Vivir abajo

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… Podría llenar varias páginas describiendo mis sentimientos por Ariadna, pero sin duda sería patético y quiero evitar todo patetismo, remitirme a los hechos o, por lo menos, pobre remedio, a mis conjeturas sobre los hechos…

… El domingo de esa semana, por ejemplo, ocurre algo que es esencial en mis pesquisas. George va una vez más a la Costanera, pero no por la mañana, sino un poco antes, cuando la madrugada empieza a despuntar. Como todavía está oscuro, no le parece necesario esconderse cuando pasa frente a la casa de Ariadna. Tres puertas más allá está la otra, la casona en ruinas. La rodea por el jardín lateral y el jardín trasero, que en verdad son arenales, más que jardines. Trata de mirar por las ventanas pero la oscuridad es impenetrable. Una tiniebla tan sólida que a George le da la impresión de que, adentro, poco más allá de las ventanas, hay muros, como si las ventanas estuvieran tapiadas, o como si adentro de la casona hubiera una casona idéntica, un poco más pequeña que la otra. Regresa a la vereda y, a diferencia de los días anteriores, sube la escalinata hacia la puerta principal. ¿Siente un olor a animales muertos? Todos quienes entraron a la casona en setiembre, después del asesinato, dicen que el olor era agudo y mortal desde mucho antes de abrir la puerta y que no se debía al cuerpo en el sótano sino a las alimañas en la sala. De modo que es posible: George debe sentir el hedor segundos antes de sacar la llave de la mochila. ¿Le sorprende que la llave funcione, que la chapa en la puerta sea la misma, que le resulte tan fácil entrar, como si la casona lo estuviera aguardando? Es posible que ese detalle minúsculo sea la única parte de su plan cuyo resultado a él mismo le parece milagroso. Sin duda, él esperaba que la llave no sirviera: tener que trepar por una ventana, romper la puerta (ha guardado esa llave consigo más de diez años)…

… El recibidor es una ruina de tablones quemados y carbunclos y telarañas y escombros de paredes caídas y muebles en pedazos. Un recinto negro con botellas en el piso, montañas de periódicos viejos, muebles esfumados, desperdicios y fragmentos de cosas que alguna vez tuvieron forma. La capa de detritus es tan gruesa que al andar le parece que nunca llega a tocar el suelo. ¿Eso siente? Siente que camina por otro mundo de excreciones y desechos sobrepuesto al mundo real. Entonces ve un resplandor. Al principio lo confunde con las primeras luces de la mañana, pero después se da cuenta de que la luz no viene de las ventanas, sino que brota debajo de una puerta, al fondo de lo que en otro tiempo fue el comedor. Cabe decir que lo que George descubrirá un minuto después representa el primer error de su plan, el primer imprevisto significativo. Empuja la puerta y ve la escalera que conduce al sótano. En las mañanas y las tardes que ha pasado subido al muro del malecón, o guarecido tras él, jamás ha visto a nadie entrar o salir de la casona incendiada y ha dado por hecho que nadie vive en ella. Pero en el sótano ve la luz de una vela recién encendida y la confusa cara de un hombre iluminada en su resplandor…

… Es un sujeto diminuto y escuálido, tal vez de su edad, tal vez mayor (es mayor), de manos grandes. Lleva una camisa blanca, un pañuelo en la nuca, entre su cuello y el cuello de la camisa. Su cara es un óvalo llano, de ojos chicos, con la piel tensa. ¿A George le parece un rostro pequeño que de pronto se ha hinchado? La tenue luz de la vela gorgorita sobre un colchón en el piso, alumbra papeles tijereteados, periódicos viejos, imprecisa una pila de ropa sucia, bosqueja en la pared siluetas de cajas y botellas. Juzgando por la acumulación de desechos, George piensa que el tipo debe llevar un buen tiempo durmiendo ahí. ¿Por qué nunca lo ha visto? ¿No sale jamás de la casona? Es imposible. ¿Llega muy tarde y sale muy temprano? La explicación le parece lógica. El momento es extraño: los dos son invasores. George decide fingir que la casa es suya. Agita el llavero en la mano, para dejarlo en claro. El otro se asusta, se pone de pie. Musita algo. George quiere dominar la situación pero no quiere parecer agresivo. No pasa nada, susurra. Luego miente: dice que la casa es de su familia pero que está abandonada hace muchos años, que no le sorprende que alguien pase la noche en ella de vez en cuando. Más me hubiera sorprendido no encontrar a nadie, dice: se acerca. (George es blanco, alto, fuerte; el hombre es cholo, chico, agazapado. Entre los dos se levanta de inmediato una pequeña pero palpable jerarquía social. George quiere aprovecharla. Monologa). Dice que es gringo. Medio gringo, dice: mi padre era gringo, mi madre no. Dice que ha venido a Lima a filmar una película, un documental, en esa casa, donde vivieron sus abuelos. Al hombre, George le parece amigable. ¿Una película acerca de qué?, murmulla. George le dice que está grabando un documental sobre su padre. El hombre le pregunta si su padre también vivió ahí, como sus abuelos. George miente, dice que sí. ¿Y tú también vivistes acá?, escucha. Yo no, dice: Nunca antes he estado en esta casa. ¿Y quién era tu padre?, pregunta el hombre. George le pide al hombre que le diga, más bien, quién es él. El otro guarda silencio…

… Es probable que George no insista. En lugar de eso, debe preguntarle al hombre si siempre duerme ahí. El hombre dice que sí, que duerme en ese sitio porque no tiene casa. Antes pasaba las noches en la playa, dice: dormía a la intemperie; hacía mucho frío, incluso ahora en verano, corre mucho viento, dice: el viento corre, a uno lo cala.

Buena parte de la conversación es banal, sin dirección, no vale la pena referirla. Al rato el hombre le pregunta si sabe cuándo se incendió la casona. George responde que hace más de veinte años. El hombre dice: la primera vez que entré, había cadáveres de perros y gatos esqueléticos y ratas y ratones muertos y lo único con vida eran los gusanos, las arañas y las cucarachas; boté los cadáveres pero el olor no se va. Su acento le recuerda a George el de su madre. ¿Hace cuánto duermes aquí?, pregunta. Ya va a ser un año, dice el otro. (¿En el sótano la oscuridad es densa, fúnebre, la luz de la vela desfallece?). Siempre duermo acá abajo, sigue hablando el hombre; vengo de noche, me voy a esta hora. Se sienta en el colchón. Allá hay una silla, dice: allá a tu lado; estira la mano y la vas a tocar. ¿Tienes más velas?, pregunta George. Encima de la silla, dice el hombre. George coge las velas y se sienta. El otro las prende con la que lleva en la mano, pone dos botellas en el piso, como candelabros.

Recién entonces George puede observar la habitación: hermética, sin ventanas, una sola puerta en lo alto de la escalera. George escudriña el sitio y dice: no es un sótano. ¿De qué hablas?, se intriga el hombre. Los sótanos son del tamaño de las casas, dice George: en mi casa había uno; este cuarto es mucho más chico que la casa. Más parece un refugio que un sótano. Una catacumba, dice George; un búnker. No sé qué es un búnker, dice el hombre. O una celda, lo ignora George: un lugar donde alguien hace algo que no quiere que se sepa o donde un hombre encierra a alguien contra su voluntad. El tipo lo mira. George cambia de tema: ¿dices que antes dormías en la playa? Claro, ahí dormía, dice el hombre. ¿Por qué?, pregunta George. Para mirar, responde el hombre. ¿Mirar qué?, dice George. El hombre se queda en silencio. George le ve la cara sin arrugas, el grueso pelo negro, los ojos desiguales. ¿De dónde eres?, pregunta el hombre. De Maine, dice George. ¿Y adónde es Men?, escucha. Cerca de Boston, dice. ¿Y adónde es Boston?, le pregunta el hombre. En Estados Unidos, al norte, por Canadá, dice George. Ah, dice el hombre. ¿Y tú de dónde eres?, pregunta George. De la sierra, dice el hombre. ¿Y cómo llegaste acá?, pregunta George. Nadando, dice el otro…

… Sabemos que al final de esa conversación, el sujeto le preguntará a George si puede seguir durmiendo ahí y George le dirá que sí. El dato es intrigante, porque esa presencia inesperada en la casona tiene que ser un estorbo para él. ¿Un rasgo de compasión? Eso parece, pero el hecho es irónico, porque al cabo de unos meses la locura de George se volverá en contra del tipo, que, por ahora, respira tranquilo, come un pedazo de pan, le da la mano a George, le agradece, se va sin decir adónde…

… En un rincón del sótano, hay una pila de esqueletos de periódicos tijereteados y recortes. George los ha visto hace rato pero no ha querido preguntar. Ahora los ojea. Son sobre tres masacres en cárceles peruanas en 1985 (Alan García, Sendero Luminoso). Hay fotografías de un pabellón bombardeado, reclusos rendidos alineados en el tabladillo de un muelle, infantes de Marina, policías con pasamontañas, cerros de cadáveres, las islas de San Lorenzo y El Frontón vistas desde la costa y desde el cielo. Sube la escalera, mira por el hueco de una ventana. Ahí están las islas: las ha visto todos los días desde hace semanas. En la más pequeña, El Frontón, estaba la colonia penitenciaria. La nube interminable del litoral parece hecha de plumas de pelícanos y gaviotas y cormoranes muertos en pleno vuelo (piensa o siente George). En la silueta de El Frontón, cree divisar, o alucina, los vestigios de la cárcel. ¿Piensa en campos de concentración y en cámaras de torturas? Sí, cada vez que George ve una cárcel, o la imagina, piensa en eso y en su padre. Sube al segundo piso…

… La escalera chirria y cede a cada paso y a partir de un punto no hay peldaños: trepa enroscado al pasamanos. Arriba todo está igualmente asolado. Inspecciona las habitaciones y encuentra otra escalera, un poco menos destruida que la primera, que sube al mirador. Desde ahí ve la casita rosada de Ariadna, el jardín trasero, tan inmaculado y perfecto como el otro, un jardincito de un verde artificioso…

… No debe ser mucho después, a lo sumo dos semanas, que encuentro a George en un restaurante de Miraflores. (Calculo que es en marzo, porque para entonces los chicos del taller y los chicos de San Marcos y la Católica lo buscan a la entrada de los cines, lo siguen por todas partes, ven las películas que él aprueba, leen los libros que les recomienda, se juntan en bares para escucharlo). Más que una conversación, lo de esa noche es un discurso suyo que yo escucho con una sensación no sé si de admiración derrotada o de admiración por la derrota. Porque George habla así: sus palabras suenan triunfales pero su gesto es el de alguien que acaba de perder una batalla o que sabe que está a punto de perderla. Dice que el cine, tal como lo conocemos, es un arte inútil y atrofiado. Lo dice rascándose la cara, pasándose el dorso de los dedos por la barba de varios días. Dice que el cine debe hurgar en las grietas por donde se desmorona la realidad (y agrandar las grietas, para que la realidad se desmorone lo antes posible). Cada vez que dice «realidad», habla de las dunas de un desierto y de la arena que resbala entre las copas de un reloj de arena. No usa la frase «reloj de arena» sino la palabra «clepsidra», que en sus labios parece una palabra en otro idioma. Dice que hay excepciones y nombra a Buñuel y se queda en silencio y nombra a Kirsanoff (para marzo, todos los chicos del taller buscan películas de Kirsanoff: no encuentran ninguna). El hielo repica en el vaso de whiskey y George parece seguir hablando de cine pero en algún momento ha comenzado a hablar sobre dictaduras latinoamericanas. Nombra a Stroessner, a Pinochet, a Videla. Pide otro whiskey: una mano raquítica lo pone sobre la mesa. Cuando menciona a los dictadores, lo hace de tal modo que todos parecen un mismo personaje. Las historias que cuenta sobre ellos suenan como resúmenes de películas que ha visto alguna vez, en un tiempo remoto, proyectadas contra un muro y proyectadas, además, unas encima de las otras (pero no es que no sepa de qué está hablando: es que esa es su manera de saber).

 

Abre mucho los ojos, lame el borde de su vaso, parece triste (está pensando en el futuro). Vuelve a hablar de cine, pero lo hace como si hablara de una guerra de guerrillas o una guerra de trincheras o una guerra hecha de operaciones secretas y dobles espionajes. Otra vez menciona las grietas (agujeros, rendijas, ranuras) y dice que él se dispone a escudriñar entre ellas y abre más los ojos y me pregunta si yo quiero escudriñar junto con él, pero no espera mi respuesta y vuelve a mencionar a Buñuel, a Kirsanoff, a Man Ray, a Walter Ruttmann, a Dziga Vertov. (A mí, George me parece un erudito: me obsesionan sus obsesiones, la furia viva de su relación con el cine, al que parece detestar y adorar al mismo tiempo. Lo envidio). Cuenta argumentos de películas que no parecen argumentos de películas, sino esquirlas que se ha desenterrado de la piel con los dientes. Después sigue hablando, pero ya no da la impresión de hablarme a mí, sino a alguien que está sentado en mi silla pero que no soy yo. A esa persona, George le habla de películas que se pueden ver con los ojos cerrados y de películas que hacen cerrar los ojos y dice que él quiere hacer una que haya que ver de espaldas a la pantalla, tratando de escapar, y películas que solo se puedan ver en medio del campo, cerca de un río, entre los árboles y las montañas, con la intuición de que solo salvando la distancia y huyendo se podrá entender el sentido de la historia, y habla de películas que no se filman pero que igual existen y dice que esas son las mejores, y dice que las mejores películas que él ha hecho en su vida, porque él es cineasta −es la primera vez que lo dice−, son de esas: películas imaginarias que sin embargo otras personas han entendido o sospechado o temido, aunque nunca las hayan visto, y dice que ese es el verdadero cine de horror: aquel cuya sola intuición nos empavorece hasta el punto que disfrutamos de la felicidad de escapar cada día de él sin tener que mirarlo. Dice que eso mismo es nuestra memoria y que eso es nuestro subconsciente. Y cuenta la historia de un cineasta que vive en una prisión y que filma películas en su mente y por las noches se las proyecta a los demás reclusos en las paredes de sus celdas, telepáticamente, y después dice que él ha sido ese cineasta...

… Es probable que George no diga todas esas cosas esa misma noche. Quizás las dice en distintas conversaciones entre marzo y julio, porque en esos meses me lo encuentro varias veces. Siempre es de manera casual, a la salida del cine, sobre todo el cineclub del Banco de Reserva, a tres cuadras del periódico donde trabajo. Unas veces está con Ariadna: los veo caminar lado con lado, él muy alto, ella pequeña. Parece su hermana menor y no su novia (por entonces no sé si son novios: prefiero no preguntar; dejo de buscar a Ariadna: sospecho que ella no se da cuenta)…

… Otras veces encuentro a George con los chicos de San Marcos y la Católica. Meses más tarde, en setiembre, cuando se publica la noticia en los diarios, busco a esos chicos para que me digan lo que sepan. Según ellos, George nunca hablaba de sí mismo, y, sin embargo, siempre parecía estar hablando de él, como si lo hiciera a través de un mecanismo de alusiones indirectas o metáforas o falsas referencias. Así hablaba, es cierto: convertía su vida en una alegoría de su vida. Como si su biografía fuera un objeto imposible de describir literalmente, o, peor aun, como si incluso al describirla de manera literal fuera una metáfora de otra cosa, me dice alguien una tarde. (La versión según la cual George vino al Perú a filmar un documental sobre Sendero Luminoso sale de ese grupo de muchachos −que desde julio casi no lo ven más y en setiembre, después del crimen, lo aborrecen−, pero carece de todo fundamento)...

NOTA EN LA CONTRATAPA DE UN DIARIO

Sin embargo, es verdad que, en febrero, George filma los cuerpos de los policías muertos en el atentado contra la residencia del embajador de Estados Unidos, y, una semana más tarde, graba escenas del entierro de María Elena Moyano, asesinada por Sendero Luminoso. En abril (también es cierto), está con su cámara en la Plaza Bolívar, frente al Congreso, el día del golpe de estado.

SIGUE LA LIBRETA 2. Octubre de 1992

… En ese tiempo el hombre del sótano sigue durmiendo en la casona, George lo ve con frecuencia, parecen amigos. ¿Qué clase de películas haces?, le pregunta el sujeto una noche: ¿películas de misterio? Todas las buenas películas son de misterio, dice George: lo que importa es que comiencen en un manicomio y acaben en un cementerio, agrega, ¿sonriendo? (Esa frase se la dijo alguien alguna vez, es una cita; en verdad George habla para sí mismo). Hago documentales, aclara la voz. Eso dijistes, dice el hombre. Pero yo no sé qué es eso: ¿qué es eso?, pregunta. Películas sobre la vida real, le dice George. ¿Y cuál es la gracia?, dice el hombre: ¿quién chucha quiere ver películas sobre la vida real?, dice, piensa un rato, después añade: si quieres hacer una película sobre la vida real, que comience en un manicomio y termine en un cementerio, tienes que hacer una sobre mí: yo nací en un manicomio y acabé en un cementerio. Por qué no, sonríe George. El hombre se lo queda mirando. Una película sobre ti, habla solo George, y el hombre lo mira. George come y el hombre lo mira todavía más rato, en silencio. George toma un vaso de agua y el hombre lo sigue mirando. ¿Qué?, dice George. La película, responde el hombre, señala la cámara con el mentón: ¿por qué no la comienzas ahorita?

DIARIO, 24 de agosto del 2015 (noche)

Yo vi esa película meses más tarde, el 12 de setiembre de 1992. Fue la primera de George que vi. Aquí, en mi biblioteca −abajo de mi biblioteca−, tengo una copia. También fue la primera de las dos que grabó en el sótano de la casona incendiada. Formalmente, no tiene nada de especial, solo una cara y dos voces. Coloco el casete en el reproductor de VHS, me pongo los audífonos. Sentado en el piso del sótano, mal alumbrado por la luz de tres velas, el hombre habla. ¿George está de cuclillas en frente de él, con la cámara al hombro? Así debe ser, porque hay un minúsculo temblor en la imagen.

Yo nací en un manicomio, dice el hombre: una especie de manicomio, no sé dónde, en Huanta, seguro. Eso me han dicho, que cuando nací mi madre estaba en un manicomio. Después me metieron en una casa para huérfanos, junto con mi hermano, él era menor. Ahí viví hasta los trece, doce. A esa edad se iban todos, pero no todos. Algunos se quedaban. Había un viejo que decían que estaba desde chiquitito, aunque seguro era cuento. Cerca del orfanato había una laguna. Yo nadaba en esa laguna. Agua helada, nadie más se metía. En la sierra la gente no nada. Pero yo nado. Yo aprendí a nadar, bucear. Me quedaba horas en el agua, como un pescado, dice. Como un pez, dice George. No, como un pescado, dice el hombre: nadaba como un pescado. Después nos fuimos. A los quince vivía en un pueblito de Soras, cerca de Soras, no en el mismo Soras, sino cerca, seguro tú no sabes adónde es Soras. Es en Ayacucho. ¿Sabes qué significa Ayacucho?, pregunta el hombre. Significa cementerio, dice. Entonces naciste en un cementerio, responde George. Pero en el manicomio del cementerio, aclara el hombre.

Habla de su vida en la sierra. Dice que a los dieciocho lo reclutó Sendero Luminoso, lo reclutaron a la fuerza, dice, solamente a él, a su hermano no. A su hermano no volvió a verlo. Después habla de la vida en la columna senderista. Hacía hambre, sonríe: nos decían que estábamos haciendo la revolución, pero con esa hambre quién iba a pensar en la revolución. Habla de los primeros combates, de la primera vez que lo metieron a la cárcel. En Huamanga, hace diez años, dice: los senderistas atacaron la cárcel y liberaron a cuatrocientos presos, más de setenta miembros del partido. Dice que después de escapar no le quedó más remedio que seguir con ellos, porque no podía volver a su pueblo, como hicieron otros, porque él no tenía pueblo. Después dice que los senderistas también hacían películas, que los hacían actuar de ellos mismos, porque también eran películas sobre la realidad. Como las que tú haces, dice: solo que era otra realidad. Hacían una realidad para la película y después hacían la película. Tomaban un pueblo, mataban a varios, encerraban a los demás en una casa, pintaban el pueblo, le mochaban el campanario a la iglesia, si había iglesia, o si había campanario, sonríe: una mirada esponjosa. Ponían banderas rojas y pintaban lemas en las paredes. Después nos daban ropa limpia, nos hacían fingir que éramos la gente del pueblo, incluso a algunos que eran del pueblo los hacían fingir que eran del pueblo, dice: así eran las películas de los senderistas; sobre pueblos felices.

Una vez entramos a un caserío donde todos estaban muertos, sentados en las puertas de sus casas, o tumbados en la zanja que estaban abriendo cuando llegaron los militares. Otra vez entramos a un pueblo donde todos estaban vivos y tenían caras de felicidad y nos miraban y no tenían miedo. De ese pueblo nos fuimos. Por la noche volvimos para matarlos pero ya no habían nadies. A los dos días regresamos y ahí estaban de nuevo, sonrientes. Otra vez nos fuimos y volvimos de noche y nadies estaban. El jefe dijo que era un pueblo embrujado. Nos quedamos hasta que empezó a caer la noche y uno por uno fueron apareciendo los sonrientes, y uno por uno los fuimos matando. Era un pueblo chico, no nos demoramos mucho.

Dice que después lo hicieron jefe de una columna. Ya era mando, era el camarada Alcides, dice. Dice que, como mando, condujo un ataque a un pueblito cerca de Huanta. Un ataque, sonríe, pero la mueca se le desvanece de inmediato y dice que en verdad fue una masacre. Una matanza: más de sesenta muertos, incluso niños, viejos, viejos lisiados, locos, mujeres viejas. Matamos a todo el pueblo. Se llamaba Andamarca. Después ya no existía Andamarca. Dicen que ahora ya existe de nuevo. Los matamos con hachas, machetes, dinamita. A los pocos meses me capturaron. Me pegaron, me torturaron, me la metieron, me sacaron la mierda. Querían que confiese que había estado ahí, que les diga quién había sido el mando, quién era Alcides. Alcides era yo pero me hice el cojudo. Me llevaron a El Frontón. Aquí al frente, a la isla. Fue la primera vez que vi el mar. Yo nunca había visto una cosa más horrible. Allí estuve tres años. Hasta el motín. No fue un motín cualquiera: estaba coordinado, un motín en tres cárceles al mismo tiempo. Nos destrozaron. Fue como la vez de la masacre pero los masacrados fuimos nosotros y no habían niños ni mujeres ni muchos viejos aunque sí habían locos. Después dice que él se escapó de la masacre nadando. ¿Nadando?, pregunta George. Varios trataron de escapar nadando, dice el hombre: yo creo que nadie más pudo. Estuve horas en el agua. Al final las olas me botaron aquí. Me pongo de pie en la orilla y miro al frente y veo esta casa incendiada y mi primera impresión es que he nadado para atrás, que estoy otra vez en la isla. Entonces volteo y escucho que al otro lado del agua siguen sonando las explosiones. Después vi en los periódicos que los marinos y los guardias republicanos repasaron a los heridos y mataron a los que se rindieron, pero dejaron a treinta con vida. A cualquiera que no estuviera entre esos treinta, o entre los cadáveres, lo dieron por muerto. O sea que yo estoy muerto. Por eso digo que este sótano es mi tumba, sonríe. George debe pensar largo rato en eso porque la cámara se queda fija en la cara del otro. Uno puede (al menos yo puedo) imaginar su gesto de asombro. Después el hombre dice: mi nombre es Hildegardo Acchara. Hildegardo es con hache. Acchara es sin hache. Antes mi nombre era Alcides. Antes de eso, Hildegardo. Ahora, otra vez Hildegardo. Estira el brazo, le da la mano a George. Pero en la calle, Ronald, añade, sonríe, alza los ojos, ignora cuánto le va a costar haber contado esa historia.

 

LIBRETA 3. Noviembre de 1992

… Tengo la impresión de haber hablado con George muchas veces en esos meses, pero, cuando hago memoria, entiendo que no son más de cuatro o cinco. Una sola vez lo veo sin su cámara a la mano. Está sentado en la última mesa de un bar en la calle Berlín, cerca al cine Colina, con un vaso de whiskey. Un bar ruidoso y oscuro donde lee encorvado sobre las páginas de un libro, ¿alumbrándose con una linterna como si estuviera en una cueva o en una trinchera o en el túnel de una mina o llevara varios días al fondo de un pozo en medio del desierto? El libro es un tomo blanco y grueso de pasta dura con la cara de un hombre en la sobrecubierta, una cara ruda que a mí me parece el rostro de un leñador o de un cazador de animales muy grandes. Le pregunto de qué trata el libro y creo entender que me dice que es un libro acerca del origen del mal pero después me doy cuenta de que ha dicho que ese libro es el origen del mal. Hay una revista sobre la mesa, al lado del libro. Al rato me la muestra. ¿Con cara de orgullo? No. Más bien hay algo no sé si irónico o cínico o descreído en su gesto, un desacomodo que no logro situar. Me dice que la editaron en Buenos Aires, ¿hace tres años?, y la abre en una página donde aparece su nombre como autor de un artículo titulado «El hombre-elefante en Argentina». Al rato se levanta para ir al baño y yo leo el artículo saltando párrafos. Comienza con la narración de un encuentro, en un hospital de Buenos Aires, entre Horacio Quiroga y un hombre que sufre una terrible deformidad, una elefantiasis que le tuerce el cuerpo de pies a cabeza, al que los médicos comparan con John Merrick, el hombre elefante de Leicester. El artículo, sin embargo, menciona eso a la volada, solo para hacer notar que la película de David Lynch, El hombre-elefante, se hubiera beneficiado si el lugar del encierro hubiera sido un sótano y no una oficina con muebles limpios y vajilla de porcelana, y se hubiera beneficiado aun más si el sótano hubiera estado en alguna ciudad de América Latina y no en Londres. Cierro la revista y cojo el libro que George ha dicho que es el origen del mal, o eso me ha parecido, y leo en la carátula el nombre de Robert Frost y el título Collected Poetry. Ojeo el volumen, que está profusamente subrayado y tiene cientos de anotaciones en los márgenes. En una página marcada hay un poema sobre luciérnagas que parece una ronda infantil. Cuando George vuelve del baño, hablamos de cualquier cosa. No le pregunto por Ariadna pero sé que su relación se ha vuelto más estrecha…

… Debe ser por esos días que él entra en la casa de Ariadna, la casita rosada, por primera vez. Le ha de parecer austera y de un orden maniático (no es una casa pobre, pero sus espacios son minúsculos). ¿Son las mesitas gemelas, los pisos alfombrados con tapiz verde pasto, las flores amarillas en los jarrones, la simetría de las puertas y los jardines, lo que lo hacen sentir que entra a la vez en un cementerio y una casa de muñecas? (Esa fue mi impresión la primera vez que estuve ahí). Ariadna y él han ido al cine a ver Masacre: ven y mira, de Klimov, y de regreso ella le ha dicho que quiere presentarle a su papá. El viejo Rainer lleva un suéter de trineos tiroleses muy apretado al cuerpo (estoy extrapolando: eso llevaba cuando lo conocí). ¿George le mira la boca de dientes oscuros y disparejos? Es lo primero que cualquiera mira cuando ve a Rainer. Además, no hay muchas otras cosas en las cuales distraer la atención. En las paredes no hay adornos, excepto a un lado de la mampara que da al jardín, donde hay una serie de cuadros pequeños que a George necesariamente lo sorprenden. Son pinturas flamencas, unas de la edad media, otras del renacimiento (no se trata de grabados caros, sino de páginas arrancadas de libros). La primera que reconoce es La extracción de la piedra de la locura, de Hieronymus Bosch. No puede evitar decir que ese era el cuadro favorito de su padre. Rainer le explica que él fue profesor de arte y que hace miles de años, en Dresden, escribió una tesis doctoral sobre la pintura flamenca y la piedra de la locura, es decir, sobre los cuadros que representaban a un cirujano sacándole a un loco una piedra de la cabeza, para curarle la locura. [¿George vuelve a pensar en su padre? No puede ser de otra manera: piensa en el sótano y en las tijeras y no es difícil suponer que en ese instante siente ganas de llorar]…

… Sin embargo, en su plan, y en todo lo que ocurrirá entre entonces y setiembre, este momento es decisivo por otra razón: si George siente lástima de Rainer, si lo ve viejo y acabado e incapaz de valerse por sí mismo, esto es, si el anciano le da pena, George podría perdonarle a Ariadna el horror, podría arrepentirse, no hacer nada. Rainer dice: ¿y por qué le gustaba ese cuadro a tu padre? Nunca me lo dijo, responde George, ¿agitado? Rainer se da cuenta de que, aunque George es quien lo ha traído a colación, el tema del padre lo incomoda. Rainer es un hombre sensible (un buen hombre) y corta esa rama de la conversación. Toman algo −¿una cerveza que Rainer pide y Ariadna trae del refrigerador?− y después Rainer le muestra a George las otras reproducciones. Todas son sobre lo mismo: la piedra de la locura. Cuadros de van Hemessen, Havickszoon Steen, Pieter Brueghel el Viejo, Koffermans, etc. Después observan el de Hieronymus Bosch y Rainer habla largamente, con un poco de presunción, una actitud que molesta a George: le parece la típica arrogancia de los intelectuales (todo está dicho). De inmediato da la impresión de que al mismo Rainer su discurso le ha parecido, también, un poco pedante. Cambia de tono. Dice que, en aquel tiempo, en Holanda, la gente creía que la locura la causaba una piedra que crecía en el cerebro, como un cálculo renal, solo que en vez de formarse en los riñones, se formaba en la cabeza. Que para acabar con la locura había que sacar la piedra, como se elimina un cálculo renal, lo malo era que, como uno no puede orinar por el cerebro, la piedra de la locura había que sacarla trepanando el cráneo. Que en los libros de historia de la medicina dicen que esa operación se hacía de verdad, la gente lo creía. ¿Te imaginas qué fácil?, pregunta Rainer. Sacas la piedra: se acaba la locura. George piensa: Qué fácil. Sacas la piedra: dejas de ver demonios caminando al lado tuyo por la calle, dejas de escuchar los gritos, las voces, los aullidos, dejas de ver tijeras en los sótanos, los rostros de los muertos, el hocico del oso que te despierta gruñendo en tu cara todas las mañanas, el agujero que se abre a tu lado cuando miras por sobre el hombro, la cara de tu padre: ya estás sano.

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