La comuna de Paris

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El clero y el Imperio

Uno solo de los poderes del Estado, el inmutable, no había abdicado. Do ut des: tal es la divisa clerical. El clero tendió los brazos a Luis Napoleón a cambio de que este le doblase la pitanza. El presidente hubo de pagar la expedición de Roma (1849) con la ley Falloux sobre enseñanza, y con una serie de favores dispensados a las congregaciones, las asociaciones religiosas y los jesuítas. El emperador abrazó las doctrinas ultramontanas, dejó que en su suelo brotasen vírgenes milagrosas, se allanó al dogma de la Inmaculada Concepción y sobre todo a este cuasidogma: Roma, soberana del universo católico. La guerra de Italia, la expedición de Garibaldi, la derrota de las tropas pontificias, la anexión de Nápoles, pusieron furioso al Papa. Se desató contra Napoleón iii una rabiosa campaña pontificia y episcopal. El emperador ya no era Constantino, sino Judas. Napoleón iii cobra miedo, no se atreve a seguir adelante; además, está su mujer. Y si él padece a los curas como aliados, ella los ama con el amor galante de la convertida. El Papa ha apadrinado a un hijo suyo y le ha ofrendado la rosa de oro, reservada a las soberanas virtuosas. El convenio celebrado con el reino de Italia, acordando retirar de la zona; dentro del plazo estipulado, el ejército francés de ocupación, puso frenético al clero. El hombre blanco de Roma contestó con una encíclica seguida del Syllabus. Los obispos no hicieron caso del gobierno, anatematizando el espíritu y la vida modernos y publicaron el Syllabus, lleno de insultos. Esto les valió los beneplácitos de Su Santidad. Su actitud era tan retadora, que en marzo del 65, el propio ministro que, cediendo a presiones del clero y la emperatriz, había expulsado a Renan de su cátedra por llamar a Jesucristo un hombre incomparable, pronunció en el Senado una violenta diatriba contra el Syllabus. Un senador dio a conocer una estadística según la cual, en 1856, las asociaciones religiosas reconocidas agrupaban a 65.000 personas, con una fortuna inmueble de 260 millones de francos, habiendo razones para suponer que la de las asociaciones no reconocidas no bajaba tampoco de esa cifra. ¡Imagínese lo que esta fortuna habría crecido en los últimos diez años! El cardenal Bonnechose no se dignó disfrazar apenas el pensamiento del Syllabus, y sostuvo que las congregaciones religiosas solo tenían deudas. Rouher se hizo el desentendido, temiendo a este clero que, a pesar de las cortesanías de forma, se alzaba en bloque frente al Imperio, dispuesto a todas las luchas por la dominación.

La amenaza prusiana

Es el punto muerto del régimen. El Imperio no dio a Francia ningún principio nuevo; las condiciones económicas que le alentaron han desaparecido. Perdió su razón de ser; exteriormente, no es ya más que una expresión militar sujeta a todas las rivalidades. Los gérmenes de discordia sembrados en Italia empiezan a brotar por todas partes. Alemania ansiaba la unidad como la península. Dos potencias se la brindaban. Austria, aunque demasiado vieja ya para hacer de Fausto, se adelantó, y mientras Napoleón iii se hundía en México, ella convocaba en Francfurt, en el año 63, a los príncipes confederados. Prusia, su rival, que presumía de liberalismo, no acudió, pero de las intrigas de la Dieta brotó una voz alemana que permitió a Prusia y a Austria reivindicar unos derechos cualesquiera sobre los ducados sometidos a la soberanía de Dinamarca: Sleswig y Holstein. Los mandatarios de la Dieta desmembran el territorio danés, cocinan la Confederación, y, en el año 66, Austria ocupa Holstein, Prusia Sleswig. A los periódicos franceses que protestan, les contestan brutalmente los periódicos de Berlín: «Francia teme que Alemania se transforme en la primera potencia del mundo. La misión de Prusia es implantar la unidad alemana». Prusia no oculta esta misión cuando Bismarck acude a Biarritz a pedir a Napoleón iii la neutralidad de Francia en una guerra contra Austria. La obtiene, hace inevitable el conflicto desde el año 66, denuncia en marzo los planes militares de Austria y en abril firma un tratado de alianza con Italia, que el emperador aprueba. La víspera de las hostilidades, el 11 de junio, Napoleón iii informa al Cuerpo Legislativo de esta política mortal. El Cuerpo Legislativo la hace suya por 239 votos contra 11. El punto muerto está franqueado; el Imperio va a precipitarse por la otra pendiente.

El 3 de julio del 66, Austria es aplastada en Sadowa. Su victoria en Italia no cambia la situación. Cede Venecia y abandona Alemania para dejar sitio a una Prusia rica y poderosa, con un dictador militar, jefe de la gran familia. Napoleón iii intenta hablar de compensaciones territoriales. Bismarck le contesta con una Alemania presta a alzarse como un solo hombre; el otro le cree, se dice que el ejército francés no está preparado contra aquella Prusia abrumada por sus victorias y lo escucha sin replicar. Cuatro años más tarde, no vacilará en lanzar a este mismo ejército francés contra una Prusia alemana con fuerzas multiplicadas.

Sin periódicos que la instruyan, simpatizando siempre con Italia, hostil a la Austria absolutista, confiada en el liberalismo de Prusia, la masa francesa no advierte el peligro. Fue en vano que unos cuantos hombres de estudio lo demostrasen claramente en el Cuerpo Legislativo. Los serviles no quisieron oír, y 219 votos contra 45 declararon que, lejos de sentirse amenazada, Francia debía confiar. Celebraron como una victoria la neutralización de Luxemburgo. El público no vio en esto más que una guerra que se evitaba. Al manifiesto de los estudiantes de Alsacia-Lorena protestando contra los odios y las guerras nacionalistas, los estudiantes de Berlín respondieron que ellos protestaban contra la neutralización. He ahí el tono de la joven burguesía prusiana. El gobierno de Prusia prohibía a sus súbditos afiliarse a la Internacional.

Internacionalistas y blanquistas

La Internacional, apartada del estruendo de las armas, celebraba en Ginebra, algunas semanas después de Sadowa, el 3 de septiembre del 66, su primer Congreso General. Sesenta delegados, provistos de mandatos en forma, representaban a varios cientos de miles de adheridos. «El pueblo no quiere seguir combatiendo locamente para dar gusto a los tiranos –dice el informe de los delegados franceses–. El trabajo quiere conquistar el puesto que le corresponde en el mundo por su sola influencia, al margen de todas las que ha venido padeciendo siempre, e incluso buscado». En la fiesta que siguió a los trabajos del Congreso, la bandera de la Internacional, enarbolada por encima de las banderas de todas las naciones, ondea su divisa en letras blancas: «No más derechos sin deberes, no más deberes sin derechos». Los delegados ingleses fueron registrados a su paso por Francia; los de Francia habían tomado precauciones. Apenas regresar, reanudaron su propaganda. En febrero del 67 se ofrecen a la huelga de los broncistas contra sus patronos. El cincelador Theisz y algunos otros del Comité de Huelga se adhieren a la Internacional; otros permanecen ajenos a ella, e incluso hostiles. El Comité en pleno se dirige a Londres, donde las Trade’s Unions le entregan 2.500 francos; el efecto moral de esto es tan grande, que los patronos capitulan. El prefecto de policía felicita al Comité por el buen comportamiento de los huelguistas durante la crisis.

Les había dejado celebrar grandes reuniones. El gobierno quería dar una lección a los burgueses de la oposición y acentuar la diferencia entre la Internacional y la joven burguesía revolucionaria.

Esta veía con muy malos ojos aquellas organizaciones de trabajadores, cerradas a todo el que no fuera obrero, recelaba de su apartamiento de la política, las acusaba de fortalecer el Imperio. Algunos de estos jóvenes, educados en las tradiciones de Blanqui y de los agitadores de antaño, que creían la miseria generadora de la liberación, se mostraban fogosos, no sin valor como Protot, el abogado, y Tridon, el rico estudiante, casi célebre por sus Hébertistes, que habían acudido al Congreso de Ginebra a censurar a estos delegados obreros, traidores, según ellos, a la revolución. Los delegados, que no veían en estos hijos de burgueses más que la reencarnación juvenil de sus padres, les reprocharon su absoluta ignorancia del mundo obrero y los maltrataron equivocadamente. Esta generación era mejor, y ahora sus órganos, los periódicos del Barrio Latino: La Libre Pensée, de Eudes Flourens, el hijo del fisiólogo, que había luchado por la independencia de Creta; La Rive Gauche, donde Longuet publicaba su Dinastie des Lapalisse y Rogeard sus Propos de Labienu, no se aislaban del proletariado en su cuerpo a cuerpo con el Imperio. La Policía hacía incursiones frecuentes en aquellos locales, perseguía las menores reuniones, urdía complots tomando como pretexto la simple lectura en el café de la Renaissance de una proclama en la que Félix Pyat, revolucionario honorario, incitaba desde Londres a los estudiantes a las barricadas: «Es necesario obrar; vuestros padres no iban a Lieja, acampaban en Saint-Merry».

Vejeces que suenan a hueco, sobre todo en vísperas de la Exposición Universal, en la que París se echa a la calle a disfrutar de la alegría y del espectáculo de los soberanos extranjeros. Bismarck pudo tomar las últimas medidas de los hombres y de las cosas del Imperio. Moltke, el vencedor de Austria, visitó tranquilamente nuestras fortificaciones. Sus oficiales brindaron por la toma de París. París, casa de Europa, como decía la princesa de Metternich, divirtió prodigiosamente a todos los príncipes. Solo silbaron una bala polaca disparada contra el zar por un refugiado, Berezowski, y el viento huracanado de México.

 

Abandonado desde el 66 por su imperial expedidor, dócil a Estados Unidos, el emperador Maximiliano fue apresado y fusilado el 19 de junio del 67. «La más bella idea del reino» se resumía en millares de cadáveres franceses, en el odio de México saqueado, en el desprecio de Estados Unidos, en la pérdida escueta de mil millones. Bazaine, que regresó de la campaña cubierto de oprobio, no tardó en florecer de nuevo entre los generales más en boga.

La Exposición Universal fue el último cohete del esplendor imperial. No dejó más que el olor a pólvora. La burguesía republicana, inquieta ante los puntos negros que se cernían en el horizonte, se dedicó a copiar a la Internacional, imaginó la alianza de los pueblos y encontró bastantes adhesiones para celebrar un gran congreso en Ginebra el 8 de septiembre del 67. Lo presidió Garibaldi. La Internacional celebraba en este momento, en Lausana, su segundo Congreso, y los obreros alemanes, al contrario de los estudiantes de Berlín, enviaron una calurosa proclama contra la guerra. El Congreso de Ginebra convocó al de Lausana; llega, habla de un nuevo orden que arrancaría al pueblo de la explotación del capital, y acapara hasta tal punto la discusión, que algunos republicanos, delegados de París en el congreso de alianza, entre ellos Chaudey, uno de los ejecutores testamentarios de Proudhon, brindaron a los obreros el apoyo de la burguesía liberal para la emancipación común. Estos aceptaron, y el congreso terminó con la fundación de una Liga de la Paz.

Republicanos y socialistas

Dos meses después, habla el cañón a las puertas de Roma. Garibaldi se ha lanzado sobre los Estados Pontificios y se estrella en Mentana contra las tropas francesas enviadas por la emperatriz y por Rouher. El general De Failly, a cuyo mando estaban las tropas, supo atizar el odio de los patriotas italianos, telegrafiando a las Tullerías: «Nuestros fusiles nuevo modelo han hecho maravillas». Pero si Napoleón iii pudo hacer una vez más de Francia el soldado del Papa, la democracia francesa sigue siendo la reivindicadora de la idea como en el 49. Cinco días antes del encuentro de Mentana resuenan gritos de «¡Viva Italia! ¡Viva Garibaldi!» ante Napoleón iii y el emperador de Austria, que salen de un banquete en el Hôtel-de-Ville. El 2 de noviembre, la multitud, agolpada en el cementerio de Montmartre, rodea la tumba de Manin, el gran defensor de Venecia. Por primera vez, los obreros llenan los bulevares. Pocas horas después de la ocupación de Roma, una delegación conducida por el internacionalista Tolain exige a los diputados de la izquierda que dimitan en masa. Jules Favre la recibe, protesta contra la forma y contesta a los obreros que le dicen: «Si el proletariado se levanta por la República, ¿puede contar con el apoyo de la burguesía liberal, como fue convenido hace dos meses en Ginebra?».

«Señores obreros, ustedes solos hicieron el Imperio, a ustedes toca ahora deshacerlo». Jules Favre aparentaba olvidar que el Imperio había sido engendrado por la Asamblea del 48, de la que él fuera mandatario. En los hombres del 48 persistía aún la aversión contra los obreros revolucionarios. Sus herederos eran también de corazón cerrado: «El socialismo no existe, o por lo menos, nosotros no queremos contar con él», había dicho Ernest Picard.

Le Courrier Français, único periódico socialista de la época, muestra muy bien la línea trazada. Un joven escritor, Vermorel, conocido ya por La Jeune France y por sus excelentes estudios sobre Mirabeau, le daba vida con su pluma y su dinero. Este periódico reveló la historia de los hombres del 48, su política mezquina, antisocialista, que había hecho inevitable el 2 de diciembre. Los obreros, los republicanos de vanguardia, lo leían, pero a los viejos y a muchos de los nuevos republicanos les indignaban que se tocase a sus glorias. Fueron en vano las condenas, los anónimos más amenazadores; todos los duelistas del Imperio cayeron sobre Vermorel. Las gentes del 48 clamaron que estaba sobornado, que era un agente de Rouher. El periódico le fue arrebatado. Otros muchos habían de seguirle.

Napoleón iii, cacoquimio de cincuenta y siete años, pretende rejuvenecerse con una posición liberal. El espectral Emile Ollivier, ascendido al rango de consejero, alienta la experiencia con la esperanza de gobernar al impotente. Con ayuda de grandes recursos financieros, será posible lanzar un periódico y celebrar reuniones políticas, bajo el riesgo de incurrir en graves penas. Rouher gime, Persigny escribe: «El Imperio parece hundirse por todas partes». Pero el Imperio se obstina, fiado en sus magistrados y en su policía. Para el ramillete de mayo del 68, contaba con La Lanterne, folleto semanal. Les Propos de Labienus, las impertinencias académicas del Courrier du Dimanche, las crudezas acerbas del Courrier Français no sacudieron la risa contagiosa. La Lanterne de Rochefort lo hizo, aplicando a la política los procedimientos y los despropósitos del vodevilismo. Y todos los partidos pudieron regodearse con los dioses y diosas de las Tullerías, transformados en héroes de la Belle Hélène. La burla no plació al príncipe ni a su esposa. Dos meses después, Rochefort, condenado a prisión, se refugiaba en Bruselas, pero los revoltosos brotaban por todas partes. En París, Le Rappel, inspirado desde Jersey por Víctor Hugo, a quien un alejandrino retenía en la orilla del mar; Le Réveil de Delescluze, áspero jacobino hostil a los charlatanes; en Toulouse, Agen, Auch, Marsella, Lille, Nantes, Lyon, Arras, en el Sur, en el Norte, en el Centro, en el Este, en el Oeste, cien periódicos encendían hogueras de libertad. Surgía una muchedumbre de jóvenes, desafiando las prisiones, las multas, los encuentros con la Policía y agarrando al Imperio y a sus ministros, a sus funcionarios por el cuello, detallando los crímenes de diciembre, diciendo: «¡Hay que contar con nosotros, la generación que levantó el Imperio ha muerto!». Folletos, publicaciones populares, pequeñas bibliotecas, historias ilustradas de la Revolución, bastaban apenas para satisfacer el ansia de saber que se despertaba. La joven generación obrera, que no había disfrutado el fuerte alimento de la que hizo el 48, lo engullía todo a grandes bocados.

Las reuniones públicas, extraordinariamente concurridas, estimulaban estas llamaradas de ideas. Hacía veinte años que París no veía una palabra libre florecer en los labios. A pesar de que el comisario estaba dispuesto a disolver las reuniones a la menor palabra malsonante, muchos exaltados venían a volcar su fuego sobre un público insospechado, sobre todo en los barrios populares, donde dominaban los provincianos, atraídos desde hacía quince años por las grandes obras de París. Estos, más nuevos que los parisinos de pura sangre, mezclan su robustez a su nerviosa prontitud, reclaman discusiones profundas.

La Internacional en el correccional

La Policía pudo entrever entonces que la Internacional no era el instigador, como estúpidamente creía desde la manifestación de Mentana. Ordenó persecuciones de las que la calle Gravilliers se aprovechó para desplegar su bandera, desconocida hasta entonces entre la multitud. El fiscal de S. M. Imperial estuvo «atentísimo» con aquellos honrados trabajadores, cuya asociación no estaba, desgraciadamente, autorizada.

El instigador, Tolain, hizo la defensa colectiva: «Desde 1862, nuestra consigna es que los trabajadores no deben buscar su emancipación más que por sí mismos. No teníamos más que un medio de salir de la falsa situación que nos creaba la ley; violarla para que se viese que era mala; pero no la hemos violado, pues el gobierno, la policía, la magistratura han podido o han sabido tolerarlo todo». El juez, tan amable como el propio fiscal, impuso a los detenidos cien francos de multa y declaró disuelta la Asociación Internacional domiciliada en París. Sin pérdida de tiempo, constituyóse un nuevo bureau: Malon, Landrin, Combault, Varlin, un encuadernador, reunió en unos cuantos días diez mil francos para los huelguistas de Ginebra. Nuevas persecuciones.

Varlin asume la defensa; esta vez, el tono sube: «Una clase oprimida en todas las épocas y bajo todos los reinos, la clase del trabajo, pretende aportar un elemento de regeneración. Solamente un viento de absoluta libertad conseguirá limpiar esta atmósfera cargada de iniquidades. Cuando una clase ha perdido la superioridad moral que la hacía predominante, debe desvanecerse si no quiere ser cruel, porque la crueldad es el único recurso de los poderes que caen». Tres meses de prisión rezaba la sentencia, «por haber afirmado la existencia, la vitalidad y la acción de la Asociación Internacional, interviniendo en la reciente huelga de los obreros de Ginebra, moralmente o alentando la lucha entre patronos y obreros». El bureau de París fue disuelto nuevamente.

No por eso dejó la Asociación de estar representada en septiembre en Bruselas, en el iii Congreso de la Internacional, que invitó a todos los trabajadores a oponerse a una guerra entre Francia y Alemania. La mayoría votó, a pesar de Tolain, por la propiedad colectiva; y el gobierno imperial se aprovechó de esto para asustar a algunos republicanos que empezaban a inquietarle seriamente.

Gambetta

El 2 de noviembre del 68, día de los difuntos, descubren en el cementerio de Montmartre, bajo una piedra enmohecida, la tumba del representante Baudin, asesinado el 2 de diciembre del 51 en Saint-Antoine. Quentin, redactor de Le Réveil, increpa al Imperio. La multitud grita: «¡Viva la República!». La publicación Pueblo y Juventud habla de venganza y la promete en breve. Le Réveil de Delescluze, L’Avenir National de Peyrat, La Revue Politique de Challemel-Lacour y otros periódicos conquistados por el ejemplo abren una suscripción para erigir a Baudin una tumba que perpetúe su memoria. Hasta Berryer se suscribe. El Imperio lleva a los tribunales a los periodistas y a los oradores del 2 de diciembre. Un abogado joven defiende a Delescluze. Totalmente desconocido para el público, se destaca desde hace algunos años entre la juventud estudiantil y la del foro, donde sorprendió a los maestros en un extraño proceso llamado de los 54. No se entretiene alabando a Baudin. Ya de entrada, Gambetta ataca al Imperio, evoca con trazos de Corneille el 2 de diciembre, encarna el dolor, la cólera, la esperanza de los republicanos; con su voz torrencial, sumerge al fiscal de S. M. Imperial y, con los cabellos flotando al viento, desabrochado, aparece durante una hora como el profeta del castigo. La nueva Francia se vio sacudida como por el alumbramiento de una conciencia. El proceso de Baudin marcó el límite fatal del Imperio. Cometió este la tontería de creer que el 2 de diciembre habría manifestaciones y puso en pie un ejército, dirigido por Pinard,un pequeño ministro del Interior. París, suficientemente vengado, se contentó con reír. El Imperio, ridiculizado, agobió a los periodistas con multas y meses de prisión, clausuró las reuniones públicas y tendió todos sus tentáculos administrativos. Esto ocurría en vísperas de unas elecciones generales.

La misión de los serviles del 63 había terminado. Siguieron a Napoleón iii hasta el crimen de lesa patria. Bastante más culpables que en el 57, dieron a luz la hegemonía prusiana lanzando a Italia en brazos de Prusia. Continuaron financiando la guerra de México, aclamaron a la segunda expedición romana y a Rouher con su: «Jamás, jamás dejará Francia que Italia tenga a Roma por capital».

No hay disculpas para estas bajezas, para estas traiciones. Todos estos diputados oficiales eran altos burgueses, grandes industriales, financieros, emparentados con la administración, el ejército, la magistratura, el clero. Contra su opinión nada podía prevalecer. Preferían seguir viviendo a sabiendas de que, a fin de cuentas, el trabajo lo paga todo. En las elecciones del 69 no tuvieron otro programa que el del emperador, no buscaron otro elector que el ministro. Fue el pueblo quien, una vez más, hubo de salvar las apariencias.