Reflexiones en el espejo

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CARBÓN Y DIAMANTES

La destreza ayuda en todo, pero no basta para nada.

Henric-Frederic Amiel

Es temprano y llegas al colegio por primera vez, acompañado de tu madre. Hay muchos niños en la puerta. Algunos lloran desconsolados, otros juegan, corren o saltan sobre los bancos; la mayoría espera junto a sus madres a que las puertas se abran para entrar. Tu madre te había contado que hoy iba a ser un día importante. Ya estabas avisado. Ella te había dicho que ibas a empezar a ir al cole, que te lo ibas a pasar muy bien, que no tenías que tener miedo porque iba a ser muy divertido. Pero tú no estás tan seguro de ello. Le habías dicho que sí, sin rechistar, que ibas a ir al cole, pero en el fondo tienes tus dudas. Es un lugar desconocido para ti y no sabes qué puedes esperar de aquel cambio en tu vida.

De repente la puerta del colegio se abre y una profesora indica que todos podéis pasar. Por un momento, sientes un escalofrío en el estómago. Eres muy pequeño y no te has separado nunca de tu madre. Llevas un sándwich en la mochila, pero no sabes si eso será suficiente para lo que te espera. Tienes un poco de miedo y un montón de preguntas sin respuesta que te dan vueltas en la cabeza. «¿Adónde me van a llevar? ¿Con qué niños voy a estar? ¿Me darán pescado para comer? Pescado, uy, qué asco. ¿Me dejarán jugar al fútbol? ¿Vamos a poder ver la tele?»

Los niños entran poco a poco y tu madre se inclina para darte un beso.

—No te preocupes, mi amor, que te lo vas a pasar muy bien. Dentro de muy poquito, cuando acabes, vengo a recogerte.

Tu madre te suelta de la mano y tú entras al colegio entre otros niños. Alguno de ellos se te acerca y te da un codazo. Otros corren a tu alrededor. Los hay quienes lloran desconsolados porque no quieren separarse de sus madres. El caso es que tú, nada más entrar, sin ni siquiera haber puesto un pie en tu clase, ya notas que las cosas van a ser muy diferentes a como han sido hasta ahora. Tienes la intuición de que allí nadie te va a hacer tanto caso como en casa y eso no te hace ninguna gracia. Parece que no va a ser tan divertido como te había dicho tu madre.

Tu vida ha vuelto a dar otro giro sin que lo esperaras y te ves a ti mismo haciendo un montón de cosas sin que no habías planeado: recortas trozos de cartulina de distintos colores; haces dibujos con miles de formas distintas, círculos, rectángulos, triángulos, estrellas, mariposas; coloreas dibujos y más dibujos; montas estructuras con bloques de madera… Hay momentos en los que lo pasas mal, sobre todo al principio, cuando no terminas de acostumbrarte a tu nueva vida y todavía echas de menos cuando estabas todo el rato en casa, pero también hay momentos divertidos: haces amigos, juegas en el patio, corres por los pasillos, haces travesuras en los jardines…

Tú no te das cuenta, pero sigue habiendo personas que toman decisiones por ti. Tus profesores te entregan tareas todos los días y comprueban qué tal las haces. No sabes muy bien por qué tienes que hacer todo aquello que te mandan, pero acabas haciéndolo. No te preguntas si todo eso que estás haciendo es lo que quieres hacer. Lo haces y punto. Ni siquiera tienes una idea muy clara de qué es lo que te gustaría hacer. A lo mejor, toda esa gente que está a tu alrededor —tus padres, tus profesores, tu familia—, deberían dejarte hacer lo que quieres hacer. Pero ni siquiera te lo planteas. Simplemente te dejas llevar. Es lo que toca, ¿no?

* * *

Hace un tiempo visité a unos amigos cuyo hijo de diez años estaba aprendiendo a tocar el violín. Su padre, Miguel, orgulloso del talento musical de su pequeño, le invitó a hacer delante de mí una demostración de sus habilidades musicales, pero el niño se negó. A mí me pareció una actitud bastante lógica. No debe de ser nada fácil para un niño de diez años vencer la timidez y así, por las buenas, coger un violín para interpretar una pieza musical frente a un adulto que está de visita en su casa. Sin embargo, después de la insistencia de su padre, el niño terminó cediendo. Cogió el violín, lo colocó en posición, tomó el arco con su mano derecha, inspiró con fuerza y, en el momento en el que empezó a rasgar las cuerdas del instrumento, yo sentí como si las puertas del averno se hubieran abierto y las chirriantes voces de miles de gatos que estaban siendo despellejados por los más terribles demonios salieran de las maltratadas cuerdas del violín de aquel muchacho. Mientras soportaba aquel suplicio, miré a su padre y no cabía en su orgullo. Hinchaba el pecho y miraba a su niño con una mezcla de ternura y admiración, lo cual me llevó a pensar en el inmenso amor que mi amigo sentía por su hijo. Muy a menudo decimos que el amor de los padres por sus hijos es ciego. En el caso de mi amigo, no era solo ciego sino también sordo.

Un rato más tarde, una vez pasado el momento musical, le pregunté al niño si le gustaba ir al conservatorio. Con la cabeza baja, mirándose los cordones de los zapatos y moviendo nerviosamente el arco de su violín entre los dedos, me dijo que no, que él se aburría mucho en el conservatorio, que no le gustaba, que no quería ir más. Lo dijo muy bajo, apenas se le oía. Esa misma tarde, su padre me contó todos los planes que tenía reservados para su pequeño violinista: terminaría sus estudios musicales, tocaría en una orquesta, daría conciertos, viajaría por el mundo… Todo un maravilloso mapa vital para un chico de diez años desplegado por su padre en tan solo unos pocos minutos. Mientras su padre decía esto, el niño estaba tumbado en la alfombra del salón construyendo figuras con unas piezas de lego que le habían regalado esa misma tarde. Al acercarme, me quedé con la boca abierta por el grado de detalle que había conseguido en las figuras. En menos de media hora había construido un castillo, tres coches diferentes y varias naves espaciales. El castillo tenía su puente levadizo y su patio de armas, todas las almenas, ¡incluso un foso! Y las naves espaciales parecían de verdad, como si las hubiera diseñado un ingeniero experto. Me parecía increíble que, con aquellas sencillas piezas de lego, ese chico hubiera logrado construir unos objetos tan maravillosos.

Cuando su madre lo llamó para cenar, yo me acerqué al lugar en donde el chico había estado jugando e intenté construir algo con aquel montón de piezas. A lo mejor, me dije a mí mismo, ese juego no era tan difícil y aquel niño no era ningún genio. Después de media hora afanándome en darle forma a algo que por lo menos fuera reconocible, conseguí montar una especie de nave informe con un par de piezas cruzadas y un amasijo de bloques encima. No era tan fácil como yo había creído. Y ese muchacho, contra todo pronóstico, había hecho una obra de arte con aquellas piezas sin apenas esfuerzo. ¡Tenía magia en sus manos!

Durante la cena le pregunté a mi amigo la razón por la que había inscrito a su hijo en el conservatorio de música y no en otra actividad extraescolar. Él me contestó que al pequeño no se le daba especialmente bien la asignatura de música en el colegio y que quería que tomara un refuerzo para que sacara buena nota. Me vino a la mente el modo en el que aquel muchacho me había dicho que no quería ir más al conservatorio y sentí la necesidad de decírselo a su padre. Con mucho tacto, le comenté que a lo mejor el chico no era demasiado hábil tocando el violín pero que, a juzgar por su habilidad con las piezas de lego, podía ser que destacara en otra actividad: la ingeniería, las matemáticas, la arquitectura... Le conté mi pequeña aventura, lo difícil que me había sido construir una birria con aquellas mismas piezas y lo fácil que era para su hijo. Sin dudar un solo instante, mi amigo me dijo con cierto desprecio que el niño se pasaba todo el día jugando con esas malditas piezas, que era lo único que le gustaba hacer, y que lo había intentado todo con él, pero que no valía ni para los deportes, muy a su pesar. Entonces, aproveché para contarle la historia de Jim Davis, el creador del gato más famoso del mundo: Garfield.

Si Jim se convirtió en un famoso dibujante fue por dos razones: por tener asma y ser muy hábil dibujando. El tener asma le hacía que permaneciese en casa muchas horas alejado de los graneros. Para que no se aburriese, puesto que no tenían televisión, su madre le daba un papel y un lápiz con el que el niño dibujaba aquello que veía a su alrededor, caballos, gallinas, vacas y, claro está, gatos.

Durante el instituto practicó deporte pero su escasa habilidad para los mismos hizo que decidiese estudiar artes en la Ball State University y dedicarse a lo que le gustaba. Jim envió su primera tira cómica de Garfield a cuatro editoriales, pero la rechazaron. Siguió intentándolo hasta que al final, consiguió que una editorial se la publicase.

El padre de nuestro violinista de diez años había trazado un mapa vital para su hijo que lo obligaba a pasar por un montón de sitios a los que no deseaba ir; entre ellos, el conservatorio. Mi amigo pensaba, sin mala intención, que su chico debía mejorar en aquello que no se le daba bien, pero a lo mejor había otras actividades relacionadas con el destino de su hijo en las que no estaba pensando. El niño iba al conservatorio, vale, se esforzaba y se esforzaba, pero el violín seguía sonando a gato torturado y él era infeliz. Y, para más inri, torturaba a las visitas. Los progresos musicales de su hijo no llegaban y, al mismo tiempo, todo el talento que tenía para montar las piezas de lego y construir aquellas maravillosas figuras estaba siendo desaprovechado. La manera en la que era capaz de engarzar una pieza con otra, la visión espacial necesaria para construir aquellas figuras, el tino con el que conseguía montar estructuras arquitectónicas en forma de castillo… todo ello era una pista que indicaba que aquel chico tenía unas habilidades que no estaban siendo potenciadas, un talento que estaba perdiendo la oportunidad de ser aprovechado.

 

Algo me decía que ese niño iba a tener que explorar un camino que no estaba en el mapa vital que su padre había diseñado para él. Había una ruta distinta de la que sus progenitores le estaban marcando que podía conducirlo a un sitio en el que él iba a conseguir ser más feliz. Era como si en su vida hubiera dos minas, una de diamantes y otra de carbón, y su padre se estuviera empeñando en mandarlo a la de carbón.

* * *

Ha pasado algún tiempo desde tu primer día de colegio y ya estás acostumbrado a tu nueva vida. Tienes tu grupo de amigos y hace tiempo que aprendiste a leer y a escribir. Vas sacando los cursos sin problemas. No eres un chico problemático, pero en clase te aburres un poco. Tus profesores te hablan de fracciones y de factores primos, de sujeto y de predicado, de los ríos y sus afluentes, del sistema feudal y de la Revolución francesa. Mientras, tú escribes y escribes en tus cuadernos con la esperanza de que algún día todo esto de leer y escribir, de levantarse temprano y estudiar, de hacer exámenes y ejercicios, se acabe. A ti te interesan otras cosas.

El verano pasado te compraron un libro de dinosaurios y no puedes dejar de mirarlo. Te encanta. Podrías pasarte la vida entera mirando sus páginas. Tyranosaurus, Tryceratops, Pterodactylus, esas criaturas con nombres extraños y tamaños inmensos acaparan toda tu atención. Te quedas mirando las páginas de tu libro en tu cuarto y tu imaginación vuela y vuela hasta aquellos tiempos en los que enormes reptiles dotados de prodigiosos colmillos caminaban por selvas de helechos arborescentes rodeados de todo tipo de criaturas.

Un día, en una de las páginas de tu maravilloso libro ves un dibujo de una cueva en la que unos hombres peludos hacen un fuego. Te dices a ti mismo que te gustaría ser uno de ellos, que te gustaría dejar el cole, los exámenes y las fracciones, el sujeto y el predicado. Te gustaría estar en la prehistoria para irte a vivir a esa cueva. Allí podrías hacer lo que te diera la gana.

Te pones a pensar en el dibujo y casi puedes visualizar cómo viven cada día. Es como si estuvieras allí. El clan de las cavernas se prepara para ir a cazar. Los cazadores salen de la cueva y se enfrentan a la intemperie para traer comida a los suyos. Van armados con lanzas y flechas para derribar a un animal que les permita vivir sin tener que volver a cazar durante el mayor tiempo posible. Hace frío y empieza a llover, pero van cubiertos con pieles que los protegen de las inclemencias meteorológicas. El primero que destaca en el grupo es el rastreador. Tiene un finísimo olfato que le permite seguir las huellas de los animales a pesar de que las pistas se estén borrando por las primeras gotas de lluvia. Se sabe de memoria todos los senderos, los escondrijos y los lugares más apartados del bosque. Es capaz de detectar hasta el más mínimo movimiento en la maleza que le avisará que, entre las ramas y la vegetación, se esconde el animal que buscan, un ciervo o un bisonte, probablemente una pieza de mayor tamaño si hay suerte, el alimento de esa jornada de caza para todo el clan. Detrás del rastreador va el mejor de los tiradores. Lleva el arco preparado para disparar en cualquier momento. Su puntería es infalible. Es capaz de tensar la cuerda de su arco, apuntar y dar en el blanco en décimas de segundo. Está pendiente de las señales que le hace el rastreador. Al más mínimo gesto, reacciona. No se despista ni un solo instante. Un descuido podría suponer la pérdida de una captura. Flanqueando al tirador, formando un grupo ceñido que avanza al unísono, están los cazadores. Van armados de hachas y cuchillos. Son los encargados de perseguir a la presa una vez el tirador ha disparado. Son fuertes, tienen piernas robustas y brazos fornidos. Serían capaces de correr largas distancias si el animal alcanzado por las flechas huyera herido. Nada los desalienta y funcionan como una maquinaria de relojería. Están perfectamente coordinados para agarrar a la pieza, reducirla, asestarle los últimos golpes y rematarla.

Después de una larga jornada, el grupo de cazadores vuelve a la cueva. Ha sido un gran día. Lograron abatir a una pieza de enorme tamaño. El sol se pone y, al calor de la hoguera, ya en la cueva, se oyen cantos de alegría. Todos están contentos, es un día feliz. Comen la carne que gracias al olfato del rastreador, la puntería del tirador y la pericia del resto de cazadores, han conseguido entre todos para el clan.

Como es lógico, en la tribu de la cueva jamás se les habría ocurrido que el rastreador fuera miope o que no tuviera un agudo sentido del olfato. Tampoco se les habría pasado por la cabeza que el tirador fuera alguien con mala puntería o con poca capacidad de reaccionar en pocos segundos al sentir el movimiento de un animal en la maleza. Igual de disparatado habría sido elegir a cazadores que no fueran hábiles en el manejo de las hachas y los cuchillos o que no pudieran correr largas distancias detrás de un animal herido. En la tribu, cada uno ocupa una función acorde con sus destrezas y habilidades. Aquellos que no tienen la resistencia física que exigen las jornadas de caza, se dedican a curtir las pieles que protegen del frío a los cazadores, tallan las piedras que dan muerte a los animales, cuidan a los niños o protegen el fuego. Están también los que tienen habilidad con las cenizas y el barro, el cual mezclan con grasa de animal para fabricar pigmentos con los que pintan animales en las paredes de la cueva, figuras que otros miran por las noches a la luz del fuego creyendo que así la suerte será favorable para la siguiente jornada de caza. Mientras, otros, que son hábiles con las palabras y las frases, cuentan las historias de los animales que han conseguido abatir durante el día y los que abatirán en los días por venir, mientras se quedan todos dormidos en la cueva, al calor de la hoguera.

Ninguna tarea es más importante que otra, todas se complementan. Elegir aquello que hacemos mejor no solamente nos hace más felices a nosotros, también resulta más útil a los demás. Los hombres de las cavernas que salían de caza sabían que las minas de diamantes no solamente eran una fuente de felicidad, sino que también les iba la vida en ello. Por eso no dudaban en visitarlas y recoger los tesoros que había en ellas. Para el arquero, la mina de diamantes era tensar el arco y dar con su flecha en el cuerpo del animal. Para los rastreadores, la mina de diamantes era aguzar bien la vista y el oído, y detectar la más mínima pista en el bosque, así como identificar las huellas incluso en el barro después de la lluvia y dar con el rastro de los animales. Para los cazadores, la mina de diamantes era tensar los músculos y manejar con destreza el hacha y el cuchillo.

* * *

¿Y tú quién quieres ser? ¿Un arquero? ¿Un rastreador? ¿Un cazador? ¿Has pensado ya qué es eso que te apasiona y te hace feliz y sabes hacer bien? Conviene que te hagas estas preguntas porque, aunque no seas el miembro de un clan primitivo, ni vistas pieles de animales ni caces animales en un paraje prehistórico, un cambio en tu vida puede afectar a las personas de tu alrededor, personas que probablemente dependan de ti, a las que quieres y a las que no deseas que les suceda nada malo. Conviene escucharnos a nosotros mismos cuando tenemos ganas de romper con lo que no nos gusta, pero debemos hacerlo con cautela. Quieres encontrar tu propio mapa vital, pero no quieres dar al traste con todo. Sería muy triste encontrarnos un día a nosotros mismos haciendo algo que nos arrebató en un momento, pero para lo que no estamos especialmente dotados. Sería una lástima habernos dejado llevar por un impulso y haber elegido un camino distinto al que habían diseñado para nosotros, pero equivocado también. No te precipites. Escúchate a ti mismo de verdad. Pregúntate qué quieres hacer, pero no te quedes ahí.

Hazte más preguntas, preguntas importantes que a lo mejor no será fácil contestar. Solo así conseguirás que tu rostro se vaya dibujando en el espejo con una forma que tú reconozcas como tuya. Hazte preguntas mirándote a los ojos para que los rostros de quien eres y quien quieres ser poco a poco coincidan en el espejo. ¿Cuáles son mis habilidades? ¿Qué sé hacer bien? Mírate a ti mismo. Y hazlo de verdad, sin atajos ni escondrijos. ¿Qué es aquello que me hace feliz y yo sé hacer bien? ¿Cuál es mi rumbo? ¿Qué brújula he de seguir? ¿Dónde está mi norte?

* * *

Ya has dejado el colegio y ahora vas al instituto. Ya no te interesan los dinosaurios y ni siquiera te acuerdas de a dónde fue a parar aquel libro que tanto te gustaba en el que había dibujos de hombres prehistóricos que vivían en cuevas. Ahora te interesan más otras cosas, la música, salir con tus amigos, pasártelo bien. Estás en clase con tus amigos y habláis de lo que queréis estudiar el año que viene, mientras esperáis a que el profesor llegue.

Tu amigo Ricardo parece tenerlo muy claro. Se apoya en la pizarra con un gesto de seguridad que a ti te impresiona y os cuenta lo que tiene pensado para su futuro:

—Pues yo no pienso rayarme —dice—. Ya sé lo que voy a estudiar. Voy a estudiar Derecho, como mi padre. Es una carrera que tiene muchas salidas. Además, si necesito algo se lo digo a mi padre, que se sabe todas las leyes de pe a pa.

Ricardo parece muy seguro de lo que dice y por un momento te convence. A ti te gustaría saber tan bien como él lo que quieres estudiar el año que viene, te gustaría estudiar Derecho, como el padre de Ricardo, te gustaría estudiar una carrera con muchas salidas, una carrera con la que fuera fácil y rápido encontrar un trabajo, como Ricardo, te gustaría no rayarte, como Ricardo.

Juan, que es tu mejor amigo este año y que ha escuchado atentamente a Ricardo, os mira a todos negando con la cabeza y os expone sus planes:

—Pues yo no pienso estudiar Derecho. Ni loco. Yo voy a estudiar Informática —afirma—. Las empresas se rifan a los informáticos. ¿Sabéis cuánto puede ganar un informático, chavales?

Todos niegan con la cabeza.

—¡Se forran! —exclama Juan, levantando los brazos por encima de la cabeza—. ¡Los informáticos se forran!

A ti te suena muy bien eso de ganar mucho dinero. Al fin y al cabo, uno trabaja para ganar dinero, ¿no? Pero no terminas de ver muy claro eso de estudiar Informática. A ti se te da fatal. La informática para ti es una mina de carbón.

Al lado de Juan está Marta. Su tío tiene una clínica de fisioterapia y ella siempre os ha dicho que quiere estudiar Medicina.

—Pues yo pienso hacerme fisioterapeuta —dice Marta—. Mi tío me ha dicho que tengo trabajo en su clínica si estudio la carrera.

A ti te parece muy extraño que ninguno de tus compañeros te diga que va a estudiar algo porque le gusta mucho o se le da muy bien. Te resulta muy extraño que nadie te diga que va a estudiar esto o aquello porque es algo que los puede hacer felices. En ese momento, cuando todos tus amigos están diciendo lo que quieren estudiar e intentando convencer al resto de que su elección es la mejor y tú te haces un montón de preguntas sobre tu felicidad y lo que te gustaría hacer, el profesor abre bruscamente la puerta y dice algo en voz alta:

—¡Venga, chicos! ¡Dejarse de cháchara! ¡A los pupitres, que empezamos!

* * *

¿Qué debo pedir a cambio de dedicar mi vida a algo? ¿Cuál es el tesoro que tengo que encontrar? ¿Qué me tiene que devolver mi mina de diamantes para saber que lo que estoy haciendo lo estoy haciendo bien? ¿Cuál debe ser la recompensa?

Seguro que te has hecho estas preguntas en más de una ocasión. Son dudas que afloran en nuestra mente más de una vez a lo largo de la vida. A veces, estas dudas ensombrecen el camino, nos hacen titubear, nos inundan de temores. Y es que no son preguntas fáciles de contestar, pero no nos debemos dejar que nos amedrenten.

Está claro que no todos jugamos al tenis como Nadal, no tocamos el piano como Mozart, no pintamos como Picasso, no escribimos como Shakespeare. Ni falta que hace. No hace falta ser un genio para ser feliz. Es más, uno puede ser un genio y ser tremendamente infeliz. La felicidad no tiene por qué venir a través de la fama, el dinero o la popularidad. Por eso, no pienses solo en mejorar tu mina de diamantes desde un punto de vista económico. La recompensa puede tomar muchas formas. No solo debes mejorar aquellas habilidades que te reporten dinero, sino aquellas que te proporcionen una realización personal. Realización personal y dinero no tienen que ir de la mano, al igual que el desarrollo de una mina de diamantes no conlleva de forma inequívoca la obtención de grandes riquezas. Lo que sí va de la mano es el desarrollo personal y la explotación de tu mina de diamantes. Basta con encontrar aquello con lo que somos felices y para lo que tenemos habilidad, y dedicarnos de lleno a ello.

 

Hace tiempo, en una cena con amigos me presentaron a Manuel, un publicista de 50 años, persona encantadora con la que mantuve una conversación que me hizo reflexionar. Charlamos y disfrutamos de una agradable velada. Cuando ya habíamos cogido cierta confianza, después de un rato hablando de temas varios, me contó cómo había sido su vida. Se trataba de alguien que había conseguido grandes logros a lo largo de su trayectoria profesional, alguien del que se podía presuponer que estaba volcado por completo en su carrera. Pero lo que más me sorprendió, más allá de su currículum y sus grandes logros profesionales, es que me contó que lo que a él le apasionaba de verdad y sobre lo que se volcaba por completo no era ser publicista. Lo que realmente le daba sentido a su vida era trabajar con sus propias manos.

Desde muy joven le gustaba darle forma a objetos, tener algo físico que tocar, algo que lijar, cortar, pegar, abrillantar, pintar… Le atraían las actividades que lo hacían trabajar con sus propias manos, todo aquello que era, en definitiva y de alguna manera, artesanal. Ésa era su pasión. Pero pasaron los años y poco a poco la vida lo fue llevando por otros caminos y terminó dedicándose a la publicidad, que se convirtió en su trabajo. De nuevo el mapa vital. Llevado por esa corriente a la que llamamos «vida» (compromisos, obligaciones, inercias sociales, planes de otros...) se fue alejando de lo que realmente le gustaba: trabajar con sus manos, darle forma a objetos, el contacto artesano con la madera y el resto de materiales. El tiempo pasó y la publicidad siguió ocupando el centro de su existencia. La vida imponía su corriente y él se dejaba llevar por su mapa vital.

Pero un buen día, las cosas empezaron a cambiar. Él seguía sintiendo aquella pulsión innata de trabajar con sus manos. Lo había sentido siendo joven y seguía dentro de él, diciéndole que tenía algo pendiente consigo mismo. No podía quitárselo de la cabeza. Hasta que una mañana, un par de años atrás, cansado de recordar con nostalgia todo aquello que le había hecho tan feliz siendo joven, decidió lanzarse a la aventura y romper su mapa vital. Fue así como se propuso fabricar, él mismo y con sus propias manos, tablas de surf.

Sin perder tiempo, se puso manos a la obra. Compraba la madera que más le gustaba y la tallaba a su modo, libre, sin ninguna imposición de nadie. En pocos días, notó que no se había equivocado. Me contó que, cada vez que se metía en su taller, notaba que el tiempo se paraba. Las horas pasaban y pasaban y él se entregaba a su tarea con denodada pasión. Volvía a tener algo entre las manos, un objeto físico, algo de verdad que podía tocar y tallar, pulir, perfilar, abrillantar. Era fascinante ver cómo algo se creaba a partir de la nada. Había encontrado su mina de diamantes.

Cuando hizo sus primeras tablas, las llevó a una tienda de deportes para dejarlas como muestra. En un principio, lo hizo sin ninguna ambición. Su futuro no dependía de ello. Tenía su profesión y, desde un punto de vista material, no necesitaba aquello para ganarse la vida. Él ya era feliz trabajando con la madera, dándole forma a aquellos trozos de distintos tamaños, y no necesitaba más. Habría sido feliz en su taller aunque nadie le hubiera hecho el más mínimo caso. Pero cuál fue su sorpresa cuando, una semana más tarde, lo llamaron para pedirle más. Habían tenido una gran aceptación entre el público de la tienda y él no cabía en su gozo. Había encontrado algo importante: una mina de diamantes que, al mismo tiempo, le hacía feliz a él y a los demás. Y además funcionaba.

En menos de dos años, ya estaba fabricando tablas de surf con su propia marca y en su propio taller. Y desde allí las vendía a todo el mundo. Parecía un milagro. Convertía trozos de madera en fantásticas tablas de surf. Era capaz de tallar la madera y darle forma a aquellas tablas que terminaban deslizándose rápidas y veloces por las olas que rompían sus rizos de agua en las costas de California, Hawaii o Tarifa. Objetos que hacían felices a otras personas, surferos que se sentían libres sobre aquellas maderas hidrodinámicas que él fabricaba. Le pregunté si tenía pensado dejar su trabajo y me dijo que no, que lo hacía porque le gustaba, simplemente. Y esa era una de las claves de su mina de diamantes: la recompensa no estaba cifrada en su éxito vendiendo tablas. Él lo habría hecho aunque no hubiera vendido ninguna. La clave estaba en ese tiempo que volaba, como las mismas tablas de surf sobre las olas, mientras él las fabricaba con sus propias manos. Ese, y no otro, era el valioso e intangible tesoro que él encontraba cada vez que se encerraba en su taller.

* * *

No somos todos iguales ni tenemos las mismas habilidades. Cada individuo debe buscar las suyas, trabajarlas y potenciarlas para sacar lo mejor de sí mismo. En nuestro viaje, ese que queremos hacer y no el que los demás tienen pensado para nosotros, tenemos que aprender a esquivar nuestras minas de carbón y encontrar nuestras minas de diamantes, dejar el violín y empezar a construir figuras de lego, dejar a un lado la publicidad y hacer tablas de surf y, sobre todo, dejar de ser rastreadores si somos miopes. Poco a poco, siguiendo el rumbo que nos marca la brújula de nuestra voluntad, iremos vislumbrando nuevos paisajes, dando con claves. Nos preguntaremos a nosotros mismos sobre aquello que nos hace felices, sobre lo que queremos hacer, lo que se nos da bien y podemos hacer bien: nuestras minas de diamantes.

* * *

En esto, como en tantas otras cosas de la vida, no hay una receta o una varita mágica. Tú, tus habilidades, tu conocimiento, tus manos, tu cabeza, tus experiencias, tus logros, tus fracasos, tus anhelos, tus deseos, tus frustraciones… todo te hace único y te define como persona única entre todos los habitantes del planeta. Y esta individualidad es la que te hace ser especial. Eso es lo único que necesitas para encontrar tus minas de diamantes.

¿Te vas a conformar con tus minas de carbón?

¿Cuáles son tus minas de diamantes?

¿Vas a intentar buscarlas?

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