la detención de Rochefort, así como de todos los redactores de La Marseillaise y de numerosos militantes. Se agitan las masas en los barrios. En la calle Saint-Maur se levantó una barricada que es defendida. Va a presentarse ocasión para la sangría, cuando aparece un manifiesto firmado por obreros, muchos de los cuales pertenecen al bureau de la Internacional: Malon, Pindy, Combault, Johannard, Landrin, etc.: «Por primera vez desde hace diecinueve años se han levantado barricadas; la ruina, la bajeza, la vergüenza, van a acabar de una vez... La Revolución adelanta a grandes pasos; no obstruyamos su camino con una impaciencia que podría resultar desastrosa. En nombre de la República social que todos queremos, invitemos a nuestros amigos a no comprometer semejante situación».

Estos trabajadores fueron escuchados por el pueblo pero las detenciones continuaron. Un obrero mecánico, Mégy, detenido antes de la hora legal, mata al policía que fuerza su puerta. Delescluze sostiene que Mégy estaba en su derecho de defenderse. Se le condena a trece meses de prisión. El abogado de Mégy, Protot, es apaleado, amordazado. El día 14 hay cuatrocientas cincuenta personas encerradas, acusadas de haber participado en el «complot de febrero», como lo llamaba esta magistratura, a quien su actual jefe, Emile Ollivier, trataba en el 59 de «podredumbre».

Como tal se manifestó el 21 de febrero, en Tours, en el proceso del asesino de Víctor Noir. La Constitución imperial concedía a los Bonaparte el privilegio de un Tribunal Supremo, compuesto de funcionarios del Imperio. La fiera de Auteil rugió. Seguro de sus jueces, dijo que Victor Noir le había abofeteado. El profesor Tardieu, médico oficial, lo confirmó, y el procurador general, un vulgar criado, arrancó la absolución. Tardieu, abucheado por los estudiantes de París, hizo suspender sus cursos. La juventud de las escuelas se tomó el desquite en un banquete ofrecido a Gambettta. «Nuestra generación –dijo este– tiene por misión terminar, completar la Revolución Francesa; no debe llegar el centenario de 1789 sin que Francia haya hecho algo por la justicia social». Fustigó el culto a Napoleón i, que había llevado a la restauración del Imperio, y dijo: «Es un monstruo en lo moral, como los monstruos lo son en lo físico».

El plebiscito

En la discusión sobre el plebiscito, Gambetta igualó a Mirabeau. Napoleón iii, hipnotizado siempre por la sombra de su falso tío, había decidido adoptar el gran remedio que intentara Napoleón i cien días antes de Waterloo. El 19 de julio del 69, rechazaba todavía la idea de un plebiscito; el 4 de abril del 70 lo pedía con esta fórmula: «¿El pueblo francés aprueba las reformas operadas en la Constitución desde 1860?». Gambetta puso al descubierto la trampa, probó que el Imperio no podía soportar la más mínima dosis de libertad, y habló en favor de la República. El plebiscito fue servilmente votado.

«Daremos pruebas de una actividad devoradora», había dicho Emile Ollivier, que continuaba su serie de frases inauditas. Los primeros devorados fueron los obreros de Anzin y, en seguida, los de Creusot, condenados el 6 de abril. La Internacional los encomendó a los trabajadores. «Cuando se absuelve a los príncipes que matan y se condena a los obreros que no piden más que vivir de su trabajo, nos corresponde salir al paso de esta nueva ignominia, con la adopción de las viudas y los huérfanos». Todos los periódicos de vanguardia, respondiendo a este llamamiento, abrieron suscripciones.

El 8 de mayo era la fecha señalada para la comedia. Durante un mes, los poderes públicos, la administración, los magistrados, el clero, los funcionarios de todas clases, no vivieron más que para el plebiscito. Se fundó un comité bonapartista, dotado con un millón por el Crédit Foncier. Para espantar al burgués, un redactor de Le Figaro llenó un volumen con las estupideces que se escaparon en algunas reuniones públicas. Su periódico lanzó contra los republicanos la Sociedad de los garrotes reunidos. El bergante del Lampion, inventor, en el 48, de los guardias nacionales aserrados entre dos planchas, del vitriolo lanzado con bombas, de las mujeres que vendían a los soldados aguardiente envenenado, del municipal empalado, de los bonos por tres damas de Saint-Germain, etc. Bajo este Imperio que hizo brotar todas las pústulas, Villemessant había creado el periódico-tipo de la prensa regocijante, Le Figaro. Una escuadra de graciosillos, más o menos plumíferos, iban a la corte, a la ciudad, al teatro, a la caza del chisme, del escándalo del día, de la anécdota incitante, escuchando detrás de las puertas, olisqueando los cubos del agua sucia, registrando los bolsillos, a veces cobrando la pieza, y recibiendo a menudo un puntapié. Liviano, conservador, religioso, Le Figaro era órgano y publicista del trabajo de dignatarios, bolsistas y golfas que se alzaban con los escudos tan pícaramente como alzaban las piernas. La gente de letras lo había adoptado, hallando en él a un tiempo cebo y tablado. El gobierno lo utilizaba para insultar a la oposición, ridiculizar a los republicanos, calumniar las reuniones públicas o dar fe de los falsos complots que podían empujar a los tímidos hacia el Imperio. Su éxito creó rivales. En el año 70, esta prensa aretinesca, rica, con clientela pingüe, daba de comer a una nube de proxenetas literarios, que hubiesen desnudado a su propia madre en público con tal de colocar sus artículos. Se les lanzó a la lucha plebiscitaria y muchos de ellos fueron a provincias a reforzar la prensa local obligada a cierta moderación.

Los republicanos, los de la oposición, escasos de periódicos, andaban aún peor de organización. En casa del viejo Crémieux, que se las daba de Néstor, celebraron una reunión en que tres diputados, entre ellos Jules Simon y

siete periodistas, se encargaron de hablar al pueblo y al ejército. Redactaron dos artículos. Los diecisiete diputados del grupo Picard rehusaron adherirse por no querer hacer «ninguna revolución»; La Marseillaise y Le Rappel se negaron a insertar los dos artículos porque en ellos no se hablaba más que de República y no llevaban firmas de obreros. Éstos, afortunadamente, sabían vivir sin portavoces. El 24 de abril, la Corderie envió el siguiente manifiesto a los trabajadores de las ciudades y del campo: «Insensato será quien crea que la Constitución de 1870 ha de permitirle más cosas que la de 1852... No... El despotismo no puede engendrar más que despotismo. Si deseáis acabar de una vez con las máculas del pasado, el mejor medio, a nuestro juicio, es que os abstengáis o que depositéis en la urna una candidatura no constitucional».

 

Más vibrante que el de la izquierda fue el llamamiento de Garibaldi al ejército francés: «Yo quisiera no ver en vosotros más que a los descendientes de Flerus y Jemmapes; entonces, aunque inválido, saludaría vuestra soberbia bandera de la República y marcharía aún a vuestro lado».

Por su parte, los periodistas republicanos y las reuniones públicas, suplieron la pobreza del manifiesto e hicieron la verdadera campaña, jugándose la libertad con una abnegación a la que eran totalmente ajenos los republicanos de relieve, los más ricos, de los cuales daban un escudo, ni más ni menos. El único generoso fue Cernuschi, el antiguo miembro de la Constituyente romana, que envió doscientos mil francos.

Esto no era nada contra este Imperio que tenía en sus manos los Bancos públicos y el terror. El 30 de abril enviaba a Mazas a los redactores del manifiesto de la Corderie y a los agitadores obreros Avrial, Malon, Theisz, Héligon, Assi, etc. El 17 de mayo amañó un complot. Su policía acababa de detener en una casa pública a un antiguo soldado, Beaury, provisto de dinero y de una carta de Flourens, refugiado en Londres, que le mandaba a Francia para asesinar al emperador. «La Internacional anda mezclada en el asunto», juran Le Figaro y el mundo oficial. De nada sirve que las sociedades de la Corderie protesten, ni que la Internacional escriba: «Sabemos de sobra que los sufrimientos de todas clases que padece el proletariado obedecen más al estado económico que al despotismo accidental de unos cuantos fabricantes de golpes de Estado, y no deberíamos de perder el tiempo soñando con la eliminación de uno de ellos». El gobierno secuestra el manifiesto, se incauta de los periódicos. Emile Ollivier ve la mano de la Internacional por todas partes, telegrafía a todos los tribunales para que se detenga a los afiliados que residan en sus respectivas demarcaciones. Las órdenes de detención más inverosímiles pesan sobre gran parte de la población. Del 1 al 8 de mayo, ningún republicano está seguro. Los diputados de la izquierda no duermen en sus casas. Delescluze y varios periodistas se ven obligados a refugiarse en Bélgica.

El plebiscito arrojó siete millones doscientos diez mil votos a favor y un millón quinientos treinta mil en contra. Desde 1852, el régimen imperial había reunido, por tres veces, más de siete millones de sufragios, favorables, pero nunca tantos votos hostiles. Las grandes ciudades estaban conquistadas, las poblaciones pequeñas y el campo seguían al lado del poder establecido. Era el resultado previsto. Sabiamente contenidas por una administración de innumerables tentáculos, las poblaciones del campo, atemorizadas por el pillaje, votaron «sí» en las urnas, pensando que así obtendrían la paz. El Imperio tomó estos millones de súbditos pasivos por militantes; el millón quinientos mil de activos, fue desdeñado. Los mamelucos pidieron que se hiciesen cortes siniestros. Emile Ollivier les organizó un proceso en el Tribunal Supremo, donde se juzgaría, conjuntamente, al famoso Beaury y a setenta y dos revolucionarios de nombres más o menos famosos, Cournet, Razoua, de Le Réveil; y Mégy, Tony-Moilin, Fontaine, Sapia, Ferré, de las reuniones públicas.