La estabilidad del contrato social en Chile

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Es decir, el período desde la vuelta a la democracia ha coincidido con el mayor crecimiento y la menor inflación de la historia.

El mayor crecimiento per cápita promedio, la menor inflación y la mayor estabilidad macroeconómica han tenido impactos significativos sobre la calidad de vida de los chilenos. No vamos a detallarlos aquí, pero el lector interesado puede ver, por ejemplo, La paradoja aparente, de Patricio Meller.

Desconfianza y compromiso: El frágil contrato social en 2019

Siguiendo la racionalidad desplegada anteriormente, el problema institucional de Chile no se entiende desde una lógica utilitarista. Según esta, la mayor abundancia de bienes y servicios que toda la población goza en Chile debiera conducirnos a una mayor paz social. Pero no es así.

Si uno compara la situación de Chile, usando la Encuesta Mundial de Valores,4 con otros países de ingreso medio-alto o alto, como Alemania, Australia, Estados Unidos, España y Uruguay, cinco características lo distinguen.

Lo primero es la valoración —casi un 60% de aprobación— del crecimiento económico. Encuestas paralelas, como las del Centro de Estudios Públicos, ratifican que la población valora el progreso económico, pero con dos características. Por un lado, la gente asocia ese progreso como producto de su propio esfuerzo y, por otro, en general piensa que su situación económica personal es superior a la situación del país en su conjunto.

La segunda característica chilena es el bajo y decreciente nivel de

confianza interpersonal.5 A la pregunta “¿Se puede confiar en la mayoría de las personas?”, un 12% contestó que sí en 2010-2014, mientras que entre 1989 y 2005 la cifra era de 22%. También contrasta con el alto porcentaje de personas que contesta afirmativo en países desarrollados: 45% en Alemania, 51% en Australia, 66% en Holanda. En Uruguay, un 14% señala que se puede confiar en el resto. Sobre la confianza en gente que uno conoce por primera vez, el 26% de las respuestas en Chile señala que no se puede confiar en quien uno conoce por primera vez. Eso se compara con un 18% en Alemania, 12% en Australia, España y Holanda. Solo Uruguay supera a Chile con un 40%. De entre la gente que señala que hay que ser muy cuidadoso al momento de confiar en una persona cualquiera, en Chile un 13% señala que se puede confiar completamente en el vecino, comparado con 10% en Alemania, 9% en Holanda o 3% en Australia.

Una tercera característica se refiere a la creciente desconfianza en las instituciones, en particular los tres poderes del Estado. La desconfianza en el Congreso en Chile alcanza al 29%, comparado con 18% en Australia, 12% en Holanda o 9% en Alemania. Lo más preocupante es que esta desconfianza en el Congreso era de 8% al retornar a la democracia, y luego se ha situado permanentemente sobre el 20%. Tanto el bajo nivel actual de confianza como la tendencia decreciente se dan en los partidos políticos.

Peor: la desconfianza en el Poder Ejecutivo alcanza a un 25%, comparado con un 19% en Australia, 13% en Holanda o 10% en Alemania. Solo España supera a Chile. La desconfianza con los funcionarios públicos en Chile llega al 21%, comparado con 16% en España, 9% en Holanda, 8% en Australia y 6% en Alemania. Respecto de la policía, el 9% desconfía en Chile, comparado con 4% en Alemania, 3% en Holanda y 2% en Australia. Salvo en el caso de la policía (en la que la desconfianza venía cayendo hasta 2014), el Poder Ejecutivo en todas estas dimensiones mostraba un deterioro en la confianza ciudadana.

En cuanto al Poder Judicial, la desconfianza en los tribunales en Chile asciende a un 24%, superando a Uruguay con 17%, España con 14% o Australia con 7%. Esta desconfianza en los tribunales viene al alza desde el regreso de la democracia.

Esta alta y creciente desconfianza en las instituciones democráticas convive con un alto apoyo a la democracia como sistema de gobierno. El 90% de los entrevistados cree que el sistema democrático es bueno o muy bueno, comparado con un 87% en Australia, 81% en Holanda u 80% en Estados Unidos. Pareciera, entonces, que los chilenos apoyan el sistema democrático, pero son críticos de cómo funciona.

Esto sirve como prólogo para una cuarta característica que se da en nuestro país: el alto nivel de activismo cívico. Entre 2010 y 2014, la cantidad de personas que no asistió a ningún tipo de manifestación pacífica fue de solo 12% en Chile, comparado con un 62% en Alemania o 31% en España. Por el contrario, quienes participaron más de tres veces en manifestaciones pacíficas en Chile alcanzaron el 27%, comparado con un 2% en Alemania y 17% en Uruguay. Sobre la participación en “actos de boicot”, si bien quienes nunca lo han hecho en Chile (45%) es similar a Alemania (49%), los que han hecho boicot más de tres veces llega al 20% en Chile, comparado con 16% en Australia o 7% en Estados Unidos. En términos de agitación laboral, la cantidad de personas que ha participado más tres veces en huelgas en Chile alcanza a 24%, comparado con 13% en Australia, 3% en Alemania y 0% en Holanda. Según el Informe Anual de Huelgas Laborales desarrollado por el Centro de Estudios de Conflictos y Cohesión Social (COES), el número de huelgas extralegales ha subido persistentemente desde 2011, y en 2016 llegó a su máximo histórico.

La quinta característica es que estas personas desconfiadas de sus conciudadanos y las instituciones que los rigen, esas personas con un relativamente alto nivel de activismo político, evalúan mejor su entorno personal comparado con su evaluación del país. Esta es una característica bastante persistente en Chile, y que fue identificada en el primer Informe de Desarrollo Humano del PNUD, el año 1998.6

El Centro de Estudios Públicos incorporó también esta pregunta en sus encuestas y es sistemático que las personas evalúan mejor su entorno que el país. A la pregunta de ¿cómo es su situación personal comparado con el país?, sistemáticamente se responde que uno está bien, el país mal. Lo mismo ocurre con preguntas de evaluación individual en relación con las genéricas (por ejemplo, sobre el abuso de “mi banco” se compara con el de “los bancos”, si “uno ha sido víctima de actos de corrupción” comparado con “el nivel de corrupción” en Chile).

Estas cinco características se pueden sintetizar de la siguiente manera: del lado más positivo, en Chile la valoración del crecimiento económico es importante, un 60% en promedio entre 1989 y 2014. Esto es más alto que en los países de referencia. Dicho crecimiento, sin embargo, es cuestionado en dos sentidos. Por un lado, existe la percepción de que en Chile, mucho más que en los otros países, se quisiera que este fuera más “humano” y donde “las ideas contaran más que el dinero”. Por otro lado, está la discrepancia entre cuánto mejora el país y cuánto mejora la persona misma.

Un segundo elemento es que los chilenos quieren más democracia y no menos. Pero las instituciones que rigen la democracia actual son objeto de desconfianza. Esto afecta tanto al Poder Ejecutivo como al Legislativo y Judicial. El nivel actual de desconfianza en las instituciones es alto para los estándares internacionales relevantes, pero lo que es preocupante es que la desconfianza ha crecido en el tiempo. Esa desconfianza probablemente explique que los canales de participación formales se han desintermediado, lo que se refleja en un alto nivel de activismo cívico.

Con los tres poderes del Estado sometidos a altos niveles de desconfianza y con una alta convocatoria para canalizar los conflictos por afuera de los canales formales, es difícil negar que no existe un problema institucional profundo. Y si hay que caracterizar dicho problema, lo más acertado es que las instituciones sufren de crecientes niveles de deslegitimidad. El proceso constituyente detonado con el plebiscito de octubre de 2020 es un mecanismo razonable para enfrentar este problema.

Una cuarta fuente del contrato social

Quizá un “éxito” de la dictadura fue hacernos pensar que todo comenzó en 1973 y que todo lo ocurrido antes es irrelevante, que no merecía reconocimiento, pues antes imperaba la irracionalidad. Claro, la dictadura desde muy temprano se autoimpuso una agenda de reformar el país, una agenda constituyente. Es evidente que hizo reformas que marcaron al país, pero nunca entendió bien cuán flexible y cuánta inercia tiene el marco institucional. La razón es que la dictadura pensó que lo relevante es el marco de las instituciones formales, desconociendo las creencias, las convenciones, la historia, la cultura. Claro, cuando el poder está concentrado de manera tan extrema, se corre el riesgo de pensar que porque puede cambiar las instituciones formales, las informales le seguirán. Ello es solo parcialmente cierto, porque en las instituciones informales hay más inercia de la que uno cree. Las creencias, la historia, las utopías, no ceden fácilmente.

Hay tres fuentes originarias del modelo de desarrollo chileno y que implícitamente se han mencionado aquí (Larraín, 2005). Por un lado, la más antigua es la herencia de la discusión de 1954 entre Aníbal Pinto y Jorge Ahumada, un socialista y un democratacristiano; ese debate inspiró dos de los más importantes libros de la segunda mitad del siglo XX, cuyos ecos llegaron incluso al gobierno de Eduardo Frei Montalva, en particular entre 1964 y 1967. A su vez, está la herencia de la dictadura y sus reformas, algunas de corte neoliberal, como las reformas a la seguridad social, y otras no necesariamente, como la apertura comercial. Finalmente está la herencia de la Concertación y sus reformas de inclusión social y estabilidad macroeconómica. Todas ellas, en distinto grado, tienen un espacio de reconocimiento institucional que fue, con idas y venidas, aceptado por todos los sectores.

Pero hemos relegado una cuarta fuente de inspiración de nuestro contrato social que yo mismo desestimé años atrás y que, querámoslo o no, existe. La explosión social de 2019 la ha dejado en evidencia: la experiencia de la Unidad Popular y el testimonio de Salvador Allende. Uno puede levantar reparos a la gestión de ese gobierno, desde su desmedida ambición programática en circunstancias que solo contaba con algo más de 1/3 de los votos, hasta la cuestionable gestión gubernamental y el caos social y político que no se puede reducir solo al boicot norteamericano. Sin embargo, fue un gobierno importante para una cantidad demasiado significativa de chilenos. En particular, lo fue para un número mayor al mínimo necesario para desestabilizar el contrato social.

 

Es imperativo que el debate sobre esta cuarta fuente de nuestro contrato social lo enfrentemos con mirada de Estado. Guste o no, la herencia de la Unidad Popular, pero en particular de Allende mismo, está ahí. Chile no estará en paz mientras no logre aceptar como parte de ese contrato social lo que denominaremos instituciones informales asociadas a ese gobierno.

Es útil recordar algunas cosas antiguas y otras no tanto. Primero, en las elecciones de marzo de 1973, Allende obtuvo un 42,75% de los votos. En 1973, en medio de una polarización creciente, había un segmento grande de la ciudadanía que apoyaba a Allende. Segundo, la cultura importa y los principales y más reconocidos referentes culturales de Chile entre los años 1970 y hasta finales de 1990 fueron en su minuto partidarios de ese gobierno. Muchos lo son todavía. Esa parte de Chile requiere reconocimiento y dignidad. Tercero, las injusticias asociadas a 17 años de violaciones a los derechos humanos en dictadura dejan huellas en la sociedad. Esas situaciones repulsivas resisten el paso del tiempo, se transmiten naturalmente de generación en generación. La primera generación post Golpe

creció con el recuerdo de la represión, pero la segunda generación, la actual, ante la represión del gobierno de Piñera respondió con un elocuente: “Se equivocaron de generación: no tenemos miedo”.

En cuarto lugar, y creo que es lo políticamente más fuerte, está la advertencia del propio Allende en su sereno y hermoso discurso de radio Magallanes ese 11 de septiembre de 1973 a las 9:10 a.m.:

Ante estos hechos, solo me cabe decirle a los trabajadores: ¡Yo no voy a renunciar! Colocado en un tránsito histórico, pagaré con mi vida la lealtad del pueblo.

(…)

Estas son mis últimas palabras y tengo la certeza de que mi sacrificio no será en vano. Tengo la certeza de que, por lo menos, habrá una lección moral que castigará la felonía, la cobardía y la traición.

Allende se suicidó horas después de esta alocución. La fuerza de estas palabras es tal que dudo que ellas no resuenen hoy en la memoria de una porción no menor de la población en Chile, probablemente la más movilizada.

Aunque no nos demos cuenta, es improbable que este mensaje no sea hoy un elemento constituyente de nuestro carácter nacional. Es demasiado poderoso. Claro, obviamente, mensajes de este tipo no unen. Forzosamente habrá gente que lo rechace. Pero entender esa reacción visceral no la justifica. En una mirada de Estado, este discurso es objetivamente importante. Tiene una dignidad a la cual nuestro contrato social debe dar un espacio institucional. No hay por qué estar de acuerdo con Allende, solo reconocer que es un gran discurso que nos marca como Nación. Es un discurso de una envergadura tal, que debemos tratarlo al nivel de “I have a dream”, de Martin Luther King, o “I am prepared to die”, de Nelson Mandela.

Chile no podrá recuperar la tranquilidad social y, por lo tanto, su capacidad de crecimiento y progreso, mientras no encontremos una forma de reconocer constructivamente esta cuarta fuente de inspiración del Chile actual.

Capítulo II

La fragilidad del contrato social en Chile: marco conceptual

Las regiones de Francia que fueron el foco principal de esta revolución fueron precisamente aquellas que más habían progresado (…) de modo que se diría que los franceses encontraban que su posición se hacía más insoportable cuanto más mejoraba. (…) Los males soportados con paciencia porque eran considerados inevitables parecen intolerables cuando se concibe la posibilidad de liberarse de ellos. Todo abuso que se elimina parece resaltar más los que subsisten y los hace más intolerables.

Alexis De Tocqueville, El Antiguo Régimen y la Revolución

En los últimos 30 años, Chile ha progresado como nunca en su historia. El nivel del ingreso per cápita se elevó hasta ser el más alto de América Latina. El salario mínimo en términos reales se multiplicó casi tres veces. La medida más estricta de pobreza disminuyó desde 1990 a nuestros días desde un 40% de la población al 15%. La inflación, que por más de un siglo fue un problema insoluble para los gobiernos, desde Federico Errázuriz en adelante, desapareció y la solvencia financiera del Estado mejoró de manera sustancial. Es decir, todos los chilenos hemos mejorado nuestra calidad de vida. Siguiendo esta lógica, nuestro devenir político, social y económico debiera ser plácido. La calidad de vida ha mejorado para todos; la generación entre 35-55 años ha tenido más oportunidades que la generación de sus padres, los ingresos han subido y se respetan más los derechos ciudadanos hoy. ¿Por qué hay conflicto entonces? ¿Por qué cunde la desconfianza?

A nivel global, el surgimiento de movimientos populistas y fuerzas de extrema derecha que desconfían de la democracia representativa es una manifestación de cuánto recelan algunos sectores de la sociedad acerca de cómo resolver los desafíos que plantea la prosperidad económica. Esto se ha dado en Europa, EE.UU. y América Latina, por supuesto, no se ha salvado de esta ola. En Brasil, durante la Copa del Mundo de 2014, hubo grandes manifestaciones debido a los enormes costos de infraestructura invertidos para el campeonato, en circunstancias que había muchas necesidades no resueltas, incluso apremiantes, todo lo cual tenía, como telón de fondo, la sospecha generalizada de corrupción.

En cuanto a los movimientos sociales, Chile ha sido un protagonista decidido, como lo confirma la Encuesta Mundial de Valores Sociales. Las manifestaciones estudiantiles de 2011 movilizaron literalmente a millones de personas en las calles que solicitaban educación gratuita, y fueron seguidas en 2014 por movimientos igualmente masivos que exigieron mejoras en las pensiones, así como en 2018 con la cuarta ola feminista. Por supuesto, el estallido social de 2019 fue la “guinda de la torta” de ese proceso de creciente activismo social. Así, hemos vivido permanentes muestras multitudinarias de protesta e inquietud social. Los grados de conflictividad van en aumento; en la zona de La Araucanía hay violencia política, los actos de corrupción siguen sorprendiendo y el desprestigio de la clase política no cesa de agudizarse. Las protestas y los disturbios sociales han sido invitados estelares en la política chilena como en ningún otro país latinoamericano.

El problema es el siguiente: el progreso material generalizado no implica paz social. Esa forma de pensar deriva de una visión utilitaria de la sociedad. La formulación clásica de Jeremy Bentham dice que “la mejor acción es la que trae la mayor felicidad al mayor número”, pero esto no ocurre en la realidad. Si fuera cierta, los chilenos deberíamos estar completamente satisfechos con las instituciones actuales. Sin embargo, si hay más medios materiales a disposición de todos, ¿por qué en la elección presidencial de 2014 todos los candidatos a la Presidencia enarbolaban la necesidad de un cambio a la Constitución actual, la de 1980-88-2005, que había producido niveles de prosperidad muy por sobre el promedio histórico?

O siguiendo la formulación de Von Mises, si pensamos que el rol del Estado es generar más medios para que cada uno persiga el objetivo que desee, ¿por qué, si todos hemos mejorado, todos tenemos más medios, más del 50% de los chilenos no vota y una parte importante de ellos protesta?

Por supuesto, no es la primera vez en la historia donde en medio de un período de progreso, la desazón y la inquietud social se instalan en una sociedad. Ya lo advirtió Tocqueville (1856), citado en el epígrafe de este capítulo para explicar la Revolución francesa. Por su parte, en Chile, Enrique Mac Iver señalaba en 1900 en su Discurso sobre la crisis moral de la República:

No sería posible desconocer que tenemos más naves de guerra, más soldados, más jueces, más guardianes, más oficinas, más empleados y más rentas públicas que en otros tiempos; pero ¿tendremos también mayor seguridad, tranquilidad nacional, superiores garantías de los bienes, de la vida y el honor, ideas más exactas y costumbres más regulares, ideales más perfectos y aspiraciones más nobles, mejores servicios, más población y más riqueza y mayor bienestar? En una palabra: ¿progresamos?

Tanto Tocqueville como Mac Iver sugieren que el progreso económico no es una medicina contra la inestabilidad política. Tal lectura resulta demasiado lineal de una realidad llena de texturas y recovecos.

¿Por qué es tan dañino un sistema político que persistentemente favorece a algunos? ¿Por qué es tan nociva la corrupción? ¿Por qué el mal uso del monopolio de la fuerza por parte del Estado es brutalmente destructor, como lo ha demostrado el caso de Camilo Catrillanca?

La razón que esgrimiremos es que destruyen la lógica de asociación voluntaria contractualista. Si no se adquiere el mismo derecho que se cede, ¿a título de qué un ciudadano responsable daría algo suyo a la sociedad? ¿Por qué pagar impuestos si hay despilfarro y corrupción? ¿Por qué adherir a leyes que están hechas para favorecer siempre a los mismos? ¿Por qué respetar las instrucciones de los poderes públicos, si la violencia estatal siempre recae en los mismos?

Tenemos que enriquecer el análisis del capitalismo democrático. Muchas personas, la mayoría de los analistas y casi todos los economistas piensan usando un enfoque utilitario. ¿No es razonable que, si hay más bienes y servicios disponibles, deberíamos estar satisfechos con el funcionamiento de la economía? Esta es la paradoja actual: la riqueza privada, el seguro social y los bienes públicos están en sus niveles históricos más altos, y sin embargo hay operando importantes fuerzas destructivas.

El utilitarismo es seductor, pero no nos permite comprender esta paradoja, menos aún proponer una salida razonable y práctica.

El enfoque utilitario o unidimensional

Desde el punto de vista de la economía política, juzgar el diseño de instituciones desde una perspectiva utilitaria es engañoso. El criterio de juicio utilitarista clásico se basa en los efectos de las instituciones y las políticas sobre la disponibilidad general de bienes y servicios. Sin embargo, las instituciones son multidimensionales. Cuando un parámetro de eficiencia se mueve en una dirección, es probable que un parámetro de equidad lo haga en la dirección opuesta. Más allá de la tensión conocida entre eficiencia y equidad, hay otras tensiones en la sociedad y es el rol de las instituciones gestionarlos.

El hecho de que todos hayamos mejorado nuestra calidad de vida no es un argumento suficiente para comprender el malestar actual. La mayor disponibilidad de bienes y servicios no puede explicar por qué las instituciones han sido desacreditadas, por qué persiste el malestar social y por qué el populismo gana audiencia. No se entiende, desde el punto de vista utilitario, el descrédito de las instituciones —políticas y económicas— que han permitido estos avances objetivos.

El utilitarismo es un guía incompleto para sugerir cómo enfrentar los desafíos del mañana. Una reforma que promete más crecimiento alivia la situación, pero difícilmente por sí sola reconstruirá la confianza en las instituciones. Sin embargo, algunas personas insisten en que el problema es la competencia y el crecimiento. En un artículo de The Economist, en la edición del 24 de agosto de 2019, llamado “¿Para qué son las empresas? Los accionistas de las grandes empresas y la sociedad”, su título introductorio dice: “La competencia, no el corporativismo, es la respuesta a los problemas del capitalismo”. Si bien estamos de acuerdo en que el corporativismo no es la respuesta adecuada, es insatisfactorio pensar que el problema se reduce a la falta de competencia y crecimiento.

Al leer un artículo como este en The Economist, se podría pensar que el utilitarismo es de derecha. No es así. Si pensamos en el utilitarismo de manera más amplia como el uso de criterios unidimensionales para evaluar el impacto de instituciones, entonces hay claramente utilitaristas de centro e izquierda. Basta reemplazar el criterio de disponibilidad de bienes y servicios por el de cómo estos están distribuidos, para pasar de un utilitarista de derecha a uno de izquierda. Ambos son imperfectos para evaluar instituciones que por su naturaleza deben gestionar tensiones entre eficiencia y equidad, autointerés, confianza y cooperación, libertad y seguridad, competencia y ética, entre otros.7

 

Una digresión es importante en este punto: esta visión unidimensional de derecha o izquierda tiene como protagonista, aunque no exclusivo, a economistas. Estos, en ambos lados del espectro político, utilizan regularmente el principio de utilidad en el sentido ampliado que definimos aquí para llevar a cabo sus análisis.8 Es difícil pensar en otra disciplina académica que tenga tanta primacía en la configuración de las políticas públicas hoy en día. Mientras el economista de derecha usa el impacto sobre el PIB como variable decisoria sobre lo deseable de una política, el de izquierda usa el coeficiente de Gini. Ambos enfoques son útiles para evaluar políticas específicas, pero son insuficientes para evaluar instituciones.

Ostrom (2005) define las instituciones como la forma en que “los humanos organizan todas las formas de interacción repetitivas y estructuradas”, explicando que “las oportunidades y restricciones que los individuos enfrentan en una circunstancia determinada, la información que obtienen, los beneficios que reciben o de los que son excluidos y cómo ellos razonan dicha situación” están críticamente determinadas por la existencia o ausencia de reglas que la estructuran. Una institución no pretende lograr un objetivo particular, sino arbitrar muchas cosas deseables.9

El utilitarismo clásico, el criterio de Pareto y la compensación

Volvamos al utilitarismo clásico, aquel que se preocupa por la disponibilidad total de bienes y servicios, digamos su eficiencia, pero que minimiza las preocupaciones por otros problemas como los efectos distributivos de políticas e instituciones. Si como consecuencia de una política al menos algunos mejoran y nadie empeora, es una buena opción de política. Por ejemplo, focalizar el gasto social hace que se usen eficientemente los escasos recursos públicos financiados por los impuestos porque mejora la situación de los más pobres, pero deja a un lado a la clase media, haciendo de esta solo algo menos vulnerable a la pobreza. En la política tributaria, el instrumento preferido por los utilitaristas es el Impuesto al Valor Agregado porque penaliza el consumo y no la generación de ingresos, a pesar de que, por la misma razón, recae desproporcionadamente sobre aquellos cuyos ingresos y consumo son similares, es decir, las clases medias y pobres.

Si una política mejora la capacidad general para la creación de riqueza, debe ser deseable. ¿Y si en el camino algunas personas, pocas o muchas, pierden? ¿Importa si algunos pierden si el resultado agregado es mejor? La respuesta de los economistas es doble.

Por un lado, una política es deseable si nadie empeora su situación y al menos uno gana. Esto es lo que llamamos óptimo de Pareto. Es un criterio atractivo, pero pensemos que ocurre en una situación repetitiva: ¿es deseable que siempre ganen los mismos, aunque los otros no pierdan? Es lo que ha pasado en Estados Unidos en los últimos 30 años, en que el ingreso del 0.1% más rico de la población ha aumentado del 3% al 10% del PIB,10 mientras el ingreso absoluto del resto de la población no cayó en este período. Una fracción importante de la población considera que este argumento no es razonable. Implícitamente, la mayoría de la gente piensa que la prosperidad debe ser compartida.

Por otro lado, los economistas dirían que, en la medida en que aparezcan los perdedores, la política puede seguir siendo óptima en tanto se realicen transferencias para compensar las pérdidas de estos grupos.

Hay tres tipos de problemas que las políticas compensatorias deben abordar. Primero, un shock como una pandemia o una política pública como la apertura comercial pueden tener efectos permanentes. Las transferencias pueden mitigarlos, pero no debieran impedir que las personas afectadas modifiquen su comportamiento para que sea compatible con las nuevas circunstancias. Las transferencias, en este caso, subsidios de cesantía, pueden prevenir o retrasar dicho cambio. Por lo tanto, habrá presión para cesar esas transferencias.

En segundo lugar, las transferencias son financiadas por el Estado, pero existen restricciones presupuestarias. Cada compensación debe analizarse desde una perspectiva prudente de política fiscal. En el Chile de la pandemia, ya se alzan voces diciendo que habría un límite prudente de endeudamiento fiscal en torno al 45% del PIB, y que más allá de eso, se pone en riesgo la calidad crediticia soberana. Con el aumento de la deuda pública, la capacidad de compensar a posibles perdedores de reformas es menos factible. A medida que aumenta la deuda pública, la lógica compensatoria pierde fuerza.

Finalmente y en tercer lugar, aparecen restricciones ideológicas. En 1975, Chile inició una amplia apertura unilateral de su economía. La reasignación de recursos fue masiva, porque los requisitos de los sectores emergentes no coincidían con los de los sectores en declive. Además, en 1982, como resultado de graves errores de política económica, el país sufrió una fuerte recesión en dos años consecutivos, en los que el PIB cayó un 17%. Entre 1975 y 1988, cada año la tasa de desempleo promedio nacional superó por lejos el 10% con un máximo de 19%. El subempleo fue masivo, con un máximo estimado cercano al 35%.

Los ingredientes estaban allí para justificar la compensación: reformas importantes, como la apertura comercial, o errores de política macroeconómica que imponían un costo gigantesco a la sociedad. La dictadura solo creó programas de empleo de emergencia para evitar la pobreza extrema. De hecho, no había indicios de diseñar una transferencia paretiana. Eso fue entonces.

En 2019, antes del estallido y la pandemia, Chile tenía una de las capacidades de compensación más altas dentro de la OCDE. En el marco de la discusión previsional, Chile estaba en condiciones de compensar a los perdedores de los años 80. El mecanismo de transmisión es el sistema de pensiones. Este es un mecanismo de ahorro forzado según el cual la pensión es proporcional a los ahorros acumulados. Se esperaba que las pensiones reflejaran su esfuerzo de ahorro de por vida; un excelente incentivo para ser responsable y ahorrar. Sin embargo, a veces las personas no ahorran por factores ajenos a ellos. No es irresponsabilidad, sino imposibilidad. En un sistema de puro ahorro, los intereses no son devengados porque siendo joven, la persona no pudo ahorrar, producto del alto desempleo involuntario, lo cual tiene un peso enorme en el nivel de las pensiones de 40 o 45 años más tarde. Es decir, ahora y para los próximos años.

La ausencia de compensación de la dictadura es un hecho. La pregunta es, ¿por qué no hacerlo hoy? Ahora surgen restricciones ideológicas, porque para hacer esa transferencia se requiere alguna forma de reparto, como un sistema de seguro de longevidad para la cuarta edad o alguna forma de reparto tradicional.