La comuna de Paris

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Thiers

Su campaña fue trazada y dirigida desde su origen por los únicos tácticos de alguna importancia que había en Francia: los jesuitas, dueños y señores del clero. Thiers fue el jefe político.

Los hombres del 4 de septiembre habían hecho de él, como es sabido, su embajador. Francia, escasa en diplomáticos desde Talleyrand, no ha tenido otro más fácil de manejar que este hombrecillo. Viajó a Londres, a San Petersburgo, a Viena, a Italia, de la que fue enemigo encarnizado, a buscar, para la Francia vencida, alianzas que se le habían negado. Logró que se burlaran de él en todas partes, solo fue recibido por Bismarck, y negoció el armisticio rechazado el 31 de octubre. Cuando llegó a Tours, en los primeros días de noviembre, sabía que desde aquel momento, la lucha había de ser a vida o muerte. En lugar de abrazarla valerosamente, de poner su experiencia al servicio de la delegación, no tuvo más que un objetivo: enterrar la defensa.

No podía esta tener un enemigo más temible. La suerte que alcanzó este hombre, sin principios de gobierno, sin visión de progreso, sin valor, no hubiera podido alcanzarla en ninguna parte más que entre la burguesía francesa. Pero estuvo siempre en todas partes donde hizo falta un liberal para ametrallar al pueblo, y raras veces se vio un artista más maravilloso en intrigas parlamentarias. Nadie supo como él atacar, aislar un gobierno, agrupar los prejuicios, los odios, los intereses, disfrazar su intriga con una careta de patriotismo y de buen sentido. La campaña de 1870-71 será, indudablemente, su obra maestra. Se había resuelto para su gobierno la cuestión de los prusianos, y no se preocupaba de ellos más que si hubiesen vuelto a pasar el Mosela. El enemigo para él era el defensor. Cuando nuestros pobres «móviles» se agitaban de un lado para otro con una temperatura de veinte grados, Thiers triunfaba con sus desastres. Mientras que en Bruselas y en Londres los mamelucos, fieles a las tradiciones de Coblenza, los Cassagnac, los Amigues, trabajaban por desacreditar a Francia, por hacer fracasar sus empréstitos, enviaban a los prisioneros de Alemania insultos contra la República y llamamientos en pro de una restauración imperial, Thiers agrupaba en Burdeos, en contra de la República y de la defensa, a todas las reacciones de provincias.

La prensa conservadora había denigrado desde el primer momento a la delegación. Después de la llegada de Thiers, hizo una guerra descarada contra aquélla, sin cansarse de hostigarla, de acusar, de calumniar. Gambetta es un «loco furioso», la frase procede de Thiers. Conclusión: la lucha es una locura y la desobediencia, legítima. En el mes de diciembre, esta consigna, repetida por todos los periódicos del partido, se extendió por los campos.

Por primera vez, los terratenientes hallaron oídos en los campesinos. Después de los «móviles», la guerra iba a llevarse a los movilizados; los campos de batalla se aprestaban a recibirlos. Alemania tenía en su poder 260.000 franceses; París, el Loire, el ejército del Este más de 350.000; 30.000 habían muerto, y los hospitales albergaban a millares de heridos. Desde el mes de agosto, Francia había rendido 700.000 hombres, por lo menos. ¿Cuándo iban a detenerse las cosas? Este grito fue lanzado en todas las chozas: «¡Es la República la que quiere la guerra! ¡París está en manos de los secesionistas!». ¿Qué sabía entonces el campesino francés, y cuántos podían decir dónde se encontraba Alsacia? A él, hostil a la instrucción obligatoria, era sobre todo a quien apuntaba la burguesía. ¿No consagró esa burguesía todos sus esfuerzos, por espacio de cuarenta años, en transformar en un coolie al nieto de los voluntarios del 92?

Un aliento de rebeldía pasó por los «móviles», mandados con excesiva frecuencia por reaccionarios de nota. Unos decían al ejército del Loire: «No queremos batirnos por el señor Gambetta». Hubo oficiales que se vanagloriaron de no haber expuesto nunca la vida de sus hombres.

A principios de 1871, las provincias estaban totalmente deshechas. A cada paso se reunían consejos generales disueltos. La delegación seguía el avance del enemigo interior, maldecía a Thiers y se guardaba muy mucho de detenerle. Los hombres de vanguardia que vinieron a decir hasta dónde llegaba el torrente fueron despedidos. Gambetta, cansado, desalentado, vería tristemente cómo se deshacía la defensa. A sus reproches, la gente del Hôtel-de-Ville, respondía enviándole palomas con mensajes declamatorios. En enero, sus despachos llegaban a la invectiva. La capitulación, Vinoy, la entrega del ejército del Este, la convocatoria de una asamblea, fueron el golpe final. Gambetta, fuera de sí, pensó en no autorizar las elecciones, y ante lo inevitable, proclamó inelegibles a los grandes funcionarios y diputados oficiales del Imperio, disolvió los consejos generales, y destituyó algunos magistrados de las comisiones mixtas. Bismarck protestó. La gente del Hôtel-de-Ville se asustó. Jules Simon corrió a Burdeos. Gambetta le recibió con la punta del pie, y ante un grupo de republicanos, le escupió su desprecio por las gentes de la defensa. El jesuíta, bajo estas imprecaciones, dobló la espalda, perdió el dominio de su lengua, no pudo responder más que: «¡Tomad mi cabeza!». «¿Qué quiere usted que haga yo con ella? –le gritó Gambetta–». Expulsado de la prefectura, el defensor se refugió en casa de Thiers, llamó a los periodistas reaccionarios y les dictó una protesta colectiva. Gambetta tuvo por un momento la idea de hacerlo detener pero, viendo el callejón sin salida en que iba a meterse, se retiró.

Al sonar el silbato de las elecciones, la decoración tan laboriosamente preparada apareció tal cual, dejando ver a los conservadores preparados, en pie, con sus listas en la mano. ¡Qué lejos estaba el mes de octubre, en que en muchos departamentos no se habían atrevido a presentar candidatos! El decreto sobre los inelegibles no alcanzó más que a algunos náufragos. La coalición no tenía ninguna necesidad de los carcamales del Imperio, ya que había formado cuidadosamente un personal de nobles de cola, grandes ganaderos y lobos cervales de la industria. El clero, con extraordinaria habilidad, había unido en sus listas a legitimistas y orleanistas, echando los cimientos de la fusión. Los votos se recogieron como si se tratase de un plebiscito. Los republicanos trataron de hablar de una paz honrosa. El campesino no tuvo oídos más que para la paz a toda costa. Las ciudades apenas se defendieron, a lo sumo, eligieron diputados liberales. Solo algunos puntos sobrenadaron en el océano de la reacción. La Asamblea albergó, entre 750 miembros, 450 monárquicos de nacimiento. El jefe aparente de la campaña, Thiers el rey de los liberales, salió elegido en veintitrés departamentos.

La conciliación a todo trance podía igualarse con Trochu. Uno había desprestigiado a París; la otra, a la República.

56.- Encuesta parlamentaria sobre el 4 de septiembre: Jules Favre.

57.- Encuesta parlamentaria sobre el 4 de septiembre: Petetin, de Lareinty.

58.- Encuesta sobre el 4 de septiembre: Garnier-Pagés.

59.- Etienne Arago. (N. del ed.)

60.- Tenaille-Saligny, Tirard, Bonvalet, Greppo, Bertillon, Hérisson, Ribeacourt, Carnot, Ranc, O’Reilly, Mottu, Grivot, Pernolet, Asseline, Corbon, Henri Martin, F. Favre, Clemenceau, Richard, Braleret.

61.- Encuesta sobre el 4 de septiembre.

62.- Encuesta sobre el 4 de septiembre: Jules Ferry.

63.- Encuesta sobre el 4 de septiembre: Jules Ferry.

64.- Jaclard, Vermorel, G. Lefrançais, Félix Pyat, Eudes, Levrault, Tridon, Ranvier, Razoua, Tibaldi, Goupil, Vésinier, Regere, Maurice Joly, Blanqui, Milliére, Flourens. Estos tres últimos pudieron escapar. Félix Pyat se salvó gracias a una payasada, escribiendo a Emmanuel Arago: «¡Qué lástima que sea prisionero tuyo; hubieras sido mi abogado!».

65.- Encuesta sobre el 4 de septiembre: Jules Ferry.

66.- Véanse las actas de la Defensa, arregladas por el abogado Dréo, yerno de Garnier-Pagès.

67.- «Vamos, pues, a hacer escaldarse un poco a la guardia nacional, ya que ella lo quiere», decía un coronel de infantería, molesto por este asunto. - Encuesta sobre el 4 de septiembre: coronel Chaper.

68.- Encuesta sobre el 4 de septiembre: Corbon (t. 4, p. 389).

69.- Jules Simon: Recuerdos del 4 de septiembre.

70.- Grotesco patán, personaje de Molière. (N. del T.)

71.- Encuesta sobre el 4 de septiembre: Gambetta. (T. 1, p. 561.)

Capítulo III Primeros ataques de la coalición contra París. Los batallones de la guardia nacional se federan y se incautan de sus cañones Los prusianos entran en parís

Ni el jefe del Poder ejecutivo, ni la Asamblea Nacional, apoyándose el uno en la otra y fortaleciéndose mutuamente, provocaron en modo alguno la insurrección parisina.

Discurso de Dufaure contra la amnistía

Mayo del 76

¡Qué dolor! después de la invasión, la cámara inencontrable. ¡Haber soñado con una Francia regenerada que con poderoso vuelo se lanzara hacia la luz, y sentirse retroceder medio siglo, bajo el yugo del jesuíta, del terrateniente brutal, en plena congregación! Hubo hombres cuyo corazón estalló. Muchos hablaban de expatriarse. Algunos zascandiles decían: «Esta Cámara es cosa de una hora; lo único que se le ha encomendado es la paz o la guerra». Los que habían seguido la conspiración, al ver a estos devotos de sotanas de color violeta, comprendieron que semejantes hombres no dejarían a Francia antes de haberla hecho pasar bajo su rodillo.

 

El odio a París

Cuando los escapados de París, todavía estremecidos de patriotismo, con los ojos hundidos pero brillantes de fe republicana, llegaron al Gran Teatro de Burdeos donde se reunía la Asamblea, se encontraron delante de cuarenta años de odios hambrientos. Notoriedades de villorrio, castellanos obtusos, mosqueteros de cabeza de chorlito, dandies clericales y reducidos, para expresar ideas de 1815 a los terceros papeles de 1849; todo un mundo de cuya existencia no sospechaban las ciudades, alineado en orden de batalla contra el París ateo, contra el París revolucionario que había hecho tres Repúblicas y arrollado tantos dioses. Desde la primera sesión reventó su hiel. Al fondo de la sala, un viejo, solo en su banco, se levanta y pide la palabra. Bajo su amplia capa, flamea una camisa roja. Es Garibaldi. Ha querido responder al oír su nombre. Ha querido decir, en una palabra, que rehusa el acta con que París le ha honrado. Los aullidos cubren su voz. Sigue de pie, alza su mano reseca que ha tomado una bandera a los prusianos. Arrecian las injurias. El castigo cae de las tribunas. «¡Mayoría rural! ¡Vergüenza de Francia!», grita la voz sonora de Gaston Crémieux, de Marsella. Los diputados se vuelven, amenazan. Los bravos y los desafíos siguen cayendo de las tribunas. Al salir de la sesión, la multitud aplaude a Garibaldi. La Guardia Nacional le presenta armas, a pesar de Thiers, que apostrofa al oficial que la manda. El pueblo vuelve al día siguiente, forma fila delante del teatro y obliga a los diputados reaccionarios a aguantar sus aclamaciones republicanas. Pero ellos conocen su fuerza y atacan desde el momento en que se abre la sesión. Un rural, apuntando a los representantes de París, exclama: «¡Están manchados por la sangre de la guerra civil!». Uno de los elegidos de París grita: «¡Viva la República!». Los rurales responden: «¡Vosotros no sois más que una fracción del país!». Al día siguiente, el teatro fue rodeado por tropas que rechazaron a distancia a los manifestantes.

Al mismo tiempo, los periódicos conservadores unían sus silbidos contra París, y negaban hasta sus sufrimientos. La Guardia Nacional había huido ante los prusianos; sus únicos hechos de armas eran el 31 de octubre y el 2 de enero; nadie más que ella tenía la culpa de la derrota, ya que hizo fracasar con la sedición los magníficos planes de Trochu y de Ducrot. Estas ideas fructificaban en una provincia que desde hacía mucho tiempo era terreno abonado para ellas. Hasta tal punto llegaba su ignorancia de los sucesos del sitio, que había elegido (y a algunos varias veces) a Trochu, Ducrot, Jules Ferry, Pelletan, Garnier-Pagès y Emmanuel Arago, a quienes París no había concedido la limosna del voto.

Correspondía a los representantes de París hablar del sitio, de las responsabilidades, de la significación del voto parisino, alzar contra la coalición monárquico-clerical la bandera de la Francia republicana. Se callaron o se limitaron a celebrar reuniones pueriles de las que Delescluze salía lastimado, como cuando abandonó la reunión de los alcaldes. Los Epiménides del 48 respondían con banalidades al estruendo de armas del enemigo. La respuesta de los menos viejos fue que había que esperar a ver cómo se presentaban las cosas.

Estas elecciones, estas amenazas, los insultos a Garibaldi y a sus representantes, todos estos golpes sucesivos cayeron sobre un París febril, mal abastecido, al que llegaba mal la harina (el 13 de febrero, Belleville había recibido solamente 325 sacos, en lugar de 800). Esta era, pues, la recompensa de cinco meses de dolor y de tenacidad. Las provincias, a las que París había apelado durante todo el sitio y hacia las cuales tendía los brazos, le gritaban: «¡cobarde!», lanzándole de Bismarck al rey. Pues bien, si era preciso, París defendería él solo la República contra aquella Asamblea rural. El peligro inminente, la dura experiencia de las divisiones del sitio, concentraron las voluntades, forjaron de nuevo un alma colectiva a la gran ciudad. La Guardia Nacional empezó a cerrar filas.

Orígenes del Comité Central

Hacia finales de enero, algunos republicanos y varios intrigantes que corrían tras un mandato, intentaron agrupar a los guardias nacionales con un fin electoral. Se celebró una reunión magna en el Circo de Invierno, bajo la presidencia de Courty, un negociante del tercer distrito. En ella se preparó una lista bastante heterogénea, se decidió celebrar una nueva reunión para acordar lo que había de hacerse en caso de elecciones dobles, y se encargó a un bureau que convocase regularmente a todas las compañías.

Esta segunda reunión tuvo lugar el 15 de febrero, en la sala de Wauxhall, en la calle de la Douane. Pero, ¿quién pensaba entonces en elecciones? Un solo pensamiento ocupaba todos los corazones: ¡la unión de todas las fuerzas republicanas parisinas contra los rurales triunfantes! La Guardia Nacional era tanta como el París viril en su totalidad. La idea clara, simple y esencialmente francesa, de federar los batallones, vivía desde hacía tiempo en el espíritu de todo el mundo. Brotó de la reunión, y se decidió que los batallones se agruparían en torno a un Comité Central.

Se encargó a una comisión que redactase los estatutos. Cada distrito representado en la sala (dieciocho de veinte) nombró inmediatamente un comisario. ¿Quiénes son? ¿Los agitadores del sitio, los socialistas de la Corderie, los escritores de fama? Nada de eso. No hay entre los elegidos ningún hombre que tenga notoriedad alguna. Los comisarios son pequeños burgueses, tenderos, empleados, ajenos a todos los grupitos, incluso a la misma política, en su mayor parte. Se llamaban Génotel, Alavoine, Manet, Frontier, Badois, Morterol, Mayer, Arnold, Piconel, Audoynaud, Soncial, Dacosta, Masson, Pé, Weber, Trouillet, Lagarde, Bouit. Su presidente, Courty, no es conocido más que por la reunión del Circo; es republicano, pero moderado. La idea de la federación apareció desde el primer día como lo que realmente era: republicana, no sectaria y, por lo mismo irresistible. Clément Thomas lo comprendió así, dijo al gobierno que no respondía de la Guardia Nacional y presentó su dimisión. Se le sustituyó provisionalmente por el firmante de la capitulación, Vinoy.

El 24 de febrero, en Wauxhall, ante dos mil delegados de compañías y guardias nacionales, la comisión leyó su proyecto de estatutos e instó a los delegados a que procedieran inmediatamente a la elección de un Comité Central.

Ese día, la reunión era tumultuosa, inquieta, nada capacitada para un escrutinio. Cada uno de los ocho últimos días había traído de Burdeos nuevas amenazas: Thiers, el enterrador de la República del 48, nombrado jefe del poder ejecutivo, que tenía por ministros a Dufaure, a De Larcy, a Pouyer-Quertier, la reacción burguesa legitimista e imperialista; Jules Favre, Jules Simon, Picard, los que habían entregado París; el salario, todavía indispensable hasta que se abriesen los talleres, transformado en limosna72, y, sobre todo, la terrible humillación inminente. El armisticio, prorrogado por ocho días, expiraba el día 26. Los periódicos anunciaban para el 27 la entrada de los prusianos en París. Desde hacía una semana, una pesadilla velaba en los lechos de toda la ciudad. De ahí que la reunión tratase en seguida las cuestiones más candentes. Un delegado propuso: «La Guardia Nacional no reconoce por jefes más que a sus elegidos». Esto equivalía a emanciparla de la plaza Vendôme. Otro: «La Guardia Nacional protesta contra todo intento de desarme, y declara que se resistirá a ello, incluso por la fuerza de las armas». Votado por unanimidad. Y ahora, ¿va a sufrir París la visita del prusiano, a dejarle que se pasee por los bulevares, como en 1815? No hay discusión posible. La Asamblea, caldeada, lanza un grito de guerra. Algunas observaciones de prudencia son ahogadas. Sí, ¡se opondrán por las armas a la entrada de los prusianos! Esta proposición será sometida por los delegados a su círculo de compañía: Y, aplazándose hasta el 3 de marzo, la reunión se dirige en masa a la Bastilla, arrastrando consigo a un gran número de «móviles» y de soldados.

París, ansioso de libertad, se apiñaba desde por la mañana en torno a su columna revolucionaria, de igual manera que había rodeado la estatua de Estrasburgo cuando temía por la patria. Los batallones desfilaban con tambores y banderas a la cabeza, cubriendo la verja y el pedestal de coronas de siemprevivas. A veces, un delegado subía al zócalo y arengaba al pueblo, que respondía: «¡Viva la República!». Una bandera roja ondea sobre la multitud, acaricia el monumento, vuelve a aparecer en la balaustrada. Un gran clamor la saluda, seguido de un largo silencio. Un hombre, escalando la cima del Genio. Y, en medio de las frenéticas aclamaciones del pueblo, se ve, por vez primera desde el 48, la bandera de la Igualdad sombrear esta plaza más roja que ella, teñida por la sangre de mil mártires.

El gobierno hizo tocar alarma en los barrios burgueses. Ningún batallón respondió. Al día siguiente continuaron las peregrinaciones de guardias nacionales, de «móviles», de soldados, conducidos por sus furrieles. Cuando aparecieron llevando grandes coronas de siemprevivas, los clarines, en pie en las cuatro esquinas del pedestal, dieron el toque de carga. Siguió el ejército. Desfiló un batallón de cazadores de a pie. Mujeres vestidas de negro colgaron una bandera tricolor: «¡A los mártires, las mujeres republicanas!». Banderas y estandartes se enrollaron a la columna, la envolvieron, colgaron de la balaustrada, y, por la noche, la columna revolucionaria, revestida de siemprevivas y de oriflamas, apareció triunfante y sombría, duelo del pasado, esperanza del porvenir, hito y mayo gigantesco.

Fiebre patriótica

El 26 de febrero se redoblaron las manifestaciones. Un agente de policía, sorprendido por los soldados cuando les tomaba el número de sus regimientos, fue aprehendido y arrojado al canal, que le arrastró al Sena, hasta donde le siguieron algunos furiosos. Veinticinco batallones desfilaron en esta jornada, preñada de angustia. Los periódicos anunciaban para el día siguiente la entrada del ejército alemán por los Campos Elíseos. El gobierno replegaba sus tropas sobre la orilla izquierda y abandonaba el Palais de l’Industrie. No olvidaba más que los cuatrocientos cañones de la Guardia Nacional acampados en la plaza Wagram y en Passy. Ya la incuria de los capituladores –Vinoy lo ha escrito– había entregado doce mil fusiles de más a los prusianos. ¿Quién sabe si no iba también a extender sus garras aguileñas hasta estas hermosas piezas de artillería salpicadas con la sangre y la carne de los parisinos, marcadas con la cifra de los batallones? Todo el mundo pensó en ello espontáneamente. Los primeros en partir fueron los batallones del orden de Passy y de Auteuil. De acuerdo con la municipalidad, arr astraron al parque Monceau las piezas del Ranelagh. Los demás batallones de París vinieron a buscar sus cañones al parque Wagram y los condujeron a la ciudad, a Montmartre, a La Villette, a Belleville, a la plaza Vosges, a la calle Basfroi, Barrière d’Italie, etc.

Por la noche, París recobró su fisonomía. La llamada, el somatén, los clarines, lanzaron millares de hombres armados a la Bastilla, a Château-d’Eau, a la calle Rivoli. Las tropas enviadas por Vinoy para sofocar las manifestaciones de la Bastilla fraternizaban con el pueblo. La prisión de Sainte-Pélagie fue forzada y Brunel puesto en libertad. A las dos de la madrugada, cuarenta mil hombres subían por los Campos Elíseos y la avenida de la Grande-Armée al encuentro de los prusianos. Los esperaron hasta el amanecer. Los batallones de Montmartre se engancharon a los cañones a su paso, y los llevaron hasta la alcaldía del distrito xviii y en el bulevar Ornano.

A este impulso caballeresco, respondió Vinoy con una insultante orden del día. Este gobierno que injuriaba a París le pedía que, encima, inmolase a Francia. Thiers había firmado la víspera, también con lágrimas en los ojos, los preliminares de paz, dando a Bismarck, a cambio de Belfort, libre acceso a París.

El 27 de febrero, por medio de un bando, seco como un acta, Picard anunció que el 1 de marzo treinta mil alemanes ocuparían los Campos Elíseos.

El 28, a las dos, la comisión encargada de redactar los estatutos del Comité Central se reunió en la alcaldía del distrito iii. Convocó en la calle Rosiers a los jefes de batallones y a los delegados de los diferentes comités militares que se habían creado espontáneamente en París, como el de Montmartre. La sesión, presidida por Bergeret, de Montmartre fue terrible. La mayoría no hablaba más que de batallas, exhibía mandatos imperativos, recordaba la reunión de Wauxhall. Casi por unanimidad, se resolvió tomar las armas contra los prusianos. El alcalde, Bonvalet, muy inquieto por sus huéspedes, hizo rodear la alcaldía y, un poco de buen grado, y otro a la fuerza, consiguió desembarazarse de ellos73.

 

Durante toda la jornada se armaron los barrios, se apoderaron de las municiones. Algunas piezas de sitio fueron montadas en sus afustes. Los móviles, olvidando que eran prisioneros de guerra, volvieron a tomar las armas en los sectores. Por la noche invadieron el cuartel de la Pepinière, ocupado por los marinos, y llevaron a estos en manifestación a la Bastilla.

La catástrofe hubiera sido indudable sin el valor de algunos hombres que se atrevieron a ir contra la corriente. Toda la Corderie (Comité Central de los veinte distritos, Internacional, Federación de las Cámaras Sindicales) observaba con suspicaz reserva aquel embrión de comité compuesto por desconocidos, a los que no se había visto en ningún movimiento revolucionario. Al salir de la alcaldía del tercer distrito, algunos de los delegados de batallones, que pertenecían asimismo a los grupos de la Corderie, fueron a esta a contar la sesión y la resolución desesperada que en ella se había adoptado. Se esforzaron en disuadirles, y se enviaron oradores a Wauxhall, donde se celebraba una gran reunión. Los oradores consiguieron hacerse oír. Muchos ciudadanos hicieron también grandes esfuerzos por hacer entrar a la concurrencia en razón. El día 28 por la mañana, los tres grupos de la Corderie publicaron un manifiesto conjurando a los trabajadores a que se abstuvieran. «Todo ataque –decían– servirá para exponer al pueblo a los golpes de los enemigos de la Revolución, que ahogarían las reivindicaciones en un torrente de sangre. Recordemos las lúgubres jornadas de junio».

Esto no era más que una voz y de poco timbre. Desde las elecciones generales, el comité de los veinte distritos se reducía a una docena de miembros; la Internacional y las cámaras sindicales no contaban. Los elegidos del Wauxhall, por el contrario, representaban la masa armada. Bastaba con que un obús partiese de Montmartre contra los prusianos, y se entablaría el horrible combate. Así lo supieron comprender, y el 28 de febrero fijaron una imperativa proclama, enmarcada en negro: «Ciudadanos, toda agresión equivaldría al derrumbamiento de la República. Se establecerá, alrededor de los barrios que debe ocupar el enemigo, una serie de barricadas, adecuadas para aislar completamente esta parte de la ciudad. La guardia nacional, de acuerdo con el ejército, vigilará para que el enemigo no pueda comunicarse con las zonas atrincheradas de París». Seguían veintinueve nombres74. Estos veintinueve capaces de calmar a la Guardia Nacional fueron aprehendidos, incluso por la burguesía, que no pareció extrañarse de tal poder.


Avenida de la Grande Armée. Fotografía anónima