Malacara

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VUELVE LA ANCIANA

Cierto día, mientras me encontraba hojeando un diccionario en la sección dedicada a la letra W recibí una visita inesperada. Tocaron de manera tan discreta que por momentos dudé de que esos suaves impactos en la puerta fueran reales, ¿acaso la humanidad se había vuelto sensata y lo expresaba en aquel minúsculo acontecimiento? Recién había terminado los quehaceres rutinarios: lavar unos cuantos platos, sacudir el polvo de los muebles, asear el excusado con ácido muriático. De quehaceres rutinarios nada tenían, ya que podían sucederse varios días sin que pusiera mi vista una sola vez en la cocina. Asear mi casa es un acontecimiento que merece ser registrado en un diario íntimo. Sobre todo cuando disuelvo los miasmas o limpio con vinagre la duela del piso. Sin descorrer las cortinas atisbé, desde la ventana, una silueta conocida. La vieja que me había acusado de haber cometido un crimen estaba frente a mi casa en espera de que el asesino abriera la puerta. Dudé en hacerlo, pero la curiosidad se impuso a mi discreción. Fue entonces que tuve conciencia de mi error. Quien tocaba a mi puerta no era la anciana acusadora, sino su compañera, la discreta anciana que en aquella ocasión se había mantenido en silencio y a un paso atrás de los agentes.

–¿En qué puedo servirle, señora?

–Quisiera hablar con usted. Es muy breve lo que quiero decirle.

No consideré adecuado invitarla a pasar. Su abrigo de lana carecía de sentido en una tarde calurosa.

–Si es breve puede decírmelo aquí, señora.

–¿Es usted cristiano? –me preguntó. Debí haberlo supuesto. Esta señora iba nada menos que en busca de mi alma.

–No, señora. No me considero cristiano ni creo en los dioses que inventan los humanos. Como usted comprobará soy una persona de mente modesta. La idea de Dios no cabe dentro de esa mente diminuta.

No sé por qué he respondido así a una pregunta tan sencilla, acaso porque he querido resumir en una frase toda mi participación.

–Tiene razón, tampoco yo me considero cristiana, ni creo en dioses inventados–agregó. A sus palabras siguió un silencio que se extendió más de lo necesario. Después continuó:

–La policía no hará nada para detenerle. Son unos holgazanes y usted los ha convencido exagerando su seguridad.

–Los he convencido porque soy inocente –insistí, ¿para qué?

–Usted no tendrá castigo en esta tierra, ni tampoco en otro mundo. Usted quedará sin castigo por lo que hizo. Es afortunado.

–Afortunada usted, señora, que ha llegado a vivir tantos años sin caer en las redes de ninguna religión. Yo soy incapaz de hacer daño a nadie, si usted a su edad no se da cuenta de eso, entonces ¿qué puedo yo hacer?

–Solo vine a decirle que reprobamos lo que usted ha hecho. No nos ha engañado, pero tampoco podemos hacer nada. Somos demasiado viejas.

–De una manera u otra todos en esta ciudad somos desafortunados. Si quiere usted que le sea sincero me habría gustado estar en el lugar del hombre que asesinaron.

–El hombre que usted asesinó.

–En un aspecto no se equivoca usted, señora. Tengo enormes deseos de matar a una persona, pero trato de contenerlos. ¿Sabe usted que he escrito dos novelas?

–Eso no le da derecho a hacer lo que le venga en gana. Escribir novelas no es tan importante como preservar la vida humana.

–No, por supuesto. Si le comunico que soy escritor de novelas es porque cuando tengo deseos de matar a uno me dedico a hacer sufrir o matar a mis personajes.

–Es usted un hombre malo, señor…

–Me llamo Orlando Malacara, y no soy un hombre malo, más bien un escritor malo.

–Es usted un hombre perverso, señor Malacara, aunque se oculte tras sus palabras.

VIRTUDES DE ROSALÍA

Me incomoda hacer observaciones innecesarias, pero esa que en ocasiones denomino mi mujer es nada menos que Rosalía Urdaneta. Desde que la conocí en un bar en Tijuana su cabello me pareció más que hermoso y atractivo: podría ser considerado, el cabello, un serio aspirante para cualquier anuncio de champú. Además de sus virtudes evidentes, Rosalía podía considerarse dentro de cualquier ámbito una mujer elegante; al menos dentro del bar asqueroso donde nos conocimos sus maneras pasaban por ser más que refinadas.

Qué poco valor tiene el refinamiento en quienes acumulan dinero o han recibido de sus familiares herencias cuantiosas. Efectivamente, es un arrebato socialista, el mío, pero a excepción de la gente pobre que intenta a toda costa ser elegante, el resto de la humanidad me tiene sin cuidado. Cuando Rosalía conoce a una persona que le atrae habla un poco más de lo necesario: tal vez porque sabe que sus palabras nos traen noticias frescas de su ropa interior. Yo qué sé. Rosalía fue a la Universidad Iberoamericana donde se hizo de varios diplomas que su padre, especialista en seguridad nacional, colocó en las paredes de su oficina. Pero en este asunto no voy a detenerme. De la universidad brota un nutrido manantial de seres que presumen contar con un lugar asegurado en el mundo. ¿Para qué sirven los estudios universitarios?: para tener una silla en el comedor, un lugar donde acomodar el trasero, ¿o no es así?

Una reunión, siete personas, todos comen y conversan. Si durante esta comida se hace una broma es imprescindible, desde mi punto de vista, que uno de los comensales tome la responsabilidad de soltar una o más carcajadas, cualquiera, de preferencia el que no está masticando o bebiendo líquidos. Insistir en mantenerse serios, o simplemente evitar una sonrisa hace que después de la broma todo sea más ordinario. Debemos reír hasta de las bromas más estúpidas. En estos casos aprender a simular la risa, en caso de que la broma sea mala, es un asunto serio, por no decir de vida o muerte. Que una mujer posea el talento de comunicarse, como lo hacía Rosalía, con médicos tan prestigiosos como el doctor Castellanos Mont, o reírse en la mesa cuando escucha una broma anodina son valores que considero sumamente imprescindibles. ¿Qué virtud tiene la risa si no es simulada? La risa sincera es un ladrido amistoso, un eructo que se produce en el estómago del espíritu. Comunicarse con los médicos, soltar una carcajada en la mesa, conversar con los vecinos acerca de las tuberías, las cuotas, la limpieza de los espacios comunes: junto a estas milagrosas virtudes asuntos como el amor devienen insulsos y no me resultan necesarios para vivir. Sin esa clase de mujeres funcionales no habría podido sobrevivir en esta ciudad donde, a causa de una herencia equivocada, soy dueño de una casa en la colonia Hipódromo Condesa, una casa con dos puertas a la calle, además de tres ventanas que se mantienen casi siempre cerradas, excepción hecha de cuando me dedico a espiar a los transeúntes. Así es: también yo soy un heredero. Es una casa de dimensiones considerables si pensamos en que los hombres modernos aceptamos vivir como roedores dentro de una caja de cartón que denominamos departamento. El caso es que una desconfianza patológica me dice que estos departamentos son ideales para que los compañeros de casa, sean estos padres, hijos, amigos, amantes, hermanos, nos ensarten una daga en el pecho mientras dormimos. Y no creo ser fatalista. El cine se ha equivocado infinidad de veces en estos asuntos porque no son las casonas abandonadas en los bosques, las cabañas levantadas en el pico de la montaña, o las fabricas deshabitadas las que te invitan a cometer desvaríos: ¡Son los departamentos! Y no puedo evitar sonrojarme cuando, hojeando el diario en la sección Inmuebles, me encuentro con un anuncio que dice: “Se renta precioso departamento”. Me pregunto cómo puede considerarse precioso un departamento. ¿Qué mente perversa puede llamar precioso a un cubo de ochenta metros cuadrados? ¿Puede una caja de zapatos ser preciosa? ¿Puede un asqueroso bote de basura ser precioso? Estoy exagerando, sin duda.

La virtud comunicativa de Rosalía es más admirable en esta época donde la vida se precipita a velocidad desesperada rumbo a una conclusión nada prudente o misteriosa, a una especie de excusado metafísico sin límites precisos. Me pregunto, solo con el fin de amargarme: ¿para qué insistir en parlotear cuando es más honroso esperar el desenlace en silencio? Bueno, en primer lugar, nadie está esperando el desenlace, ¿de qué desenlace estamos hablando? Además, si uno habla es porque tiene miedo, y no hay nada más que discutir.

Casi todo aquí en el Distrito Federal carece de misterio, e incluso los papeles que vuelan empujados por el viento carecen de halo melancólico: son basura que va de un lado a otro, pero que siempre se queda en el mismo lugar. Es la basura más conservadora del mundo. El ruido es aterrador, como si diez millones de moscas zumbaran en cada esquina, y dejaran el cemento embarrado de huevecillos blancos, como, me imagino yo deben ser los huevecillos de las moscas: ¡estoy casi seguro de que son blancos! Las construcciones coloniales sostenidas en muros de tezontle que dieron casa a virreyes y cortesanos en las centurias pasadas no parecen representar ya un tiempo glorioso: se han transformado en bancos y casas de crédito. Al menos el dinero no ha cambiado de manos: durante la colonia lo poseían los virreyes, ahora los banqueros. Por otra parte, los edificios que procuró la época revolucionaria son un estorboso conjunto de túmulos que cierran el paso a quienes tienen prisa: malditos rinocerontes, piensa la gente. “El concreto es la letra, el verbo de la arquitectura contemporánea”, así pensaban los arquitectos entonces, e inspirados en estas palabras erigieron una estación de bomberos en la calle Revillagigedo, una central telefónica, en Victoria, un enorme frontón en La Tabacalera, y un edificio de seguros frente al Palacio de Bellas Artes.

 

Cuando fui niño mi padre me llevaba a montar bicicleta en la explanada que rodea el monumento a la Revolución y en uno de cuyos perfiles está el frontón recién nombrado, pero esas imágenes, necesariamente conmovedoras, oscurecen cuando recuerdo que a la sombra de este edificio se han realizado discursos de mala humanidad por parte de políticos y caudillos; como si el discurso de estos caudillos carcomiera las piedras o las oscureciera como hace el humo de los automóviles que a diario circula alrededor de la plaza. Cuántos asesinos han paseado sin prisa por allí, acaso meneando orgullosos un puro Cohiba entre los dedos, bajo el sol de esa hermosa explanada, haciendo rechinar sus zapatos lustrosos. Cuántas hermosas mujeres se han detenido a media mañana bajo la sombra del monumento para descansar unos instantes mientras prosiguen su camino hacia la avenida Reforma.

Recargado en el muro del antiguo frontón México, un franelero mira durante las tardes, cuando ya el sol comienza a retirarse, a esas mismas mujeres caminar ya sin sazón, medio jorobadas, hartas de su rutina. La misma Rosalía debió atravesar la plaza alguna vez con su paso venturoso y preciso, ocupada su mente en hacer sumas o en repasar el encabezado de un periódico vespertino. En ocasiones la imagino caminar encima de los muertos deteniendo sus pasos en cada osamenta para mirar, nunca temerosa, las cuencas de unos ojos que desde hace siglos esperaban verla pasar. ¿Qué voy a hacer con mis metáforas y remembranzas? Tengo un jodido cementerio dentro de la cabeza.

DIÁLOGO ENTRE ARMADILLOS

Se estaba bien en la cervecería Zacatecas, sobre todo después de haber concluido una intensa caminata. Rosalía decidió que un paseo por el barrio de Santa María la Ribera nos levantaría el ánimo. No tuve inconveniente, me calcé los zapatos más cómodos y me puse a su entera y total disposición. Después de vagar sin rumbo, admirar la casa donde había nacido Mariano Azuela, encontrar la casa del Dr. Atl, visitar la fundación Matías Romero y rodear varias veces la alameda, acordamos tomar un descanso. Atropellado por el entusiasmo de mi mujer no me atreví a comentar que varias generaciones de mi familia habían vivido en esta colonia. Mi bisabuelo trabajó con los hermanos Flores, fundadores del fraccionamiento de Santa María la Ribera, fue un magnífico administrador, puesto que le permitió adueñarse de varios predios. Su hijo, es decir mi abuelo, se contrató durante un tiempo como administrador de la fabrica de chocolates La Malinche, pero antes de consolidar su carrera conoció a una corista francesa que le vació los bolsillos. Su hijo, es decir mi padre, heredó una casona ordenada alrededor de un hermoso solar, además de otras que rentó a familiares. Estos parientes lo veían como a un salvador, pero cuando mi padre intentaba cobrarles o aumentarles la renta no lo bajaban de un despiadado usurero: no era ni una cosa ni la otra.

–Leí Los de abajo en la secundaria, como todo el mundo, ¿o no? –dijo Rosalía.

–Sí, yo también.

–A mi madre le extrañaba verme siempre llevando un libro para todos lados, no me hacía comentarios al respecto, pero imaginaba que las cosas no estaban en su sitio –Rosalía recargaba los codos sobre la mesa y entrecruzaba sus manos.

–Me imagino que no erraba en sus presentimientos, querida Sor Juana.

–Sí, por supuesto. A ella le gustaba la música. Ponía un disco en las mañanas y bailaba. Cuando dejó de hacerlo se murió.

–Si renuncias a la música que te ha acompañado en la vida es que estás diciendo adiós –añadí, dramático. Preferí no mencionar que eso mismo había sucedido con mi madre.

–Estás diciendo adiós –repitió para sí Rosalía.

–Nada menos.

–Cuando te conocí, en Tijuana, pensé que eras un conocedor de libros, un bibliófilo, pero veo que…

–No puedo leer como antes, me distraigo.

–Sí, ese es tu problema, la falta de concentración y dedicación.

–No me parece un problema, ¿cómo puede una persona concentrarse? –dije. El mesero, un hombre gordo y sonriente puso encima de la mesa dos cervezas más.

–Para leer se requiere concentración.

–Hace varios meses compré una novela solo para enterarme por qué una obra a la que un escritor ha dedicado toda su sabiduría se remata a mitad de la calle en diez pesos.

–Debió ser malísima.

–No, de ninguna manera, se llama Una soledad demasiado ruidosa.

–¿Quién la escribió?

–¿Vamos a seguir buscando edificios famosos?

–Sospecho que te has cansado.

–Estoy cansado, déjame esperarte en la cervecería.

–Bueno, pero no te emborraches. Qué mala compañía eres, Orlando.

EL CUERPO CAÍDO

He aquí el argumento para esta ocasión: si bien una ciudad no puede ser origen de las vicisitudes de una vida que apenas dura, sí puede hacer que todo se vuelva más penoso o, en ciertos casos, más leve: la ciudad es atmósfera y ombligo.

Esta ciudad cuyo nombre es uno de los más tristes del mundo, Distrito Federal, y donde he nacido, comido, sufrido una que otra enfermedad y crecido, se encuentra en el primer caso, pues provoca que cualquier clase de vida que habite en ella se encuentre siempre cercana a la penuria. Y no importa qué barrio o qué colonia habite uno, siempre se está próximo a la penuria. Y si no hay perros callejeros, como había antes a montones, es que han sido los primeros en irse al matadero.

Veo a mi ciudad como la insólita coz que se propina a un cuerpo caído.

La conciencia de ser desgraciado, es decir la conciencia rusa me viene, seguramente, no de los libros leídos en mi juventud, sino de esas lejanas estepas donde mis antepasados vagaban antes de convertirse en polacos, rumanos e italianos, aunque a decir verdad no poseo noticias claras sobre esta clase de acontecimientos. Tampoco creo haber llegado a la conclusión de ser desgraciado por el sencillo hecho de vivir. Lo sé de la misma manera que cuando niño sabía que mis compañeros de clase eran unos pequeños déspotas a quienes se debía declarar la guerra: hijos de otros hombres tan mezquinos como ellos. Lo sé de la misma manera que las niñas en la escuela primaria saben con varias vidas de anticipación cómo se comportarán los niños. Las inocentes criaturas guían el semen hacia sus pequeñas cavidades sin comprender cabalmente qué es lo que están haciendo. Al menos esta es una teoría y prueba contundente de que estoy vivo.

Acabo de decir que habitar en esta ciudad es como una coz propinada a un cuerpo caído. La complicación radica, por supuesto, en el cuerpo caído. Qué puede hacerse con el cuerpo caído es una pregunta complicada de resolver. Si se le propina un puntapié es probable que uno se encuentre más cerca de la vida que si se le inhuma como es costumbre ancestral en las hordas humanas. ¿Enterrarlo o darle de patadas? Patear el culo del cuerpo caído y sentir la masa parca e inmóvil manifestando su materia a través de la punta del zapato puede considerarse una rara forma de conocimiento. Según me dicta la experiencia patear los cuerpos caídos de esta ciudad es saber vivir en esta ciudad. Así lo experimentaron los perros callejeros antes de morir, los perros que atravesaban las avenidas a paso acelerado mirando de reojo o esperando pacientemente a hozar en las sobras de una comida humana. En cambio, no creo que rezar sea una manera correcta de habitar esta ciudad. Orar o compadecerse es, en todo caso, razonar con los sentimientos, o peor aún: razonar desde el pantano de una conciencia culposa. Eso lo sabía ya un niño que el tiempo convirtió en Orlando Malacara.

Soy ese niño que sabía de antemano que su vida estaría oscurecida por tediosos estudios escolares. Desde la primaria me sentía cansado, agobiado hasta el tuétano. Tal vez el doctor Castellanos Mont pueda revelarme, a cambio de unos miles de pesos o de hipotecar mi casa, qué vitaminas estuvieron ausentes en el niño Malacara. Asistí a la Universidad Nacional en busca de conocimientos que podía encontrar en los libros, pero no obtuve títulos a cambio: deserté. Los hombres actuales poseen más títulos que dientes pese a que sus conocimientos sobre cualquier tema son relativos. Los diplomas me son indiferentes, aunque a veces me provocan risa. No es la mía una gastada, maloliente rebelión contra la academia, ¡no!, me hace reír que en su pequeño consultorio mi dentista tenga las paredes saturadas de diplomas. Ha to mado más cursos que espinacas ha comido en su toda vida, espinacas o diplomas, un dilema que él resolvió sin ninguna pena. No es un hombre vanidoso, pero tiene tantos diplomas en los muros, ni siquiera puede verse el color de las paredes, y están allí para que los clientes confíen en él. Después de todo, si ostenta tantos diplomas no puede ser tan bruto, cavilarán estos pacientes que jamás le confiarían su dentadura a un don nadie. Estos pacientes se encuentran convencidos y dispuestos a desembolsar cantidades inmensas de dinero siempre y cuando su dentista posea los suficientes reconocimientos y palmarés. ¿Y no es toda esta pantomima una buena causa para mover a risa? ¿No es motivo para tirarse en el piso y reírse durante horas?

MI PADRE

Mirar el pasado es agotador, más que escalar una montaña o nadar en sentido contrario a la corriente. En tanto sea posible es conveniente renunciar a husmear en el pasado de uno mismo: ¿mi pasado? No sé de qué me habla usted señor mío. Mas entonces, si disimulo, ¿dónde esconderé el ataúd de mi padre?, ese viejo solemne que me heredó su dinero con la conciencia plena de que su primogénito lo recordaría como a su más querido antepasado. No creo que haya pensado que una vez muerto pasaría de inmediato a ser mi más querido antepasado. En sus ojos moribundos se adivinaba ya esa expresión de desconcierto que podría traducirse como “¿Acaso voy a dejarle mis propiedades a este desgraciado?”. Un cuestionamiento absurdo y en cierta medida soez porque, sin contar con la abusiva estupidez de mi existencia, no habría podido hacerse, mi padre, la única pregunta que debe hacerse un ser humano en sus cabales: ¿Voy a heredar mis propiedades, el fruto de mi esfuerzo, a un desgraciado como este? El único momento en que un padre ama profundamente a su hijo es cuando el hijo duerme dentro de su cuna y sus manitas semejan arañas muertas en el nido de un pájaro. No son maquinaciones de un hijo malquerido: son expresiones que le escuché a mi padre en el transcurso de mi adolescencia: “Solo cuando duermes me siento tranquilo”, decía, no recuerdo claramente o al pie de la letra sus palabras, pero sí su mirada descompuesta y agria.

No me aventuraría a calcular el costo de la columna vertebral de mi padre, pero es evidente que el precio de cada disco lumbar debió ser bastante elevado. Esos infames discos, menos resistentes que los vinilos de Barry White o los Bee Gees, crujían cada vez que mi padre se incorporaba de su silla para pasear alrededor de su escritorio. Y no creo que tenga ningún caso detenerse en el proceso de mi educación porque mis experiencias se reducen a sumar situaciones que producen siempre resultados predecibles. No hay en la tierra ninguna vida interesante; al menos a mi vista desmerecen y decaen los héroes de axilas inmensas, las divas de culo eterno, seres tan despreciables como para que ninguna novela resucite en su honor. Las novelas deben seguir muertas, reposando en su sarcófago la ausencia de una vida interesante. La hormiga que transporta una hoja más grande que el resto de las hormigas o una rana que se enamora de un cuervo no roban más de un segundo de mi atención. Un escritor que ha viajado y escribe sus aventuras, un político que realiza una acción samaritana, una mujer que cambia de sexo, un pobre que se hace rico, carajo, ante estos acontecimientos ordinarios prefiero sin ninguna duda los documentales sobre cangrejos.

Desde que jugaba al “bote pateado” o “burro tamalada” en el patio de la escuela, me enteré de que no existen respuestas definitivas o precisas para ninguna pregunta de índole moral por muy estúpida que esta sea. Tampoco puedo decir que encarné en un nihilista precoz (en nombre de mi santa madre que ahora debe estar retozando en el lecho de san Martín de Porres, juro que no podría explicar qué cosa significa ser nihilista o existencialista), ni mucho menos podría aducir a mi favor que el pesimismo me empujó a tener una vida poco común. Cuando concluía un ciclo escolar me encaminaba avergonzado a la empresa de mi padre dispuesto a poner en sus manos mi nuevo diploma: soy un hombre más que ha cumplido su tarea, un hombre cuyo destino estará limitado a vomitar respuestas cada vez que alguno susurre preguntas a sus oídos, un hombre sin importancia colectiva. Y tengo derecho a bromear.

 

Me habría gustado comunicar a mi padre, en caso de encontrar las palabras adecuadas, mi extraña desazón y la consistencia de mi madurez sombría, pero no consideraba honesto enturbiar su entusiasmo: nadie debería descubrir sus pensamientos si estos van a causar daños y disturbios mentales en otra persona. Habría deseado tanto comunicar al señor Malacara, mi padre, heredero de administradores fornidos, que pese a sus reservas había logrado finalmente hacer de mí un hombre común. Sí, hubiera querido transmitirle mis pensamientos, pero al carecer de suficiente cinismo me cuidaba de levantar la voz en su presencia. Sin duda me preocupaba que, decepcionado por mi extraño comportamiento, mi padre viera mermada a través de mí su capacidad productiva. Habría sido infamante añadir a la sentencia de hombre mediocre que pesaba sobre mi cabeza, la acusación de hombre rebelde. Habría sido tan mezquino ser un hijo rebelde en cuanto no habría cambiado en nada mi vida, ni tampoco la de mi padre. Solo habría lesionado su capacidad productiva, hecho que terminaría siendo nocivo incluso para mis propios intereses. Disminuir su capacidad productiva no lo habría convertido de la noche a la mañana en un hombre prudente; muy por el contrario, se habría transformado en un ser preocupado, tenso, presa de arritmias y males cardiacos. Después de tantos años de vida puedo asegurar que no debe ofenderse a los padres que aman su trabajo poniéndolo por encima de todas las pasiones y de todos los vicios.

En el momento en que mi padre recibía de mis manos el consecuente diploma, ponía sobre su escritorio una botella de licor alicantino y brindaba con su hijo por la proximidad de un futuro menos nebuloso.

–Confío en que estamos comenzando una época de buenas cosechas –decía, copa en mano y mostrando un rigor protocolario excepcional–; estoy más cansado que nunca, ni siquiera puedo irme con putas.

¿Cómo responder a estas frases? Si un delito vital he cometido es no ser un patán que se sienta a la misma mesa de su padre para beber ajenjo, mentarle la madre a los políticos y suspirar por los calzones de las putas que beben en la mesa de al lado: ¡soy un jodido conservador!

–Ha sido tu esfuerzo más que el mío –respondía yo, frío, pero también consciente de que a cualquier persona le aterraría que su esfuerzo culminara en un ser como yo: un desagradecido.

–No, todo es mitad y mitad, sin gasolina el motor no funciona.

–Espero que el combustible no comience a escasear.

–¡No, por favor! Todavía nos faltan algunas tumbas que cavar, hijo –decía mi padre, su rostro moreno, grave, la sonrisa a medias, y bebía.

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