A la salud de la serpiente. Tomo I

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Página 1: Sanborns. ¿Es un café? Dime más o menos de qué clase.

11: ñis

12: “Se rajó” ¿Se acobardó?

13: “En esas cosas no jalo”. ¿No me meto?

14: “¡No mames!”

14: “Yo que él”

19: “Cómo eres sacón”

24: “¿Qué tal si hemos entrado?”

25: “Corcholatas” ¿Son los tapones de las coca-colas?

31: “El niñito parecía tlacuache”

33: “Portabustos” ¿Es un sostén?

42: “¡Entíbale, ñeris!”

43: “Cubita” Es únicamente una cuba libre o puede ser cualquier otra bebida?

46: “Vieja loca”

46: “En la madre” ¿Quiere decir y no decir “me cago en la madre”?

47: “Pinche ciudad”

48: “de faul”

51: “No seas mamón” ¿Algo como pendejo?

53: “Gayola” ¿Sin pagar?

Nada más hasta la página 53. Varias de mis preguntas te van a parecer idiotas, ya lo creo, pero yo nunca estuve en México y tienes que ambientarme un poco. Ciao y un abrazo. Enrico Cicogna.

… las ramas en la colina a la espalda de su departamento vibrando por el viento, por el aliento de la mañana, reflejándose en su pared oculta por tantas latas rojas de coca-colas vacías, y El Personal y Admirado Amigo dejando la correspondencia allí, una vez leída, y caminando hacia la cocina para rumiar un poco qué debía responder y en qué orden, y llenaba de agua la cafetera, le arrojaba cuatro cucharadas de café colombiano, una de cocoa, una pizca de menta, otra pizca de sal, un poco de nuez moscada, la cubría, conectaba y volvía al escritorio, metía una hoja en la máquina de escribir, aspiraba el olor a café que inundaba el cuarto y que lo trastornaba favorablemente, se acercaba al montón de cartas leídas con una sonrisa torcida y satisfecha, y empezaba, después de mecanografiar la fecha, por ejemplo, con

José Donoso

“Son Donaire”

Pollensa, Mallorca

España

Querido Pepe:

… las letras saltando sobre la página, golpeando la página, mancillando la virginidad de la página, El Personal y Admirado Amigo siempre sufriendo alguna pequeña digresión, pues ineludiblemente, cada vez que empezaba a escribir cartas se acordaba de la bella Nélida Piñón, la novelista brasileña, quien al despedirse de él varios meses atrás en su espléndido departamento en un rascacielos de Rio de Janeiro, le advirtió que ella no contestaba las cartas, que le escribiera, sí, por favor, pero que considerara que ella quería emplear su energía principalmente para proseguir con su producción literaria (había empezado en esa época su República de los sueños), y él no supo qué contestar, quizás repitió te escribo de todas maneras o algo así, pero su sorpresa fue real y no tenía palabras para paliarla, pero lo cierto es que esa idea, que lo había enseñado a valorar su tiempo frente a la máquina de escribir, lo llevaba a la obligación de mecanografiar tantas cuar­tillas para su novela como cuartillas de corres­pondencia hiciera cada día, y si era posible, una más, porque de esa manera se sentiría más o menos tranquilo al fin de la jornada, aunque le doliera el dedo mecanógrafo, así que una o dos veces por semana leía el correo acumulado, lo respondía y sin levantarse de la mesa ni retirarse de enfrente de la máquina, retomaba la escritura de su novela, que un día se llamaba Obsesivos días circulares, y otro Adolescente rostro perseguido, y otro Años fantasmas, y otro Entienda quien pueda, y trataba de ir adelante, escribiendo cualquier cosa si no se sentía especialmente apto, es decir, inspirado, es decir, energético, seguro de sí, lo importante era seguir adelante, aunque luego volviera una y otra vez sobre esas nuevas y apresuradas líneas, plenas de errores mecanográficos, y a veces, hasta lograba sacar partido de algunos errores, o se sentía tentado a dejar los titubeos (como Christine Brooke-Rose en Between), las diferentes alternativas (como Vicente Leñero en Estudio Q) que exponía una tras otra (a la John Fowles), o las aclaraciones que también deletreaba para considerarlas más adelante, al día siguiente, o al fin de semana, cuando ya no lograba reconocer esas páginas exactamente como suyas, cuando habían pasado ya tantas nuevas lecturas y tantas padres experiencias o inexperiencias, e insomnios, vigilias y pesadillas, y tantos pequeños y grandes cambios fisiológicos, o biológicos sobre él que era otro, más allá de Borges y Rimbaud, o como Borges y Rimbaud, pero al pie de la letra, porque en verdad le costaba reconocer esas líneas, a veces crípticas, esa perversa costumbre de falsear y magnificar, a veces felices, a veces torpes, demasiado felices o poco explicables, aunque habían salido de su entorno biográfico, de su dedo saltando rítmica y velozmente sobre el teclado, de su vacilante memoria, por ejemplo: …curioso, quería escribir su novela, continuar con su novela, con la página 7 de su novela y le acechaban por todas partes i­mágenes de un volkswagen de un modelo reciente, rojo, con dos mil pesos de equipo especial, aunque curioso no era la palabra justa ni precisa, tendría que haber dicho o haber escrito increíble o incoherentemente, o de pronto y de súbito otra vez esa sensación de estar adentro de un círculo, algo como una tienda cilíndrica de campaña o un huevo alquímico, no precisamente un coche, sino más bien algo parecido, y no a cualquier coche, sino a uno de esos volkswagen ordinarios, de los más comunes, esos que llaman bugs o ­beatles, una especie de círculo de la invulnerabilidad, algo que se manejaba, que ocasionalmente se podía manejar o podía intentarse dirigir como un coche, o quizás tendría que pres­cindir de una palabra como episodio, tan limitada, y en vez de eso elegir una sensación, una confusa e indescriptible sensación, algo más difuso, algo intuido, apenas sospechado, soñado pero en medio de la bruma, en un coche una mañana neblinosa… páginas que salían fuera de orden, como si alguien o algo escribiera a través suyo, como si estuviera fuera de sí, o fuera del tiempo, vamos a a decir 20 años adelante, como si pudiera sacar conclusiones de su pasado, páginas que no sabía cómo iban a acomodarse, inclusive tampoco sabía si iban a quedar como parte del libro, porque el libro al final tenía que responder a cierto equilibrio, a cierto orden de composición, a cierto balance, en el que también tenía que haber cierto respaldo social, y por lo tanto algo totalmente ajeno al escritor o a quien escribía, un entorno que privilegiaba novelas flacas o no­velas gordas, libritos breves o librotes extensos, lo que podía verse con facilidad ojeando el mercado editorial, o leyendo entre muchas otras cosas esa desesperante y hermosa biografía de Thomas Wolfe, adonde no se hablaba más que de las páginas que tenía que quitar por aquí y por allá, pero páginas o párrafos, o frases escritas eso sí, con inusual energía, en un estado de altísima concentración, y hasta con cierta violencia, como pensaba que Bela Bártok o Thelonius Monk harían ejercicios de calentamiento de dedos, como para lubricar la máquina, pero no la máquina de escribir sino la máquina del amor, es decir del cuerpo, y del cuerpo esos centros nerviosos en donde descansaba o emanaba (podría decirse) eso que los románticos llamaban inspiración, entonces sí, ejercicios de calentamiento, semejantes o equivalentes a los que hacen los deportistas, o más propiamente, los bailarines o bailarinas, los boxeadores o los corredores de fondo, aunque él era escritor o quería serlo, y por eso se imponía escribir todos los días no como maldición ni como una manda, ni de ninguna manera como un castigo o una condena, sino como apartando un espacio para el lado del placer, de cierto placer, el placer de reproducir íntegramente lo que él creía que podía ser, o llegar a ser, el desarrollar las situaciones de una escena real, o simplemente verosímil, y volvió a acordarse de Wolfe, que había llevado adelante un capítulo en el que cuatro personas conversaban durante cuatro horas continuas, y todos eran buenos conversadores, eso era lo peor, y a menudo hablaban o intentaban hablar a la vez, unos encima de otros, y claro que la conversación era muy animada, muy chispeante, muy entretenida, muy vital, porque Wolfe conocía muy bien las vidas, el vocabulario y el carácter de toda esa gente, y no quería dejar fuera absolutamente nada, y lo único que puntuaba la escena era una mujer que había bajado del automóvil de su marido y entrado a casa de su madre, le decía al impaciente esposo cada vez que éste hacía sonar el claxon, cálmate, cálmate, espera cinco minutos más, por favor, sólo que los cinco minutos se iban convirtiendo a golpe de palabras y risas y lágrimas y más palabras, en cinco horas, mientras el hombre tocaba y volvía a tocar el claxon, y en la casa las dos mujeres y dos jóvenes de la misma familia seguían su torrencial conversación contándose con pelos y señales la vida y milagros de todos los vecinos del pueblo, recordando historias pasadas y chismes presentes, haciendo especulaciones acerca del futuro, y Thomas Wolfe había recogido todo eso en su manuscrito tal como lo había recreado, conocido y vivido miles de veces, y gozaba la espontaneidad de esa conversación, su vitalidad y los colores de su lenguaje, su perfecta naturalidad, la fluidez de la escena, pero se angustiaba también porque había hecho que hablaran cuatro personajes durante doscientas páginas de apretada mecanografía, y eso para la escena secundaria de un libro enorme, y aunque era buena, aunque era verdadera, aunque era deslumbrante, terminó creyendo que era un error y decidió suprimirla, y eso era lo que angustiaba particularmente al Personal y Admirado Amigo, por­que varios años después esas doscientas páginas descritas por Wolfe hubieran constituido una excelente novela, o antinovela, bastaba pensar en los libros de Henry Green o de Claude Mauriac o de Sergio Fernández, y lo que desconcertaba profundamente al Personal y Admirado Amigo era cómo Thomas Wolfe, el gran Thomas Wolfe, el escritor Thomas Wolfe, no había podido intuir que todo ese material rechazado que no podía integrarse a Del tiempo y del río, quizás podría descomponerse o estructurarse en otros textos, dar origen a otros géneros, en fin, como si eso lo fuera a convertir en escritor, cierto don para saber qué es lo que debía ir y qué es lo que se podía quitar, algo que precisamente nadie sabía, porque cómo saber si Wolfe o su editor no se equivocaron, o si el material rechazado no era tan valioso, o más o menos valioso que el publicado, había que escribir entonces de más, con el afán de explorar hasta el fondo el material empleado, escribir sin parar, como si eso permitiera convocar ciertos fragmentos dispersos de sí mismo (si es que había un sí mismo), o como si mediante la escritura lograra reparar lo irreparable que había sido, lo estúpido o lo brillante, o lo anodino y lo prejuicioso que había sido, lo tímido y silencioso que había sido, o como si mediante el lenguaje pudiera llegar a conocer mejor algo que no conocía demasiado bien, o que no conocía del todo, o para decirlo simbólicamente, como si escribir le permitiera cerrar algunas cicatrices de sus innumerables heridas, digamos que en principio para cauterizarlas, pero también para mantenerlas abiertas, para exhibirlas y mirarlas mejor, con morbosidad, entonces escribir cualquier cosa, especialmente por no saber, porque nadie, absolutamente nadie sabe qué es lo que vale la pena ser escrito, escribir por ejemplo que al subir al camión azul del Mayflower por primera vez, no aceptaron que pagara su pasaje con dinero y había tenido que regresar al edificio para comprar una tarjeta-abono también azul que le costó 4.64 y el autobús lo había estado esperando allí todo ese tiempo, y sin duda gracias a este acontecimiento, que con el tiempo podía llegar a convertirse en causa, podrían establecerse posteriormente muchos devastadores e interesantes efectos, pues El Personal y Admirado Amigo requerirá invariablemente subir a ese autobús para salir del Mayflower, por ejemplo, para buscar a Paul Engle, generalmente sin suerte, porque el poeta Paul Engle hacía un trabajo predominantemente administrativo, gestionando fondos para el programa o improvisando actividades, resolviendo problemas muchas veces inverosímiles, como cambiar de casa al escritor sudafricano porque había murciélagos en los clósets, en fin, había que esperar el autobús y después de dos o tres viajes ya podía saludar a David, el conductor, que era un temprano veterano de la guerra de Vietnam, herido quién sabe en qué parte, pero con quien, a medida que terminaba el otoño, El Personal y Admirado Amigo iba involucrándose más y más, sentándose siempre a espaldas suyas para conversar, aunque no podía hablarse con el chofer cuando el autobús estaba en marcha, entonces conversando sólo mientras subían los demás, en los minutos de espera de cada una de las dos estaciones, o ya cerca de Navidad, en el pequeño restorán del Mayflower, mientras jugaban en las pin-ball machines en las que El Personal y Admirado Amigo había llegado a ser un verdadero maestro que conseguía juegos gratis para todos los comensales con inusitada frecuencia, o escuchaban Those were the days, my friend en la rockola de ese extraño tugurio, El Personal y Admirado Amigo inquiriendo siempre sobre Vietnam, por ejemplo, que era eso de entrar en un país asiático para matar asiáticos, en un paisaje tan diferente a las llanuras sembradas de su rinconcito del medio este, qué era eso de vivir en un país adonde nadie hablaba el idioma de uno ni se vestía como uno ni comía como uno, qué era eso de caminar entre los pantanosos arrozales, qué era eso de tener que quedarse inmóvil conteniendo la respiración entre las ramas complicadas de la jungla, qué era eso de caminar entre pastos tan altos como él mismo, qué era eso de vivir asustado, de dormir asustado, de sentirse prisionero de la angustia o de un sistema que no podía prometerle más que la muerte, qué era eso de matar seres humanos, soldados, sí, pero también mujeres y niños y ancianos civiles, y David, el bueno de David, un poco cacarizo, pero alto, fuerte, de enorme y poderoso cuello y mirada intensamente comprensiva, hablaba, luego de vencer una terrible resistencia, hablaba despacio, arrastrando las palabras, y trataba de describir diversos ataques, emboscadas, tiroteos en los que había estado implicado, de algunos amigos, hasta que las lágrimas le impedían seguir y las palabras le faltaban, las lágrimas que no se animaban a salir le cerraban la garganta, así era David, muy serio atrás del volante de su autobús que partía y llegaba a las estaciones siempre a horas precisas, y El Personal y Admirado Amigo subía a ese autobús, sonreía para David que le hacía un guiño de complicidad y camaradería, y se bajaba en la biblioteca o en Main Street para mirar las tiendas, para comprar The Paris Review y cuatro pares de calcetines, unas fundas para la almohada y cambiar una de las sábanas que le quedaba chica a su cama, o a sus camas, porque había cuatro camas en su departamento, y en la biblioteca había libros que no había visto nunca (y eso lo hacía extraña y perversamente feliz), por decir algo, la colección completa de los Anales de Buenos Aires, de El Hogar, de Sur, y también había copias de Gazapo, de La tumba, y hasta de Blas Ojeda, el primer libro de su amigo Ceballos Maldonado, tendría que escribirle, le iba a dar gusto saber eso, y en la tienda Penny’s había suéteres gruesos, pachones, geniales, por sólo 12 dólares, escribir entonces con morosidad al volver al departamento para estar solo, como quien cierra la puerta con doble llave y pone una tranca, escribir sobre su pequeño recorrido en beneficio de la nostalgia inmediata, y luego, por ejemplo, que extrañaba la comida y las calles resquebrajadas, irregulares y polvorientas de la ciudad de México, el parque Sullivan y las comidas con su amigo Otaola, la sagacidad y la malicia de Arquímedes Kastos y el relajo y la solidaridad del gran Polo Duarte, la oficina de Cinematografía, las preguntas incontestables de Pollo y Pillo, los papeles en perfecto orden sobre su escritorio en el departamento de Río Nazas 77-6, la señora Toña por ahí y, de repente, cuando ya creía haberla olvidado, como un fantasma, con cierta turbadora fuerza y claridad, como surgiendo de lo más lejano de su olvido, la risa barroca de Viviana ensayando pasos de danza frente a un espejo, la presencia desvaneciente de Viviana, sus vestidos y su desnudez, sus discos y sus increíbles maneras de bailar, de sentir el ritmo, de hablar, y sus senos y los chismes, sus olores, su firme­za, su lucha tan desesperada por la expresión artísti­ca, las tribulaciones de sus amigos de la escuela de danza, sus zapatillas tiradas al fondo de la cama, sus nalgas prominentes y casi sólidas, la perfección de sus muslos y su calor, esa temperatura tan extraordinaria que emanaba de ella, como si aquello que tan pacientemente creía haber extirpado de su vida siguiera existiendo, como si con todas esas operaciones, con toda esa distancia que él había logrado interponer entre los dos, no hubiera conseguido nada porque ella continuaba existiendo y él existía, los dos existían, continuaban existiendo por más que él tratara de ocultarlo bajo una serie de complicadas y cerebrales mentiras, soy un vidrio ultracoloreado en el Palacio Nacional de los Vidrios y la luz se dirige en cierto sentido al doble centro invertido de mi hospital insenescente y fugaz, por ejemplo, así hablaba Viviana, más o menos, y con ese recuerdo, al que iba unido el del timbre de su voz, ligeramente ronca, el olor de la refinería de Atzcapotzalco, cierto olor a podrido de algunas tardes en la ciudad de México, y los periódicos cotidianos, los muñequitos de los domingos, su colección de Tarzán y la del Príncipe Valiente, escribir entonces para consolarse, para estar acompañado, para establecer más y más lazos con el mundo, como quien iza el pañuelo blanco del naufragio para señalar que ahí está y debe ser rescatado, para corporeizar los recuerdos, escribir por ejemplo que se levantaba a veces sobresaltado y confuso al ver la hora, porque a veces dormía de más, y se bañaba apresuradamente y bajaba a tiempo para tomar el autobús de las 11:10, pero el autobús no pasó una mañana y entonces entró en el mercadito de la planta baja y gastó 2.40 en pan, queso, jamón, mostaza y un cuchillo, y subió al departamento a esperar desde allí el autobús de las 11:30 que tampoco llegó, hasta que se le ocurrió pensar que los fines de semana habría un orden distinto, era su primer fin de semana, y afortunadamente apareció Lindolf Bell, el melenudo poeta brasileño, y caminaron hasta el centro y El Personal y Admirado Amigo se compró un radio en 18 dólares que mantenía sonando casi siempre, y también compró otra cobija en 4, y tres manzanas, y lo mejor fue cuando detuvieron a una chica en la calle, una saludable adolescente de impresionante estatura y le preguntaron por el mercado, y ella los llevó a uno llamado “Yo También” y les dijo que odiaba a la gente, que odiaba especialmente los mercados y el consumo, que odiaba minuciosamente la comida y las reuniones familiares, odiaba los coches y a los que no tenían coche, y además talking is a load of shit, walking is a load of shit, decía, y al Personal y Admirado Amigo le gustaban sus labios, pero no había nada que no fuera un montón de mierda, the economy is a load of shit, knowledge is a load of shit, the planetary system is a load of shit, enjoyment is a load of shit, life is a load of shit, ambition is a load of shit y se enfurruñaba, pero bajo presión decía, ella era honesta, tenía 18 años, decía y no tenía vicios llenos de mierda decía, y se llamaba Cindy, aunque ese nombre no le gustaba, y sí, su padre y su madre estaban separados, ella vivía con unos primos lejanos y si los veía otra vez, ya pensaría si les iba a dar su número de teléfono, sólo que no se quiso ir sin preguntarles, además de su nacionalidad, su estado civil, su edad, sus nombres y su sueldo, I am fair, decía, that is clear, decía, y estaba bonita de más, escribir entonces para no olvidar nada, para que no se nos pierda casi nada, para recordar, o para olvidar con confianza, con la confianza de que uno puede volver atrás en cualquier momento y encontrar en su cuaderno de bitácora veinte años o más, después, muchos años después, esas emociones, esa luz, esa temperatura, esos olores, esa confianza ya casi perdida, escribir para leerse uno mismo, para ser uno mismo, para tenerse a sí mismo, o para desconocerse, para extrañarse de ese sí mismo que nunca acababa de ser el mismo, porque a veces sentía la extraña necesidad de poseer, de reposeer si era preciso, eso que podría llamarse su historia biográfica, ¿pero qué era Historia?, ¿y sobre todo que podía llamarse Biografía?, por una parte quería reunir todos los incidentes, absolutamente todos los incidentes, o por lo menos la mayoría de los incidentes, y desde luego el drama interior, los desgarramientos o el rock and roll de las hormonas, la narración, la suya, la de sí mismo, porque necesitaba esa narración, una especie de narración interior continua para mantener de pie su identidad, su Yo, porque al convertirlo en letra mecanografiada, vale decir letra impresa, cobraba cierta realidad, otra clase de realidad, escribir entonces para existir, escribir por ejemplo que trató de avanzar con la reescritura de las primeras páginas de su novela, pero que había dejado el radio prendido y el radio lo distraía, pero no quería levantarse a apagarlo para no perder nada de tiempo, ni un segundo de tiempo, para no distraerse más de lo que ya estaba, pero que de pronto escuchó o creyó escuchar francamente sobresaltado que nuevas balaceras y más de 300 muertos ayer en la Plaza de las Tres Culturas, en Tlatelolco, en la ciudad de México, y se detuvo a medio párrafo, pero la noticia ya no seguía, seguía una canción que cada vez le gustaba más y que tocaban por lo menos una vez cada hora, Those were the days, my friend, y él se quedó quieto, atolondrado, atarantado, desconcertado por lo que había oído o creído oír, y luego anotó que no se había movido hasta que una hora después, de nuevo en las noticias, repitieron que no se conocía el número de muertos con exactitud, pero que el gobierno de México aseguraba que no eran más de 30, ¿no habían dicho que 300?, se preguntó e intentó imaginarse la Plaza de las Tres Culturas, de recrear la catástrofe, y se volcó sobre su libreta y trató de reconstruir la noticia con las mismas palabras con que la había escuchado en inglés, recordó algo que le había dicho Mailer el día que cenaron juntos, algo así como que los norteamericanos no podían comprender ningún acontecimiento histórico a menos que se los redujeran a números, ¿habrían dicho 300 muertos?, lo malo es que ya no habría más noticias, pues las transmisiones de las dos estaciones locales de radio terminaban a las 10 de la noche, entonces sólo el periódico de la mañana siguiente, gratuito, sólo había que tomarlo de una pila en la planta baja del edificio, y mientras tanto escribir para tratar de comprender, para paliar lo incomprensible, para ver qué se encontraba, qué se ­descubría, para desahogarse, para no pen­sar en otra cosa, como terapia (digamos), como exorcismo, escribir entonces para olvidar, escribir por ejemplo que tuvieron una gran comilona en la espléndida y bamboleante lancha de Paul Engle bajo el rayo del sol, Hua-Lin al timón, agua por todas partes y él que se había mareado como un grumete inexperto por el vaivén inclemente, y que la borrachera de Tahereh, la poetisa persa, fue demasiado agresiva y maliciosa y divertida, y el silencio complicado del cuentista yugoslavo se le hacía sospechoso, y la arrogancia de Almeida Faria, el novelista portugués, se arruinó por una tos espantosa culpa de una migaja desviada, y la gracia y el encanto de Lindolf Bell que lo desarmaban constantemente, y los meandros del río que le recordaban aquella película a base y abuso de close-ups de Bogart y la Hepburn, ah sí, La reina africana, y la mirada intensa de la poetisa persa y su nombre, Tahereh Saffarzadeh, que le evocaba pasajes de El cantar de los cantares, escribir entonces para poder vivir, escribir para poder soñar, escribir para poder dormir y no ser reconocido, para volver verosímil la realidad, para intentar ordenarla, para creer que se le entiende, o por el contrario, escribir para despistar, embrollando la propia pista, confundiéndolo todo, volviendo ilegibles todos los pasajes, escribir por ejemplo que acompañó a los Veiravé, a Alfredo, el poeta de Gualeguay y su esposa Pía, nutrióloga también de la ciudad de Resistencia, o mejor chaqueña, a otro supermercado, al Eagle, en la calle Church, y Pía había logrado establecer a las primeras de cambio que El Personal y Admirado Amigo comía demasiada azúcar y demasiados almidones, es decir, demasiadas pastas, a lo que él respondió con cierto cinismo que lo que no mataba, engordaba, ya se sabía, y siguieron hablando como si se conocieran desde hacía años, como si hubieran sido exiliados de un pasado común y necesitaran recuperarlo, o escribir por ejemplo que en la radio pasaron el sermón de la iglesia Holly Christians, y que él había comido ravioles en casa de los Veiravé, una animada reunión llena de risas y de fiestas, también había estado Lindolf Bell que calificó los ravioles de “comida típica argentina”, y Alfredo les leyó algunos de los poemas que integrarían un libro suyo titulado Puntos luminosos, y El Personal y Admirado Amigo le pidió quedarse con copia de uno, una especie de recetario que lo había deslumbrado, Lo que se precisa para comenzar un poema, que Alfredo no dudó en endosarle,

 
 

Todo el silencio de los otros puesto bajo el alma de los

Shamanes

un sentimiento náufrago

que inunde los mares subterráneos

la claridad de los helechos fosforescentes

devorados

la cápsula en órbita de la mente

Para comenzar un poema se precisa

una expiación cualquiera

el mapa de una ingratitud pasajera

transfiguraciones reliquias orgullos

Espejismos

el alma de una momia un ónix ceniciento

dientes crueles

las rayas del pudor

el tigre del delirio / el espacio absoluto

Para terminar

destruir el poema y unir los elementos

necesarios incapaces de

morir con violencia

a lo que siguió una discusión sobre el espacio en los poemas que cayó de picada sobre Mallarmé y saltó a la poesía concretista brasileña, tem entrado gradualmente na nossa poesia a importancia da palabra em si: a palabra como valor plástico e encantatórico, como absoluto sônico declamaba Lindolf, como exploração mítica cada vez mais desligada da ganga discursiva, y de allí a Nanni Ballestrini que en Milán, hacia 1961, había realizado una desquiciante experiencia seleccionando fragmentos de textos antiguos y modernos, y alimentando con ellos una computadora, reorga­nizándolos y combinándolos en más de 3 000 posibilidades, increíble ¿no?, y de allí a otro libro no brasileño sino portugués, tenían que preguntarle a Faria, un libro titulado Electrònico-lírica, de Herberto Helder, Lindolf luciferino entusiasmadísimo, describiendo después una futura exposición que preparaba, titulada Naufragios, con poemas dentro de botellas ­transparentes con tapón de corcho, una fascinante velada que valdría la pena recordar, Lindolf subrayando que o princípio combinatório é, na verdade, a base lingüística da criação poética, o escribir por ejemplo que más tarde casi a medianoche, o pasada la medianoche, le prestó algunas de sus entrevistas sobre Gazapo y las primeras 80 páginas de su nueva novela a Carlos Cortínez, el estudiante chileno, y bajó por coca-colas y se encontró en la planta baja a las niñas de siempre, maravilloso gineceo todo sonrisas y contoneos mientras ensayaban como todas las noches, a cuarteto Those were the days, my friend, we thought they’d never end, we’d sing and dance forever and a day, y que la noche siguiente regresó Carlos y le devolvió las cuartillas y los recortes, que no le habían gustado, lo sentía mucho, que quizás si leyera un poco más, si lograra comprender el porqué de semejante rebuscamiento, en Chile jamás lo publicarían, y sobre todo de qué se trataba el libro precisamente, pero no, no participaba, y siguieron hablando de todo un poco, de Borges principalmente, ésa sí era literatura, de la casa de Pablo Neruda en Isla Negra, de la antipoesía de Nicanor Parra, de la influencia de Mallarmé en Huidobro, de Himno entre ruinas de Octavio Paz, y luego salieron para ir a cenar al Union, me imagino que entenderás Trilce de cabo a rabo, le preguntaba a Carlos, a pie juntillas, y Carlos reía, al Personal y Admirado amigo no le preocupaba que no gus­taran sus cuartillas, creía que no escribía para complacer ni para buscar ningún fácil aplauso, pero en el elevador se encontraron con el persa profesor de inglés, gordito y displiscente, que iba a cenar trajeado a casa de la linda Tahereh y se agregaron, y para su sorpresa se encontraron allí con Lindolf y Almeida Faria, y Tahereh claro que hizo una comida regia, de arroz delicadamente condimentado y carne lujuriosamente asada, y la algarabía les duró hasta las once de la noche y Faria lo acompañó de vuelta hasta su departamento y le pidió prestada su Autobiografía, sencillamente titulada con su nombre, pero precedida por un par de líneas que nombraban la colección y que a él le provocaban verdaderas ñáñaras, Jóvenes escritores mexicanos del siglo xx presentados por sí mismos, sólo a Emmanuel Carballo se le había podido ocurrir algo así tan esperpéntico, escribir entonces para establecer cierto diálogo, para iniciar la discusión, para empezar a platicar, para buscar a un interlocutor que se desconoce, para inscribirse en una sociedad secreta, para iniciarse, para ver cuántas páginas se llenan, para oír el ruido de las teclas de la máquina, como un placer exclusivo y perverso y privado, y a la mañana siguiente Almeida Faria le llevó una copia calurosamente dedicada de Rumor branco, su primera novela, y Tahereh lo invitó a desayunar y le leyó algunos poemas,

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