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Z serii: Minimalia erótica #170
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13

Así fue toda la noche. En su labor de antropólogos recíprocos, no hubo resquicio de sus cuerpos que no fuera explorado por el otro. No hubo postura que no ensayaran. No hubo estímulo que no buscaran.

Una vez pensó Martín en ciertos paquetitos que él sabía guardados por Rogelio en la caja fuerte de la biblioteca, pero descartó la ocurrencia. En realidad no le hacían falta, y tampo­co Fernanda los había necesitado para mostrar los prodigios de erotismo que tan cuidadosamente guardaba tras su fachada incolora. Porque a esas altura la vaga sospecha de Martín se había confirmado más allá de cualquier duda: dentro de la señora todaformas se escondía una gitana cerril.

Nada podía compararse, pensó, a la dicha inicua e irrepeti­ble del descubrimiento mutuo. Así como nunca había una se­gunda oportunidad para causar una primera impresión, jamás el amor concedía segundas veces que merecieran recordarse. La primera vez podía durar días y quizá, en casos raros, hasta semanas, pero cuando se acababa, se acababa y ya no había más que hacer. Podía ser angustioso si uno, imprudentemente, se detenía a pensarlo en serio. Sin importar lo que ocurriera de ahí en adelante, nunca jamás era lo mismo entre dos, quienes fueran; y nunca jamás sería igual entre ellos. Esa ocasión sería única, y cada instante se fugaba para siempre. Por eso dijo el sabio cínico francés que no hay mujeres bellas, sino sólo muje­res nuevas.


Después de esa noche, se dijo, sólo quedaría conversar, conversar y convivir por años en el empeño inútil y lastimoso de conciliar las dos galaxias distantes que forman cualquier pareja humana. Y en el trayecto ineludible hacia la frustración y la derrota final, sólo quedaba contemplar cómo todo lo demás —los afanes, las ilusiones, las pasiones, los agravios, los recuerdos, sobre todo los recuerdos— se iban diluyendo en el marasmo de lo diario, en esa atmósfera gris sucio donde habita todo lo que ya da igual, en ese puerto ubicuo en donde atracan sin remedio todas las naves de la experiencia humana.

Martín tan sólo se estaba asomando a ese abismo de opaci­dad esponjosa, y ya un principio de horror le atenazaba la garganta. Las preguntas que no se hicieran ella y él en ese momento, se dijo, ya jamás se harían. Lo mismo las promesas, los reclamos, las insinuaciones, los malentendidos. La oportu­nidad de plantearlo todo era ahora. Cuanto se quedara en el limbo, ahí permanecería por el resto de los tiempos; ni siquie­ra las mentiras podrían cambiar más tarde. Porque en el reino del después, entre dos seres humanos no había lugar para la creación; solamente para rectificaciones menores.

Y la angustia de asir el momento presente le hacía a Martín bramar por dentro de impotencia y tironear con los dientes cada momento fugaz y lanzarse de cabeza en cada nueva, microscópica ocurrencia de él o de Fernanda, queriendo ama­rrar lo que se escurre de la red más fina y más fuerte, lo que atraviesa la celda más sólida y maciza. Y esa angustia, que sin demasiada solemnidad él podía calificar de metafísica, pensó que finalmente se resolvía en él de modo idéntico al que lo hizo en el primer antropopiteco africano. El único, miserable modo que los humanos comparten democráticamente con todo lo vivo y quizá también con lo inanimado. El modo del oran­gután y de los cactos y del bacilo del tétanos: prescindir de la razón y lanzarse entero al amok, como un trastornado, a la experiencia cruda y banal de lo que no debe pensarse. Ignorar esa ley conducía a la tristeza advertida por la cuarteta visiona­ria del compositor cubano:

He renunciado a ti

ardiente de pasión.

No se puede tener

conciencia y corazón.

Y la única experiencia para él, en ese momento, era la realidad física de Fernanda. En un sentido perfectamente real, eso era lo único existente en el Cosmos en el instante presente, es decir, en la eternidad. Lo cual le recordó que la gran dife­rencia entre una hechicera y una bruja es muy simple: veinte años de matrimonio.

14

En una de las pausas del amor, mientras hablaban de alguna intrascendencia anatómica respecto de las diferencias reales entre los hombres y las mujeres, Fernanda se refirió a la herál­dica de Martín como “pene”. La expresión le pareció a Martín de una vulgaridad tan inadmisible que debía corregirse de inmediato.

Todo lo suyo, le informó, tenía nombre propio y esa maravilla encabritable se llamaba Tizona. Como la espada del Cid: depositaria de la fuerza y símbolo de la rectitud; heroína de cien batallas y fiel servidora de su amo.

—En reconocimiento de lo cual —añadió ella muy seria— recibirá en su momento el honor de ser enterrada contigo, supongo.

Lo dicho, pensó Martín, la mujercita superficiosa de su casa estaba evidenciando un fértil trasfondo de socarronería que quién sabe dónde ocultaba en su vida normal. Eran infinitas las sorpresas del Señor.

—Si es que no la reclama antes —respondió él— la Rotonda de las Pichas Ilustres. La patria es primero, ya sabes.

—Si tiene tal abolengo —dijo ella, que de genealogías sabía un rato largo—, también tendrá divisa, digo yo.

—Ciertamente. Es un lema antiguo y apropiado, usado antaño para las lanzas de torneo: “Se Dobla Pero No Se Rompe”. Alguna vez supe decirlo en latín, pero entonces yo era monaguillo, me gustaba el incienso y no había leído a Marx. Groucho Marx.

Bien —dijo ella, inclinando ligeramente la cabeza y poniendo su mano derecha en la entrepierna de Martín, como para recibir un ceremonial beso de salutación—, pues está siendo un placer conocerte, Tizona, un verdadero placer. Estoy segura de que nuestra compenetración espiritual será cada vez más profunda y prolongada.

Después de aclarar ese delicado asunto, ella lo hizo sentarse en el centro de la cama en postura de flor de loto (o una acep­table imitación de flor de loto, que Martín había aprendido en sus tiempos de meditador en la escuela del Maharishi Mahesh Yogui) y realizó para él una asombrosa demostración de elasti­cidad.

Fue otra revelación. Fernanda, La Dama de Muy Altos Vuelos, casi podría ganarse la vida en un circo como contorsio­nista. Y tal vez sin el “casi”.

—No te conocía esa habilidad —dijo él, verdaderamente impresionado por la sorprendente flexibilidad de los músculos y las articulaciones de Fernanda de los Cuatro Apellidos.

—Prácticamente nada conoces de mí —contestó ella, en un tono que no era de queja ni de alarde, sino simplemente para establecer un hecho indiscutible.

Y rodeó la postura de Buda Martín con una pierna que dobló de manera imposible hasta tocar con delicadeza su propia nuca.

—Nada importante, al menos —aclaró—. Esto lo hago desde niña. Entonces yo pensaba que así podría meterme en los agujeros estrechos que aparecen en todos los cuentos de hadas. Quería poder irme siempre por donde cayó Alicia en el País de las Maravillas. No quería quedarme fuera de la cueva de los tesoros a la que se entra por una angosta grieta. O ato­rarme en el hoyo del árbol por el que solamente caben las ardillas y que es en realidad la puerta de la casa de Merlín. Por eso hoy sigo lista para cuando por fin me encuentre con el agujero que lleva a la magia.

Se puso de pie en la cama, muy derecha, viendo al frente, y juntó sus hombros hacia adelante hasta que éstos se tocaron y sus brazos cayeron libremente hacia abajo, pegados al cuer­po, haciendo que su torso pareciera un cilindro compacto y fino, como un misil listo para ser disparado.

—Para los que saben de esto —continuó—, es evidente que mi rutina es reducida, pero lo que hago lo hago bien y en todo caso creo que sería bastante para entrar en ese agujero fantástico que todavía espero encontrar algún día. ¿Tú sabes algo del nombre y ancestral arte del contorsionismo?

—N. P. I.

—¿Perdón?

Él se puso serio y miró a su alrededor con desconfianza.

—N. P. I. —repitió con gravedad— es una de las contrase­ñas principales en el código de la cia. Top secret.

—¿De la cia? —repitió ella, suspicaz—. Y significa… Martín se acercó más a ella y bajó la voz para transmitirle el secreto.

—Ni Puta Idea —murmuró.

Ella movió la cabeza con solemne gesto de conspiradora para indicar que había comprendido. Y, en seguida, como para demostrar que había en la vida ocupaciones menos estériles que jugar con las palabras, culminó su demostración física formando con su cuerpo encima de Martín, apoyándose en las puntas de los pies y en los codos, una especie de pagoda. Una fascinante pagoda de erotismo que él no había visto jamás, ni siquiera en fotografías de los explícitos templos de la India central.

Ante aquello, Martín decidió que le importaban un rábano tanto los idiotas agujeros de Merlín y de Alicia, como las limitaciones técnicas de ella como contorsionista. Para él, con esa pagoda y nada más con ella, Fernanda quedaba consagrada para siempre como diosa suprema de la voluptuosidad plástica.

Al pensarlo, se inclinó ligeramente hacia adelante y en una especie de homenaje litúrgico tocó apenas, con la punta de la nariz, el hendido y palpitante vellón que así se ponía a su alcance y que era sin duda el centro de gravedad de la escultura formada por el cuerpo doblegado de Fernanda. La mujer, se dijo, es el centro del universo, y su centro es el centro del centro: ahí cabe Dios entero, sin frío.


Y no intentó acercarse más Martín, porque tan sólo con el esfuerzo realizado ya se le estaba anunciando la posibilidad de un calambre en la parte baja de la espalda.

 

—Practico diario —explicó ella cuando regresó a su postura normal de maja relajada—. Mi maestro de gimnasia es también yogui.

Le dirigió una de esas abismales miradas suyas.

—¿En qué piensas?

—En cuánto te debía el destino —contestó Martín, sobándo­se las entumecidas rodillas— que conmigo te pagó. De veras me parece extraordinario lo que puedes hacer con tu esqueleto.

Y se mordió los labios para reprimir la ingenua, ofensiva, lacerante pregunta de a quién más había ofrecido esa exhibi­ción. Por alguna razón que no entendió y prefería no averi­guar, sintió que necesitaba urgentemente unos minutos de soledad.

—¿Puedo —inquirió— husmear un poco por acá arriba?

—Husmea todo lo que quieras. Pero ten cuidado. Hay va­rios detectores electrónicos de machos foráneos, ocultos donde menos te lo imaginas. Si te descubren, una cimitarra turca descenderá de lo alto como guillotina o saldrá de un muro como serpiente, y te castrará con la eficacia de un cirujano. Si eso ocurre, te suplico limpiar muy bien la sangre, depositar en la basura las gónadas ya inservibles, tomar tus ropas e irte discretamente. Si algo no hace falta en esta casa, es un eunuco.

—Oh, no te preocupes por eso —dijo él, levantándose y poniendo su mejor cara de Inspector Mongol—, la curiosidad nunca ha tenido sexo.

15

Fue en cierto modo un recorrido decepcionante. Nada que no hubiera imaginado o intuido de alguna manera. La misma calidad en todo, el mismo orden, la misma limpieza, la misma edad apabullante resanada con millones nuevos de inversión. A pesar de la penumbra lunar y de su propia calidad de intruso desnudo, nada parecía ofrecer un especial interés. Además, nada reflejaba cabalmente a los habitantes actuales de la casa, sino al linaje. Como que en esa casa ya no vivían personas concretas sino alcurnias.

Ni siquiera la recámara de Rogelio Cuatro, ciertamente un caso extremo de individualismo feroz, parecía totalmente suya. Como un poco demasiado sutil, un poco demasiado adusta, un poco demasiado no él. De todos modos, pensó Martín, haber hurgado en los ámbitos privados de Rogelio le daba una ventaja sobre éste: conocer algo del otro que el otro no sabía que él sabía.

Sin embargo, era sumamente curioso que Rogelio sólo fuera realmente Rogelio afuera de esa casa, mientras que con Fer­nanda sucedía exactamente lo contrario. Por lo que ya le constaba a Martín, ella solamente era ella dentro de su recámara. Y sin Rogelio, quiso suponer.

Por lo demás, de su rendez-vous de fisgonería le quedó claro que los tributos ahí se pagaban en especie. El costo que esa casa exigía a sus habitantes lo cobraba en rasgos, en hue­llas, en vestigios.. Era la historia acumulada, se dijo Martín, las cosas amontonadas, que cobraban su cuota de identidad. No se podía cargar con tanta prosapia sin ser aplastado por ella.

Martín tan sólo encontró un objeto realmente inesperado en su excursión descubridora. Fue un vetusto y singular sillón de peluquería de pueblo, de principios de siglo tal vez, que ocu­paba un cuartito anexo a la sala de juegos de los niños y que mostraba un tajo largo y antiguo en el asiento de cuero co­rriente. Sus limitados mecanismos giratorios y de elevación funcionaban perfectamente, y era muy posible que se utilizara de manera regular para lo que estaba destinado. Otro dato del mundo íntimo de Rogelio, sin importancia, pero uno más: dónde le cortaban el pelo. Mil insignificancias como ésa, pensó Martín, construían el perfil secreto de un hombre —a su vez otra insignificancia, desde luego.

De regreso en la recámara de Fernanda, hizo una escala en un baño del pasillo, en cuyo clóset rebuscó hasta encontrar un frasco de pintura de uñas de color rojo intenso que se vació cuidadosamente en el pubis. Luego, escondió el paquete geni­tal entre sus muslos y entró en la recámara con las piernas apretadas una contra otra y dando pasitos microscópicos de indio atemorizado.

—No fue una cimitarra turca —explicó con cara compungi­da ante la mirada interrogante de Fernanda—, sino un vil ma­chete para cortar caña. Un fantasma vestido de revolucionario zapatista brotó súbitamente de la chimenea del pasillo y, ¡zas!, privó para siempre de tentaciones al hijo del hombre.

Fernanda se había reclinado con un atisbo de sonrisa.

—Pero no te enfades —prosiguió él—. Seguí tus instruccio­nes. La sangre la limpié con la banda de héroe de la patria que le dio Juárez al tatarabuelo Cirilo, y mis dos queridos, añorados cerebros inferiores, los sembré en una maceta del balcón, como huesitos de aguacate, a ver si se dan.

—¿Y la Tizona? —preguntó Fernanda, que demostró así una vez más su espíritu práctico—. ¿Qué hiciste con ella? Se merecía un destino mejor, lo sabes. No me digas que la arrojaste a los perros porque los tengo a dieta.

—Tizona, la ilustre —respondió solemnemente Martín, con el pubis enrojecido, las piernas aún cruzadas con fuerza y manteniendo su estampa de esclavo apaleado—, tras una aje­treada existencia llena de laureles, reposa ya en la cripta fami­liar, dentro de la urna que guarda las cenizas de la tía Rosenda la Coscolina. Supuse que se sentía sola, y ya sabemos que eso nunca le gustó. Ahora se acompañan, tal para cual y para toda la eternidad.

—Amén —dijo Fernanda, que no pudo evitar un gesto de aprobación al imaginar la complacencia de la tía Rosenda, cuyas cenizas efectivamente estaban depositadas con muchas otras en la cripta del sótano, ante la oportunidad de compartir la eternidad con tan calificada compañera de cama, eh, de urna.

16

Pero a ella le llamó la atención que él mencionara a un fantas­ma zapatista.

—No recuerdo haberte contado esa historia —dijo.

—No lo hiciste —replicó él, que consideró prudente callar que meses antes se la había narrado la cocinera como si fuera una vergüenza familiar—. Se me ocurrió nomás.

—Es que existe —dijo ella con un asomo de recelo—. Hasta yo lo he visto. Es el más sociable de todos. Dicen que se trata del bisabuelo Manuel, asesinado por un zapatista en el sillón de barbero que viste. La familia siempre ha creído que el corte en el asiento lo hicieron la misma mano y el mismo cuchillo que degollaron al bisabuelo. A mí eso me parece un cuento. Y si no es cuento, es aún más desagradable, como tener en la casa el cuello rebanado del pobre señor que de todos modos se tenía ganado lo que le pasó. Y no por abusivo sino por imbé­cil.

En seguida le relató la historia, que no tenía nada de parti­cular. Una venganza como tantas otras de esa época. El tal don Manuel (un don de apenas treinta años, por lo demás) se creía, ingenuamente, salvador del pueblo y patriarca de la peonada, allá en la hacienda familiar de Jonacatepec que, más tarde, según rezaba la leyenda familiar, mediante una indemnización ridícula entregó el gobierno a los campesinos para demostrar que la justicia social consistía en la facultad de destruir impu­nemente las propiedades de la gente decente, ganadas a pulso con trabajo honrado.

Aunque había que precisar esa acusación de ingenuidad. En realidad don Manuel era un amo benévolo con los trabajadores, pagaba bien y promovía obras de beneficio colectivo. Pero su gusto mal disimulado eran las adolescentes apenitas en flor, y por ahí lo engañaron. Con y sin consentimiento de las afectadas, algunos padres y madres ambiciosos le entorilaban de una manera o de otra a sus retoños de mejor ver, en cuanto éstas comenzaban a empitonar con ímpetu tropical las blusas de tela ligera. Nunca se supo que don Manuel hubiese desdeñado una de esas ofrendas: las aceptaba siempre lleno de remordimientos religiosos que sofocaba mal, y de promesas que invariablemen­te cumplía, pero al parecer aceptó cuantas nínfulas le ofrecie­ron sus vasallos feudales. Pronto comenzó a poblarse el pueblo de herencias criollas en vientres mestizos, pero a diferencia de Pedro Páramo, que disfrutaba la inapreciable ventaja de saberse odiado, don Manuel el Inocente se imaginaba que la propa­gación de su simiente se daba en actos de amor comunitario. A pocos años de esa vida fantasiosa, algún joven a quien él sin sospecharlo siquiera había vuelto cornudo, lo sorprendió con el cogote al aire en la peluquería del pueblo.

Eso era todo. Una historia ramplona y común. Por eso el fantasma se le aparecía sólo a mujeres, preferentemente jóve­nes y bellas. Fernanda se había tropezado con él algunas veces y siempre le llamaban la atención tres cosas: su mirada de sorpresa infinita y malograda, el tajo tremendo en la garganta, y un abultamiento perpetuo en la entrepierna, que parecía decidido a reventar las costuras del pantalón de charro.

—Te lo voy a creer —dijo Martín— no porque lo digas tú, sino porque en una casa con trastos de virreyes cualquier cosa es posible.

Tras de lo cual le explicó que las casas demasiado llenas le recordaban la anécdota del turista que fue a visitar a un famoso gurú oriental.

—Al entrar en la pobre choza —dijo—, el turista observó que el gurú estaba sentado en el piso de tierra pues no había dentro ni una silla, ni una mesa, ni una cama, nada. “¿Dónde están tus muebles?”, preguntó el turista, muy extrañado. El gurú replicó al instante: “¿Dónde están los tuyos?” “Oh, bue­no —contestó el turista—, es que yo aquí sólo estoy de paso.” El gurú entonces se le quedó mirando largamente y por fin dijo con voz muy suave: “Yo también”.

Fernanda se estiró como pantera. Las sombras lunares de los árboles del jardín le prestaban una apariencia etérea. Su cuerpo, y especialmente esos senos gloriosos, pensó Martín, conformaban una de esas visiones que jamás pueden hastiar. De pie sobre la gruesa alfombra, con las piernas cruzadas oprimiendo a su prenda amada, él sintió de pronto y una vez más la creciente pugna de aquello por escapar de la cárcel y elevar su entusiasmo al aire libre.

—Desde un principio sospeché —dijo ella, con un mohín de reproche— que no te gustaba mi cama. No importa. Peores ofensas he tenido que soportar en mi vida —en su mirada seductora brotó de pronto una abierta llamada—. Te perdono, eunuco. Ven acá.

Sólo en trance de muerte, sabía él, se justificaba desdeñar invitaciones semejantes. El lapidario bolero cantaba la pena aplicable a la monstruosa culpa de no actuar debidamente en tales casos:


De lo que te has perdido

la noche de anoche

por no estar conmigo.

De lo que te has perdido:

yo llena de fuego

y tú pasando frío.

Y Martín, mientras saltaba como tigre cauteloso desde esa distancia sobre Fernanda, se vio la entrepierna colorada y pensó que muchas veces había él jugado al Drácula, ejecutando el acto supremo en vellones sangrantes. Pero, se dijo en el aire, hacerlo mientras era él quien estaba menstruando, ésa sí que era una experiencia novedosa.

Y ante la repetición ostentosa recordó la diferencia crucial que él aún no había comprobado: susto es la primera vez que no puedes por segunda vez, y pánico es la segunda vez que no puedes por primera vez.

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