Siete rosas para Mario

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El 5 de agosto, antes del anochecer, se produjo una avería en los motores del Espíritu Santo. La tarde había sido tranquila, habíamos tenido suerte al encontrar un buen banco de peces y todos estábamos de buen humor. Antonio, el mecánico del barco, me pidió que le acompañara a la sala de máquinas para que viera cómo funcionaban los motores. Yo acepté de inmediato. Durante mi estancia en el Espíritu Santo habíamos trabado una buena amistad y nos reíamos mucho juntos. Antonio estuvo observando detenidamente los diferentes elementos de la maquinaria y detectó el problema casi de inmediato. Se trataba de la bomba del aceite, que no tenía suficiente presión y hacía que las levas se recalentaran en exceso. Extendió en el suelo su bolsa de herramientas, se secó el sudor con un pañuelo ennegrecido y me fue indicando lo que tenía que hacer.

―Vamos a cambiar la junta de goma. Dame ese destornillador. Ahora esa llave fija. Pásame la carraca… ―me decía, mientras yo rebuscaba torpemente en la bolsa que yacía en el suelo.

―Antonio, te habla Álvaro. Sube, que tienes un aviso por radio ―se oyó súbitamente desde uno de los interfonos de la sala de máquinas.

―¿Qué? Esto no puede esperar, jefe. ¡Si no lo hago enseguida nos vamos a quedar sin faena! ―dijo Antonio apretando con sus dedos grasientos el botón rojo del interfono.

―¡Sube, cabezota! ¡Es tu mujer! ¡Está dando a luz! ―exclamó Álvaro con voz metálica.

―¡¿Qué?! ¡No jodas! ―replicó Antonio, soltando de golpe la herramienta que tenía en la mano.

―¡Sube, hostias! ¡Sube! ―le volvió a decir Álvaro, que parecía tan nervioso como el futuro padre.

Antonio se secó de nuevo el sudor con su trapo mugriento, se quedó mirando un momento la bomba de aceite y después se acercó a donde yo estaba.

―Mira, necesito que me hagas un favor. Sé que no es tu trabajo, pero si no hacemos esto enseguida nos vamos a quedar sin faena. Mientras yo subo a hablar por radio destensa estos dos tornillos que tienes aquí ―me señalaba unos tornillos ocultos por una gruesa capa de grasa―. En cuanto los tengas, sube a avisarme y yo bajo para hacer el resto. ¿Te parece bien?

―Sí… claro, no te preocupes ―le dije, tratando de tranquilizarle.

―Pues venga, ¡vamos allá! ¡Voy a ser padre, chaval! ¡Voy a ser padre! ―gritó, y salió corriendo de la sala de máquinas.

Me quedé observándole conforme subía a la cubierta. «Qué tipo con suerte», pensaba yo mientras tanteaba los tornillos que me había indicado antes de marcharse. Cogí una llave inglesa, pero la cabeza del tornillo se me escapaba, así que me decidí por una llave fija.

―Era este, ¿no? ¿O era este otro? ―me preguntaba, dudando entre varios tornillos similares.

Aquel día jugué a la lotería, y no elegí los números adecuados. Lo comprendí en el momento en que estaba a punto de sacar el primer tornillo. Efectivamente, me había equivocado, porque en el preciso instante en que mi mano efectuó el último giro, un chorro de aceite ardiente mezclado con combustible me roció los ojos y la cara, y me sumió en la más absoluta oscuridad.

No sabría expresar con palabras las sensaciones que recorrieron mi cuerpo. Fue una sacudida, un relámpago vertiginoso que ascendió por mi espina dorsal. Sentí el mayor dolor que jamás hubiera podido imaginar. En la confusión incluso podía oler la carne quemada de mi cara, y notar cómo la quemadura se iba abriendo paso a través de mis ojos. Mis gritos fueron tan desgarradores que se oyeron incluso en la cubierta del barco. Enseguida bajaron Antonio, Álvaro, mi padre y el resto de marineros. Según me dijeron después, me encontraron allí tirado, retorcido, boca abajo y con las manos sobre el rostro. Mis alaridos rasgaban el aire nocturno y se podían confundir con los de algún tipo de animal herido.

Me arrastraron a cubierta y trataron de lavarme las heridas, pero el aceite hirviendo seguía haciendo estragos en mi piel calcinada. Me sumí en una pesadilla de estupor y agonía. No veía nada, no oía nada. Únicamente sentía la quemadura que se extendía por cada una de mis terminaciones nerviosas. Era como si el aceite me estuviera abrasando cuerpo y alma. Después, tras varias sacudidas, un hondo dolor procedente de mis entrañas hizo que me sumiera en un agujero sin fondo. Incluso sentí cómo caía, sin oponer resistencia alguna, hacia la profundidad del abismo.

No sé lo que sucedió inmediatamente después. Según me contaron tiempo más tarde, permanecimos en la cubierta del barco y mi padre trataba de lavar con agua fría mis heridas. Álvaro, el patrón, puso rumbo al puerto a toda máquina, y los demás tripulantes se arremolinaron alrededor de nosotros sin saber bien qué hacer, en qué podían ayudarnos. Unos daban órdenes pidiendo el botiquín, otros se preguntaban cómo había pasado, y algunos incluso rezaban por mí. Mi padre me sujetaba por los hombros, acuclillado, y maldecía en voz alta al darse cuenta de que mis heridas eran demasiado profundas como para curarlas con un poco de agua.

―¡Mario! ¡Mírame! ¡No te duermas, hijo! ¡No te duermas! ―repetía una y otra vez entre sollozos.

Llegamos al puerto en plena noche y fuimos a una casa de socorro. Recuerdo vagamente que me llevaban en volandas, como si mi cuerpo hubiera perdido su peso y fuera conducido por las corrientes de aire que refrescaban la incipiente madrugada. Sumido en una bruma oscura, traté de concentrarme en mi dolor para paliarlo en la medida de lo posible. Al no poder ver, mis oídos me servían de vigías para captar la tensión del ambiente. Tendido en una camilla, con el rostro quemado y ardiente, sentí unos dedos finos y fríos que palpaban mis heridas. Tras un breve reconocimiento, un médico le dijo sin tapujos a mi padre:

―Récenle a Santa Lucía. No hay nada que hacer por el chico.

Mi padre lloraba como un niño y golpeaba todo lo que encontraba a su paso. Sus compañeros intentaron calmarlo, pero lo único que consiguieron fue que se redoblara su ira y comenzara a golpear con sus puños las gruesas paredes de la consulta. Yo oía sus golpes y lamentos, y los sentía tan próximos a mí como si hubiesen sido míos.

Mi madre llegó poco después de que me reconociera el médico. Me tomó entre sus brazos, lloró y suplicó, hasta que alguien vino a calmarla. Creo que aquella fue la noche más larga de mi vida. Tumbado, inmóvil y con gasas húmedas que me cubrían el rostro, me mordía los labios hasta hacerme sangre, presa de una agonía infinita. El tiempo se había detenido. Solo podía sentir el rítmico latido de mi pulso pegado a la cara, que acrecentaba aún más mi sufrimiento.

A la mañana siguiente me llevaron a casa. La noticia del accidente había corrido como la pólvora entre el vecindario, y algunos allegados y amigos se acercaron para tener noticias mías. Mi madre no quería hablar, los despachaba enseguida con monosílabos y gestos desganados. Mi padre permaneció sentado en una silla a los pies de mi cama, contemplándome en silencio al tiempo que me sujetaba las manos para que no me las llevara a la cara. El dolor era insoportable y quería arrancarme la piel para terminar con esa agonía. Nunca averigüé lo que le pasaba por la cabeza en esos momentos. Desde su juventud había sido un hombre parco en palabras, pero a raíz del accidente su hermetismo se hizo verdaderamente impenetrable. Tan solo me miraba, día y noche, y me atendía en las raras ocasiones en que mi madre no estaba.

Pasé cuatro días postrado en la cama, con el único alivio de los analgésicos y las gasas húmedas y frías que mi madre ponía regularmente sobre mis heridas. Al quinto día mi madre le dijo a mi padre que así no podíamos seguir, que ella no se resignaba a la opinión de un médico de pueblo, que necesitábamos ayuda y que, visto lo visto, allí nadie podía ayudarnos.

―Me voy con Mario a Madrid ―le dijo a mi padre sin pensárselo demasiado―. Aquí los médicos no pueden hacer nada más. Tal vez allí tengan algún remedio.

Mi padre estaba de acuerdo y no puso objeción alguna a los planes de mi madre. Por mediación de Álvaro, el patrón del barco, nos hospedamos en la casa de unos conocidos suyos mientras me hacían las pruebas en el hospital. Fueron días interminables, de incontables trasiegos, siempre corriendo de un lugar a otro. Poco después me operaron, y los médicos les confirmaron a mis padres que, a menos que ocurriera un milagro, nunca más volvería a ver el mar, ni el color azul del cielo.

La noticia hizo que entrara en un estado de letargo, como si me dispusiera a hibernar durante una larga temporada. Pasaba los días callado, aturdido, haciendo lo que me decían, como si fuera un muñeco sin voluntad propia. Comía cuando había que comer, dormía cuando me lo decían, caminaba cuando alguien me lo proponía. Era como si el alma se me hubiera escapado por las heridas de mis ojos. No comprendía lo que estaba sucediendo, y tampoco entendía por qué me había quedado ciego de forma tan repentina.

A los tres meses de nuestra llegada a Madrid mis padres se habían gastado ya todos sus ahorros, y además los médicos habían confirmado que mi ceguera era irreversible. Mi padre le propuso a mi madre que regresáramos al pueblo, que tratáramos de continuar allí nuestras vidas. Ella se negó rotundamente. Quería que su hijo se repusiera, que estudiara su carrera en la capital, que se convirtiera en un hombre de provecho. La discusión se prolongó y fue ganando en intensidad, hasta que mi padre, que parecía guardarlo todo en su interior, estalló:

―¡Todo es culpa tuya! ¡Si no hubieras insistido tanto, el chico ahora no estaría ciego!

Mi madre se sintió profundamente ofendida por sus palabras, aunque, como era costumbre en ella, no permitió que la intimidaran, ni tan siquiera su propio marido.

―¡Eso no es justo, Javier! ¡No puedes echarme la culpa de todo!

 

―¡Sí, sí que puedo! ―replicó mi padre, señalándola con ese dedo acusador que tan bien conocíamos―. ¡Siempre has sido igual! ¡Cabezota, testaruda! ¡En qué hora te hice caso!

―¿Y tú? ¿No tienes nada que reprocharte? ―le preguntó mi madre con voz sombría.

―¿Qué me voy a reprochar? ¿Qué culpa tengo yo? ―preguntó mi padre, incrédulo.

―¡Eso es! ¡Todos tenemos la culpa menos tú! ¡Así arreglas las cosas! Dices que soy cabezota, ¡de acuerdo! ¿Y tú? ¿Qué parte de culpa tienes en todo esto?

―¿Qué culpa voy a tener yo, mujer? ¿Qué estás diciendo? ―preguntó mi padre, dando una palmada de frustración.

―¡Si te hubieras hecho cargo de tu hijo nada de esto hubiera ocurrido! ―dijo de repente mi madre, como buscando la revancha, y sus palabras parecían instilar un mortífero veneno―. ¡Te lo confié! ¡Sabía que si estaba contigo nada podía pasarle! ¡Y mira! ¡Mira lo que has dejado que pasara!

―¡No puedes decirme eso, Aurora! ¡No puedes!

―¡Sí que puedo! ¡Y debo! ―le replicaba mi madre.

―¿Y tus otros hijos? ¡Porque tienes dos hijos más! ―dijo de repente mi padre.

―Mario me necesita más que nunca. ¡No puedo dejarlo solo! ―dijo mi madre entre lágrimas.

―¡Y nos dejas solos a nosotros! ¡Nos dejas solos a todos! ―gritó mi padre, tembloroso por la ira.

―¡Que así sea si puedo ayudar a Mario! ―gritaba mi madre, sumida ya en el llanto.

Estuvieron discutiendo durante horas. Después, tras aquella intensa tormenta llegó la calma. Pero a partir de entonces nada volvió a ser como antes. Sus continuos reproches, sus hirientes acusaciones levantaron entre ellos un grueso e infranqueable muro que siempre se interpuso en sus vidas. Y ese muro no era otra cosa que mi accidente, mi irreversible ceguera.

Unos días después mi padre volvió al pueblo y nosotros nos quedamos en la casa de Carmen y de Marcos, unos amigos del patrón del barco que también se habían convertido en nuestros amigos. Mi madre me inscribió en una organización de ciegos, y aunque entonces no lo creyera, esa fue mi verdadera salvación. Allí aprendí a volver a leer, a caminar solo, aunque con la ayuda de un bastón, y a ubicarme en el espacio. Lo aprendí con desgana, como quien no tiene nada mejor que hacer, sin ser consciente de la importancia que todas aquellas enseñanzas tendrían posteriormente. Ahora, en la distancia, me contemplo en aquel entonces como un ser con el alma atormentada, como un volcán que acumulaba ira de forma incontenible, siempre a punto de entrar en erupción. Estaba constantemente de mal humor, culpaba a los demás de mi desgracia. Mi madre lo soportó todo con una paciencia digna de un sabio estoico. Cada vez que tropezaba, me caía o rompía algún objeto de la casa, o si se me caía la comida, injuriaba y maldecía hasta que lograba calmarme.

Me volví hosco, frío, intratable. Los demás me toleraban porque se compadecían de mi mala suerte, y yo los maldecía en silencio por su falsa compasión. En aquella época de mi vida era un muchacho herido en los ojos y en su orgullo, y que le devolvía al mundo el mal que este le había procurado.

Un día recibí una llamada de teléfono. Mi madre me llamó y me pasó el auricular, pensando que tal vez me alegraría escuchar aquella voz.

―Hola, Mario. Soy yo ―me dijo Natalia con una voz rara, como obligándose a parecer jovial.

―Hola ―le respondí con desgana.

―Me preguntaba qué tal estabas, cómo te están yendo las cosas.

―Bien, bien.

―Aquí te echamos mucho de menos. ¿Cuándo vendrás a vernos? ―me preguntó Natalia algo más animada.

―Mira, Natalia… ―Empecé a responderle, sintiendo que la ira me oprimía las entrañas y que la frustración envenenaba las palabras que brotaban de mi boca―. Soy ciego, soy un puto inválido, ¿vale? Así que ahora sí que tienes motivos para reírte de mí. ¡Vete con quien te dé la gana, pero déjame en paz!

―Mario… ―comenzó Natalia, justo en el momento en que colgué el auricular, invadido por la rabia.

El fin de semana siguiente vinieron a visitarnos mi padre y mis hermanos. Lo recuerdo bien, porque aquel día marcó un antes y un después en mi decaído estado de ánimo. Y quien lo propició fue mi hermano Jaime, que una vez más, como en tantas otras ocasiones, salió a mi encuentro para sacarme con sus propias manos del infierno en que estaba viviendo.

Nos habíamos quedado a solas y Jaime me propuso que saliéramos a tomar un café. Como era ya costumbre en mí, le respondí de mala manera:

―¿Para qué quieres que salgamos, dime? ¿Para que los demás vean lo buen samaritano que eres por sacar de paseo al ciego?

Entonces, Jaime, dolido por el latigazo emponzoñado de mis palabras, me agarró por la pechera, me zarandeó y pegó su cara a la mía.

―Como vuelvas a decir eso te crujo a hostias, ¿me oyes? ¡Y me da igual que estés ciego! ―me dijo, y yo notaba en mi cara sus lágrimas―. ¡Tú eres Mario, para mí y para los demás! No ha cambiado nada, salvo que ahora eres un salvaje y no te reconozco. ¡Deja de compadecerte, joder! ¡Deja de echarle la culpa de todo a los demás! Te has quedado ciego, sí, ¡pero estás vivo! ¡No desperdicies tu vida! ¡No permitas que tu ceguera te pudra la vida!

Sus palabras aún resuenan en lo más profundo de mis recuerdos. Las escucho como si Jaime me las hubiera dicho ayer. Y tuvieron un innegable efecto, porque el lunes siguiente, para sorpresa de mi madre ―acostumbrada ya a verme haraganear todo el día tumbado o escuchando la radio―, me matriculé en la Facultad de Derecho.

Mi madre volvió al pueblo días después. Comprendió que había logrado lo que se traía entre manos, testaruda como siempre. Consiguió que su hijo dejara de lado su ira e hiciera algo de provecho. Ella se marchaba, pero me dejaba a cargo de dos buenos custodios, ya que Carmen y Marcos se habían convertido ya en parte de la familia.

Mis primeros días en la universidad fueron muy difíciles. Yo aún no era capaz de aceptar mi ceguera y me negaba a usar el bastón en público. De hecho, cuando llegaba al vetusto edificio de la facultad lo escondía y, a pesar de golpearme contra las paredes y tropezar constantemente en las escaleras, lo que atraía todavía más las miradas de mis compañeros, me empeñaba en no utilizarlo. Me avergonzaba mi condición de invidente.

Grababa las clases en un magnetófono y las escuchaba por la tarde en mi habitación. Pero el verdadero problema eran los libros. A pesar de que la organización de ciegos había hecho una extraordinaria labor y había pasado muchos de ellos a braille, los profesores nos instaban con frecuencia a hacer lecturas de capítulos de un día para otro. Y eso representaba para mí un enorme problema.

Por esa y otras razones, a Marcos se le ocurrió la idea de publicar un anuncio en la facultad que solicitaba a una persona que pudiera leer para mí por las tardes. De ese modo no tendría que estar buscando libros de forma apresurada, y podría tener todas mis lecturas al día, como los demás estudiantes.

―No sé, no me convence, Marcos ―le dije cuando me lo propuso―. No quiero que piensen que soy un inútil.

―Tómatelo como una prueba ―dijo Carmen, tratando de convencerme―. Hazlo durante unos días, y si no te sientes cómodo lo dejas. Total, ¡no pierdes nada!

Valentina

Una semana después de que Carmen y Marcos me ayudaran a pegar los carteles del anuncio en los pasillos de la facultad, había ya varias personas interesadas que se pusieron en contacto conmigo. El trabajo resultaba atractivo porque, a pesar de que no podía pagarles mucho, ayudaba a los estudiantes a repasar sus propias materias por medio de la lectura en voz alta de los textos que los profesores nos solicitaban. Además, creo que el hecho de que yo fuera ciego resultaba también un incentivo para los jóvenes con ganas de hacer algo bueno por los demás, aunque fuera a cambio de una retribución económica. Sea como fuere, cité a los seis primeros candidatos en casa de Carmen y Marcos, previendo que las entrevistas serían breves, diez o quince minutos a lo sumo, el tiempo necesario para que hablásemos un poco y para comprobar cómo leían.

Como no podía ser de otra manera en aquella época, en la que aún no había superado los problemas que el accidente había ocasionado en mi carácter y en mi espíritu, desde el principio me mostré exigente. No quería tan solo a una persona que me leyera los textos sin más. Buscaba a alguien a quien no se le notara que lo hacía por compasión, alguien que quisiera hacer algo bueno, pero que no estuviera movido por sentimientos de lástima. Evidentemente, la tarea no resultó sencilla.

Rechacé a los cinco primeros candidatos por diferentes motivos. Siempre les encontraba defectos. La voz, la forma de hablar, la entonación de su lectura… En realidad, lo que pretendía era que la iniciativa del anuncio resultara un completo fracaso. Había accedido porque Carmen y Marcos trataban siempre de ayudarme con las mejores intenciones, pero no me resultaba grata la idea de permitir que alguien me ayudara por el mero hecho de que yo fuera ciego. No quería ser un inválido, detestaba aceptar la ayuda que los demás me ofrecían. Yo era un joven orgulloso y soberbio que pretendía sobrellevar su ceguera como un mal menor, tratando de ocultársela a todo el mundo. Obviamente, me equivocaba, aunque en aquellos momentos no me diera cuenta de ello.

En la sexta y última entrevista que tenía prevista para aquel día apareció una muchacha de veinte años que se llamaba Valentina. Según me la describió Carmen cuando aquella se hubo marchado, era de mediana estatura, tenía los ojos marrones, una melena rubia hasta los hombros y el cuerpo delgado. La imagen que transmitía era de una doncella del siglo XIX por su voz, sus modales y su educación.

Ya desde nuestra primera conversación intuí y aprecié su forma de ser. Sin conocerla aún lo más mínimo, sospechaba que aquella muchacha valía verdaderamente la pena. Lo primero que me atrajo de ella fue su perfume, pero sobre todo la dulzura de su voz, que hacía que los textos que me leía, por aburridos y técnicos que fueran, se convirtiesen en largos poemas sin rima. Ni que decir tiene que tras nuestro primer encuentro quedé encantado con ella, y que le ofrecí sin pensármelo el empleo.

Con el tiempo, tras nuestras primeras tardes de lectura, supe que era tímida, soñadora, romántica e inocente. Como buena géminis, era también un tanto cambiante e insegura. Desde la niñez había estudiado en un colegio de monjas, lo que la hacía, en determinados casos, excesivamente sumisa. Tenía algunas amigas en la Facultad de Derecho y por eso había visto el anuncio, aunque en realidad era estudiante de Psicología, lo que sin duda condicionó enormemente su forma de pensar, ya que siempre trataba de buscarle una explicación convincente al comportamiento de los demás, por inexplicable que este pudiera parecer a simple vista. Me gustaba su candidez, su mirada limpia hacia el mundo que la rodeaba, aunque los matices que yo apreciara fueran totalmente distintos, oscuros y negativos. No compartía con ella su optimismo hacia las personas ―yo más bien opinaba que los demás solían actuar movidos por el interés o el egoísmo―, pero ya entonces tuve que reconocer que su manera de entender las cosas me aportaba algo nuevo, como un soplo de aire fresco que oreaba la enclaustrada habitación interior en la que yo vivía en aquel entonces. Tenerla a mi lado me proporcionaba paz y armonía en un momento de mi existencia en el que todo eran borrascas y huracanes. Valentina me apaciguó desde el principio, calmó mis constantes cambios de humor, incluso antes de que llegáramos realmente a conocernos.

Nuestras primeras citas fueron estrictamente formales. Ella venía a verme por las tardes a una hora acordada, y leía los textos que le proponía con su serena y melodiosa voz, sin saltarse ni un solo renglón. Yo la escuchaba embelesado, como quien atiende al canto de un pájaro, y tal vez por eso apenas comprendía lo que decían los libros que me leía. Me ocurría lo mismo cuando escuchaba la ópera en la radio. No entendía lo que cantaban las sopranos, aunque podía pasarme la tarde entera sin apartarme del aparato.

Pasado un mes desde nuestro primer encuentro, Valentina acudía todas las tardes laborables a mi casa. Yo quería conocerla mejor, indagar algo más en su infancia, en su adolescencia, hacerme con los matices de ella que se me escapaban en aquellos primeros momentos. Quería imaginarla en secreto, con el máximo detalle posible para así incluirla en el lienzo de mi vida. Deseaba tenerla junto a mí, que me hablara sin cesar con su voz cadenciosa y aterciopelada. Me hubiese gustado que me dijera lo que veía, lo que sentía, que me hiciera partícipe de sus angustias y temores, y de sus ganas de vivir. En pocas palabras, Valentina era como una esperanza, un regalo llovido del cielo. Y, sin embargo, no me sentía con fuerzas suficientes como para dar el primer paso. Pensaba que me rechazaría por mi ceguera, obstáculo que yo consideraba insalvable. A fin de cuentas, ¿cómo iba una muchacha joven y vital a estar dispuesta a vivir con una carga tan pesada a su lado?

 

Para mi sorpresa, fue ella quien se decidió a romper el hielo. Una tarde, después de nuestras habituales lecturas, me preguntó si me apetecía tomar un café en un bar cercano a donde yo vivía. Su pregunta me sorprendió tanto que no fui capaz de responder, y Valentina interpretó ese momento de estupor como si en realidad fuera una duda.

―Bueno, si no quieres no pasa nada ―me dijo al comprobar que permanecía en silencio.

―No, no… ¡Claro! Acepto encantado ―le dije entre tartamudeos, como un chiquillo emocionado al que alguien le ofrece una bolsa repleta de caramelos.

Nos acercamos a una cafetería próxima a mi casa, cerca de la Plaza Mayor, donde el ambiente era muy agradable. Nos acomodamos en una mesa al lado de la ventana que daba a la plaza y pedimos dos tazas de café que enseguida nos rodearon con su suave y delicioso olor.

Estuvimos hablando hasta el anochecer, compartiendo nuestros respectivos pasados sin obviar el más mínimo detalle. Valentina se sinceró conmigo más de lo que hubiera podido imaginar. Me relató momentos de su infancia, del colegio de monjas en el que había estudiado, de la educación tradicional a la que la habían sometido sus padres. En verdad sus primeros años no habían sido fáciles. Y, sin embargo, sus palabras estaban motivadas por una suerte de optimismo que, a mí, sumido en la oscuridad, me parecía incomprensible. Yo la escuchaba en silencio, con los ojos cerrados y ocultos tras mis gafas oscuras, tratando de dibujar cada uno de sus gestos a través de sus palabras.

Yo también acabé sincerándome y le hablé de cómo habían sido las cosas antes de mi accidente, y cómo fueron después. Mientras hablaba intuía la expresión del rostro de Valentina, pendiente del mío, y esa imagen me llenaba de un rubor que no había experimentado desde hacía mucho tiempo.

―Como podrás ver, no he tenido mucha suerte. No soy de esos a los que les toca la lotería ―le dije para terminar mi relato, esbozando una sonrisa y tratando así de ahuyentar cualquier asomo de fatalismo.

Se hizo entre nosotros un silencio. «Ya está, la he cagado», pensé tanteando con dedos nerviosos el borde de la mesa.

―Lo que te ha ocurrido es terrible. Nadie puede ponerlo en duda. Pero no es lo más terrible que te haya podido pasar. Piensa que estás aquí, que estás vivo. Piensa en todas las cosas que aún puedes hacer en tu vida, y sobre todo piensa en lo afortunado que eres por tener la posibilidad de hacerlas ―me dijo Valentina con un temblor apreciable en la voz.

―Mi hermano Jaime dice lo mismo, pero de otra manera. Si quieres, te lo presento… ―bromeé.

―Por ahora solo me interesas tú.

Puede que fuesen imaginaciones mías, pero sentí que sus ojos se clavaban en la sombra de los míos, que de algún modo se asomaban a mi interior. Me pregunté si le gustaría lo que veía allí dentro.

A partir de entonces comenzamos a vernos prácticamente a diario, incluso los fines de semana. Cuando el tiempo lo permitía, dábamos largos paseos por las intrincadas calles de la ciudad, caminando despacio, muy pegados el uno al otro, mientras Valentina me describía lo que acontecía a nuestro alrededor. Ella me llevaba cogido del brazo, ya que aún me negaba a usar el bastón en público ―más aún en su presencia―, y sentía con un estremecimiento cómo sus finos dedos me dirigían con suavidad por entre el gentío y el ruidoso caos del centro de Madrid. En aquella época Valentina se convirtió en mis fieles ojos, y yo comencé a creer que la suerte volvía a mostrarme su efímera sonrisa.

Pasaron seis meses antes de que Valentina me confesase cuál era una de sus mayores pasiones: el teatro. Ya desde niña, en el colegio de monjas, había asistido a multitud de representaciones que se organizaban en el propio colegio, e incluso ella misma tuvo la oportunidad de desempeñar un papel secundario en algunas de las obras. Su período favorito era el Siglo de Oro, el teatro clásico, que tenía en los corrales de comedias de Almagro su epicentro histórico.

―El sábado representan La vida es sueño en el Teatro de la Comedia ―me dijo en aquella ocasión tras un breve silencio.

―¿De veras? Yo nunca he ido al teatro ―le comenté, aun a riesgo de parecer provinciano.

―Pues si quieres podemos ir juntos. Yo te invito ―propuso en voz baja, mientras caminábamos y me apretaba el brazo un poco más de lo habitual con su mano enguantada.

―¿Ir al teatro? ¿Yo? No sé, no sé… Creo que no me voy a enterar de gran cosa si no veo a los actores.

―¡Qué va! Seguro que no te pierdes nada. No es necesario ver a los actores para comprender lo que sucede en el escenario. ¡Esa es la magia del teatro! Además, si no comprendes algo yo puedo ayudarte. Seré tus ojos.

―No sé, no sé…

―Venga, ¡anímate! ―dijo con tono jovial―. Pasaré a buscarte a eso de las cuatro. Así tendremos tiempo de ir andando hasta el teatro.

Permanecimos callados un momento, abrigados por el trasiego que se formaba en las aceras. Quería decirle que sí, que me gustaría mucho acompañarla, y no porque me entusiasmara la idea de estar sentado durante dos horas en una sala que para mí permanecería siempre a oscuras, consciente de que tal vez no lograría comprender la trama de la obra, sino porque en realidad quería estar con Valentina, pasar mi tiempo libre con ella, compartir sus gustos y sus pasiones. Tal vez por eso, a pesar de que no creía estar preparado para asistir a un espectáculo de ese tipo, decidí aceptar su propuesta.

―De acuerdo, trato hecho. Pero si no me entero de nada, no me regañes después ―le dije en tono de broma.

―¡Prometido! ―exclamó ella, y continuamos caminando a paso lento por la ciudad.

Valentina tenía razón. La obra representada me conmovió enormemente, y apenas tuve que pedirle descripciones de lo que sucedía en cada escena. Desde donde estábamos sentados, pude imaginar las idas y venidas de los actores por el escenario, y a través de la entonación de su voz intuía incluso su gestualidad, así como el movimiento de sus cuerpos. Comprendí entonces la afición que mi madre sentía, cuando era yo pequeño, por el radioteatro que en aquella época mantenía a las amas de casa enganchadas al transistor durante las largas tardes de invierno. Algo parecido sentía yo ahora, pero más intenso y más vivo, porque la voz de los actores no se oía metálica y distorsionada a causa de la mala recepción de la señal, sino nítida y clara, como si los actores estuvieran representando la obra solo para Valentina y para mí, plácidamente sentados en nuestras butacas.

Fue aquella misma tarde durante la representación, concretamente mientras Segismundo entonaba los primeros versos de su soliloquio, cuando puse mi mano sobre la de Valentina y la coloqué en mi regazo. Para mi asombro, Valentina no la rechazó, y permanecimos el resto de la obra enlazados por nuestras manos, sintiendo a través de los dedos el pulso acelerado de nuestros latidos.

Al terminar la obra Valentina me acompañó a casa. Caminamos sin prisa, cogidos de la mano y en silencio. En ese momento no teníamos nada que decirnos, no eran necesarias las palabras para expresar lo que sentíamos. Aún resonaban en mis oídos las palabras finales de Segismundo: «Que toda la vida es sueño, y los sueños, sueños son», y efectivamente estaba como en un sueño que compartía con Valentina. Me sentía reconfortado y seguro a su lado, afortunado por tener a alguien junto a mí que me aceptaba tal cual era. Al llegar a mi portal tenía tantas cosas que decirle que no sabía por dónde empezar. Valentina me apretó la mano, acercó su rostro ―noté su respiración sobre mi piel―, y me dio un beso en la mejilla.

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