La estabilidad del contrato social en Chile

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Además, Binmore señala que “cualquier estándar ideal de justicia que elijamos defender debería ser viable en al menos un mundo posible. Además, debería ser un mundo posible que se pueda obtener del mundo en el que actualmente vivimos mediante un proceso que es en sí mismo posible”. El atractivo del velo de la ignorancia es que permite el surgimiento de un principio de justicia; sin embargo, es un requisito excesivo para entrar en funcionamiento. Binmore sugiere una propuesta aplicable pero controvertida en la que el estado de la naturaleza no es nada sino el statu quo actual.16

La gran ventaja del statu quo, en comparación con cualquier alternativa, es que contiene toda la memoria histórica de los miembros de la sociedad. A diferencia de la posición de Rawls, Binmore afirma que esa memoria no puede descartarse ni es posible planificar el futuro de la sociedad como si no existiera.

El problema, por supuesto, es que ese statu quo puede encarnar la violencia pasada. Como dijo Tocqueville, “los abusos del pasado, que se consideraban naturales, dejan de serlo cuando uno percibe la posibilidad de deshacerse de ellos”.

Los arreglos constitucionales en particular, argumenta Shane (2006), tienden a incluir negociaciones políticas controvertidas y caóticas, pero son necesarias para llegar a un acuerdo. En sus propias palabras, al analizar la Constitución de Estados Unidos:

Aunque las palabras “esclavo” y “esclavitud” nunca aparecen en el documento, en un gesto a las sensibilidades de los estados libres, la Constitución prohibió al Congreso detener o incluso gravar el comercio internacional de esclavos antes de 1808 (Art. I, § 9). (...) El artículo que rige la enmienda constitucional protegía la “ventana” de la trata de esclavos por 20 años al prohibir cualquier enmienda que la acortara (Art. V). La Constitución (agrego yo: ¡aún en 2020!) dice que ningún estado puede promulgar leyes que pretendan dar de baja del “servicio o trabajo” a cualquier persona que se escape a ese estado desde otro en el que legalmente están “obligados al servicio o trabajo”. Cualquiera de estos escapados “se entregará a solicitud de la parte a quien se le deba dicho servicio o trabajo” (Art. IV, § 2).17

En este sentido, el marco institucional actual puede “encarnar la violencia pasada”.18 La ilegitimidad de origen que se reclama de la Constitución chilena tiene el mismo problema: encarna violencia pasada.

Binmore sugiere que cualquier persona debe ser capaz de invocar a la posición original para revaluar lo que es justo, porque nadie está obligado a respetar los acuerdos hipotéticos alcanzados en el pasado. Esto quiere decir que los acuerdos precontractuales deben ser pocos si queremos que el contrato social evolucione y borre lo que quede de violencia incrustada en las instituciones actuales. El contrato social debe mejorarse constantemente y esto debe hacerse dentro de un marco institucional que lo permita.

Desde esta perspectiva, la principal falla de la Constitución chilena actual son sus condiciones de reforma para reflejar las aspiraciones ciudadanas. Esas reglas no solo contemplan un alto quorum para el cambio constitucional mismo, cosa que es común, sino que también la numerosa presencia de Leyes Orgánicas Constitucionales con quorum supramayoritarios más la existencia durante los primeros 15 años de democracia de senadores designados y durante 25 años de un sistema electoral que beneficiaba a la derecha.

La noción de contrato social como equilibrio da la impresión de que el contrato social es precario. Es una observación precisa en nuestra opinión. El contrato social es una institución que necesita ser cuidada y perfeccionada permanentemente, y para eso debe evolucionar. Tal evolución obviamente plantea riesgos para aquellos que se benefician del statu quo, pero no hay alternativa: a medida que cambian las expectativas de los actores, los objetivos de los participantes en una comunidad política evolucionan, las circunstancias los hacen revaluar su pertenencia a esa comunidad, y el marco institucional debe estar sujeto a revisión, si la “voluntad general” así lo desea.

Binmore, quien se declara un defensor de las condiciones de vida burguesas, señala que los más ricos de la sociedad deben entender que “los derechos de propiedad de aquellos que disfrutan dependen del reconocimiento de esos derechos de los más desposeídos”. El conflicto es inevitable desde el momento en que todos los actores sociales “juegan” equipados con diferentes aspiraciones e intereses. En una sociedad sana, hay un equilibrio entre los beneficios de la cooperación mutua y el desgaste que produce la lucha interna. La existencia de un equilibrio requiere convenciones sobre cómo coordinar comportamientos, es decir, cómo resolver conflictos, cómo distribuir las oportunidades, riesgos y costos. El contrato social como equilibrio puede interpretarse como un sistema de coordinación de estas

convenciones.

La institución emblemática del contractualismo:

el Estado de bienestar

En la definición de Rousseau, que afirmamos se puede aplicar a todas las familias contractualistas, el objetivo es generar condiciones para que los individuos maximicen su potencialidad de desarrollo y su libertad, tanto respecto al Estado como a otros ciudadanos. En cuanto a la autonomía respecto del Estado, esto supone imponer al poder político ciertos principios, como la separación de poderes (judicial, legislativo y ejecutivo), la alternancia en el ejercicio del poder y el régimen representativo democrático. En cuanto a la autonomía con respecto a los ciudadanos, esto supone la igualdad de deberes y derechos.

El que cada uno esté disponible para “darse” a la comunidad de manera que nadie obtenga menos de lo que otorga, es posible si el Estado favorece la satisfacción de necesidades que son importantes dado el tipo de vida que llevan los ciudadanos de este contrato social. En muchos casos, esas necesidades se resuelven usando el mecanismo de mercado. Sin embargo, usualmente los mercados segmentan clientes proponiendo soluciones de distinta calidad en función del ingreso. El problema aparece cuando el sistema produce una segmentación de calidad que ofende ciertos valores sociales. Por ejemplo, cuando la ley permite que una clínica o un hospital exija dejar una garantía para acceder al servicio de urgencia, está permitiendo que pacientes de menores ingresos no reciban tratamiento cuando más lo necesitan.19 Cuando la satisfacción de alguna necesidad requiere una forma de distribución especial, alejada de la lógica de mercado, estamos en presencia de un derecho social.20

La forma por excelencia de satisfacción de estas necesidades en los países occidentales ha sido el Estado de bienestar que, con distintas estructuras, coberturas y objetivos, está presente en todos los países desarrollados.

Hay críticas al Estado de bienestar, cuyo objetivo real es cuestionar la existencia de un contrato social. De esta manera, vale la pena detenerse un poco en este debate.

Sandel (1996) señala que los defensores del Estado de bienestar lo hacen dentro de la lógica contractualista porque “respetar la capacidad de las personas de elegir sus propios fines significa proporcionarles los requisitos materiales necesarios para la dignidad humana, como alimentos y vivienda, educación y empleo”. En otras palabras, desde un punto de vista contractualista, una consecuencia del Estado de bienestar es expandir los espacios de libertad que disfrutan los individuos.

Entre las muchas dimensiones que tiene este problema, una que es importante para nuestra discusión se refiere a la descomodificación del servicio provisto. Lo que hace especial al Estado de bienestar es que reconoce la dignidad de los receptores, por lo que requiere crear condiciones que hagan posible el tratamiento humano. El Estado de bienestar proporciona servicios que, desde la perspectiva del receptor, podríamos calificar como de gran relevancia existencial. El Estado de bienestar provee servicios cuando las personas se encuentran en una situación precaria: una mujer embarazada que va a dar a luz, una paciente con enfermedad terminal que lucha por su vida, una anciana que requiere una pensión de vejez o niños huérfanos que requieren una pensión de la supervivencia son casos extremos de eso.

Es por eso que autores como Gosta Esping-Andersen (1990) afirman que “el criterio principal de los derechos sociales debería ser el grado en que permitan a las personas desarrollar niveles de vida independientes de las fuerzas del mercado puro. En este sentido, los derechos sociales disminuyen el estatus de ‘mercancía’ de los ciudadanos”, y por lo tanto aumentan su libertad.

Es curiosa la contradicción entre esta interpretación del Estado de bienestar como fuente de libertad, y la visión exactamente opuesta de Hayek, a saber, que el Estado de bienestar es un “camino de servidumbre”. De hecho, en 1942, cuando Beveridge publicó el informe que dio origen al Estado de bienestar británico, Hayek, traumatizado por los Estados totalitarios nazis y soviéticos, predice que la extensión del Estado de bienestar es solo el comienzo de un camino de sumisión de los individuos al capricho de los estados y sus gobernantes.

Es evidente a nivel teórico que ambas concepciones se pueden defender y/o atacar de forma aislada. Uno puede imaginar políticos corruptos que explotan los beneficios del Estado de bienestar para sobornar a los beneficiarios, en cuyo caso perderían la libertad y se someterían a sus deseos. Pero esto implica la ausencia o fragilidad del Estado de derecho, porque en el Estado de bienestar los beneficios deben asignarse de acuerdo con criterios preestablecidos.

La cuestión de si existe o no un Estado de bienestar para la promoción de la libertad debe resolverse empíricamente. Aunque es evidente que existen problemas en los estados de bienestar, por ejemplo, con respecto a su sostenibilidad financiera, es evidente a nivel empírico que ni el Estado de bienestar británico ni ningún país occidental terminaron en amenazas a la libertad. Más bien sucedió lo contrario: no hay países más libres que aquellos en los que se ha puesto en marcha alguna forma de Estado de bienestar.

 

Lecciones para Chile

No es paradójico que a pesar de todos sus logros en materia de crecimiento económico y disponibilidad general de bienes y servicios, Chile haya vivido un creciente clima de inestabilidad social que culminó con el estallido social de 2019. La razón que esgrimimos en este artículo es que solo alguien usando una visión utilitarista del mundo podría sorprenderse. Cualquier lectura contractualista es compatible con esta situación ambivalente: progreso y crisis.

Una vez que uno acepta esto, surgen consecuencias interesantes para el caso chileno, pero entre ellas las principales que ilustra este análisis es que un marco institucional sano se caracteriza y requiere cumplir con lo siguiente:

1.El contrato social es un delicado equilibrio de expectativas de agentes sociales, políticos y económicos.

2.El marco institucional debe generar condiciones para que las personas sientan que su sometimiento voluntario a las leyes resulta conveniente porque obtienen a cambio garantías superiores de que podrán realizar el modo de vida que quieran.

3.Esto supone que los mecanismos de donde surgen esas leyes son neutros ex ante.

4.Resulta crítica la supervisión eficaz del cumplimiento de las leyes. Esto implica que el Estado debe velar por la simetría en los esfuerzos desplegados para inducir ese cumplimiento.

5.La corrupción atenta contra la estabilidad del contrato social porque sesga tanto el mecanismo de generación de las leyes como sus procedimientos de supervisión.

6.El uso arbitrario y opaco del poder coercitivo del Estado atenta contra la estabilidad del contrato social porque induce a la rebelión contra las leyes y su supervisión.

7.El marco institucional debe evolucionar a tiempo para acomodar los cambios en las formas de vida de las personas y sus expectativas de satisfacción de necesidades.

8.El marco institucional debe equilibrar los roles del Estado y del mercado con formas alternativas de participación ciudadana en lo político, social y económico. En lo político, esto favorece que los intereses ciudadanos se expresen de mejor forma si el sistema representativo falla. En lo social, favorece atender necesidades con más flexibilidad que la que permite el Estado. En lo económico, permite canalizar mejor las capacidades de individuos con alta motivación intrínseca y sentido de misión.

Capítulo III

El problema constitucional de Chile

Pero si tú me domesticas, nos necesitaremos mutuamente. Tú serás para mí único en el mundo. Yo seré para ti, único en el mundo.

Antoine De Saint Exupéry, El Principito

Una Constitución debiera ser, como lo sugiere el título del libro de Patricio Zapata, una casa para todos. En efecto, como una casa, la Carta Fundamental debe permitir que todos sus habitantes puedan desarrollar en ella sus destinos de manera libre y protegidos de los riesgos circundantes. La casa tiene muros; la Constitución tiene límites que forjan su estructura y dentro de los cuales los ciudadanos podemos desplegar nuestras actividades y

planes de vida, pero que no se deben traspasar.

La Constitución chilena actual ha sido reformada muchas veces, más que cualquier otra en nuestra historia. Inicialmente fue impuesta por la dictadura en 1980, luego sufrió cambios importantes tras los acuerdos de 1988, que permitieron la transición a la democracia, y finalmente la última gran reforma del año 2005.

Como vimos en el capítulo I, esta Constitución ha coincidido con un período de alto crecimiento económico. No es evidente que entre ambos fenómenos haya una causalidad, es decir, no podemos decir a ciencia cierta si el crecimiento chileno tiene que ver con la Carta Fundamental o tiene que ver con políticas que pudieron ser adoptadas bajo cualquier régimen constitucional. Sin embargo, sí se puede constatar, como lo hicimos, que existe una correlación positiva.

Tres consecuencias de construir una casa que no pretendía ser para todos

La Constitución de 1980 y el proceso previo que le dio origen partieron sin ser —ni pretender ser— una casa común. El “proceso constituyente” de la dictadura comenzó apenas los militares tomaron el poder. Así, el DL 128, de noviembre de 1973, en su artículo 3º, señalaba:

El Poder Constituyente y el Poder Legislativo son ejercidos por la Junta de Gobierno mediante decretos leyes con la firma de todos sus miembros y, cuando estos lo estimen conveniente, con la de el o los Ministros respectivos.

Las disposiciones de los decretos leyes que modifiquen la Constitución Política del Estado, formarán parte de su texto y se tendrán por incorporadas en ella.

Este artículo significa, en la práctica, que se derogó la Constitución de 1925, pues todo decreto ley automáticamente la reformaba. En los hechos, entre 1973 y 1980 Chile vivió sin Carta Fundamental.

Concebida entre cuatro paredes y aprobada en un plebiscito fraudulento, la Constitución original de 1980 tuvo además algo único. A diferencia de las Constituciones de 1833 y 1925, ambas aprobadas en contextos no plenamente democráticos, la Constitución de 1980 pretendía imponer un modelo de desarrollo y buscaba hacer que fuera muy difícil cambiarlo.

Esto lo dijo claramente Jaime Guzmán en un artículo publicado en 1979 denominado “El camino político”. Allí dice que la nueva Constitución aspiraba a que:

Si llegan a gobernar los adversarios, se vean constreñidos a seguir una acción no tan distinta a la que uno mismo anhelaría, porque —valga la metáfora— el margen de alternativas que la cancha imponga de hecho a quienes juegan en ella, sea lo suficientemente reducido para hacer extremadamente difícil lo contrario.21

La intención de la dictadura entonces no fue crear una “casa de todos” sino una “casa de ellos”, en la cual el resto de los chilenos actuaran como invitados.

Desde la lógica contractualista, surge una primera gran crítica a la Constitución: fija reglas del juego con los “dados cargados”, es decir, pretendiendo que el resultado del juego les favorezca a algunos. Esto niega de plano la lógica contractualista, que requiere que se generen condiciones para que cada uno esté en disposición de entregarse a todos. Es claro que ello requiere que la institucionalidad se rija por una norma de justicia básica, neutra, que no tome partido por alguna fuerza política en particular.

La reforma de 1988, que fue una condición para la recuperación pacífica del régimen democrático, y luego las 16 reformas posteriores —en particular la reforma de 2005, la más ambiciosa y comprehensiva de todas— han pretendido acomodar los deseos y aspiraciones de esos chilenos excluidos en 1980. La casa que inicialmente era de algunos, poco a poco ha ido permitiendo que los chilenos encuentren en ella un espacio. Hay un principio de justicia que se fue haciendo un espacio en la institucionalidad, y que es esencial para que el contrato social funcione.

Sin embargo, su éxito fue limitado. En los últimos años se produjeron varios casos donde se manifestó el sesgo en la actuación particular del Tribunal Constitucional. En el ámbito social, el TC decidió anteponer un “no” a una frase en la Ley de Aborto en tres causales, revirtiendo la obligatoriedad de los centros de atención de salud que recibieran fondos estatales a implementar la citada ley. En algo más ligado a la economía, el propio TC decidió eliminar una serie de párrafos en la ley que promovía la Negociación Colectiva, de tal suerte que deshizo los acuerdos que la discusión democrática había alcanzado.

La norma de justicia que indica que la institucionalidad no debe tomar partido en favor de nadie “dentro de la casa”, en Chile sí lo ha hecho. Para una cantidad importante de chilenos es crecientemente una causa de inquietud. Esta es la primera gran crítica a la Constitución.

Como decíamos, bajo el imperio de esta Constitución Chile progresó como nunca en su historia, pero no es evidente cuánto de este éxito es atribuible a la Constitución y cuánto al mejor manejo político y económico que tuvieron los gobiernos de la Concertación desde el regreso a la democracia. De los aciertos, pero también de sus errores, me declaro solidario de las decisiones tomadas por nuestras autoridades de la época. No obstante haber ejercido cargos técnicos relevantes en los gobiernos de Frei Ruiz Tagle, Lagos y Bachelet, si me hubieran preguntado qué hacer en el ámbito político, reconozco que posiblemente hubiera tomado decisiones iguales o similares. Hoy se olvida o no se entiende el contexto en que se tomaron esas decisiones.

Esta declaración es importante para darle credibilidad a la frase siguiente: aun reconociendo la brillantez de esta época, desde ya más de una década han aparecido rendimientos decrecientes en el proceso de reformas.

Aquello que dio un impulso al crecimiento de Chile está desacelerándose.22 En los últimos 10 años, Chile creció en términos per cápita a tasas solo marginalmente superiores a las de países desarrollados. En Guillermo Larraín (2020), se aprecia que esta es una manifestación de la denominada trampa del ingreso medio. El problema de fondo es, en términos genéricos, de naturaleza institucional: cuando las instituciones dejan de ser eficaces para promover comportamientos adecuados desde la perspectiva del desarrollo, deben evolucionar. Sin embargo, no todos los marcos institucionales facilitan tal evolución. De hecho, como lo mostramos recién, la idea original de los ideólogos de la Constitución era que no hubiera evolución, salvo si satisfacía la visión de mundo de la derecha.23

Aunque desde la lógica institucional esta representa la segunda crítica a la Constitución chilena, en términos económicos es su principal falla de diseño. El termómetro con el que podemos medir esto es la productividad total de factores. Este concepto, cuya sigla es PTF, se refiere a la capacidad de crecimiento de una economía que se explica por cosas distintas del crecimiento de la población y de la acumulación de capital. De esta manera, la PTF refleja el impulso de crecimiento derivado de la forma en que trabajo y capital interactúan. Si dicha interacción es de calidad, la PTF crece. Pero al hablar de interacción, hacemos referencia inmediatamente al marco institucional que fija sus reglas, porque una definición de institución aceptada en economía es aquel conjunto de reglas que moldean interacciones repetitivas y estructuradas (Ostrom, 2005).

Pues bien, después de crecer a tasas muy elevadas en los años 90, desde el año 2000 la PTF prácticamente se estancó. El gran desafío es encontrar dónde, en el entramado institucional, se encuentran las fallas que produjeron este freno. ¿Qué interacciones muestran fallas en Chile de manera sistemática?

En Atria et al. (2013) se señalaba que una traba ideológica impide al país acometer sistemáticamente políticas de desarrollo que enriquezcan la matriz productiva chilena. Esto tiene sentido porque, al descomponer la PTF por sectores, se aprecia que el problema está en el sector minero, puesto que en el sector no minero la PTF crece razonablemente.

Una tercera falla de la Constitución es lo que podríamos denominar “falta de porosidad”. Un sistema institucional sano debe permitir tratar a tiempo problemas sociales, absorber en la sociedad aquellas inquietudes que requieren un tratamiento institucional. En Chile ello ocurre por azar. Con un

sistema hiperpresidencial y una sociedad muy estratificada, las iniciativas y prioridades de un gobierno tienden a ser aquellas que fluyen hacia el Poder Ejecutivo a través de canales compuestos por personas que interpretan el mundo aproximadamente como lo hacen quienes tienen el poder. Esto ocurre en mayor grado en los gobiernos de derecha, cuyos altos dirigentes tienden a provenir de un mismo sector social.

No obstante estas fallas de diseño propias del marco institucional chileno, debemos reconocer que, en parte por ellas pero también por otras cosas, las instituciones democráticas representativas sufren un creciente desprestigio. El prestigio es importante, porque las instituciones están llamadas a canalizar comportamientos y zanjar conflictos. Cuando una institución está desprestigiada, la parte interesada cuyo comportamiento tiene que controlar o modificar, o aquella que pierde en la solución del conflicto, creerá que como la institución no tiene reputación, puede no acatar la decisión. En ese caso, la institución deja de cumplir el rol de enrielar los comportamientos de los individuos.

 

El bajo aprecio que los chilenos sienten por sus autoridades e instituciones democráticas, en particular por la Constitución, algo tiene que ver con la frecuencia con la que se ha invocado o se ha amenazado con invocar la Constitución para detener reformas clave. Al pretender imponer una forma particular de organización social, los estrechos caminos de cambio de que dispone la Constitución para la innovación institucional logran un

triple efecto: las autoridades políticas del centro y la izquierda parecieran no servir de mucho, los responsables políticos de centroderecha son percibidos como obstructores del cambio social y la Constitución pareciera ser el instrumento responsable de dicho bloqueo.

La memoria de las instituciones

Las instituciones moldean el comportamiento humano, porque fijan las reglas de la interacción social. Cada necesidad humana, individual o colectiva, tiene o tendrá un correlato con un marco institucional. Como plantean Olson y Kähkönen (2000), en algunos casos la solución institucional puede ser relativamente arbitraria, pues las sociedades requieren una solución y toman la más cercana. La decisión de si se debe conducir por la derecha o la izquierda, da lo mismo. Lo importante es que la institucionalidad consistentemente siga la opción elegida.

Ello va a ocurrir por dos razones económicas. Primero, porque hay un costo de búsqueda de alternativas institucionales que es significativo y los beneficios esperados son usualmente poco claros. Segundo, y más importante aún, los costos de transición de un paradigma institucional a otro pueden ser prohibitivos. Por ejemplo, en 1967 Suecia decidió que en lugar de conducir por la izquierda (a la inglesa) lo harían por la derecha (a la europea continental). Se supone que las ventajas de esta reforma se asociaban al mayor tamaño del mercado europeo continental para la industria automotriz sueca. Quizá haya sido así, pero lo más claro era el costo que tuvieron que pagar: cambiar toda la señalética del país, los semáforos, la obsolescencia del parque automotor previo, etc.

Como lo reconocen economistas y cientistas políticos,24 en las estructuras sociales existen importantes dosis de dependencia temporal, es decir, que un determinado arreglo social tiende a persistir en el tiempo. Por supuesto, el que haya dependencia temporal no quiere decir que dichos arreglos sociales no cambien. De hecho, lo hacen. Lo que quiere decir es que rara vez ocurre un “borrón y cuenta nueva”, en particular en un contexto democrático.

En democracia los arreglos sociales tienen “rigideces” que hacen que evolucionen lentamente. Una razón es que los arreglos sociales existen porque dan respuesta a necesidades que tiene la sociedad en su conjunto o ciertos actores políticos, sociales y económicos dentro de ella. Esas respuestas pueden ser imperfectas desde el punto de vista social, pero mientras quienes se vean beneficiados puedan influir en el proceso institucional, el resultado será de dependencia temporal de una institución respecto de otra.

En contextos no democráticos, un dictador puede pretender refundar el país institucionalmente. Así encontramos a una gama amplia de dictadores refundacionales, desde Lenin y Stalin en la Unión Soviética, hasta Pinochet en Chile, pasando por Mao en China, Ho Chi Minh en Vietnam, Castro en Cuba y Getulio Vargas en Brasil.

En el caso de intentos refundacionales, como ocurrió en Chile con la Constitución de 1980, la dependencia temporal es evidentemente más difícil. Un objetivo explícito de los ideólogos de la dictadura militar fue hacer “borrón y cuenta nueva”, porque se consideraba que el período previo al golpe militar estuvo caracterizado por la irracionalidad y la demagogia. No obstante, hubo dependencia temporal en algunas instituciones no porque su diseño fuera óptimo, sino porque tenían, como señalábamos antes, capacidad de hacerse oír. Por ejemplo, la reforma previsional fue impuesta al país, salvo al principal grupo de poder en aquel entonces, las Fuerzas Armadas, que se opusieron tenazmente al cambio. Ese arreglo tradicional chileno sobrevivió a la reforma impuesta.

Pero, como dice Pierson (2004), una vez que un arreglo se establece, es natural que del proceso político democrático —con las restricciones que enfrente— aparezcan “dinámicas de autorrefuerzo” y “procesos de retroalimentación positiva”, normalmente de parte de aquellos que se benefician de dichos arreglos. Cuando se decide manejar por la derecha, las nuevas obras públicas toman esa decisión como dada y toda la infraestructura se va perfeccionando en función de esa decisión. Cuando una determinada norma se establece, es difícil cambiarla.

La Constitución de 1980 tiene a su favor haber contribuido en alguna proporción a un período de estabilidad y progreso económico en Chile, aunque ello obedece a las particulares condiciones políticas y sociales que siguieron al fin de la dictadura, es decir, mientras duró el temor a retroceder —desde el punto de vista social y político— al período más brutal de la historia de Chile. Una vez reconquistada la democracia y gracias a sucesivas reformas que hicieron viable una transición pacífica, desde la perspectiva del Estado, las libertades individuales se respetaron y, hasta el estallido social de octubre de 2019, no hubo períodos con “estado de excepción” y los conflictos se resolvieron dentro del esquema constitucional (con excepción de los conflictos laborales en el Estado).

Sin embargo, a medida que ese temor ha ido cediendo y la sociedad comenzó a expresar por múltiples medios sus preferencias y aspiraciones, la capacidad de la Constitución de 1980 para contribuir a la estabilidad y progreso de Chile —incluso en su versión 2005— es cada vez más cuestionada.

Por ejemplo, el sistema electoral binominal fue relativamente exitoso mientras la sociedad no manifestaba abiertamente su amplia gama de opciones políticas. Una vez superados dichos temores (en gran parte por la emergencia de las generaciones que no vivieron la dictadura), ese activo se transformó en pasivo, en una camisa de fuerza. La histórica reticencia de la derecha a reformar el binominal indujo a la Concertación a entregar cupos a grupos previamente excluidos (el Partido Comunista y Revolución Democrática).

En parte por esto, por su falla de origen, por el abuso que se ha hecho del rol preventivo del Tribunal Constitucional25 y porque la Carta Fundamental generó espacios de cooptación y corrupción en los partidos políticos, el marco legal no goza de prestigio en la ciudadanía. Un rol sustancial de una Constitución es que sea capaz de encarnar el criterio último respecto de lo que es permisible y lo que no lo es. Hoy —y crecientemente desde hace varios años— la Constitución del 80 no es capaz de ser un instrumento que permita zanjar diferencias; más bien se la considera un cuerpo que favorece una visión ideológica de la sociedad y la economía, la propuesta por el neoliberalismo.

Si por un momento definimos “Constitución” de manera más amplia que el mero texto formado por aquellas leyes que por ser esenciales para organizar el Estado requieren de quorum de reforma supramayoritario, resulta que la Constitución de Chile es de las más extensas del planeta. En EE.UU., Francia y la mayoría de las democracias occidentales, se entiende por ley “supramayoritaria” al texto mismo de “la” Constitución.26 En Chile, en cambio, refiere no solo a la Constitución del 80 reformada, sino a las 21 leyes orgánicas constitucionales cuyo quorum es de 4/7, dos tipos de reforma que requieren 3/5 y nueve leyes de quorum calificado (mayoría absoluta de senadores y diputados en ejercicio).27 Esto significa que el proceso constitucional en Chile debiera buscar la “normalización” de la Constitución, restituyendo la aprobación por mayoría simple de aquellas leyes distintas de la Constitución. Este sería el proceso de “desconstitucionalizar” las leyes.

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