La comuna de Paris

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La defensa en provincias

En provincias, en el campo, la táctica no fue la misma. En lugar de ser en el propio gobierno, la conspiración fue en torno de él. Durante todo el mes de septiembre, los reaccionarios se agazaparon en sus madrigueras. Las gentes del Hôtel-de-Ville, creyéndose seguras de negociar la paz, no enviaron a provincias más que a un general cualquiera, para el papeleo administrativo. Pero las provincias tomaban la defensa, como la República, en serio. Lyon comprendió, incluso, su deber antes que París, proclamó la República el 4 de septiembre por la mañana, y nombró un Comité de Salud Pública. Marsella y Toulouse organizaron comisiones regionales. Los defensores, seriamente alarmados por esta fiebre patriótica que contrariaba sus planes, dijeron que Francia se dislocaba y delegaron, para rehacerla, en los dos hombres más gotosos de su tropa, Crémieux y Glais-Bizoin, más un antiguo gobernador de Cayena, bárbaro para con los deportados del 52, el almirante bonapartista Fourichon.

Los tres llegaron a Tours el 18 de septiembre, con las oficinas de los Ministerios, todo lo que se llamó después la Delegación. Los patriotas acudieron. En el Oeste y en el Mediodía habían organizado ligas de unión para agrupar a los departamentos contra el enemigo y suplir la falta de impulso central. Rodearon a los delegados de París, pidieron la consigna, medidas vigorosas, el envío de comisarios, y prometieron un apoyo absoluto. Los gotosos respondieron: «Estamos entre gente de confianza, digamos la verdad: no tenemos ejército. Toda resistencia es imposible. Si resistimos, es solo para obtener mejores condiciones». El que lo cuenta lo oyó. No hubo más que una reacción de asco: «¿Cómo? ¿Y esa es vuestra respuesta, cuando millares de franceses os ofrecen sus brazos y su fortuna?».

El movimiento de Lyon

El 28 estallaron los lyoneses. Cuatro departamentos les separaban apenas del enemigo, que podía de un momento a otro ocupar la ciudad, y desde el 4 de septiembre estaban pidiendo armas. La municipalidad elegida el 16, en sustitución del Comité de Salud Pública, no hacía más que disputar con el prefecto ChallemeI-Lacour, jacobino muy quisquilloso. El día 27, por toda defensa, el consejo redujo en 50 céntimos el jornal de los obreros empleados en las fortificaciones, y nombró a un tal Cluseret general de un ejército de voluntarios que aún estaba por crear.

Este general in partibus era un antiguo oficial a quien Cavaignac había condecorado por su comportamiento en las jornadas de junio. Fracasado en el ejército, pidió su separación del mismo, se hizo periodista en la guerra americana de Secesión y se engalanó con el título de general. Incomprendido por la burguesía de los dos mundos, volvió a la política por el otro extremo, se ofreció a los fenianos de Irlanda, desembarcó en ese país, indujo a los fenianos a la sublevación, y una noche los abandonó. La naciente Internacional le vio acudir a ella. Escribió mucho, dijo a los hijos de los mismos a quienes había fusilado en junio: «¡Nosotros o la Nada!», y pretendió ser la espada del socialismo. Como el gobierno del 4 de septiembre se negase a confiarle un ejército, trató a Gambetta de prusiano, y se hizo nombrar delegado de la Corderie –donde le había introducido Varlin, al que engañó mucho tiempo– en Lyon. Este cobarde zascandil persuadió al Consejo de Lyon de que él organizaría un ejército. Todo andaba de mala manera, cuando los comités republicanos de Brotteaux, Guillotière, Croix-Rousse y el Comité Central de la Guardia Nacional decidieron, el día 28, llevar al Hôtel-de-Ville un enérgico programa de defensa. Los obreros de las fortificaciones, capitaneados por Saigne, apoyaron esta actitud con una manifestación, llenaron la plaza Terreaux y, con la ayuda de los discursos y la emoción, invadieron el Hôtel-de-Ville. Saigne propuso que se nombrase una comisión revolucionaria y, al ver entre el público a Cluseret, muy preocupado por sus futuras estrellas, solo salió al balcón para exponer su plan y recomendar calma. Constituida la comisión, no se atrevió a resistir, y partió en busca de sus tropas. En la puerta, el alcalde Hénon y el prefecto le agarraron del cuello: habían entrado en el Hôtel-de-Ville por la plaza de la Comédie. Saigne se lanzó al balcón, gritó la noticia a la multitud, que, cayendo de nuevo sobre el Hôtel-de-Ville, libertó a Cluseret y detuvo a su vez al alcalde y al prefecto.

Los batallones burgueses llegaron a la plaza Terreaux. Poco después desembocaron los de Croix-Rousse y Guillotière. Grandes desgracias podían seguir al primer disparo. Se parlamentó. La comisión desapareció. Cluseret tomó el tren de Ginebra.

Era una advertencia. En varias ciudades aparecieron otros síntomas. Los prefectos presidían las Ligas, se convocaban entre sí. A principios de octubre, el almirante de Cayena no había logrado reunir, acá y allá, más que algunos millares de hombres de los depósitos. De Tours no llegaba ninguna consigna.

La delegación de Tours

El israelita Crémieux, residía en el arzobispado, donde Guibert, papa de los ultramontanos franceses, le daba casa y comida a cambio de toda clase de servicios reclamados por el clero. Crémieux estuvo un día a punto de ser puesto de patitas en la calle. Garibaldi, burlando la vigilancia de Italia, tullido, deformadas las manos por los reumatismos, llegó a Tours a poner al servicio de la República lo que de él quedaba , el corazón y el nombre. Guibert creyó ver llegar al diablo, se enfadó con Crémieux, que confinó a Garibaldi en la prefectura y le expidió tan rápidamente como pudo a provincias.

Con desesperación por poder salir del apuro, los delegados convocaron a los electores. Fue este su único pensamiento honrado. El 16 de octubre, Francia va a nombrar sus representantes cuando el 9 una racha de viento trae a Tours a Gambetta, a quien había llamado Clément Laurier.

Los hombres del Hôtel-de-Ville le vieron partir con alegría, tan seguros de que chocaría con lo imposible, que «nadie del gobierno, ni el general Trochu, ni el general Leflô, había movido la lengua para hablar de una operación militar cualquiera».71 También él tenía su plan: no creer muerta a la nación. Desesperó un instante, al encontrarse con una provincia sin soldados, sin oficiales, sin armas, sin municiones, sin equipos, sin intendencia, sin tesoro; pero se recobró, entrevió inmensos recursos, hombres innumerables: Bourges, Brest, Lorient, Rochefort, Tolon, como arsenales; los talleres de Lille, Nantes, Burdeos, Toulouse, Marsella, Lyon; los mares libres; cien veces más que en el 93, cuando había que luchar a la vez contra el extranjero y contra los vandeanos. Una magnífica llama en las poblaciones; consejos municipales, consejos generales que se imponían, votaban empréstitos, campañas sin un chuán. A su admirable llamamiento respondió Francia con el mismo entusiasmo que París el 14 de septiembre. Los reaccionarios se volvieron a sus madrigueras. Gambetta tuvo de su parte el alma del país, lo pudo todo.

Consiguió hasta aplazar las elecciones, como quería un decreto del Hôtel-de-Ville. Se anunciaban republicanas, belicosas. Bismarck le había dicho a Jules Favre que él no quería una asamblea, porque esta votaría la guerra. Razón de más para quererla. Enérgicas circulares, algunas medidas contra los intrigantes, instrucciones precisas, hubieran libertado y atizado victoriosa esta llama de resistencia. Una asamblea fortalecida por todas las energías republicanas y que tuviera su asiento en una ciudad populosa, podía centuplicar la energía nacional, exigirlo todo del país, la sangre y el oro. Proclamaría la República y, en caso de desgracia, si se veía obligada a negociar, la salvaba del naufragio, nos resguardaba de la reacción. Pero las instrucciones de Gambetta eran formales: «Unas elecciones en París llevarían a unas jornadas de junio». «Prescindiremos de París», se le contestaba. Todo fue inútil, incluso la insistencia de sus íntimos menos revolucionarios, como Laurier. Como varios prefectos, incapaces de levantar el nivel del medio en que se ejercían sus funciones, hacían presentir que las elecciones serían dudosas, Gambetta se apoyó en su timidez, y, por falta de audacia, asumió la dictadura.

Él mismo expuso su lema: «Mantener el orden y la libertad y empujar a la guerra». Nadie perturbaba el orden, y todos los patriotas querían ir a la lucha. Las Ligas contenían excelentes elementos, capaces de dar cuerpos militares, y cada departamento poseía grupos de republicanos probados, a los que se podía confiar la administración y la defensa, bajo la dirección de los comisarios. Desgraciadamente, aquel joven, tan gran agitador, creía en las viejas formas. Las Ligas en cuestión le parecieron gérmenes de secesionismo. Ató de pies y manos a los raros comisarios que designó, entregó todo el poder a los prefectos –astillas del 48, en su mayoría– o a sus colegas de la conferencia de Molé, blandos, tímidos, preocupados por no malgastar nada, algunos por prepararse un colegio electoral. En algunas prefecturas conservaron en sus puestos a los mismos empleados que habían formado las listas de proscripción del 2 de diciembre. ¿No había llamado Crémieux a los bonapartistas «republicanos»? En Hacienda, baluarte de los reaccionarios, en Instrucción Pública, repleta de bonapartistas, se prohibió destituir a ningún titular, y llegó a ser casi imposible trasladarle. Fue observada la consigna de los gotosos: conservar. Salvo algunos jueces de paz y un pequeño número de magistrados, no hubo más cambio que el del alto personal político.

Hasta en guerra se toleró la presencia de adversarios. Las oficinas, que estuvieron mucho tiempo bajo la dirección del bonapartista Loverdo, minaron sordamente el terreno a la delegación. El almirante Fourichon pudo disputar al gobierno las tropas de marina; las compañías de ferrocarriles se hicieron dueñas de los transportes. Se llegó incluso a suplicar al representante del Banco de Francia, que no dio sino lo que quiso. Algunos departamentos votaron un empréstito forzoso, y en proporciones en que era posible cubrirlo de sobra. Gambetta se negó a confirmar sus decisiones. Francia pasó por la humillación de tener que ir a Londres a conseguir un empréstito de guerra.

 

La defensa emprendió su marcha en provincias apoyándose en dos muletas: un personal sin nervio y la deprimente conciliación. A pesar de todo, surgían los batallones. A la voz de aquel convencido, bajo el activo impulso de Freycinet, su delegado técnico, se reunían restos de tropas, los depósitos vaciaban sus reservas, acudían los móviles. Hacia finales de octubre, estaba en formación un verdadero ejército en Salbris, no lejos de Vierzon, provisto de buenas armas y bajo el mando del general D’Aurelles de Paladine, exsenador y beato, que pasaba por ser un buen caudillo.

A finales de octubre, si en París no había nada perdido, en provincias se ofrecía la victoria. Para organizar el bloqueo de París, los alemanes habían empleado todas sus tropas, salvo tres divisiones, treinta mil hombres de infantería, y la mayor parte de su caballería. No les quedaba ninguna reserva. Estas tres divisiones estaban inmovilizadas, en Orleans y Châteaudun, por nuestras fuerzas del Loira. Al Oeste, al Norte, al Este, la caballería (1.º y 2.º bávaros, 22.º prusiano), aun recorriendo y vigilando una gran extensión de terreno, era incapaz de sostener ese terreno contra la infantería. La línea alemana que cercaba a París, excelentemente fortificada por la parte de la ciudad, estaba a descubierto por el lado de la provincia. La aparición de cincuenta mil hombres, aun cuando se tratase de tropas bisoñas como las que mandaba D’Aurelles de Paladine, hubiera bastado para romper el cerco.

Liberar a París de este, aunque solo fuera momentáneamente, podía significar la presión de Europa y una paz honrosa; no cabía duda de que habría sido de un efecto moral inmenso, consiguiendo que París fuese aprovisionado por los ferrocarriles del Mediodía y del Oeste, y que se ganaría tiempo para la organización de los ejércitos de provincias.

El ejército del Loire

Nuestro ejército del Loire –el 15º cuerpo, en Salbris; el 16º, en Blois–, contaba con 70.000 hombres. El 26 de octubre, D’Aurelles de Paladine recibió orden de ir a tomar Orleans a los bávaros. El día 28 entra en Blois con 40.000 hombres, por lo menos. Por la noche, a las nueve, el comandante de las tropas alemanas le manda decir que Metz ha capitulado. Pasa Thiers, que se dirige a París, y le aconseja que espere. D’Aurelles telegrafía inmediatamente a Tours que aplaza el movimiento.

Un general de mediana vista, en cambio, lo hubiera precipitado todo. Puesto que el ejército alemán de Metz iba a quedar libre para operar y dirigirle hacia el centro de Francia, no había momento que perder para adelantarle. Cada hora que pasaba empeoraba las cosas. Fue el momento crítico de la guerra.

La delegación de Tours, en lugar de destituir a D’Aurelles, se contentó con decirle que concentrase todas sus fuerzas. Esta concentración estaba terminada el 3 de noviembre, y D’Aurelles disponía de 70.000 hombres repartidos entre Mer y Marchenoir. Los acontecimientos le ayudaban. Ese mismo día, la caballería prusiana (una brigada) se vio obligada a abandonar Mantes y a replegarse sobre Vert, intimidada por las poderosas bandas de francotiradores; al mismo tiempo, se había señalado la presencia de considerables fuerzas francesas, compuestas de todas las armas, y que desde Courville se dirigían a Chartres. Si el ejército del Loira hubiese atacado el día 4, arrojando a los bávaros a Orleans y a la 22º división prusiana a Châteaudun, derrotando uno tras otro a los alemanes gracias a su aplastante superioridad numérica, la ruta de París habría quedado libre, y es casi indudable que la capital hubiera sido libertada.

Moltke estaba lejos de ignorar el peligro. Estaba decidido a obrar en caso de necesidad, como Bonaparte ante Mantua, y levantar el bloqueo, sacrificar el parque de asedio que se estaba formando en Villacoublay, concentrar su ejército para la acción en campo raso, y no volver a formar el sitio hasta después de la victoria; es decir, después de la llegada del ejército de Metz. Los bagajes del cuartel general de Versalles estaban ya en los coches; no quedaba más que «enganchar los caballos», ha dicho el coronel suizo D’Erlach, testigo ocular.

D’Aurelles no se movió. La delegación, tan paralítica como él, se contentó con cambiar cartas de delegado a ministro: «Señor ministro –escribe el 4 de noviembre Freycinet–, desde hace algunos días, el ejército y yo mismo ignoramos si el gobierno quiere la paz o la guerra... En el momento en que nos disponemos a ejecutar proyectos laboriosamente preparados, rumores de armisticio turban el ánimo de nuestros generales; incluso yo, si trato de levantar su moral y de empujarlos hacia adelante, ignoro si habré de verme desautorizado mañana». Gambetta responde: «Señor delegado, me doy cuenta como usted de la detestable influencia de las vacilaciones políticas del gobierno... Hay que detener desde hoy nuestra marcha hacia adelante». El 7 de noviembre, D’Aurelles sigue aún inmóvil. El 8 se mueve y recorre unos quince kilómetros; por la noche habla de detenerse. Sus fuerzas reunidas pasan de cien mil hombres. El día 9 se decide a atacar a los bávaros en Coulmiers. Los bávaros evacúan inmediatamente Orleans y se retiran hacia Toury. Lejos de perseguirlos, D’Aurelles anuncia que va a hacerse fuerte delante de la ciudad. La delegación le deja hacer, y Gambetta, que viene al cuartel general, aprueba el plan. Mientras tanto, dos divisiones prusianas, la 3ª y 4ª, expedidas de Metz por ferrocarril, habían llegado al pie de París, circunstancia que permitió a Moltke dirigir la 17ª división prusiana contra Toury, donde llegó el día 12. Además, tres cuerpos del ejército de Metz se aproximaban al Sena a marchas forzadas. Gracias a la voluntaria inacción de D’Aurelles y a la debilidad de la delegación, el ejército del Loira dejó de inquietar a los alemanes.

Hubiera sido necesario destituir al tal D’Aurelles, pero se había dejado pasar la única ocasión para ello; el ejército del Loira, dividido en dos, luchó con Chanzy solo por defender el honor. La delegación tuvo que trasladarse a Burdeos.

A finales de noviembre, era evidente que se estaba perdiendo el tiempo. Los prefectos, encargados de organizar a los móviles y a los movilizados, de hacer la leva en los campos, estaban en lucha perpetua con los generales y no conocían cuál era la situación con respecto al armamento. Los pobres generales del antiguo ejército, que no sabían sacar el menor partido de estos contingentes faltos de toda instrucción militar, actuaban, como ha dicho Gambetta, «cuando no les quedaba otro remedio».

Debilidad de la delegación

La debilidad de la delegación daba alas a la mala voluntad de estos mismos generales. Gambetta preguntaba a algunos de ellos si se avendrían a servir a las órdenes de Garibaldi; admitía que se negasen, hacía liberar a un cura que desde su púlpito ponía precio a la cabeza del general, condescendía en dar explicaciones a los oficiales de Charette, y permitía a los zuavos pontificios que enarbolaran otra bandera que no fuera la de Francia. Confió el ejército del Este a Bourbaki, completamente extenuado y que acababa de llevar a la emperatriz una carta de Bazaine.

¿Le faltaba autoridad? Sus colegas de la delegación no se atrevían siquiera a levantar los ojos, los prefectos no conocían a nadie más que a él, los generales adoptaban en presencia suya maneras de colegiales. El país obedecía, lo daba todo con ciega pasividad. Los contingentes se reclutaban sin dificultad alguna. Las campañas no encontraban ningún refractario, a pesar de hallarse en el ejército todos los gendarmes. Las Ligas más ardorosas cedieron a la primera observación. No estalló movimiento alguno hasta el 31 de octubre. Los revolucionarios marselleses, indignados por la debilidad del Consejo Municipal, proclamaron la Comuna. Cluseret, que desde Ginebra había pedido al «prusiano» Gambetta el mando de un cuerpo de ejército, apareció en Marsella, se hizo nombrar general, desapareció de nuevo y volvió a Suiza, porque su dignidad le impedía servir como simple soldado. En Toulouse, la población expulsó al general, un sanguinario día de junio del 48. En Saint-Etienne, la Comuna duró una hora. En todas partes bastaba una palabra para poner la autoridad en manos de la delegación; hasta tal punto se temía crearle la menor dificultad.

Esta abnegación sirvió exclusivamente a los reaccionarios. Los jesuitas pudieron urdir sus intrigas, parapetándose detrás de Gambetta que los había enviado nuevamente a Marsella, de donde los había expulsado la indignación del pueblo: el clero se encontró en condiciones de seguir negando a las tropas sus edificios, sus seminarios, etcétera; los antiguos jueces de las comisiones mixtas pudieron seguir insultando a los republicanos. El prefecto de Haute-Garonne fue destituido al momento por haber suspendido en el ejercicio de sus funciones a uno de esos honorables magistrados. Los periódicos podían publicar proclamas de pretendientes. Hubo consejos municipales que, olvidándose de todo patriotismo, votaron la sumisión a los prusianos. Por todo castigo, Gambetta los abrumó con un sermón.

Los bonapartistas se reunían descaradamente. El prefecto de Burdeos, republicano ultramoderno, pidió autorización para detener a algunos de estos agitadores. Gambetta respondió: «Esas son prácticas del Imperio, no de la República».

En vista de esto, se alzó, la Vendée conservadora. Monárquicos, clericales, especuladores, esperaban su hora, agazapados en los castillos, en los seminarios intactos, en las magistraturas, en los consejos generales, que la delegación se negó durante mucho tiempo a disolver en masa. Eran lo bastante hábiles como para hacerse representar, por poco que fuera, en los campos de batalla, con el fin de conservar las apariencias del patriotismo. En unas semanas calaron perfectamente a Gambetta, descubriendo detrás del tribuno grandilocuente al hombre irresoluto.