Malacara

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CANICAS NEGRAS

Es cierto, carecí de hermanas, solo una que no salió del vientre, ¿pero creerle esa historia a mi madre? Acaso por eso deseo dos mujeres dentro de mi recámara, dos hermanas, su ropa interior cerca de mí, sus pies friolentos, tibios como los de Rosalía, un poco más fríos los de Adriana. Y luego dedicarme a ahuyentar a los lobos, observar sus mandíbulas babeantes empañar la ventana, disparar, clausurar la puerta, los postigos, pelear incluso contra ellas, mis hermanas, es decir, todas las mujeres que insisten en amar a otros hombres. ¿Y si solo matando a otros se ganara el cielo? No existen pruebas de lo contrario. Los ejércitos de cruzados que atraviesan el océano o las cordilleras escarpadas para hacer el bien no son más que unos brutos obcecados. No van a ganar el cielo ni la tranquilidad espiritual, acaso tres comidas al día y un techo mientras llega el día en que los maten. En los recuerdos de mi infancia aparece la figura de un niño que exhibe sus orejas pequeñas y demasiado libres, un niño que culpaba a sus compañeros de clase por realizar actos que nacían solo en su propia imaginación. No concebía ninguna idea si al mismo tiempo no se revelaba en mi mente, dibujada por una refinada maestría, la cara de un responsable. Estas maquinaciones infantiles, concebidas o preparadas con la minucia propia del haragán, me ganaron respeto por parte de mis compañeros que, medrosos y precavidos, procuraban mantener buenas relaciones conmigo, pese a no serles yo un ser simpático. No soy simpático, lo sé, pero si existiera un dios al que agradecer esta ausencia de simpatía lo haría todos los días armado de una puntualidad religiosa; el simpático atrae más moscas que la boñiga, es un huevo de gallina que se bambolea frente a la mirada del tejón, un chocolate dulzón, carajo, en resumidas cuentas los simpáticos deberían ser todos conducidos a la horca.

Me puedo recordar cubierto de ese pelo lacio, tan negro como el zapote, hurgando y desafiando por medio de la mirada el bovino semblante de mis compañeros de clase. Sí, es mi apreciación, pero ¿quien puede rebatir la sensación de que me hallaba en medio de un rebaño? Ellos, los bovinos, aprendían de la afinada maestra, pero yo, en cambio, aprendía de ellos porque mis compañeros de clase, quietos, modosos, escandalosos a ratos, eran nada menos que la vida. Tiempos de escuela primaria cuando los niños son arrojados a la corriente del río sin saber nadar. Mi escuela llevaba por nombre Pedro María Anaya en homenaje a un general que había enfrentado sin éxito a los catorce mil norteamericanos que, a mitad del siglo diecinueve, entraron a la Ciudad de México, comandados por el general Scott. El edificio escolar se encontraba frente a un parque de árboles escasos, altos, tristones donde vagué y deshilvané las horas durante casi todas las tardes de mi niñez. Nuestro gobierno había ordenado construir decenas de escuelas similares a lo largo de toda la ciudad: inmensos solares de cemento fisurado, rodeados de amplios salones que habrían de recibir a los hijos del pueblo. Estos cabrones hijos del pueblo, Gonzalo, Rafael Bobadilla, Édgar Celiz, los hermanos Alfaro, Linares, mis compañeros todos, no acertaban a descubrir en qué consistía exactamente mi talento, pero tratándose de animales intuitivos presentían que debían andarse con cuidado, ya que sin desearlo podían verse involucrados en sucesos bastante bochornosos e inconvenientes para ellos. Como aquella mañana de lunes patrio cuando la con serje encontró el cuaderno de mi compañero de banca encima de un retrete destinado a las niñas: un cuaderno tatuado por el nombre de Rutilo Carlón en la portada. El hecho habría pasado más o menos inadvertido si no se hubiera corrido el rumor de que las niñas eran espiadas cuando se encontraban en posiciones íntimas dentro del baño. Espionaje de tan grandes dimensiones se habría evitado si las autoridades del colegio hubieran tomado conciencia y permitido a las niñas orinar al descampado y a la vista de todos, pues a todas luces es un despropósito confinar a las niñas a un galerón cuando los varones no cesaban de imaginarlas desnudas y en toda clase de posiciones. Ya una de ellas había descrito el color de las pupilas de un mirón aludiendo a unas canicas negras que centelleaban maliciosas y voraces. Debido a la imaginación de esta niña, sus compañeras veían ojos como canicas negras cada vez que se sentaban en el retrete, y en algunos casos acompañaban sus evacuaciones de alaridos espantosos que se escuchaban en todos los rincones de la escuela.

Niñas: Roxana, Carmela, Ana Robles (tartamuda y muy bella), la gorda Graciela, Ana Bertha (mis compañeros le decían cola abierta) y Blanca, la mayor de todas, alta, autoritaria. Tengo la incómoda certeza de que desde mis primeros días en la escuela primaria me convencí de un hecho que marcaría mis posteriores temporadas escolares: mis padres me habían enviado a esa escuela para sostener una guerra continuada con los hijos de otros hombres. ¿Si no, entonces por qué ese obtuso número de caras, estaturas y apellidos tan distintos entre sí? Cuando utilizo la frase me convencí, no me refiero a un conjunto de operaciones lógicas que preceden a determinada conclusión, no, ¿cómo voy a querer decir tamaña pedantería? A mis diez años sabía cosas sin necesidad de ampararme en ningún razonamiento. Simplemente las sabía, y ya. Supe entonces que por causas ajenas a mi entendimiento me encontraba en pie de guerra, aun sin haberme involucrado en peleas o discusiones abiertas, con mis compañeros. Y pese a no saber hoy tanto como sabía de niño, y desconocer las razones por las que un hombre que ha vivido alrededor de cuatro décadas sabe tan pocas cosas acerca del mundo, he encontrado motivos más que suficientes para justificar aquella guerra. Después de todo tanto mi nombre, Orlando, como mi apellido, Malacara, podrían ser aceptados como buenos augurios en un campo de batalla. En efecto, no creo ser un hombre distinto al niño que reñía con otros párvulos por cualquier motivo. Mi rostro ha tomado ciertos cauces imprevistos, pero en esencia creo poseer el mismo gesto temeroso de esos primeros años escolares.

Recuerdo claramente que, durante mi segundo año de primaria, me enamoré –preludio del romántico anciano en el que me convertiré en un par de décadas– de las armoniosas y pródigas piernas de mi profesora. Pronunciar su nombre, Carmen, profesora Carmen, señorita profesora Carmen, me transporta a ese pupitre de madera oloroso a lápiz, cartoncillo, goma y pegamento donde so ñé por primera vez con una mujer mayor. ¿Qué tan mayor?, no lo sé, pero aun si mi profesora hubiera sido una adolescente yo la recuerdo desde el presente como una mujer de veinticinco años coronada por un peinado abombado, negro, abundante. Carmen se parecía tanto a Elsa Aguirre que me gustaría preguntar si Elsa Aguirre, esa belleza cínica e imbatible, no fue maestra de primaria antes de ser actriz. Sí, era un timorato menor de edad, pero ya desde aquellos días me hipnotizaban las piernas femeninas. Si uno viniera al mundo solo a mirar y acariciar las piernas de las mujeres yo me sentiría bastante satisfecho y estoy seguro de que renunciaría a toda clase de especulaciones éticas o bienes terrenos: es una exageración y hasta un piropo vulgar reconocerlo, pero siento placer al decirlo.

Me sentaba frente a mi maestra, justo en el pupitre delante de su escritorio y me concentraba en sus tobillos, ajeno a las oscuras lecciones que Carmen nos ofrecía con la noble tranquilidad de una mujer samaritana. Ninguna división de tres guarismos resultaba importante cuando frente a mí se manifestaba la belleza concentrada en esos tobillos torneados, cubiertos de vellos dóciles y solo perceptibles para mis ojos y mi hambre de cernícalo. Lo tengo que decir: en cuanto veo a una mujer hermosa sé de inmediato para qué vine al mundo, como lo sabe cualquier armadillo cuando mira correr entre los prados a la señora armadillo envuelta en su caparazón tornasolado. ¿Cómo podía Carmen creer que al mostrar, descaradas, esas piernas, podíamos concentrarnos los niños en las su mas de tres dígitos? Acaso seis más tres, pero nunca una suma de trescientos más ciento cuarenta y cuatro. Esa honrosa distracción de párvulo continúa afectándome cuando converso con una mujer de piernas agraciadas. En cambio, tratándose de otros temas he mudado de parecer millones de veces y mis ideas al respecto no se mani fiestan más que como el preámbulo de otras ideas las cuales en el futuro serán completamente diferentes. Un ejemplo: en mis años veinte sufrí inclinaciones hacia al anarquismo, pero en cuanto el tiempo transcurrió me volví un socialista moderado que desembocó después en un pesimista melancólico que en breve se transformó en un loco que, si pudiera, ordenaría más de un fusilamiento. Hoy no tengo convicciones a la mano para persuadirme de casi nada, y mis ideas han perdido su columna vertebral: ¿se puede sembrar trigo pensando de esta manera?, no, por supuesto, la única manera de sembrar trigo y sobrevivir es teniendo un pensamiento más o menos campesino o inocente. Así que a olvidarse de los fusilamientos y de perpetrar crímenes en nombre de alguna causa. Ahora, consecuencia de mis traumáticas experiencias, sé que para modificar mis convicciones solo necesito que el tiempo pase. Quiero pensar que si los hombres poseen ideales es porque no vivirán más que unos cuantos años. De lo contrario no se harían los importantes: miserables e imbéciles mortales, migajas pretenciosas, veo ya en su cara el ajetreo de los gusanos. Si un ser llamado Orlando Malacara puede responder a su nombre, no es de ninguna manera a causa de que posee un pensamiento o cerebro capaz de hacer de su nombre una entidad singular: Orlando Malacara existe porque, como las semillas de tantas plantas silvestres, germinó a orillas de un camino arcilloso que bien pudo estar en Marsella o en los confines de las hermosas tierras riojanas.

 

ACUSACIÓN

Como cualquier persona mediocre y sustituible temo que la paz momentánea que reina en mi casa sea destruida en un momento inesperado. Es esta la razón que me hace temblar cuando una visita espontánea e inesperada toca a mi puerta. ¡Esto es lo más ingrato que puede sucederme! No se me puede convencer de que pese a los supuestos progresos humanos continuemos propinando violentos golpes a las puertas como simios impacientes que exigen entrar o salir de sus gavias. Así sucedió en un mayo pasado cuando varios estrepitosos coscorrones cimbraron la puerta de mi domicilio. Habito el número veintiséis de la calle Ciencias en una casa que, a simple vista, podría pasar por una bodega desvencijada, pero que una vez salvada la puerta es cómoda e incluso podría considerarse refinada.

La casa conserva candiles de araña en las recámaras y en el comedor, candiles que de tan viejos se han convertido en novedad para la moda. Ojalá sucediera lo mismo conmigo y que todas las jóvenes del mundo voltearan a mirar a este polvoso candil fabricado en industrias Malacara. Cuando abrí la puerta me enfrenté a tres hombres que me observaban plenos de una curiosidad no disimulada. Pese a que en sus gestos asomaba una ridícula fiereza, husmearon en mi persona, como si se tratara de un trío de curiosas mujeres de lavadero: tenían la intención de intimidarme, pero no lo hicieron porque una vez que me decido a abrir la puerta lo menos que espero es una lluvia de puñaladas o culatazos: si abro la puerta lo menos que espero es la muerte y si no es la muerte quien me visita entonces ni el mismo cristo sangrante puede impresionarme.

Los hombres vestían de manera informal, suéteres baratos, pantalones discretos y solo uno de ellos usaba anteojos. A primera vista me parecieron simples ciudadanos que el día de las elecciones para gobernador se levantan de su cama a depositar su voto en las urnas. Mi primera apreciación fue equivocada, aunque en seguida comprendí cuál era su función en la sociedad: representar la figura utópica de agentes judiciales. A su lado, dos ancianas hurgaban en mi persona como si jamás hubieran tenido la oportunidad de observar moluscos a tan corta distancia. La causa de la visita se debía a que una de estas mujeres afirmaba haberme visto golpear a un hombre hasta el extremo de causarle la muerte. Pese a la contundencia de las acusaciones el testimonio de dos octogenarias causaba serias dudas en la policía. Antes de enviarme un citatorio o aprenderme, los judiciales decidieron hacerme una breve visita.

–Me imagino que estará al tanto del asesinato que ocurrió hace unos días, en esta misma calle –me dijo uno de ellos despertando en seguida mi curiosidad.

Una curiosidad irreprimible, tal sentimiento me provocan las personas que comienzan una conversación, ya sea por placer o porque no toleran que el silencio se prolongue demasiado tiempo.

–No conozco los detalles, pero desde mi ventana me di cuenta de que una ambulancia recogía el cuerpo –respondí.

–Estas señoras, sus vecinas, afirman que usted cometió el crimen. Como puede ver, ellas también acostumbran mirar desde la ventana –me intrigaba que el sujeto me hablara de usted, ¿de dónde provenía semejante educación?

–No sé si estas señoras, a quienes no conozco, se encuentren dispuestas a encarar un proceso por difamación. Me considero un hombre tranquilo que no guarda aversión hacia nadie en especial –dije, cortés, pero sobre todo solemne. Desempeñaba en ese momento el papel de un indefenso Kafka ante el inhóspito laberinto de los tribunales.

–No estoy mintiendo –terció la anciana de menor estatura. Era odiosa.

¿Cuántas veces desde mi ventana la había observado pasear su escoba sobre la acera? Era probable que, antes de ocupar su ataúd, decidiera comenzar a barrer también con los vecinos.

–La calle es oscura. No creo que estas mujeres hayan podido ver nada. Si desean esperar a que llegue la noche se darán cuenta de que estamos en una calle sin demasiada iluminación. Cuanto más si se está casi ciego –exclamé a sabiendas de que llamar ciego a un anciano causaría una mala impresión en las autoridades.

–Según nuestra información, el muerto tenía su domicilio lejos de aquí –dijo otro hombre, sin rostro, unos labios que apenas se movían.

–No sé nada, probablemente peleó con un transeúnte. Poseo escasa imaginación, así que los hechos que no puedo certificar con mis propios ojos no sé de qué manera imaginármelos. Estoy dispuesto a hacer las declaraciones necesarias, pero no me involucre porque dos ancianas ven elefantes en las noches.

Me pareció, contrario a lo esperado, que mí última frase causó buena impresión en los policías, no así en la anciana acusadora que, furibunda, me increpó sugiriendo que los elefantes retozaban en la imaginación de mi madre. Estos insultos las hicieron aún más sospechosas: acaso el motivo de una acusación tan grave tenía que ver más con una riña entre vecinos que con un testimonio verídico. Llamar ciega a una anciana es cruel, pero escuchar a esta misma anciana lanzar insultos propios de un soldado deja también mucho que desear.

–De entrada, nos parece bien que esté dispuesto a cooperar –retomó la batuta el agente dotado de mayor autoridad–; este caso no ha causado ruido en la prensa, de lo contrario estaría usted junto con varios sospechosos más en la cárcel.

El señor policía tenía razón. Cuando las cámaras aparecen en la escena del crimen las injusticias aumentan de modo superlativo. La policía encarcela a media humanidad para complacer a los medios y mantener entretenido al auditorio, a los jubilados tristones, a las mujeres que han dejado de tener sexo y ni siquiera podrían comprobar que tuvieron alguna vez juventud. Los noticieros dirigen las pesquisas, condenan, absuelven, son ellos quienes dictaminan la honestidad o inocencia de un hombre. En realidad, me importa poco quien desempeñe las funciones de policía. Miles de hombres han nacido en un momento en el que todos estos oficios se encuentran disponibles: ¿qué más podían hacer, sino desempeñar un papel humano y común? A ver: si en el periódico aparece un anuncio en el que se solicita un fracturador de manivelas, se presentarán más de diez a pedir el empleo, aunque no tengan una idea de lo que significa ser fracturador de manivelas.

–Cuando ustedes me lo pidan, señores, haré las declaraciones pertinentes, solo les advierto que perderán el tiempo. Soy un hombre de bien.

Cómo disfrutaba pronunciar las palabras “soy un hombre de bien”, es una oración tan sencilla que solamente otro ser honrado puede advertir cuándo esta es pronunciada de una manera falaz. En ocasiones, la frase es capaz también tocar el corazón de los hombres malvados quienes, de inmediato, se sienten sucios frente a un hombre que, a diferencia de ellos, insiste en procurar el bien. En resumidas cuentas esta frase nunca deja a nadie impasible.

–Nuestro oficio es dudar hasta de los honrados. En cuanto las pesquisas continúen veremos si puede ayudarnos, buenas noches.

–¿No van a detenerlo? –preguntó, impaciente, la anciana de menor estatura.

–No, por el momento. Así como las hemos escuchado a ustedes, así también hemos escuchado a este señor. Necesitamos más pruebas.

–¿Y si escapa?

–Señora, permítanos desempeñar nuestro oficio. Usted dedíquese a espiar desde su ventana para ver si descubre un nuevo sospechoso –sugirió el agente, colmado de sorna, como si se pudiera esperar de ellos un comportamiento refinado.

Eran corteses porque estaban cansados de su propia violencia, de sus atrocidades cotidianas y su vocación por la rapiña. Después de otearme con suspicacia voraz se marcharon. Y yo cerré la puerta.

VISITA AL MÉDICO

Cuando me detengo a pensar en el hecho de que he consumido mis días viviendo en la Ciudad de México, no sé si tirarme a llorar desconsolado y abatido en una acera percudida o si debiera, en cambio, sentirme orgulloso de haberme mostrado tan temerario. Un idiota o un héroe, no encuentro adjetivos para calificar al habitante de una urbe semejante. Se requiere de un inmenso valor para salir a la calle o para sostener una conversación amable con los vecinos. No podría asegurar cuáles serían, en mi caso, los derroteros de una conversación amistosa con un vecino si esta se extendiera más de dos o tres minutos. Después de las primeras sonrisas sobrevendría un desasosiego que podría extenderse décadas inclusive. A ello sumo lo triste que resulta cuando un vecino te toma cariño o comienza a llamarte por tu nombre: “Buenos días, Orlando, ¿qué haces levantado tan temprano?”. Nada suele ser tan acongojante como los vecinos que se enamoran entre sí: ¡cuánta soledad existe en este romance de vecinos! Debido a estas escuetas razones el acontecimiento de compartir mi vida –quiero decir: unos cuantos días– al lado de una mujer, no se sostiene en valores subjetivos como el amor, o en piruetas ocasionales como las que te impone el sexo cotidiano. Por el contrario, me siento agradecido si, sopesando la situación, esta mujer se toma la molestia de representarme ante el resto de nuestros vecinos o conocidos. Más agradecido me muestro hacia ella si lo hace cuando el asunto implica relacionarse con desconocidos a los que resulta duro evitar, como es el caso de los taxistas o los cobradores de renta, dos de los actores más espantosos de esta ciudad (una confesión más: ni aunque de ello dependiera mi vida aceptaría cobrar rentas porque me sentiría como una rata que cada determinado tiempo arranca un trozo de carne a un niño).

Si una mujer acepta en mi nombre, o en nuestro nombre, relacionarse con extraños, entonces sus piernas toman de inmediato un papel secundario. Confinar a un papel menor las piernas de una mujer, si estas son hermosas, no es un asunto sencillo: en mi caso, solamente una bondad excepcional puede llevarme a cometer despropósito semejante. Esto mismo sucedió cuando Rosalía Urdaneta debió explicarle al doctor Castellanos Mont en qué consistían mis malestares más íntimos. La entrevista se llevó a cabo en un consultorio desangelado de paredes albinas, iluminado apenas por unas modestas lámparas de cobre. El doctor Castellanos Mont era lo que suele llamarse un hombre prestigioso y dicho prestigio le otorgaba el derecho a cobrarte cantidades inmensas solo por mirarte de reojo. Para llegar al importante consultorio debimos recorrer, en el automóvil de Rosalía, la avenida Amores casi en su totalidad soportando semáforos controlados desde una computadora que a su vez era controlada por el genio de un estúpido. Atravesar una avenida plagada de semáforos solo para visitar a un médico sugiere cierta urgencia o necesidad irreprimible. No lo negaré: por ese entonces mi salud buscaba ya una ventana para suicidarse y transformarse en una enfermedad abusiva. Castellanos Mont nos había sido recomendado con creces por las amistades de Rosalía y este sencillo hecho aumentaba mi desconfianza hacia él. Además de la cantidad de dinero que tomaría a cambio de sus sabios consejos, aquella tarde me sentía desanimado, sin gracia suficiente para contradecir sus opiniones. Y, como es de sobra conocido, si uno acude al médico sin los arrestos necesarios para contradecirlo entonces se enfila directo al matadero.

–Te sugiero que te concentres y escuches lo que el médico va a decirte, es un médico, no un filósofo.

Rosalía me dictaba lecciones de comportamiento. Castellanos Mont era uno de los amigos más cercanos a su padre y no se hallaba dispuesta a hacerme concesiones ni a permitir que mis tribulaciones se expresaran de forma poco diplomática.

–En unos momentos el tal Castellanos Mont se convertirá en mi peor enemigo.

–¿Lo ves? En ese caso déjame hablar a mí, diré que eres mudo.

–No tienes necesidad de inventar esa tontería. Los médicos dan por sentado que los pacientes somos mudos. Ellos no escuchan, solo miden aquí y allá, como los sastres.

–¿Y ahora qué? ¿Vas a fundar el sindicato de los pacientes despreciados? Estás enfermo, ¿puedes remediarlo? No, por supuesto. Entonces guarda silencio cuando no te pidan opinión, escucha y atiende las recomendaciones del médico.

–Estaré callado, no te preocupes, pero no puedes negar que los sastres son más amables que los médicos.

–Mira, el consultorio está en ese edificio –Rosalía señaló con el dedo un elegante condominio de seis pisos.

De pronto me vi envuelto en un batón medio desteñido, sentado en una camilla de modo que mis pies desnudos no llegaban al suelo. Aún no sé por qué razón mis pies desnudos no tocaban el suelo si toda mi vida he sido considerado un hombre de apreciable estatura. No tengo idea, mas recuerdo que, no obstante mi esfuerzo, me resultaba imposible rozar siquiera el piso de esa habitación. He llegado a pensar que el médico elevaba la camilla para humillar aún más a sus pacientes. Hubo un momento en que tanto mi mujer como el doctor charlaron acerca de mí como si fuera yo incapaz de expresarme por mí mismo. Ella dominaba, no sin cierta gracia natural y nada impostada, el tema de mis constantes mareos y de mis abruptos cambios de presión, los cuales desembocaban en tediosas jornadas en cama. Era excitante escucharla disertar sobre mis dolores más íntimos. Lo hacía con tanta gracia, como si no le causara pesar.

 

El médico, atento como estaba a las palabras de mi mujer, ni siquiera reparaba en mí. La voz de Rosalía se tornaba más suave cuando abusaba de los diminutivos. No he conocido a una mujer capaz de pronunciar vasito o platito con tanta simpatía. El solo hecho de llamar a un dolor dolorcito fungía ya como un remedio para el enfermo. Y, sin embargo, los diminutivos no amainaban su mal humor, ni sus repentinos ataques de cólera. Cuando esto sucedía, no había esperanzas de volver a la calma. Es conocimiento común saber que las mujeres se enojan de verdad y que cuando lo hacen el mundo se estremece de miedo. Si un hombre entra en cólera puede que estrangule a un ser humano, pero si una mujer se enoja verdaderamente provoca que la creación parezca un acto estúpido. Es aterrador cuando sobreviene ese momento en que las mujeres pierden el control y comienzan a romper cosas o a lanzarlas contra la pared. Mi madre lanzaba platones de fideos en dirección a la cabeza de sus hijos, lo mismo que sus hermanas y sus tías y sus abuelas. Todas las mujeres que he conocido tienen un brazo de pitcher en potencia y no dudan en utilizarlo cuando las condiciones lo ameritan. Los fideos van por los aires ante a la aterrada y azorada mirada masculina. Cada objeto destruido por la furia femenina es símbolo de una paz que no logra mantenerse en pie: todo se cae a pedazos. Si te atacan con un arma, aun cuando no te lastimen físicamente, nadie te salvará de esa imagen tan desconcertante. ¡La vida deseando aniquilarte! La vida arrepentida de haber arrojado a un ser como tú en esta tierra.

Volviendo al asunto del consultorio, no hubo necesidad de establecer un diálogo porque el doctor Castellanos no se mostró interesado en saber si contaba yo con opiniones acerca de su diagnóstico. Le importaba un pepino. La verdad es que me sentía muy complacido de que tanto mi mujer como el médico se portaran como seres educados y conversadores y no me incomodó que ella olvidara mencionar los ligeros temblores que se apoderaban a veces de mí en la madrugada. Era hasta cierto punto necesario mencionar los temblores en cuanto nada como ellos me causaba tanto temor a la muerte, pero no deseaba interrumpir aquella animada charla entre Rosalía y Castellanos Mont.

Comúnmente los temblores a los que aludo se apoderan de mí ya un tanto entrada la noche, cuando las televisoras, además de sus infomerciales obtusos, comienzan a transmitir películas de vaqueros o de policías rurales mexicanos. En cuanto aparecía en la pantalla el rostro de Mario Almada sabía que me encontraba en medio de una noche tormentosa y que ni el más astuto alguacil podría remediar con sus proezas la incertidumbre de mi estado físico. Cuando los estertores se tornaban más intensos comenzaban mis preocupaciones. ¿En qué condiciones encontraría el cadáver mi mujer la mañana siguiente? Las personas no se detienen a pensar demasiado en estas cosas, no le encuentran sentido: finalmente el cuerpo sin vida será problema de los vivos que deberán hacer serios esfuerzos a la hora de abandonar el fiambre en un lugar adecuado. Si Rosalía me encontrara sobre mi cama en posición fetal, seguramente pensaría que había pasado frío en la madrugada. Ni siquiera su corazón de ardilla podría advertir que ese hombre enconchado en su propio cuerpo la había palmado en algún momento de la noche. Rosalía tendría que soportar, además de un cuerpo tieso, un olor que en vida me cuidé mucho de expeler. Cómo me incomodaba pensar que justo en el momento de la muerte mi rostro adquiriría un rictus funesto cuya imagen mi mujer tendría que conservar en su mente para siempre: nunca sus sentidos se habrían visto tan estimulados como cuando su hombre se convirtiera en una cosa sin vida.

–Rosalía, he estado pensando que una mujer de tu carácter no debe tener ningún inconveniente en vestir a un cadáver.

Ella se encontraba sentada en la mesa del comedor haciendo sumas en una libreta. A juzgar por su rostro la suma parecía favorable.

–¿Qué? ¿Un cadáver, dices? No entiendo.

–¿Te preocupa la edad?

–Me atemoriza llegar a vieja, pero en treinta años seré una anciana; no deseo enfermarme, pero me enfermaré, no me importa, ¿por casualidad tienes una sumadora?

A las mujeres bellas debería permitírseles todo, incluso matar. Rosalía me dio largas temporadas de sosiego sin saber qué recibiría ella a cambio. Es inquietante pensar que han existido personas cuya muerte las sorprende sin saber si recibieron algo a cambio de sus esfuerzos, pero me consuela reconocer que tal diatriba sucede con casi todos. ¿Qué recibió mi padre a cambio de su esmerado trabajo, sino un hijo estúpido que incluso le escatimó la admiración que debe mostrar todo vástago ante la figura de un padre laborioso? Creo, a expensas de sentirme culpable, que Rosalía todavía no está segura si ha recibido de mí algo valioso para presumir en los años venideros.

He escuchado a casi todas las madres afirmar que, durante su juventud, gozaron de partidos interesantes los cuales despreciaron debido a su inexperiencia. Así también presumía mi madre; llevaba consigo un rosario de pretendientes cuyos atributos recitaba a la menor provocación: todos estos supuestos candidatos a su amor habían sido más guapos e interesantes que mi padre, todos ellos más varoniles, sensibles, cultos y trabajadores. Como nadie puede desmentir a las madres entonces ellas romantizan exageradamente al respecto e inventan incluso lo que fue cierto. Las mujeres tienen cientos de pretendientes en su juventud, pero se casan con el único que les estropea la vida. ¿No es esta una paradoja de lo más idiota? Siempre es así, sin embargo ¿qué podría rescatar Rosalía de mi persona cuando me describiera frente a una hipotética hija veinte años más tarde? Probablemente mi fingida serenidad o mi cortesía, pero es imposible saberlo porque lo más probable es que dentro de veinte años Rosalía recuerde de mí solo detalles anodinos y poco dramáticos. Le contará a su hija que su antiguo amante se engullía los gajos de mandarina sin escupir las semillas. ¿Cómo era posible que se tragara enteros los huesos de naranja? Su sorpresa estará bien justificada porque mi estómago ha debido soportar a lo largo de su vida cantidades inmensas de semillas de mandarina.